Un sonido. Silencio.
Otro sonido. Lejano. Apenas un tick prudente y concreto, difícil de identificar.
Ferdinard intentó abrir los ojos, realizando para ello un esfuerzo increíble, como si fuesen escotillas de metal enquistadas por el óxido y el tiempo. Decidió quedarse como estaba, tumbado en alguna cama, incapaz de moverse en absoluto.
Tick.
—Ya está —dijo una voz femenina a su lado.
¿Enclave?, pensó, confusamente. Entonces, los últimos instantes de agonía mientras estaba en el suelo regresaron a su mente. Con una especie de espasmo, abrió la boca para respirar, y el aire llenó sus pulmones produciéndole una gratificante sensación de alivio.
—¿Está usted bien? —preguntó otra voz, ésta claramente masculina, desde algún punto a su derecha.
Ferdinard pensó en contestar, pero descubrió que no podía.
—¿Está bien, por todas las galaxias? —preguntó la voz.
—Está estable —respondió la mujer.
—¿Puede oírme?
—Sí, claro.
—Bien —respondió el hombre—. Señor Ferdinard, ¿me oye?
Ferdinard asintió. Estaba respirando ahora con normalidad, disfrutando de la maravillosa sensación de tener otra vez aire en los pulmones, circulando libremente en las dos direcciones.
—Perfecto —dijo la voz—. ¡Perfecto! ¿Puede… puede verme?
Ferdinard intentó abrir los ojos otra vez para descubrir que, ahora, podía. Un resplandor blanco le inundó. Demasiada… Demasiada luz. Pestañeó varias veces para enfocar la vista y vio que estaba en algún tipo de… ¿centro médico? Había hombres vestidos de blanco, y paneles de diagnóstico recubriendo las paredes. Eran caros; alguna vez habían vendido algunos.
Su mente se centró en su amigo.
Giró la cabeza para encontrar un rostro preocupado que, rápidamente, mutó para esbozar una sonrisa.
—¡Muy bien, Señor Ferdinard! ¡Muy bien! ¡Está usted perfectamente, por supuesto!
Por supuesto, repitió su mente, confusa. Por descontado, se dijo, divertido.
—¿Qué le ha parecido la experiencia, señor…?
—Ferdinard —dijo alguien más.
—Ferdinard. ¡Un nombre afortunado, como usted! De la Aegis Europa, ¿verdad? Una gente fantástica. Mi mujer y yo solemos ir allí en nuestros ciclos vacacionales… ¡un gran sitio para vivir!
No vivo en la… pensó Ferdinard, pero desechó la idea de dar explicaciones.
—¿Qué me dice? —continuó parloteando la voz—, ¿qué le ha parecido la experiencia? ¡Alucinante, sin duda!
—Deberíamos dejarle descansar —dijo la voz femenina—. Puede escucharle pero aún está demasiado confuso.
—Por los iones de… ¿qué me está contando?, ¿no ha dicho que está bien?
Las voces se enzarzaron entonces en una especie de discusión. Ferdinard se perdió entre sus altibajos, sintiendo que un sopor infinito le inundaba. Poco a poco, se convirtieron en un susurro apenas audible, como si estuvieran hablando entre paredes acolchadas, rebozadas en el suave tick que, periódicamente, lanzaban las máquinas de diagnóstico a las que estaba conectado. ¿Qué le ha parecido la experiencia?, había dicho la voz. Genial… una experiencia… cojonuda, pensó, confuso, mientras el sueño lo abrazaba hasta hacerle rendirse.
Y lo hizo; se rindió.