X

La Sala del Servidor no estaba demasiado lejos, pero escoltados como estaban por el robot, tardaron en llegar. Estaba ubicada abajo, en el corazón del asteroide, protegida por mamparos de seguridad y paredes tan gruesas como no las habían visto en su vida. Y el servidor en sí… era una máquina que Malhereux, que vivía devorando catálogos, especificaciones y estaba al tanto de todos los desarrollos importantes que aparecían en el mercado e incluso de los que aparecerían en los próximos meses, no había visto en su vida. Era una suerte de monolito azulado con estrías rojas que lo recorrían horizontalmente, y cables que nacían de una cúpula acampanada de metal fruncido, asentada en su parte superior, y que se distribuían en una docena de nodos similares, encastrados en las paredes.

—Que me… partan —exclamó Malhereux.

—¿Qué es eso? —preguntó Ferdinard.

—Diría que es… Ella.

—Parece un… motor gravitacional.

—Es cierto. Se parece un poco.

El robot dio un paso y se puso cerca de ellos, con los brazos abiertos, como si estuviera a punto de darles un abrazo. Cada vez que hacía un movimiento inesperado, los chatarreros se sobrecogían. Era como si varias toneladas de chirriante metal se abalanzaran sobre ellos y se detuvieran en el último segundo, cuando parecían a punto de envestirles.

—Habéis llegado —dijo Enclave a través de los auriculares.

—Sí —respondió Malhereux.

—Voy a desplegar el Panel Maestro —anunció Enclave—, y haréis exactamente lo que habéis venido a hacer. Si accedéis a cualquier otra función, lo sabré, y terminaré con vosotros.

—Un momento —exclamó Malhereux—. ¿Cómo lo sabrás?

—Lo sabré —dijo Enclave.

—Recuerda que venimos a diagnosticar tus sensores. ¿Y si hay un fallo y recibes información que no es buena? Nos arriesgamos a que nos aplastes sin motivo.

Enclave no respondió.

—Piensa en algo —respondió Malhereux—. ¿Y si tus percepciones no son correctas? Analizaste la partida de operarios que tenías aquí, y dedujiste que eran imitaciones…

—Sí —soltó Enclave.

—¿Y si no lo eran? Piénsalo. ¿Qué sentido tiene que te enviaran imitaciones? Sé que tu lógica funciona… Tu programación es impecable, y has hecho un buen trabajo en esta estación, pero… ¿has pensado que tus premisas, basadas en tus sensores, pudieran ser incorrectas?

Enclave escuchaba en silencio.

—Si fuera así —siguió diciendo Malhereux—, habrías detenido y arruinado la producción de esta estación de manera equivocada. Al fin y al cabo, ¿quién instaló y configuró esos sensores? Si tus deducciones son correctas, fueron las imitaciones defectuosas las que te proporcionaron tu conexión con el mundo. ¿No crees que podrían estar mal configuradas?

El servidor emitió un pitido ronco. En alguna parte, varios de los nodos de las paredes empezaron a emitir un zumbido agudo que, un par de segundos después, se detuvo.

—Los sensores —dijo Enclave de repente— fueron instalados por imitaciones…

—Eso es —exclamó Malhereux, esperanzado. El ordenador, herramienta esencialmente científica cuya fuente principal de decisión era la comparación de datos empíricos y la extracción lógica de una conclusión que fuera lo más exacta posible, acababa de asumir como cierta una premisa incierta que no podía comprobar. Era la pieza que más se tambaleaba en su delicado plan, pero había colado.

—Es una vía de investigación interesante —dijo Enclave, sacándole de su línea de pensamientos—. Merece la pena explorarla para aseverar las conclusiones iniciales. Si Enclave es responsable de detener la producción de una manera equivocada, entonces hay que activar los protocolos adecuados.

Ferdinard se revolvió, inquieto. La figura del robot que tenía pegado a su espalda, con los poderosos brazos rodeándoles, no ayudaba a que se sintiera más tranquilo.

—¿Cuales son esos protocolos? —preguntó.

Enclave no respondió.

—Iniciad el diagnóstico —exclamó con suavidad, al tiempo que el monolito azul se abría en su base para revelar una consola convencional Se deslizó lentamente, con un pequeño sonido similar al siseo de una serpiente.

Malhereux asintió y se acercó a la consola. Estaba desbloqueado; le bastó poner la palma encima para que una pantalla de un tamaño discreto se desplegara en la superficie del monolito.

Antes de empezar, sin embargo, se detuvo, esperando instrucciones de Enclave. En la pantalla se leía: «ENCLAVE A-0.107.32H». La «A» era de «Alfa»; quería decir que el software no es que estuviera en pruebas, es que ni siquiera estaba terminado, aunque resultase funcional. Y vaya si no lo estaba. Debían de estar probándolo mientras lo desarrollaban, viendo cómo tomaba sus propias decisiones, analizando sus respuestas y acciones. Ninguno de aquellos genios pudo anticipar lo que pasaría, y desde luego, a nadie le importó someter a toda una comunidad de trabajadores a los designios de una máquina que podía, como de hecho había ocurrido, volverse loca.

Por eso la instalación no aparecía en los mapas.

Por eso no respondía a la petición de identificación.

Era una instalación ilegal, sin los permisos adecuados. Oh, alguna corporación debía de haber gastado un montón de créditos para hacerla funcionar en esas condiciones. El espacio conocido era descomunalmente enorme, lo bastante grande para hacer que un montón de roca flotando en el espacio fuera ideal para hacer sus locas pruebas, sin importarles lo que pudiera ir mal. Sin importarles las vidas humanas.

Accionó la consola, y un millar de iconos se desplegaron rápidamente, divididos por zonas de color. Algunos eran, claramente, porciones de programa destinados al control de la estación. Otros, se referían exclusivamente al software ENCLAVE. Malhereux leyó: «Entorno de Control», «Arboles IA», «Flujos RPH», «Base de Nodos»… Incluso en esas circunstancias, con la mole mecánica amenazando con cerrar los brazos y estrujarlos hasta reducirlos a pulpa sanguinolenta, Malhereux pensó brevemente en transmitir toda esa información a su brazalete y almacenar los datos en Sally. Si tuviera la más mínima posibilidad de hacerlo, de intentarlo siquiera… Bueno, si pudiera, tendrían el alucinante Software Parloteante Asesino de seiscientos millones en su poder. Pero el pensamiento fue fugaz y desapareció pronto. Se concentró en lo que tenía delante.

«Sistema General».

Accedió al subprograma y examinó las opciones. Navegó diligentemente, examinando los diferentes menús, entrando y saliendo a medida que exploraba, buscando… buscando…

«Enclave», leyó. «Resetear nodos adquiridos».

Se quedó quieto un instante, súbitamente sobrecogido por una sensación que nació en su interior y se abrió paso por su cabeza como un reguero de pólvora encendida. ¿Y si intentaba pulsar esa opción y Enclave accionaba el robot contra ellos? Moriría en el acto. No tendría tiempo ni de procesar lo ocurrido en su cabeza. Sería el final de todo. Pero ¿qué otras opciones tenían? Nunca conseguirían llegar hasta Sally, e incluso en el improbable caso de que lo consiguieran, encontrarían trabas como puertas cerradas o la pérdida de control sobre la nave; de qué otras argucias sería capaz Enclave no podía ni imaginarlo.

Por otro lado, tampoco estaba seguro de que Enclave pudiera saber lo que estaba haciendo. No comprendía qué finalidad tendría que el software tuviera conocimiento de lo que ocurría en el panel de control, aunque era posible que hubiera un registro de acciones en alguna parte, una especie de diario de operaciones. Resultaba no solo lógico, también útil para que los desarrolladores supieran qué estaba pasando.

Pero entonces, sin pensarlo dos veces, pulsó en la opción y cerró los ojos durante un par de segundos.

No pasó nada.

Abrió los ojos y devoró el contenido de la pantalla. No había demasiadas opciones, así que lanzó «Ejecutar» con tanta rapidez como pudo y se quedó esperando la respuesta de la consola.

Tampoco esa vez pulsó nada.

Volvió a pulsar en el comando y el icono parpadeó brevemente.

—Click, click —dijo Enclave de repente.

Malhereux dio un respingo. Luego, indeciso, volvió a pulsar repetidamente en el comando. Miró alrededor, buscando una alternativa.

—Click, click —repitió Enclave.

—¿Qué…?

—¿Tienes problemas? —preguntó Enclave.

Malhereux pulsó en «Retroceder» para intentar salir de esa opción, como si fuera un niño al que una madre ha sorprendido intentando acceder al chocolate escondido en los estantes más altos de la cocina.

—Sabía que había variables de alerta —dijo Enclave—. Por supuesto, tomé mis medidas. Todas las opciones que desactivan o incapacitan a Enclave han sido desactivadas.

—Oh… —balbuceó Malhereux—. Estaba buscando…

—Es curioso y fascinante cómo incluso, cuando las evidencias son contundentes, uno intenta salvar lo insalvable.

Ferdinard, que había estado callado todo el tiempo, se giró para observar el robot con el rostro sobrecogido por una expresión de terror, como si esperase que éste fuese a ejecutar su mortal abrazo en cualquier momento.

—No… —dijo Malhereux—. Son los sensores, te dije que…

—Hemos terminado —dijo Enclave—. Tengo otras cosas urgentes de las que ocuparme.

En ese momento, la puerta del compartimento se cerró con un chasquido, y el robot bajó los brazos para ponerse en posición erguida. El sonido estridente de sus engranajes les hizo encogerse por unos instantes.

—Espera… —dijo Malhereux—. No es lo que…

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ferdinard.

El brazalete del brazo emitió un pitido agudo, seguido de un sonido siseante. Malhereux miró la parte de atrás del traje de Ferdinard: dejaba escapar un chorro blancuzco que se perdía rápidamente en el aire.

—Sagrada Tierra —exclamó. Miró su brazalete y descubrió lo que pasaba. La reserva de oxígeno estaba mermando rápidamente.

—¡Mal! —exclamó Ferdinard, atónito.

—¡Lo sé!

—¡Páralo, Mal, páralo!

Malhereux intentaba hacer funcionar el brazalete, pero sin resultado.

—¡No puedo, lo ha… bloqueado! Diecinueve por ciento.

Catorce.

El aire seguía saliendo. Ferdinard se acercó a su compañero y trató de poner las manos sobre la apertura, pero el oxígeno se escapaba sin remedio por entre sus dedos.

—¡No puede ser, no puede estar pasando! —exclamó.

—La hemos cagado —dijo Malhereux con extraña calma. Seis por ciento.

Ferdinard empezó a respirar agitadamente, anticipándose al momento en el que le faltara el aire.

Dos. Dos por ciento.

El aire dejó de escaparse con un siseo final, y el brazalete respondió con un nuevo pitido. Una luz roja se encendió en su superficie.

—No… —dijo Malhereux.

Ferdinard estaba ya quitándose el casco. Abrió la boca para tragar aire y descubrió que allí no había nada para respirar. La sensación fue tan atroz como espeluznante.

Miró a su compañero, que tenía ya el casco, inútil, en las manos. Miraba la consola como si se hubiera convertido en una especie de monstruo equipado con una guadaña que le mirara riéndose. Se abalanzó hacia ella para tratar de llegar a los controles del nivel de oxígeno en la instalación, o al menos, al de control de puertas. Sin embargo, tan pronto como lo hizo, la consola se retiró hasta esconderse, otra vez, dentro del procesador en forma de monolito.

—¡NO!

Oh, ¿cómo…?, ¿cómo no se había dado cuenta de que Enclave había ido vaciando la sala, probablemente toda la instalación, del precioso oxígeno? Habían tenido los cascos puestos para poder comunicar con ella, y no habían estado atentos a las señales de su brazalete; o quizá no había habido ninguna señal en absoluto. Quizá Enclave había tenido esa carta escondida durante todo el tiempo. ¡Oh, había sido tan estúpido al pensar que podía engañarles!

Abrió la boca tanto como pudo e intentó respirar otra vez, pero de nuevo, sin éxito. Ni siquiera había tomado un último aliento, un sorbo de aire final que le permitiera ganar un minuto más. Un último minuto, quizá, o menos, dada la excitación que sentía y que requería oxígeno en sangre.

Ferdinard estaba golpeando ahora el panel. Se revolvía, giraba sobre su cuerpo y terminó dirigiéndose hacia la puerta bajo la mirada impasible del robot. El robot. Ahora que su cuerpo reclamaba oxígeno con urgencia y que los pulmones le abrasaban, pensó que hubiera preferido ese abrazo mortal, ese metal despiadado sobre su cuerpo, para que la agonía no durara lo que estaba durando, lo que iba a durar.

Se acercó a la puerta, pero estaba completa y definitivamente cerrada; ni siquiera había control manual que accionar.

Los dos socios se revolvieron, hasta que sin saber cómo, se encontraron arrodillados en el suelo, con los ojos abiertos y la boca abierta, congelada en un escalofriante grito de terror. Un grito mudo.

Luego…

Luego no supieron nada más.