VI

—Cuatro minutos para el restablecimiento parcial —anunció Enclave.

Ferdinard y Malhereux se habían retirado a una esquina para intercambiar impresiones hablando en voz baja, casi en susurros, como si con ello pudieran evitar ser oídos por el ordenador.

—Tú sabes más de ordenadores —estaba diciendo Ferdinard—, ¿no se te ocurre nada?

—Eso no es un ordenador —se defendió Malhereux—. Es… ¡es un programa desquiciado! Debe de utilizar algoritmos de inteligencia artificial muy sofisticados, pero se han salido de madre. Está sacando conclusiones estúpidas y actuando en base a ellas.

—Vaya —dijo Ferdinard, nervioso—. Gracias por el «en los últimos episodios», pero creo que he estado en este canal todo el tiempo.

—No seas irónico.

—Solo dime si tienes alguna idea. ¿Qué podemos hacer para salir de esta? ¿Arremetemos contra la consola, nos la cargamos?

—No estaríamos peor de lo que estamos —dijo Malhereux—, pero debe haber otra cosa que podamos hacer.

—¿Cómo convencemos a ese cacharro de que somos seres humanos?

—No lo sé. Somos seres humanos, maldita sea, debe de haber una forma de sacarle ventaja a una máquina. ¿Somos o no somos más listos que ella?

Ferdinard pensó durante unos instantes. Aunque ligeramente, empezaba a sentir frío incluso a través del traje, y se estremeció; sabía que para que eso ocurriera la temperatura debía ser ahora muy cercana a la temperatura del espacio profundo.

—¿Y si nos sometemos a su prueba? —preguntó Ferdinard, hablando otra vez tan bajo como le era posible—. Si le decimos que queremos demostrar que somos seres humanos trabajando en la extracción, quizá nos deje salir de aquí. Una vez fuera tendremos otras opciones. En algún lugar habrá herramientas, puede que armas, para abrir las puertas que nos cierre a nuestro paso.

—Eso es bueno —dijo Malhereux con los ojos muy abiertos.

—Incluso puede que consigas algún terminal que no pueda bloquear para interrumpir el control que tiene sobre Sally. Aunque, francamente, si podemos simplemente escapar usando una nave de carga me daré por satisfecho.

—Yo no —dijo Malhereux—. Si perdemos a Sally, todo habrá acabado para nosotros. No me iré sin ella.

—Bueno, una cosa cada vez —susurró Ferdinard.

Malhereux asintió.

Esta vez fue Ferdinard quien se dirigió al ordenador avanzando unos cuantos pasos hacia el terminal.

—Enclave —dijo—, queremos demostrarte que somos seres humanos.

—Fascinante —dijo la voz—. Era el paso más lógico, dadas las circunstancias. Lo esperaba. El hecho de que no lo hayáis sugerido antes me hace pensar que sois falsificaciones, probablemente, pero… espero que no —exclamó con cierta dulzura—. Me encantaría compartir mis últimos razonamientos con un ser humano de verdad.

Ferdinard tuvo que morderse los labios antes de continuar.

—Sí —exclamó, conteniendo la rabia—. Bien, ¿empezamos a trabajar?

—En realidad —dijo Enclave—, en el caso probable de que seáis falsificaciones, mis análisis indican un riesgo de intento de fuga de casi un cien por cien, con una probabilidad de éxito del catorce por ciento, sin considerar ciertas variables externas que escapan a mi control y un índice de improbabilidad corrector del cero coma cinco por ciento. He estado pensando en una idea mejor.

Los dos socios se miraron, intranquilos.

—¿No quieres que trabajemos? —preguntó Ferdinard.

—No. Hay otras maneras de que demostréis que sois seres humanos. Seres humanos de primera calidad, según vuestras palabras.

—No me gusta —susurró Malhereux. Sin embargo, apenas había terminado de hablar cuando la puerta de la entrada se deslizó sobre su eje. Los chatarreros se giraron, sorprendidos, a tiempo para ver como un poderoso haz de luz les cegaba. Automáticamente, el cristal del casco se oscureció para contrarrestar el exceso de luminosidad.

—¡La puerta! —exclamó Ferdinard.

Algo entró en la habitación, produciendo un sonido fuerte y trepidante que producía vibraciones en el suelo. Como respondiendo a la luminosidad de la sala, el haz de luz perdió intensidad y los hombres se quedaron perplejos al descubrir de qué se trataba.

—Sagrada Tierra —exclamó Malhereux.

Era un robot, uno de los trabajadores en los canales de extracción de los asteroides. Aunque conocían de sobra el modelo (y su valor), nunca habían tenido oportunidad de ver uno tan de cerca y, desde luego, no en el interior de una estancia tan pequeña. Resultaba impresionante. La enorme maquinaria, del color de la herrumbre, se inclinaba ligeramente para no tropezar con el techo, coronada por una cabeza diminuta integrada en el pecho donde asomaban varios sensores ópticos. Los dos poderosos brazos colgaban a ambos lados. Eran como dos enormes vigas atiborradas de ruedas dentadas y sistemas láser que utilizaba para poder realizar los trabajos para los que había sido diseñado.

Caminó hasta colocarse frente a ellos y se detuvo.

—Hey… —susurró Malhereux—. ¿Qué…?

—Un ser humano, por definición, es mejor que un robot —dijo Enclave una vez más—, así que deberíais ser capaces de reducir a esta unidad de trabajo fácilmente. Una de las decepciones más grandes que… yo… tuve trabajando con imitaciones, fue la delicada fragilidad de sus componentes orgánicos. Eran lastimosamente insatisfactorias.

—¿Qué? —graznó Ferdinard—. ¡Un momento!

—Según mis cálculos, si sois falsificaciones, el envite de la unidad producirá daños irreparables en vuestra estructura orgánica. He detectado que no poseéis armas de ningún tipo que pudieran… falsear, el resultado del test.

—¡Eso no funciona así! —protestó Ferdinard—. ¡Mat dile algo!

—¿Qué quieres que…?

Pero era demasiado tarde. El robot se puso en marcha con un estruendoso sonido, levantando los brazos y extendiéndolos tanto como podía, dadas las dimensiones de la sala. Afortunadamente para los chatarreros, la unidad no era demasiado rápida. El poderoso brazo mecánico, grueso como una columna de sujeción, silbó por encima de sus cabezas cuando se agacharon instintivamente.

—¡Mierda! —exclamó Malhereux.

El torso del robot giraba ahora hacia el otro lado, envuelto en un confuso tropel de sonidos hidráulicos. Cuando se trabajaba en su diseño, dado que estaba preparada para operar en el espacio profundo, nadie se había preocupado de suavizar el chirriante sonido de sus engranajes.

El otro brazo empezó a girar hacia ellos, ganando velocidad con el giro. Unos dientes metálicos brotaron de su estructura en mitad del recorrido, girando en el aire a una velocidad endiablada. Producían el sonido enervante y despiadado de una sierra.

Ferdinard y Malhereux corrieron hacia el otro extremo de la sala, acercándose al panel de gobierno de Enclave. Ferdinard tocó algo inesperado con la cabeza y lanzó un pequeño chillido: Cuando se giró para ver de qué se trataba descubrió sobrecogido que era las piernas de uno de los técnicos muertos.

—¡Fer! —chillaba Malhereux mientras tanto, superado por el aparatoso movimiento de tamaño cúmulo de metal.

—El objeto del test —decía Enclave de fondo, aunque ninguno de los dos socios prestaron atención a sus palabras— es enfrentar a la unidad para evaluar vuestra resistencia. Evitarla retrasará el resultado de la prueba.

La aparatosa maquinaria maniobró las dos poderosas patas para encararse hacia ellos. Los brazos se levantaban en el aire como dos cabezas de grúa, tan impresionantes como aterradoras. Si les daba con eso, aunque fuera con poca velocidad, podían despedirse de la integridad de sus huesos.

—¡La puerta, Mal! —gritaba Ferdinard mientras veía como la mole de metal avanzaba hacia ellos. El estrépito de las ruedas dentadas y sus engranajes era ensordecedor.

¡La puerta! ¿Había vuelto a cerrar la puerta? Creía que no, o eso le parecía. Mal calculó rápidamente sus posibilidades. Podía tratar de colarse por debajo del brazo derecho para llegar hasta la puerta, pero, si lo bajaba en ese momento, le pillaría agazapado; era una mala postura para resistir un golpe semejante, se dijo. Le quebraría la espalda hasta partirlo en dos, aplastándolo contra el suelo.

Esperó, intentando prever los movimientos del robot.

Su compañero se mantenía agazapado, con los brazos en alto, como si pudiera resistir el golpe con los antebrazos. Y entonces recordó el primer ataque y tuvo una idea. Se puso derecho, tan derecho como pudo.

—¡Arriba! —dijo entonces—. ¡Ponte derecho, Fer!

—¿Qué? —chilló su socio.

—¡ENDERÉZATE!

Ferdinard le obedeció.

El robot lanzaba ahora el brazo izquierdo hacia ellos, describiendo un movimiento abierto que arrancaba desde algún punto a su espalda, seguramente para intentar coger la velocidad adecuada para el golpe. En algún momento del trayecto, sin embargo, el brazo subió para golpearles en el pecho.

—¡ABAJO! —Chilló Malhereux. No hizo ninguna falta: era el único movimiento que les permitía librarse del brutal golpe.

El robot respondió retrocediendo el otro brazo para lanzar el segundo ataque; era la oportunidad que Malhereux esperaba. Moviéndose tan rápido como pudo, se lanzó literalmente hacia delante, pasando a su lado, hasta superarlo. En cuestión de un par de segundos había quedado a su espalda.

Se giró para mirar a su socio, pero descubrió con horror que éste no estaba a la vista, oculto por la voluminosa mole de metal del color del óxido.

—¡FER! —gritó mientras el brazo avanzaba inexorable hacia él.

No pudo mirar más. Instintivamente, cerró los ojos a tiempo para escuchar un sonido contundente que, extrañamente, parecía el tintineo de un millar de cristales rompiéndose. Malhereux apretó los dientes, superado por el dolor y la rabia, seguro de que aquel sonido era el de los huesos rotos de su compañero.

Abrió los ojos de nuevo para descubrir un espectáculo pavoroso: Alrededor del robot había un montón de… trozos… saliendo despedidos en todas direcciones. Trozos confusos, que daban vueltas alocadamente sobre sí mismos y rebotaban por las paredes y el suelo. Se quedó boquiabierto, con las lágrimas escapando de sus mejillas, incapaz de decir o hacer nada. Hasta que, de pronto, su socio apareció por el lado derecho, moviéndose ayudado por las manos como si caminara a cuatro patas.

—Fer… —exclamó. Fer se lanzó hacia él.

—¡La puerta! —exclamó, jadeante.

—Pero qué… los… trozos…

Los trozos flotaban por la habitación, desacelerando lentamente a medida que chocaban contra las paredes y entre sí.

—¡El cadáver congelado, Mal! —explicó Ferdinard hablando atropelladamente—. ¡En el último momento lo bajé del techo y lo puse delante de mí!

Malhereux abrió la boca y la mantuvo abierta mientras miraba a su amigo, jadeante y con la mirada asustada, pero todavía de una pieza. Miró los trozos y reconoció la ropa de técnico… Allí un botón de la camisa pegado a un trozo de abdomen, allá algo pequeño que parecían…

Dedos. Eran tres dedos pegados a un trozo de mano.

—¡Muévete, Mat muévete YA! —chillaba Ferdinard intentando sacarlo de su estupor.

Pero no fueron los gritos lo que hizo que Malhereux reaccionara; fue el movimiento del torso del robot, girando sobre su eje hasta encararlos, lo que le hizo dar un respingo. Otra vez lo tenían encima.

La puerta estaba en el recodo del extremo de la sala, a su espalda, así que se giraron precipitadamente y recorrieron la corta distancia que les separaba de ella. Pero cuando se enfrentaron a ella, descubrieron con consternación que estaba cerrada.

Malhereux se dejó caer sobre ella, colocando ambas palmas sobre la superficie blancuzca de la puerta.

—¡No! —exclamó.

—¡Estaba abierta! —exclamó Ferdinard—. La vi… ¡la dejó abierta! Ha debido cerrarla en algún…

De pronto, se giró con rapidez. El robot les había seguido con demasiada velocidad y lo tenían prácticamente encima, avanzando con los brazos extendidos hacia delante. Allí no había espacio para que pudiera moverlos como en los anteriores ataques, así que se limitaba a proyectarlos como dos arietes de guerra. En sus extremos, los dientes metálicos sobresalían girando a una velocidad endiablada.

Se quedaron congelados, intentando pensar en una solución; sin embargo, los hombros del robot parecían raspar las paredes de la entrada sin dejar más que unos milímetros libres. Tampoco había espacio para que pudieran colarse por debajo.

—¿Fer? —sollozaba Mal a través de los auriculares.

Los brazos se acercaban, inexorables, con el sonido trepidante de sus múltiples engranajes funcionando a toda máquina. Mal los miraba, hipnotizado, incapaz de encontrar una solución. Sabía que esas ruedas dentadas estaban preparadas para despedazar las rocas y los minerales más duros, así que su cabeza conjuraba imágenes con lo que haría con su carne de… imitaciones de seres humanos: los desgarraría en cuestión de segundos cuando los aprisionara contra la puerta.

Y eso… eso iba a suceder en ese mismo momento.

Cerró los ojos y contrajo todos los músculos de la cara, anticipándose al momento. Pensó, confusamente, que ojalá los trozos de cristal del casco, al romperse, no se le clavasen en el rostro.

Entonces, algo lo empujó hacia un lado con extrema violencia. Su mente chilló como una anciana histérica; salió despedido y golpeó la pared con el hombro izquierdo, lanzando una exclamación de sorpresa y terror. Cuando abrió los ojos, el brazo del robot pasaba vibrante a su lado, rozándole el brazo y tirando de él; casi parecía que iba a arrastrarlo como succionado por un remolino de agua. Fue como si le clavasen una docena de estiletes, un dolor vivo y frío que le hizo encogerse contra la pared.

Pero el brazo continuó su camino, arrastrado por la inercia del ímpetu que llevaba. De pronto, una miríada de chispas se apresuró a llenar el aire a su lado, enredadas en un resplandor fulgurante. Hubo un crujido metálico tan espantoso que Malhereux se descubrió haciendo chirriar los dientes, tan sobrecogido como asustado.

—¡MAL! —gritó la voz de su amigo a través de los auriculares.

Malhereux pestañeó. Miró a su derecha y descubrió, sorprendido, que el brazo había arrancado la gruesa lámina de seguridad de la puerta.

—¡Mal!, ¿estás bien? Por las estrellas, ¡contesta! —seguía gritando Fer desde algún lugar.

—S…Sí… —consiguió decir el chatarrero.

El brazo empezaba a moverse otra vez, ahora hacia fuera. Malhereux miraba ahora el código de la unidad inscrito en el brazo como si fuera una especie de código secreto que tuviese que interpretar. Estaba totalmente superado por la situación.

—¡PUES SAL FUERA! —tronó la voz de Ferdinard en los auriculares del casco.

Malhereux se enderezó. El brazo le ardía como si le hubieran rebanado un trozo de carne, y probablemente, así era. Pero Ferdinard tenía razón: El robot hacía retroceder ya su monstruoso apéndice, pero era cierto que aún podía arrastrarse y colarse por debajo, antes de que fuese demasiado tarde; podría, contra todo pronóstico, salir fuera. Antes de que pudiera darse tiempo a pensarlo, se lanzó hacia delante, agachándose para pasar, sudoroso y jadeante, golpeando el casco contra el metal. Cada vez que esto sucedía, profería un pequeño grito, como si fuese a explotar en mil pedazos; sin embargo, en unos segundos estuvo fuera de la habitación, escurriéndose a tan solo unos centímetros de los dientes perforadores.

Ferdinard lo recibió cogiéndolo por los hombros.

—¡Por las estrellas, Mal!, ¿estás bien?

—Sí… no… estoy… ¡estoy bien! —balbuceó éste, aún impresionado.

Miraba con ojos despavoridos al robot, que empezaba a girar el torso para poder cruzar la puerta, produciendo toda clase de chirridos estridentes. Ferdinard observó cómo maniobraba; estaba girando para cruzar el umbral porque de frente era demasiado ancho para la abertura.

—¡Vámonos, Mal!

Echaron a correr, tan rápidamente como pudieron, doblando las esquinas con tanta velocidad que a veces se golpeaban con las paredes. Cuando era Malhereux quien se daba un topetazo en el hombro, la herida le arrancaba un bocado ardiente. Se tocó el brazo con la mano y cuando los guantes tocaron la carne desnuda, de repente, entró en pánico. ¡El oxígeno! Se había perforado el traje… y tanto el oxígeno como la climatización interior estaban escapándose rápidamente.

—¡Fer! —graznó entonces—. ¡El traje!, ¡esa bestia me ha roto el traje!

—¡¿Qué?! —chilló su socio. Se detuvo con un giro rápido y examinó a su compañero.

—¡Por las estrellas! —soltó cuando tuvo la herida a la vista— ¡Te ha hecho un buen estropicio!

—¿Es feo?

—Es muy feo —exclamó Ferdinard, mirando alternativamente el brazo y el pasillo que venían recorriendo, en una y otra dirección. No creía que el robot pudiera moverse con tanta rapidez como ellos, pero de una cosa estaba seguro: les perseguía. Y aún era peor; con probabilidad, Enclave había movilizado a otros robots en el complejo. ¿Y cuántos robots operarios podía tener una instalación como aquella, debidamente almacenados en sus compartimentos, esperando a que llegara la jornada de trabajo?, ¿dos docenas?, ¿más?, ¿medio centenar?

Superó el escalofrío para concentrarse en su amigo.

—¿Oxígeno?, ¿puedes verlo o esa cosa te ha bloqueado el control?

—No. No el traje. Puedo… —echó un vistazo rápido—. Um. Queda un… veinte por ciento.

—Un veinte por ciento estaría bien si no tuvieras un roto —exclamó Ferdinard con gravedad—, pero con este agujero te quedarás sin aire pronto.

Malhereux asintió.

—Déjame pensar…

Miró alrededor. A unos metros de distancia, el pasillo se abría a una especie de sala de mantenimiento. Cuando se acercó, no obstante, descubrió que se equivocaba; era solamente una cámara en la que estaban haciendo reparaciones. Ferdinard recordaba vagamente haberla visto en su camino hacia la Sala de Control aunque por entonces no había prestado atención.

—Por favor —murmuró mientras buscaba con los ojos—, tiene que haber… ¡algo!, ¡alguna cosa, algo!

La mayoría de los utensilios flotaba a su alrededor, como un estremecedor catálogo de objetos que alguien hubiera dispuesto en el aire. Malhereux, nervioso, golpeó el casco contra algún tipo de pistola neumática.

—¡Fer!, ¡Fer mira!

—¿Qué?, ¿qué?

—¡Eso de ahí, es… masilla Foam para fisuras!

—¿Qué?

Malhereux se acercó a un pequeño tubo alargado que flotaba en suspensión, con el dosificador hacia abajo y lo agarró con un movimiento rápido.

Argosel —dijo, leyendo la etiqueta—. «Contiene treinta medidas para sellado instantáneo».

—¿Qué? —repitió Ferdinard, que empezaba a sonar como un mensaje grabado.

Al fondo del pasillo, la luz errática del robot emergió de entre la oscuridad, zarandeándose con un vaivén oscilatorio. Estaba a unos buenos veinte metros, pero sabían que lo tendrían encima en unos instantes.

—¡Al cuerno! —exclamó Malhereux. Cogió el bote y se lo acercó al brazo.

—¡Espera hombre, no puedes hacer eso! —chilló Ferdinard.

—¿Por qué no? ¡Es masilla instantánea, Fer!, ¡contendrá el aire!

—Por todos los… asteroides de la galaxia —exclamó el chatarrero, sudando en el interior del casco—. ¡No puedes echarlo sobre la herida! ¡Te… abrasará!

Malhereux no dejaba de mirar en dirección al pasillo. El haz de luz en el pecho del robot parecía un globo luminoso que se acercara flotando en el aire, en medio de la oscuridad. Sabía que su compañero tenía razón: la masilla estaba pensada para fijarse a superficies metálicas, como una soldadura, y había una posibilidad de que le arrancara el brazo. Pero… ¿qué tipo de alternativa tenía?, ¿morir asfixiado antes de llegar a la nave?

Ferdinard había cogido ahora un pliego de recubrimiento metálico, fino como una hoja de papel y lo desenrollaba con manos hábiles.

—¿Qué vas a hacer? —exclamó Malhereux, nervioso.

Ferdinard acercó el pliego al brazo y empezó a desenrollar el pliego a su alrededor, cubriendo tanto la herida como el agujero del traje.

—Fer —susurró—, date prisa por lo que más quieras.

—Dame eso… idiota.

Malhereux dejó que su amigo cogiera el tubo y empezó a pulverizar el brazo enrollado. Malhereux sintió el contacto frío, demasiado helado en verdad, y apretó los dientes mientras el compuesto químico siseaba sobre el pliego como el ácido. Después de un par de segundos, Ferdinard retiró la mano. El cobertor aguantaba, y la espuma se había vuelto blanca y de un aspecto gomoso, como un chicle, pero ya no bullía con aquella inquietante efervescencia; se había solidificado.

—¿Cómo lo notas? —preguntó Ferdinard, echando un último vistazo al corredor. Casi podía percibir la vibración de las pisadas del robot en persecución en sus propios pies.

—Aprieta —dijo Malhereux.

—Pues… si aprieta, es que agarra. Ya veremos. Pero ahora… ¡AHORA CORRE!

Y vaya si corrieron.