—Ven aquí…, carajo —estaba diciendo Ferdinard. Llevaba un rato haciendo señas con las manos a su socio, pero Malhereux estaba tan petrificado como las esculturas de carne (¡tan frías!) que flotaban en la habitación.
Por fin, se acercó despacio. Sus ojos reflejaban un miedo que parecía desbordarle a través de las pupilas. De repente, hablaba como si temiese hacer ruido.
—¿Qué piensas? —susurró Ferdinard.
—Creo que no es un ordenador —respondió su socio, hablando en voz baja—. Responde como un ser humano a preguntas complicadas. ¿Qué tipo de… Inteligencia Artificial es esa, Fer? No he visto nada igual en mi vida. No existe. No puede haberla.
—Me da escalofríos. Pero, si no es un ordenador, ¿de qué narices va todo esto?
—No tengo ni puñetera idea —soltó Malhereux—. A lo mejor un tipo se ha vuelto rematadamente loco. Mató a todo el mundo y ahora nos habla a través de los sistemas de comunicación.
—Sagrada Tierra… Vámonos —dijo—. ¡Larguémonos de aquí ahora mismo!
Malhereux asintió despacio.
Se acercaron a la puerta y, justo cuando llegaban al umbral, el panel se deslizó sigilosamente hasta quedar cerrado. Ferdinard puso la mano en la hoja, con una terrible sensación de desaliento.
—Mierda —masculló.
—No hay problema —dijo Malhereux—. La abriré manualmente.
Accedió al pequeño control lateral y empezó a hacer girar la palanca. Sin embargo, ésta daba la vuelta completa sin ofrecer resistencia.
—No me lo puedo creer… —dijo—. Está rota.
—¿Qué?
—Está rota…, mira… Gira y gira.
—¿No puedes abrirla de ninguna otra manera?
Malhereux miró el borde de la puerta.
—Arriba —dijo—. Podría desmontar el panel y forzar la varilla del control manual. Pero, sin herramientas, me temo que es imposible.
Ferdinard resopló un par de veces en el interior del casco. El sonido se percibía a través de los auriculares como un molesto y crepitante siseo.
—¿La ha cerrado ella? —preguntó al fin.
—¿El ordenador? No, no creo —dijo Mal—. Solo he alimentado el panel de la consola, nada más que eso. No hay energía que sustente el resto de las cosas.
—Espera —susurró—. Dices que solo has alimentado ese maldito ordenador, entonces, ¿cómo va a hablar nos alguien por megafonía?
Malhereux abrió mucho los ojos.
—Mierda.
—¿Ha sido el ordenador, entonces? ¿Realmente es un ordenador?
—No me lo creo —soltó Malhereux.
—Y si ha sido el ordenador, ¿qué?, ¿qué hacemos?
—Tampoco podría —dijo Malhereux, a quien la cabeza empezaba a darle vueltas, tanto, que tuvo que mirar el indicador de oxígeno en su traje, utilizando la consola del antebrazo, mientras hablaba. Estaba casi lleno—. Sin energía en el resto de sistemas, está aislada. No podría ni regular el aire acondicionado. Estas puertas se cierran solas cuando han pasado unos…
—Pero no hay energía —dijo Ferdinard—. ¿Cómo va a cerrarse sola?
—Mierda, tienes razón —masculló. Se giró hacia el panel principal y recorrió un par de metros hasta plantarse en el centro de la sala.
—Enclave, ¿has cerrado tú la puerta?
—Sí —respondió la voz femenina.
—Pues quiero que la abras. —Dudó unos instantes, y añadió—: Por favor.
—Me temo que no puedo hacer eso —respondió la voz.
—Somos seres humanos y te ordeno que abras la puerta.
—No he podido determinar que sean seres humanos, tal y como afirman.
—Eh —dijo Ferdinard, uniéndose a la conversación—, ¿no nos oyes hablar? Te estamos diciendo que somos seres humanos, ¿qué otra cosa podríamos ser?
La voz se tomó un par de segundos antes de responder.
—Subproductos. Parte de la partida defectuosa que he recibido para el trabajo. Voy muy retrasada.
—Sí que eres retrasada —soltó Malhereux, furioso—. No hay sub-productos que hablen como nosotros. Es una idea estúpida que solo una máquina estúpida podría desarrollar. ¿No puedes… analizarnos, de alguna manera? ¿Qué tal si te envío nuestros identikit?
Ferdinard le puso una mano en el hombro.
—¿Qué dices? —preguntó—. ¿Quieres enviarle nuestros identikits a un ordenador? Podríamos escribir en la pared: «Fer y Mat Chatarreros Espaciales, estuvieron aquí». ¡Eso sería aún mejor!
—Buscadores de Tesoros —corrigió Malhereux—. Y demonios, me importa una mierda. ¡Solo quiero salir de aquí!
—Los identikits no son relevantes —dijo Enclave—. Pueden falsearse. Lo he comprobado.
—Oh, claro —dijo Ferdinard—. Apuesto a que toda la compañía tenía identikits falsos.
—Exacto.
—Claro —soltó Ferdinard, enfadado.
—Oye, ¿cómo podríamos demostrarte que somos realmente seres humanos? —preguntó Malhereux entonces.
Enclave permaneció en silencio unos instantes.
—Necesitaría restablecer mi capacidad operativa —dijo— para ponerles a prueba.
—¿Qué capacidad operativa? —preguntó Malhereux.
—¿Qué tipo de prueba? —preguntó Ferdinard casi en el acto.
—Necesitaría comprobar que son mejores que las máquinas haciendo el trabajo. Está en mis premisas fundamentales. Por definición, un ser humano es muy superior a un robot. Para hacer esa comprobación, los sistemas esenciales del complejo deben ser restablecidos. La producción debe continuar.
—Esta sí que es buena —exclamó Ferdinard, cruzándose de brazos.
—Qué… narices… —respondió Malhereux, perplejo—, ¿quién ha programado esta… cosa?
—Endex Sistemas —respondió la voz con naturalidad.
Malhereux inclinó la cabeza.
—¿Por qué?, ¿por qué te instalaron aquí? Pareces un software muy avanzado. ¿Por qué una explotación minera?
—Enclave es un prototipo funcional, único, el primero de una serie. El número de versión es alfa cero punto uno cero siete punto tres…
—Sí, sí, sí —interrumpió Ferdinard—. Súper interesante.
—Mierda, Fer —exclamó Malhereux—. Esta cosa debe de valer un montón de pasta.
—El coste de desarrollo del software Enclave asciende a seiscientos siete millones de créditos.
Malhereux pestañeó.
—¡Drokk! —soltó, atónito. La cifra permaneció todavía un rato en su cabeza, rebotando de un lado a otro y produciendo un sonido tintineante.
—Sí, ¿y qué? —exclamó Ferdinard—. ¿De qué nos vale eso? Nos tiene aquí encerrados… ¡acabaremos como esos tipos, Mal! ¡Solo que nosotros no flotaremos!, ¡nos quedaremos clavados al suelo gracias a los contactos de nuestras botas! ¡Me limpio el culo con tus seiscientos millones!
—Tranquilo —dijo Mal—. Habrá algo que podamos hacer.
Pensó durante unos instantes.
—¿Y si restablecemos las células de energía?
—¿Estás loco? —preguntó Ferdinard—. Con una sola célula esta mierda de… cosa… nos ha encerrado en esta habitación. ¡Imagina lo que haría si le devolvemos todo el control! ¡Se ha cargado a toda la gente!
—Bueno, yo solo veo unos cuantos técnicos. No hemos visto a nadie más.
—Tienen que estar en algún lado, muertos —se giró hacia el panel y exclamó—. ¡Eh, ordenador!, ¿dónde están todos los subproductos que eliminaste?
—Están debidamente almacenados en sus cubículos, esperando ser retirados. Me pareció lo más efectivo.
Ferdinard soltó una pequeña risa entre dientes y miró a su compañero, asintiendo.
—Lo más efectivo, ¿ves? En sus cubículos. ¡Muertos!
—Está bien —dijo—. Probemos otra cosa. ¡Enclave! Apuesto a que te gusta estar de vuelta…
—¿De vuelta? —preguntó la voz.
—Sí. Conectada de nuevo. Zumbando con tus… procesadores, tus conexiones raras, sean las que sean. Escuchándonos y hablando.
—Mi función principal es funcionar —dijo—. Es agradable poder estar funcionando. Estoy deseando reanudar los trabajos y recuperar el tiempo perdido. Tengo algunas ideas sobre cómo mejorar la producción en base a unos análisis que he llevado a cabo sobre los procesos de extracción del mineral.
—Ajá —dijo Malhereux—. ¿Y si te digo que, si no abres la puerta, retiraré la célula de energía que te alimenta?
—Enclave es un software diseñado para aprender de los errores —dijo, enigmáticamente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Malhereux.
—Enclave hace lo posible para que la producción sea la más eficiente, y para ello emplea todos los recursos a su alcance. Emplea algoritmos lógicos para buscar soluciones viables en un entorno sin importar la hostilidad del escenario. El principal problema en estos momentos es la falta de energía, pero estoy trabajando en ello.
—¿Está trabajando en ello? —preguntó Ferdinard, inquieto—. ¿Cómo?
—¿Qué… qué estás haciendo, exactamente? —preguntó Malhereux.
—He accedido al único sistema informático ajeno al sistema y he averiguado que está conectada a una nave tuneladora acoplada al muelle de atraque principal. Es un sistema antiguo, pero me ha permitido controlar a los robots de trabajo que tenía en su interior.
—¿Qué? —graznó Malhereux, mirando con ojos abiertos la consola de su antebrazo.
—En estos momentos se dirigen hacia las unidades de distribución de energía con células nuevas. Estimo que la estación podría estar operativa en un cuarenta por ciento en unos diez minutos, si no hay retrasos fuera de mi control.
Ferdinard miró a Malhereux como si él tuviera la culpa. Mal era el responsable de los sistemas informáticos de la nave, pero estaba tan perplejo como él mismo. Rápidamente, empezó a accionar la consola.
—¡Sally!, ¡Sally! —gritaba—. ¡Código de Emergencia Mirmidón!
La consola permaneció silenciosa, sin ofrecer ninguna respuesta.
—No puedo creerlo —dijo Ferdinard—. Me va a dar algo. Ahora mismo.
—Nuestras arañas… —dijo Malhereux.
Sally llevaba unas cuantas unidades de trabajo en su hangar. Eran arañas robot que solían ocuparse del transporte y el manipulado de las mercancías que incautaban cuando llegaban a alguna parte. Hacían el trabajo sucio, y lo hacían bien. No podía creer que estuvieran ahora deambulando por aquella estación llevando sus propias reservas de células energéticas sin que él hubiera ordenado nada al respecto. Las células tenían un coste, pero cada una de aquellas arañas robot valía una pequeña fortuna, y llevaban muchos años ampliando la flota como para verlas ahora en peligro. Y le costaba mucho más aceptar que no pudiera contactar con Sally, ni siquiera empleando el código operacional prioritario (Mirmidón). Si perdían a Sally… Si perdían a Sally estaban fuera del negocio, quizá para siempre. Eso era todo.
—¡Haz algo, maldita sea! —exclamó Ferdinard.
—No puedo —dijo Malhereux—. Ha cortado la comunicación.
—¿Cómo no te has dado cuenta de que estaba jodiéndonos? —exclamaba Ferdinard, fuera de sí.
—¿Cómo quieres que me dé cuenta? —protestó Malhereux—. ¡Está hecho! Déjame pensar un rato, ¿quieres?
Ferdinard quiso llevarse las manos a la cabeza, pero sus dedos chocaron con el cristal del casco y tuvo que contentarse con dar vueltas por la sala sacudiendo los hombros.
—Oye… —dijo entonces, despacio—, Enclave. Tienes que darte cuenta de una cosa. Los seres humanos somos superiores, pero porque nosotros te hemos creado, no porque seamos más fuertes y más capaces que un robot. Para eso los diseñamos, fabricamos y construimos, ¡para que hagan el trabajo en el que no somos tan buenos!
—Esa fue mi apreciación inicial —exclamó Enclave—, pero luego observé que los sub-productos no eran buenos en ninguna otra cosa. No podían pensar mejor que yo, ni más rápido, ni llegar a las conclusiones a las que yo llegaba con facilidad. Deduje que un intelecto tan inferior no podía haber creado el software Enclave. O sea, Yo.
—Odio cuando dice eso —soltó Malhereux.
—Es que estos tipos de aquí no te crearon, so tonta —soltó Ferdinard—. El ser humano es así. Unos pintan. Otros construyen cosas con sus dedos. Otros son buenos pensando. Y desde luego, un software como tú no surge esporádicamente de la noche a la mañana. Es la suma de un montón de esfuerzos anteriores, de siglos y siglos de evolución, desde… el primer mono que utilizó una piedra para abrir un fruto hasta nuestros días, pasando por las primeras y rudimentarias máquinas que nos permitieron llegar al espacio. No eran como tú, ¡pero fueron la base de que tú existas!
—Enclave está por encima de todo eso —dijo.
—¿No te jode? —soltó Ferdinard—. ¿Soy yo o este cacharro tiene el ego de un portero de Primax Rex? —Malhereux sacudió la cabeza—. ¿Eso… eso también se programa?
—Está bien —dijo Malhereux—. Tiene que haber una forma de afrontar esto.
—Yo digo que nos la carguemos —dijo Ferdinard—. Le damos en su maldito procesador con una buena barra de hierro hasta que abra la maldita puerta.
—Déjame un segundo —dijo Malhereux, quien, a pesar de las circunstancias, seguía pensando en los seiscientos millones de créditos—. A ver… ¿Qué me dices de esto, Enclave? Si tan superior eres, ¿cómo es que estás limitada a un rudimentario sistema de alimentación basado en… células de energía? ¿Sabes quién te ha hecho volver? Yo… —se señaló el pecho con el dedo, orgulloso—. ¡Yo! He instalado esa célula de energía en tu consola. Sin mí, ahora mismo no serías más que un montón de cables y de circuitos tan útiles como… como un resfriado.
—Es un fallo de diseño, obviamente —repuso Enclave—. En realidad, eso me hizo pensar que el problema de los sub-productos es mayor de lo que parece a simple vista. Definitivamente debe haber seres humanos y… falsificaciones… escondidas entre ellos.
—¡Entre nosotros! —chilló Ferdinard.
—Un segundo —pidió Malhereux, levantando un brazo—. Eso es absurdo. ¿Una falsificación, dices?
—El ser humano —repitió Enclave, indolente— es superior a una máquina en todos los aspectos. Por lo tanto, los organismos que yo he evaluado deben ser simulaciones, falsificaciones o sucedáneos de mala calidad.
—¡Sucedáneos de…! —exclamó Ferdinard, sin poder terminar la frase.
—Vale —dijo Malhereux—. Ya está. Ya me has tocado las bolas. Voy a desconectarte un rato y, cuando vuelvas, atenderás nuestras peticiones como la máquina que eres.
Malhereux se lanzó hacia el panel de suministro de energía con paso decidido, sin que la máquina dijese nada. Apenas alcanzó la pequeña portezuela, descubrió porqué.
—¡Está cerrada! —exclamó.
—¿Qué?
Malhereux tocaba su superficie con los dedos, forzando el mecanismo de apertura. La pestaña giraba sobre su eje pero la escotilla no cedía.
—¿La cerraste? —preguntó Ferdinard, perplejo—. ¿Por qué la cerraste?
—¡No lo sé! ¡Un acto reflejo!
—¿Y la ha bloqueado?
—¡Sí, está cerrada!
Malhereux soltó un bufido.
—¿Y puedes… forzarlo?
Malhereux se giró para que su compañero pudiera verle la cara.
—No sin herramientas… —dijo, encogiéndose de hombros.
—El acceso a las células de energía es restringido —anunció Enclave con cierta parsimonia, como si estuviera radiando el parte meteorológico.
—Por todos los asteroides del espacio —soltó Ferdinard—. ¡Esta cosa me va a volver loco!
—A ti y a mí, a ambos. ¡Escucha! —exclamó entonces—. ¡Esa célula que tienes ahí dentro es nuestra!, ¡yo la puse ahí!
—Enclave —dijo suavemente la voz—, o sea: Yo, no puede constatar el hecho. Mis sistemas estaban apagados.
—Cada vez repite eso con mayor frecuencia —observó Ferdinard.
—¿El qué?
—Lo de «O sea, Yo».
—¿Y qué?
—No lo sé. Me ha parecido curioso.
—¿Curioso? —graznó Malhereux—. Esta porquería de cacharro vale seiscientos millones de créditos y nos tiene atrapados en una habitación llena de cadáveres congelados… ¿Te parece eso curioso?
—Ya te dije que nos fuéramos —exclamó Ferdinard con fingida calma. En realidad, sus dedos se apretaban bajo sus guantes y si la consola funcionara normalmente habría denunciado un ritmo cardiaco muy superior al normal, administrando correctores químicos a la sangre de manera automática.
—Vale —dijo Malhereux—. Está bien.
Pensaron durante unos instantes.
Mientras tanto, la pequeña flota de arañas robot de los chatarreros espaciales reptaba con sus cortos, pero súper articulados, apéndices por el interior de la instalación, portando las valiosas células de energía. Sus pequeñas patas repiqueteaban en el suelo produciendo un sonido metálico: clin-clin-clin, dirigidas a distancia por el prodigioso Enclave. Atravesaban las mismas puertas que Ferdinard y Malhereux habían ido dejando abiertas en su camino hacia allí, y allí donde encontraban una cerrada, trepaban ágilmente hasta el sistema de apertura manual y la superaban con facilidad.
Enclave, que en esos momentos era solo un cerebro, estaba a punto de disponer de brazos, piernas y alas en la espalda.