Recorrer una instalación en esas circunstancias siempre era un viaje emocional, pero Ferdinard estaba cada vez más intranquilo. No parecía un lugar que hubieran clausurado al terminar un trabajo, un lugar que había terminado su actividad esencial y donde el personal había sido trasladado con sus pertenencias. En esas circunstancias, todo el equipo se recogía y se almacenaba convenientemente, mejor o peor, pero no se dejaba encima de las mesas como si fuesen a ser usadas al día siguiente. Había cosas que le hacían pensar que se trataba, más bien, de un lugar que hubieran abandonado precipitadamente, y apenas acababan de empezar el recorrido.
—Hay un montón de cosas aquí —decía Malhereux entusiasmado.
—Hay… demasiadas cosas —exclamó Ferdinard. Los haces de su linterna estaban enfocando una pequeña oficina que se abría a un lado. Estaban ahora en una sala rectangular, una suerte de avenida alargada con dos alturas y pasillos elevados a ambos lados, como los de una cárcel pero mucho más ancha. Había sillas y pantallas por todas partes, y puertas alineadas en las paredes. Parecía un barracón para el personal con un área de esparcimiento en el centro.
—Mira eso, hombre —añadió Fer.
Era un pequeño contenedor con uniformes sucios. Estaba abierto y la ropa colgaba de sus bordes.
—Uniformes de trabajo —comentó su socio.
—Sé lo que son —dijo Ferdinard—, pero… ¿no te extraña que estén ahí? Quiero decir, han terminado. Se han ido. Puede que hayan dejado cosas por aquí…, pero ¿uniformes sucios? Lo mínimo que una compañía hace cuando se va es recoger sus cosas y las de su gente, Mal. Lavan, recogen, limpian, guardan, etiquetan.
Malhereux se quedó mirando la ropa amontonada. Luego giró la cabeza y se fijó en algo más: había vasos flotando cerca de las mesas, vasos sucios, y un poco más allá vio un par de envases de comida que alguien había usado y dejado de manera descuidada, y que ahora colgaban en el aire, ingrávidos. Hasta las sillas estaban desordenadas, dispuestas alrededor de una de las grandes pantallas, escapando a la ausencia de gravedad por sus patas imantadas. Era como si un grupo de trabajadores hubieran estado viendo un partido esa misma noche. Mal se sentía como si ellos fueran el equipo de limpieza que comenzara la jornada en ese momento.
—Vale —susurró al fin—. Es raro, si.
—Cada vez me gusta menos —dijo Ferdinard.
—Mira… —exclamó Malhereux, suspirando—. Aquí hay un montón de pasta. Y no voy a dejarla porque de repente nos entre una paranoia rara. Sally hizo un rastreo completo, y el lugar está muerto, apagado, terminado. Tampoco hay rastros químicos ni bacteriológicos y, aunque así fuera, tenemos los trajes.
—Los trajes no lo filtran todo.
—Los trajes filtran casi todo, Fer. Tendría que ser un rollo raro de alguna de esas facciones chungas, y esas mierdas están en los campos de batalla, no en una explotación minera, porque son armas químicas secretas que no quieren exponer a ningún análisis.
—Bueno, eso es verdad —admitió Fer—, pero…
—No voy a sacar el culo de aquí —siguió diciendo Mal—. Necesitamos la pasta. Voy a ir al control principal y restablecer los servicios básicos, contigo o sin ti. Y, si quieres, para que te quedes tranquilo, podemos mirar el Registro. Si ha habido algún problema raro, lo sabremos.
Ferdinard asintió. Sabía cuándo podía enfrentarse a una discusión con su socio y tener alguna posibilidad de ganar, y cuándo no. Y era cierto que, si tenían la más mínima probabilidad de sacar algún provecho de todo aquello, podrían largarse con un buen montón de créditos en material.
Siguieron andando, buscando la sala de control. El lugar no era grande (no debía serlo) pero aún así había un buen número de corredores que conectaban las distintas salas esenciales: El centro médico, los laboratorios, las salas de procesado de material mantenimiento, reparaciones, ingenieros, cocinas, comedores, y un largo etcétera. Resultaba fácil perderse en sus pasillos, con aquella oscuridad. Éstos eran bastante rudimentarios, diseñados y construidos para cumplir su función con los mínimos ornamentos estéticos, lo que les confería una apariencia tenebrosa al amor de los haces de luz fríos. Algunos pasillos eran, simplemente, demasiado angostos, y todos los techos eran bajos. Había estructuras mínimas en forma de rejillas y cables que pendían del techo, y el suelo producía un sonido metálico a su paso. CLIN. CLAN, y ese sonido rebotaba, ominoso, por las paredes.
—Da gracias a que no hay oxígeno —dijo Fer de repente.
—¿Por?
—El frío. Mira tus indicadores. No es tan grave como la temperatura absoluta de la radiación cósmica de fondo, ahí fuera, pero llega a casi cuarenta grados por debajo de cero.
—Oh —exclamó Mal—. Claro. ¡El hielo!
—Sí. Pero lo más curioso es que ha bajado casi un grado desde que estamos aquí. Puede no querer decir nada. A lo mejor estamos más cerca de la roca, o más lejos, no tengo ni puñetera idea.
Estaba aún pensando en eso cuando Mal accionó otro de los controles manuales de una de las puertas para pasar a la siguiente estancia. Cada vez estaban más duros, y no consiguió accionarlo sin un pequeño gruñido. Sin embargo, cuando la hoja se deslizó a un lado y los haces de luz se infiltraron en la siguiente estancia, Malhereux soltó un pequeño grito. Ferdinard lo recibió como una explosión de sonido a través de los auriculares del casco.
—¿Qué pasa? —preguntó, girándose rápidamente.
—¡Sagrada Tierra! —exclamaba Malhereux, retrocediendo un par de pasos.
Ferdinard se acercó a mirar y, cuando lo hizo, descubrió con horror lo que había visto su socio. Era un cadáver, el cuerpo de un hombre que flotaba, boca abajo, cerca de la puerta. La cabeza, girada hacia ellos, tenía un rictus de horror en su rostro congelado.
—Por las estrellas —susurró Ferdinard—. Pero ¿qué…?
—Está muerto, Fer… ¡está muerto!
—Ya lo veo —dijo el chatarrero—. ¡Está frito del todo! Ferdinard se agachó un poco para mirar su cuerpo. Su traje de trabajo, un mono azul con una placa que lo identificaba como técnico, parecía intacto, sin ninguna herida a la vista.
—Pobre diablo —exclamó Malhereux—. ¿Qué crees que le pasó?
—Bueno, no creo que se olvidaran de él…, así que…
Su cabeza empezaba a formular pensamientos rápidos que giraban en torno a ideas más que lúgubres. Iba a decir algo cuando Malhereux se adelantó y empujó suavemente el cadáver hacia dentro.
—¡Mal! —exclamó.
El cadáver se alejó de ellos, mirándolos con ojos vidriosos. Era una especie de escultura de hielo, congelado por el frío intenso que reinaba en el lugar. La escena resultaba del todo terrorífica, parecía un ahogado que se sumerge en las profundidades de un lago de aguas cristalinas para perderse y desaparecer.
Pero entonces, la estancia se reveló ante ellos. No tuvieron tiempo de ver nada. Lo primero que les saltó a la vista fueron los cuerpos, otros cadáveres que flotaban como esculturas congeladas en posiciones aberrantes, en mitad de la habitación y cerca de las paredes abigarradas de controles y paneles.
—¡Drokk! —soltó Malhereux.
Ferdinard se quedó mirando los cuerpos, sintiendo que el miedo crecía en su interior.
—Vámonos, Mal —susurró—. Vámonos ahora mismo.
Su socio no dijo nada. Se quedó mirando unos instantes, sin atreverse a moverse o decir nada. Pero justo cuando Ferdinard pensaba que aceptaría su propuesta, colocó ambas manos en los marcos y entró en la habitación con una zancada.
—Mal, ¿qué haces? Por las estrellas, Mal…
—Es la Sala de Control Fer —decía Malhereux.
—¿Qué? —graznó su compañero—. ¡Te estoy diciendo que nos vayamos!
—Ya hemos llegado —exclamó Malhereux. Ferdinard lo miraba dar pasos prudentes dentro de la estancia, mirando alrededor, con la luz de su traje barriendo la estancia—. Entra aquí dentro y dame luz, hombre. ¡Es la Sala de Control eso creo!
—Mal… ¡hay cadáveres ahí dentro!
—Bueno, no es el primer cadáver que vemos…
—No puedo creerlo —susurró Ferdinard—. No puedo.
Pero después de considerar sus opciones por un instante, se decidió a entrar en la habitación.
Malhereux tenía razón; si no era la Sala de Control era uno de los puntos de gobierno clave de todo el complejo. Así lo atestiguaban las avanzadas consolas y terminales que cubrían cada una de las paredes en la sala.
—Mira esto, Fer —dijo Malhereux, entusiasmado. Se había acercado al panel principal y estaba admirando la costosísima consola que tenía delante—. Es un… Es un Protox C3 de la serie Última… ¿te das cuenta?
—Mal… —susurró Ferdinard, quien empezaba a sentirse mareado. Su socio estaba justo debajo de uno de los cadáveres, que flotaba en la habitación como una maldita boya, y ni siquiera había prestado atención.
—Es un golpe de suerte, Fer. Si podemos extraer el panel y sacarle las tripas, podemos llevarlas a la nave ahora mismo.
—Mal…
—Deben valer veinte… treinta mil créditos.
—¡Mal! —chilló Ferdinard.
—¿Qué…?, ¿qué pasa? —preguntó su socio.
—¡Mierda, esta gente está muerta! ¿Qué… qué te pasa?
Malhereux suspiró.
—Vale —dijo—. Tienes razón.
—Vámonos —exclamó.
—Espera. Espera un momento…
Se movió hacia su derecha y buscó por la pared, tanteando con las manos los paneles con los que estaba revestida.
—¿Qué haces?
—Un momento, hombre.
Ferdinard pestañeó. Oh, estaba usando esa voz. La voz divertida e indiferente que empleaba cuando quería salirse con la suya a sabiendas de que él tenía razón, la voz dulce del Malhereux engatusador y obtuso que tanto le fastidiaba.
Se agachó para mirar bajo las consolas.
—Esto debe ser…
Ferdinard lo miraba hacer, incrédulo. Acababa de abrir un pequeño compartimento y se giraba hacia él con el brazo extendido.
—Pásame las células —dijo.
—¿Las células? —preguntó Ferdinard sin comprender. De pronto, recordó el plan, el plan original. Para eso llevaba el macuto a la espalda, lleno de células de energía.
—Te he dicho que nos vamos —respondió Ferdinard, seco.
—Bueno, ya estamos aquí —respondió su socio—. Vamos a ver qué pasó en el Registro. Si es algo chungo, yo seré el primero en salir corriendo, Fer. No estoy loco.
Ferdinard, ceñudo, soltó todo el aire de sus pulmones. El casco se empañó ligeramente ante el exabrupto de aire.
No, no estás loco, pensó Ferdinard, mirando los cadáveres prendidos en el aire que colgaban a su alrededor. Estás para que te encierren. Deberían revisarte la cabeza y ajustarla químicamente con un implante, o tirarla a la basura. Pero no dijo nada; se quitó el macuto de la espalda, lo dejó en el aire ante él y lo empujó suavemente. El macuto se deslizó por el aire hacia su amigo.
—Gracias —dijo Malhereux, satisfecho.
La voz decía: «Me he salido con la mía», sí, pero Ferdinard estaba acostumbrado.
Esperó a que su socio retirara las células viejas e instalara las nuevas. Las más pequeñas no servían, pero las dos más grandes se acomodaron fácilmente en sus compartimientos y empezaron a brillar suavemente para indicar que la conexión era buena.
—Ya está —dijo Malhereux.
Después de solo un par de segundos, la habitación se estremeció con un pequeño resplandor blanco; los paneles se encendían al unísono. Hubo un instante de oscuridad, y luego las luces comenzaron a centellear débilmente. La sala se iluminó, recorrida por un zumbido leve que quebró el intenso silencio reinante.
—Advertencia —dijo de pronto una voz femenina—. Niveles de O2 bajos. Ausencia de gravedad en todo el complejo. Sistemas vitales apagados. Imposible conectar con Soporte Mecánico. Todos los sistemas desconectados. Operatividad al diez por ciento.
—¡Qué divertido! —exclamó Malhereux—. Informe de voz. ¿Cuánto tiempo hace que no escuchabas uno?
—Nunca he escuchado uno —exclamó Ferdinard, mirando alrededor, intranquilo.
—Oh, eres demasiado joven —contestó su socio—. A mí me parecen divertidos, ¿por qué dejaron de usarse?
—La voz es lineal, interpretable, y se desvanece —contestó Ferdinard con un tono de voz monocorde—. Los iconos visuales son mucho más directos, por no mencionar que la información permanece.
—Una pena. ¡Luz del traje!
—Luz del traje —repitió su compañero.
La voz femenina volvió a sonar por los altavoces.
—¿Qué es una pena? —dijo.
Ferdinard y Malhereux intercambiaron una mirada perpleja.
—No me lo puedo creer —dijo Ferdinard—. ¿En serio?
Malhereux soltó una carcajada.
—¿Reconocimiento de voz en una Sala de Control de una estación minera?, ¿pero qué… narices?
—No soporto estas cosas —dijo Ferdinard.
—El Reconocimiento de voz es una de mis funciones más elementales —dijo la voz femenina—. Operar la Estación es mi función primordial.
—Oh, venga —exclamó Ferdinard—. ¿En serio jugaban con estas cosas?
—Tenían que aburrirse mucho —dijo Malhereux, riendo entre dientes—. Déjame que busque cómo apagarlo y podremos mirar el Registro.
—Date prisa, no quiero jugar con un montón de mensajes pregrabados.
—Si se refieren al Registro de la Estación —dijo la voz—, es de Acceso Restringido.
—Sí, sí, lo que sea —dijo Ferdinard, molesto.
Malhereux estaba mirando la pantalla. Era el software de control más inusual del mundo: ninguno de los movimientos que realizaba sobre la consola parecían tener ningún efecto, como si estuviera desconectado, y la pantalla estaba, naturalmente, codificada.
—La consola no funciona, Fer —dijo—. ¡Mierda! Como esté rota vamos a perder un montón de pasta.
—El estado de la consola es operativo al cien por cien —dijo la voz.
—Haz que se calle, Mal —respondió Fer—. Me pone nervioso.
—Hey, tampoco está tan mal. Parece que reconoce un montón de comandos.
—Puedo reconocer, analizar y comentar cualquier cosa —dijo la voz.
Ferdinard levantó una ceja. Los sistemas de reconocimiento de voz estaban bien para ciertas cosas: analizaban, rastreaban palabras clave y respondían, comparando los resultados con una base de datos de respuestas asociadas. En base a eso ejecutaban acciones, como cuando le decían al traje que encendiera o apagara las luces. Mucha gente tenía sistemas así instalados en sus casas y los había más o menos sofisticados. Pero cuando se pretendía que los sistemas interactuasen de una manera inteligente, los resultados eran del todo risibles. Había muchos modelos de inteligencia artificial funcionando por todas partes en todo tipo de tecnología, pero hacer que una máquina hablara como un ser humano era algo que todavía no funcionaba bien del todo: casi siempre resultaba en un ejercicio tan frustrante como hilarante.
—La verdad es que este software parece bastante bueno —dijo Malhereux.
—Es bastante bueno —respondió la voz en el acto.
Malhereux soltó otra carcajada.
—¿Qué tipo de software eres? —preguntó de nuevo.
—Mal… —protestó Ferdinard casi al instante.
—Un sistema Enclave de sexta generación —dijo la voz.
—Enclave… —murmuró Malhereux—. Nunca he escuchado hablar de un sistema Enclave.
—Enclave —dijo la voz— es un sistema experimental en desarrollo, un prototipo único.
Ferdinard dio un respingo.
—Sagrada Tierra —exclamó—. ¿Qué tipo de respuesta es esa? Esta gente debía de estar totalmente ida de la cabeza.
Malhereux había indinado la cabeza. Siempre indinaba la cabeza cuando pensaba en algo que no le cuadraba del todo.
—¿Quién es el fabricante de Enclave? —preguntó.
—Esa información es restringida.
—¿Quién tiene acceso a esa información?
—Cualquier ser humano —respondió Enclave.
—Que me aspen —respondió Malhereux, riendo de nuevo.
—Oh, Mal, por favor… No perdamos tiempo con esto. Accede al maldito Registro o salgamos de aquí.
Malhereux se volvió para seguir intentando operar la consola. No había forma.
—¡No funciona! —dijo—. La maldita consola no funciona.
—La consola funciona al cien por cien —anunció Enclave.
—¿Y qué le pasa?
—Su acceso está restringido —anunció la voz.
—A seres humanos —dijo Malhereux.
—Sí.
—¿Cualquier ser humano?
—Un ser humano.
—Esta sí que es buena —dijo Malhereux—. Nosotros somos seres humanos, guapa.
—Esto es de locos —protestó Ferdinard—. ¿Qué tipo de… restricción es esa? ¿A quién querían limitar con esa chorrada?, ¿a los… lagartos, a las babosas de Tor Navas?
Malhereux volvió a reír.
—Las babosas… —dijo, recordando—. Por las estrellas, qué… asco de bichos.
—Oye, nosotros somos seres humanos —dijo Ferdinard—. Así que activa la consola.
La voz no dijo nada.
—Activar consola —dijo Ferdinard, impaciente—. Encender. Activar. Consola. ¡Ya!
Malhereux rió.
—Qué porquería de software.
—Si son seres humanos —dijo Enclave—, todas las restricciones quedarán anuladas. Los seres humanos tienen acceso primordial sobre el sistema.
—Eso es —dijo Ferdinard—, chica lista. Lo somos. Seres humanos. Carne de primera calidad del planeta Parissee.
Malhereux soltó otra carcajada.
—Relacionar «primera calidad» con ese condenado agujero no suena muy lógico, Mal.
—¿Están diciendo que son seres humanos de primera calidad? —preguntó la voz—. Me alegra oír eso. Explica muchas cosas.
Los dos chatarreros intercambiaron una mirada.
—Sagrada Tierra —susurró Ferdinard—, voy a volverme loco ahora mismo.
—Este software responde demasiado bien —dijo Malhereux, inquieto.
—Es escalofriante —reconoció Ferdinard—. Responde mejor que muchos tipos que he conocido en mi vida.
—En serio —dijo Malhereux—, no es normal Enclave, ¿qué es lo que explica?
—La partida de trabajadores con la que he estado trabajando —dijo la voz suavemente—. Concluí que no podían ser seres humanos porque estaban defectuosos. Ahora entiendo que, quizá, no eran seres humanos de primera calidad.
—¿Qué está diciendo, Mal? —preguntó Ferdinard, asustado.
—¿Qué quiere decir con que estaban defectuosos?
—Observé su producción, sus capacidades y sus limitaciones —dijo la voz—. Eran muy inferiores a los robots de los que dispongo, así que no podían ser seres humanos. Por consiguiente, deduje que el movimiento más sensato era eliminar la partida.
Ferdinard dio un paso hacia atrás, y por un momento, pareció que iba a caerse de culo. Malhereux se quedó quieto, inmóvil, con la cabeza funcionando a toda velocidad. Movió la lengua en la boca antes de continuar hablando; parecía tan… seca.
—¿Qué quiere decir que eliminaste la partida? —preguntó entonces, dubitativo.
—Tenían acceso a todo —respondió la voz en el acto—, incluso al Sistema Central de Enclave. —Dudó unos instantes antes de continuar—. O sea, a mí. Y dado que tengo como premisa fundamental que solo los seres humanos pueden operar a Enclave… O sea, a mí…, los eliminé, terminando sus funciones vitales.
—Los… ¿terminaste sus funciones vitales? ¿Los… mataste?
—«Matar», en el sentido de «quitar la vida»… —dijo la voz lentamente, como si estuviera sumida en hondas cavilaciones—. Sí, es aplicable a este caso; desde luego eran organismos vivos en el más amplio sentido de la palabra. Los maté, correcto.
Ferdinard se dejó caer en el suelo, donde debiera haberse quedado sentado. Sin embargo, no había gravedad, y empezó a flotar suavemente hacia arriba hasta que sus pies hicieron contacto otra vez con la superficie metálica del piso. Malhereux levantó la cabeza y miró a uno de los cadáveres congelados. Sus ojos estaban abiertos de par en par con una expresión de angustia esculpida en su rostro inmóvil.