Atmósfera tipo de teatro: patio de hostería. Coro de pinches de cocina. La diligencia llega. Algunos de los personajes principales de la obra bajan de aquélla. Adivina uno que actores y actrices hablan entre sí de otras cosas que no son la obra. Cae la noche. La orquesta ataca con sordinas el coro de pinches.
Quiero encontrar de nuevo esta atmósfera. Si la vuelvo a encontrar ya no habrá ni patio de hostería, ni diligencia, ni anochecer, ni coro de pinches. Por ejemplo: ha sido la necesidad en que se encuentran los actores del Châtelet de hablar fuerte lo que me ha hecho descubrir el estilo de los fonógrafos en LOS ESPOSOS DE LA TORRE EIFFEL.
Texto de LOS ESPOSOS. Quería yo que las frases gruesas del texto fuesen como si viera uno emparejadas tarjetas postales de la Venus de Milo, del Angelus de Millet, de la Gioconda.
Aparte de mis recuerdos íntimos de teatro, me quedan tres grandes recuerdos de decorados. El naufragio y la parada del tren de LA VUELTA AL MUNDO EN OCHENTA DÍAS, LA COMEDIA DE LOS JUEGOS DEL MUNDO, decorada por Fauconnet (Vieux-Colombier). COLOR DEL TIEMPO, decorada por Vlaminck (Teatro Renée Maubel).
La vida transcurre con demasiado perfeccionamiento, con demasiado confort. ¡Qué lamentable resultará la supresión del cuchicheo enorme, cálido, rico, de los pasajes en que el film hablado no habla ya, la desaparición del contraste entre fe vulgaridad visual y el relieve auditivo!
Cuando todo esté a punto, relieve, color, ruido, la juventud saqueará ese teatro postizo y utilizará sabiamente el encanto de las antiguas culpas, vencidas por el lujo, el comercio, el inevitable confort científico. (Los hotelitos perdidos en cuanto el dueño gana lo suficiente para hacerlos parecidos a su sueño, dignos de un éxito del que se asombra, incapaz de comprender sus motivos).
He leído el legajo Victor Hugo en la Comedía Francesa. Sobre una hojita marca él los puestos de sus jóvenes amigos, índica los versos que hay que aplaudir, dispone su claque y su contraclaque.
¡Y que nos acusasen a nosotros de organizadores! Nunca hemos contado más que con los amigos desconocidos que tanto nos reprochaban y que vinieron en nuestra ayuda por sorpresa. Esos jóvenes amigos de Victor Hugo debían ser la flor y nata del vanguardismo. Excepto Pétrus Borel, no conozco un solo nombre. Teófilo Gautier no visitaba todavía a su ídolo. Estaba en su puesto, de servicio, con su barba, sus narizotas y su chaleco grotescos.
Le gustaría a uno un poco hacer fumar a Hugo. A Victor Hugo no le ha faltado más que estar enfermo. Me equivoco. Su enfermedad constituía su gloria. Estaba loco. Al principio era un megalómano, luego se volvió loco. (Sus dibujos, sus muebles, sus amores, sus métodos de trabajo lo demuestran).
El principio de novedad de una obra es siempre nefasto. No se ve la obra más que cuando se vulgariza y desaparece. Su época muy tosca obligaba a Victor Hugo a romper superficialmente con las formas admitidas. El principio de novedad permanece en primer término. Aquel relieve se ha convertido en vulgaridad: su teatro sobrevive a causa de un buen estómago.
Imaginad un hombre, en su mesa, escribiendo CROMWELL, al margen de su trabajo. Péguy, hugólatra, me enumeraba sus obras. «Deben quedar algunas más —repetía—. ¡Vamos a ver, vamos a ver!». Recapitulaba, rebuscaba. Se le habían olvidado LOS MISERABLES.
Nada más anormal que un poeta que se asemeja a un hombre normal: Hugo, Goethe… Es el loco en libertad. El loco que no parece loco. El loco que no es nunca sospechoso. Cuando escribí que Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo, no bromeaba. El pecado-tipo contra el Espíritu, ¿no consiste en ser espiritual? No era una humorada, era una síntesis; el resumen de un estudio que me niego a escribir y que otros escribirán algún día. El papel del poeta no es probar, sino afirmar sin aportar ninguna de las pruebas embarazosas que posee y de las que se desprende su afirmación. Más adelante, el lento descubrimiento de esas pruebas da al poeta su puesto de adivino. En Guernesey, le dio a Hugo la locura por los muebles y por la fotografía. Lo fotografiaban de veinte a treinta veces por día. ¡Hugo sin barba! ¡Qué revelación! Hay siempre una temporada en que el hombre barbudo se afeita. Esa temporada dura muy poco. Vuelve a dejarse la barba precipitadamente.
Hugo (proceso de EL REY SE DIVIERTE). «¡Es la censura hoy y mañana el destierro!». Este apostrofe da que pensar. Ese destierro debió estar preparado con mucha antelación.
Ya no se aceptan los monstruos sagrados, del tipo Goethe o Victor Hugo. En la mesa no escucharían ya a Oscar Wilde; daría la lata.
La velocidad impide el estacionamiento en torno a una figura. Barres, hipnotizado por esa raza de hombres, consiguió todavía algo por el estilo. Es, sin duda, el último ejemplar de un tipo desaparecido. Chesterton habla muy bien de ese fenómeno a propósito de Dickens.
Asunto de costumbres
Las famosas deformaciones debidas al opio. Lentitudes, perezas, sueños inactivos. ÓPERA es la obra de un opiómano. «Nadie le preguntaba a usted nada», responden los imbéciles. Ahora bien, no he logrado nunca velocidades semejantes, Velocidades que llegan a la inmovilidad. Mí ventilador no da aire y no enturbia la imagen colocada detrás; pero no aconsejo a nadie que ponga allí el dedo.
Reproche de los retruécanos de ÓPERA. Es confundir los retruécanos con las coincidencias. ÓPERA es un aparato distribuidor de oráculos, un busto que habla, un libro profético. Estoy cavando. Mi azadón tropieza con una forma dura. La saco y la limpio. L’ami Zamore de Madame du Barry[6] es una fatalidad; no es un juego de palabras.
Se habla siempre de la esclavitud del opio. No sólo la regularidad de horas que impone es una disciplina, sino también una liberación. Liberación de las visitas, de los círculos de personas sentadas. Y añado que el opio es lo contrario de la jeringa de Pravaz. Tranquiliza. Tranquiliza con su lujo, con sus ritos, con la elegancia antimédica de las lamparillas, hornillos, pipas, con el marco secular de ese envenenamiento exquisito.
Aun sin ningún espíritu de proselitismo es imposible que una persona que no fume viva junto a una persona que fuma. Cada una de ellas viviría en un mundo distinto. Una de las únicas defensas contra la recaída será, por lo tanto, la responsabilidad.
Desde hace dos meses vomito bilis. Raza amarilla: la bilis condensada en la sangre.
El opio es una decisión a adoptar. Nuestro único error consiste en querer fumar y compartir los privilegios de los que no fuman. Es raro que un fumador deje el opio. El opio lo deja a él, arrastrándolo todo. Es una sustancia que escapa al análisis, viva, caprichosa, capaz de volverse bruscamente contra el fumador. Es un barómetro de una sensibilidad enfermiza. En determinadas temporadas de tiempo húmedo, las pipas trasudan. Al llegar el fumador a orillas del mar, la droga se hincha, se niega a cocer. La proximidad de la nieve, de una tormenta, de un vendaval, la hacen ineficaz. Ciertas presencias parlanchinas la despojan de toda su virtud.
En suma, no existe querida más exigente que la droga, que lleva sus celos hasta castrar al fumador.
La caída del joven Ícaro
Al preparar el opio bruto se combinan los alcaloides al azar. Es imposible prever los resultados. Si se le añade dross[7] aumentan las probabilidades de éxito, pero esto puede hacer peligrar una obra maestra. Es un golpe de gong que embrolla la melodía. No aconsejo la gota de Oporto, ni la de fine-champagne. Lo que aconsejo es un litro de vino tinto añejo en el agua donde esté en remojo la bola en bruto, procurando luego evitar la ebullición y pasándose ocho días en la faena.
Con una buena higiene, un fumador que aspirase doce pipas al día durante toda su vida estaría no sólo inmunizado contra las gripes, catarros y anginas, sino además menos en peligro que un hombre que bebiese una copa de coñac o que fumase cuatro puros. Conozco personas que fuman una, tres, siete a doce pipas desde hace cuarenta años.
Algunos os dicen: «Los delicados tiran el dross». Y otros: «Los delicados hacen fumar a sus criados indios y sólo fuman el dross». Si se interroga a un criado indio sobre el peligro de la droga: «Buena droga, engorda —responde—. Dross, enferma».
El vicio del opio es fumar el dross.
Así como no hay que confundir una desintoxicación con su convalecencia como del tifus, ni la supresión con los sustitutivos —ejercicios físicos, marcha, deportes de invierno, cocaína, alcohol—, no hay que tomar tampoco la intoxicación por la costumbre. Ciertas personas no fuman más que los domingos. No pueden pasarse el domingo sin droga; es la costumbre, La intoxicación destroza el hígado, ataca las células nerviosas, estriñe, apergamina las sienes, contrae el iris del ojo. La costumbre es un ritmo, un hambre singular que puede molestar al fumador, pero que no le causa daño alguno.
Los síntomas de la necesidad son de un orden tan extraño que no sabría uno describirlos. Sólo los mozos de clínica consiguen formarse una idea de ellos. (No se diferencian de los síntomas graves). Figuraos que la tierra girase un poco menos de prisa, que la luna se acercara un poco.
La rueda es la rueda. El opio es el opio. Cualquier otro lujo es ingeniosidad; como si, no conociendo la rueda, hubiesen construido los primeros coches, conforme al caballo, con patas mecánicas.
Aprovechemos el insomnio para intentar lo imposible: describir la necesidad.
Byron decía: «El amor no soporta el mareo». Como el amor, como el mareo, la necesidad penetra por todas partes. Es inútil toda resistencia. Primero, un malestar. Después las cosas se agravan. Imaginad un silencio que correspondiese a los quejidos de millares de niños cuyas nodrizas no regresasen a darles de mamar. La inquietud amorosa traducida en lo sensible. Una ausencia que reina, un despotismo negativo.
Los fenómenos se precisan. Muarés eléctricos, champagnes de las venas, sifones helados, calambres, sudor en la raíz de los cabellos, boca pastosa, mucosidad, lágrimas. No insistáis. Vuestro valor se encuentra en franca derrota. Si tardáis demasiado no podréis ya tomar vuestro material y amasar vuestra pipa. Fumad. El cuerpo no esperaba más que noticias. Una pipa basta.
Es fácil decir: «El opio paraliza la vida, insensibiliza. El bienestar proviene de una especie de muerte».
Sin opio tengo frío, me acatarro, no tengo hambre. Estoy impaciente por imponer lo que invento. Cuando fumo, tengo calor, desconozco los catarros, tengo hambre, mi impaciencia desaparece. Doctores, meditad sobre este enigma.
Los sabios no son curiosos, dice France. Tiene razón.
El opio es la mujer fatal, las pagodas, las linternas. No soy capaz de desengañaros. Puesto que la ciencia no sabe separar los principios curativos y destructores del opio, tengo necesariamente que inclinarme. Nunca he sentido más hondamente no haber sido poeta y médico, como Apolo.
Todos llevamos en nosotros algo enrollado, como esas flores japonesas que se despliegan en el agua.
El opio hace el papel del agua. Ninguno de nosotros lleva el mismo modelo de flor. Puede ocurrir que una persona que no fume no sepa nunca el género de flor que el opio hubiese desenrollado en ella.
No hay que tomar el opio a lo trágico. Hacia el año 1909 fumaban artistas que no lo decían y que ya no fuman. Muchos matrimonios jóvenes fuman sin que nadie lo sospeche; los coloniales fuman contra la fiebre y dejan de fumar cuando las circunstancias les obligan a ello. Sufren entonces las molestias de una gripe intensa. El opio perdona a todos esos adeptos porque no lo tomaban ni lo toman trágicamente.
El opio se torna trágico en la medida en que afecta a los centros nerviosos que gobiernan el alma. Si no, es un antídoto, un placer, una siesta extraordinaria.
Lo grave es fumar para combatir un desequilibrio moral. Entonces es difícil acercarse a la droga, como hay que acercarse a ella, y como conviene acercarse a las fieras: sin miedo.
Un día en que, realmente curado, intentaba yo desembrollar un poco el problema inabordado del opio con el doctor Z.…, más apto por su juventud para vencer ciertas rutinas, el doctor X.… (generación de los grandes incrédulos) preguntó a mi enfermera si podía entrar a verme. «Está —contestó ella— con el doctor Z…». «¡Oh! Entonces, ya que se trata de literatura, no subo. No tengo talla».
Mi enfermera (una bretona) dice: «No se puede querer mal a la Santa Virgen por haber engañado al buen Dios porque Él había marchado a guerrear contra los judíos y la dejaba todo el tiempo sola».
Hay una amable enfermera, viuda de guerra, que es del norte. En la mesa, sus compañeras la interrogan acerca de la ocupación alemana durante la guerra. Sorben su café y esperan oír horrores.
«Eran muy amables —responde ella—, repartían su trozo de pan con mi hijito y hasta, si alguno de ellos se portaba incorrectamente, no se atrevía una a quejarse a la Kommandatur porque los castigaban con demasiada dureza. Por haber molestado a una mujer les ataban a un árbol durante dos días».
Esta respuesta consterna a la mesa. La viuda se hace sospechosa. La llaman la Boche. Llora ella y poco a poco modifica sus recuerdos y desliza una pequeña atrocidad. Quiere vivir.
La condesa de H…, alemana de origen sueco, ocupa la habitación de la esquina. Veo sus ventanas. Las enfermeras han pedido a la directora que quite a la viuda del norte del servicio de la condesa. «Está en connivencia con los boches. ¡Podrían muy bien conspirar!».
Esta mañana en que se celebran los funerales de Foch, la condesa abre su ventana como de costumbre, «Nos desafía», dice el personal.
El ala sur del antiguo hotel Pozzo di Borgo ha sido construida en 1914 por una empresa sanitaria alemana. ¡Ay! Los muros son de cartón. Si se clava un clavo se viene abajo la habitación, Mi enfermera me muestra las tres terrazas de las curas de sol: «Fíjese usted —me dice—, esos condenados han construido plataformas para bombardear París».
Mientras dibujo, E…, una suplente escribe a su hermano: «Aprovecho un momento de distracción de mi enfermo para escribirte…».
No hay que olvidar que no dejan subir a nadie, que encierran a un nervioso, a un medio loco a quien debieran distraer, solo con su enfermera durante meses enteros. El médico director entra un minuto. Si el enfermo marcha bien, prolonga su visita. Si el enfermo va mal, se escabulle. El psiquiatra agregado al establecimiento es joven, agradable, vivaracho. No puede menos que agradar. Si agrada, una larga visita suya molesta al médico director, que desagrada en cambio. Permanece diez minutos.
Colocan a cualquier enfermera junto a cualquier enfermo. Ahora bien; la elección de enfermera es capital para los nerviosos. Sonrisas: «¡Ah! Si hubiese que ocuparse también de esos detalles…». Y tratan al nervioso como a un idiota. Le ocultan el contenido de los medicamentos, evitan las relaciones humanas. El doctor debe ser inhumano. A un doctor que había, que entra en contacto con el enfermo, no se lo toma nunca en serio. «Sí, es un hombre muy elocuente; pero si me sintiera mal, mandaría avisar a cualquier otro». La psicología es la enemiga de la medicina. Antes que abordar la cuestión del opio con el enfermo, a quien obsesiona, la soslayan. Un verdadero doctor no se entretiene en la habitación. Oculta sus trucos, a falta de trucos. Este método ha pervertido a los enfermos. El doctor que los escucha, el doctor humano, les resulta sospechoso. El doctor M… ha matado a toda una familia, tratando la fractura de nariz de mi hermano como si fuese una erisipela. Su levita, su cráneo, tranquilizaban.
Por la boca de su herida
El opio se transmite a través de los siglos como el codo real[8]. Helena conocía fórmulas tan perdidas como los misterios de la gran pirámide. Al cabo del tiempo unas y otras se encuentran. Ronsard ensaya la adormidera bajo todas sus formas y nos lo cuenta en un poema consternador. Conocía a una Helena; no sabía ya preparar la adormidera.
No soy un desintoxicado orgulloso de su esfuerzo. Me avergüenza ser expulsado de este mundo, en el cual la salud se parece a los films innobles en que unos ministros inauguran una estatua.
Es duro sentirse reformado por el opio después de varios fracasos; es duro saber que ese tapiz volador existe y que no volará uno más en él; era grato adquirirlo, como en la Bagdad del Califa, a los chinos de una calle sórdida, empavesada de ropas blancas; grato regresar velozmente a probarlo al hotel, en la habitación con columnas, donde vivieron Sand y Chopin; desplegarlo, tumbarse encima, abrir la ventana sobre el puerto y partir. Demasiado grato, sin duda.
El fumador forma cuerpo con los objetos que lo rodean. Su cigarrillo, un dedo, caen de su mano.
El fumador está rodeado de pendientes. Imposible mantener el espíritu en alto. Son las once de la noche. Fuma uno desde hace cinco minutos; se consulta el reloj: son las cinco de la mañana.
El fumador tiene que volver mil veces a su punto de partida como el huevo del tiro al blanco, al extremo del surtidor. El menor ruido intempestivo hace saltar el huevo del surtidor.
La sustancia gris y la sustancia marrón forman los más bellos acordes.
El optimismo del fumador no es un optimismo de borracho. Imita al optimismo de la salud.
Picasso me decía; «El olor del opio es el olor menos estúpido del mundo». Sólo podría comparárselo al olor de un circo o al de un puerto de mar.
El opio en bruto. Si no lo guardáis en una caja de metal y os contentáis con una caja cualquiera, la serpiente negra se escapará, reptando, en seguida. ¡Sed prevenidos! Bordea los muros, baja las escaleras, los pisos, gira, cruza el vestíbulo, el patio, la bóveda, y bien pronto se enrollará alrededor del cuello del agente de policía.
Decir «las drogas» hablando del opio viene a ser como confundir el Pommard con el Pernod.
Estaba en mí cuarto el oficial de marina que cuidaba tres cuerpos y que cambiaba de piernas a toda velocidad.
Cuando dibujo, la enfermera me dice: «Me da usted miedo, tiene cara de asesino».
No me gustaría que me sorprendiesen escribiendo. He dibujado siempre. Para mí, escribir es dibujar, es enlazar las líneas de tal modo que se hagan escritura o desatarlas de tal manera que la escritura se convierta en dibujo. No salgo de ahí. Escribo, intento limitar exactamente el perfil de una idea, de un acto. En resumidas cuentas, circundo fantasmas, hallo los contornos del vacío, dibujo.
Hacer luminoso el misterio (misterio misterioso, oscuro: pleonasmo), devolverle, por lo tanto, su pureza de misterio. Meine Nach ist Licht…
Crear: matar en torno de uno todo lo que impide proyectarse en el tiempo por mediación de una apariencia cualquiera, no siendo el interés de esta apariencia más que un subterfugio para hacerse visible después de su muerte.