Coincidencias en torno de un nombre y de una obra

Como Marcel Herrand quiso ensayar la obra la víspera de la función, nos reunimos en mi casa, en la calle d’Anjou. Ensayábamos en el vestíbulo y Herrand acababa de decir: «Con esos guantes atravesará usted los espejos como si fuesen agua» cuando se oyó un estépito espantoso en el fondo de la casa. De un alto espejo del cuarto de baño no quedaba más que el marco. La luna, pulverizada, cubría el suelo.

Glenway Wescott y Monroe Wheeler, que habían venido a París para el estreno de Orfeo, se vieron detenidos, camino del teatro, en el bulevar Raspail, por un choque; un cristal roto y un caballo blanco que asomaba su cabeza dentro del coche.

Un año después, almorzaba yo con ellos en Ville-franche-sur-Mer, donde compartían una casa muy aislada, sobre la colina. Estaban traduciendo Orfeo, y me dijeron lo incomprensible que resultaría un vidriero en América. Les recordé, como argumento contrario El Pibe, en esa película hace Chaplin en Nueva York, el papel de un vidriero. «Es raro en Nueva York y raros en París —les expliqué—; no se encuentra uno vidrieros casi nunca». Me estaban diciendo que les describiese un vidriero, y me acompañaban entre tanto hacia la verja, cruzando el jardín, cuando oímos y vimos un vidriero que, contra toda espera y toda verosimilitud, pasó por la carretera desierta y desapareció.

Representaban Orfeo, en español en México. Un temblor de tierra interrumpió la escena de las bacantes, derruyó el teatro e hirió a unas cuantas personas. Una vez reedificada la sala, volvieron a representar Orfeo. De pronto, el director artístico anunció que el espectáculo no podía continuar. El actor que desempeñaba el papel de Orfeo, antes de resurgir del espejo, se había desplomado muerto entre bastidores.

El vizconde y la vizcondesa Carlos de Noailles habían escondido los huevos de Pascua de sus hijos en la arena de una sala de gimnasia de su finca del Mediodía. Encargaron a un joven albañil que trabajaba en el jardín, y al que apodaban Heurtebise a causa de su silueta blanca, que colgase unos farolitos de papel sobre la arena de aquella sala. El muchacho subió a la banderola de cristales, se escurrió, la atravesó y cayó sin hacerse daño, de bruces sobre la arena, con la espalda llena de cristales rotos. Al ser interrogado el joven declaró llamarse Ángel.

La princesa E. de Polignac adquiere una casa de campo y pregunta su nombre al joven ayudante del jardinero. Respuesta: Rafael Heurtebise[5].

Es natural que, creyente y crédulo, me mantenga continuamente en guardia y no conceda con demasiada precipitación a unos cuantos encuentros un significado de orden sobrenatural.

No incitarse nunca al misterio para que el misterio venga por sí solo y no encuentre el camino dificultado por nuestra impaciencia de entrar en contacto con él.

No olvidar que las tomas de contacto oficiales con lo desconocido acaban siempre en un negocio, como Lourdes, o en una visita policíaca, como Gilles de Rais.

Las mesas giran. Los durmientes hablan. Esto es un hecho. Es repugnante negarlo.

Pero que hagamos trampas a propósito o sin saberlo, por mediación de una fuerza que nuestra impaciencia exhala, viene a ser lo mismo en lo que al contacto con lo desconocido se refiere.

Cuanto más ávido es uno, más indispensable resulta hacer retroceder, cueste lo que costare, los límites de lo maravilloso.

Se habla mucho de grandeza, de misterio. Rara vez se demuestran. Una bonita lección de grandeza y de misterio: el espectáculo BéNéVOL - ROBERTSON - INAUDI - Madame LUCILE en el Ambigu. Esos artistas ingenuos trabajan honradamente, directamente, cara a cara con lo desconocido. Los ojos de Madame Lucile, la soberbia de Bénévol, la autoridad, el encanto de Inaudi. Inaudi: tipo Berthelot, Bergson. Ninguna vulgaridad. El público innoble gritaba los números 606, 69. Él no acusa nunca el golpe. Su gracia, cuando aplasta a un contador pretencioso, a una señora que se equivoca de fecha. Sus manos pequeñas que hacen punto. Aquello acaba por ser como la belleza misma. Bajo aquel aluvión de cifras que no comprendo, tenía yo los ojos llenos de lágrimas y mi corazón latía hasta romperse.

El armario de los hermanos Davenport, el baúl de Bénévol, otras tantas obras maestras que explican el estudio de Poe sobre el jugador de ajedrez. ¿Pero qué estudio habría que escribir? Un milagro deja de serlo por el hecho de producirse. Y en ellos el milagro subsiste. El truco no engaña. Y cuando el truco llega a esa sencillez considerable en que ya no es un truco, o sea, cuando Bénévol adormece, cuando madame Lucile adivina, ese espectáculo, donde nada autoriza a un diletante de los circos, de los music-halls, de los burdeles, de las ferias a buscar el menor provecho, ese espectáculo sin pintoresquismo, esos artistas sin arte, esos gigantes exquisitos me recordaban un palco de Ballet Ruso, donde vimos una noche juntos a Picasso, Matisse, Derain, Braque, y este grito sublime de mujer (citado por Barrès) en el entierro de Verlaine: «¡Verlaine! Todos los amigos están ahí».

(1930). Estos cuartitos de hotel, donde acampo desde hace tantos años, cuartos para los ejercicios amorosos en los que me consagro a la amistad, sin descanso, ocupación mil veces más extenuante que la del ejercicio amoroso.

Al salir de Saint-Cloud yo me repetía: es abril. Soy fuerte. Tengo un libro que no me esperaba. Cualquier habitación de cualquier hotel será buena, Ahora bien; mi cuarto de ahorcado, en la calle Bonaparte, se convirtió en un cuarto para ahorcarse. Había yo olvidado que el opio transforma el mundo y que, sin el opio, un cuarto siniestro sigue siendo un cuarto siniestro.

Uno de los prodigios del opio consiste en convertir instantáneamente un cuarto desconocido en un cuarto tan familiar, tan lleno de recuerdos, que uno cree haberlo ocupado siempre. Ninguna herida acompaña la partida de los fumadores, merced a la certeza de que el mecanismo ligero funcionará al minuto, en cualquier parte.

A las cinco pipas una idea se deformaba, se desarrollaba lentamente en el agua del cuerpo con los nobles caprichos de la tinta china, con los escorzos de un nadador negro.

Una bata agujereada, chamuscada, quemada por los cigarrillos, denuncia al fumador.

Instantánea extraordinaria en una revista impúdica: acaban de decapitar a un rebelde chino. El verdugo, el sable, borrosos aún, parecidos al ventilador que se para. Un haz de sangre, todo recto, brota del tronco. La cabeza, sonriente, ha caído sobre las rodillas del rebelde, como el cigarrillo del fumador, sin que lo note.

Lo notará al día siguiente por la mancha de sangre, como el fumador por la quemadura.

No he puesto en Orfeo, a propósito, más que una imagen. Después de la representación, me la citan.

Perderse una sola réplica de Orfeo, excepto esa imagen, es perder un tornillo de la máquina: ya no funciona.

Después de la escuela de la chapucería vino la escuela del realismo en escena. Ahora bien; no se trata de vivir en escena; se trata de hacer viva una escena. Esta verdad del teatro es la poesía de teatro, lo que es más verdadero que la verdad.

Así como la velocidad de Orfeo resulta demasiado detallada para un oyente versado en las obras que se pintaban como las decoraciones antiguas, de igual modo para un espíritu acostumbrado a las obras construidas como una verdadera casa, la casa de Orfeo tiene el aspecto de un manicomio.

«¿Por qué su nombre y su dirección en la boca de la cabeza de Orfeo?».

Es el retrato del donador en la parte inferior del lienzo; el nombre del atropellado, a quien interrogan en la farmacia.

Puede encontrarse la prueba de la óptica singular del teatro hasta en el teatro llamado «realista». L. Guitry me contaba que en una obra, en la que tenía que comer en el Ritz con otro personaje, hacía traer la comida del mejor restorán. A pesar de todos sus esfuerzos, la escena seguía siendo fría, hasta que advirtió que el dueño del restorán le mandaba la comida y el maître d’hôtel. Sustituyó el maître d’hôtel por un actor y logró inmediatamente que adquiriese relieve.

Coreógrafos, ejecutad vuestra danza con una música célebre (Carmen, Tristán e Isolda, qué sé yo) y suprimidla después.

Exigid que el pintor sea un director de escena.

El baño de las gracias de MERCURIO es una postura escénica. Cread la pantomima, el cuadro vivo, el gesto en silencio. Dejad de ser frívolos y de conjugar las artes.

Vivimos en una época tal de individualismo que ya no se habla nunca de discípulos; se habla de ladrones.

De un individualismo cada vez más exaltado no nacen más que soledades. Ahora no se detestan ya entre sí los artistas de criterios distintos, sino los artistas de igual criterio, los hombres que comparten la misma soledad, la misma celda, que explotan la misma parcela de excavaciones. Esto hace que nuestro peor enemigo sea el único capaz de comprendernos a fondo y viceversa.