Noviembre de 2010
PASÓ toda la noche y la mañana agarrado de la mano de su amada. La estrechó, besó y acarició hasta que llegaron los de la funeraria.
Curt temblaba de emoción cuando le pidieron que entrara a la sala a verla tumbada en el féretro forrado de seda blanca como la nieve, con las manos asiendo el ramo de novia. Hacía meses que sabía que llegaría aquel día, y aun así se le hacía insoportable. La luz de su vida, madre de sus hijos. Allí estaba. Fuera del mundo, lejos de él.
—Un momento, déjenme estar a solas con ella —solicitó, y siguió con la vista a los empleados hasta que salieron de la sala y cerraron la puerta.
Entonces se arrodilló ante ella, acarició su cabello por última vez.
—Cariño mío —intentaba decir, pero la voz le fallaba. Se secó las lágrimas, pero estas tenían vida propia. Se aclaró la garganta, pero el llanto seguía en ella.
Luego hizo la señal de la cruz ante su rostro y besó con suavidad la frente helada.
En el bolso que había en el suelo junto a él tenía todo lo necesario. Doce ampollas de veinte mililitros de Propofol, de las que tres estaban ya en la jeringa. Suficiente anestésico para pacificar a cualquiera; por lo que sabía, suficiente para matar a unas cinco o seis personas. Y, si la situación lo exigía, tenía bastante Flumazenil para contrarrestar el efecto anestesiante del Propofol. Estaba bien preparado.
Nos veremos por la noche, querida, pensó, y se levantó. Según sus planes, iba a llevarse a unos cuantos por delante antes de morir.
Solo esperaba a que lo avisaran.
¿Dónde estaba Carl Mørck?
Encontró a su informador a dos bloques del piso de Nete, en Peblinge Dossering. Era el que había atacado a Hafez el-Assad.
—Creía que iba a ir a pie todo el camino, así que me lo he tomado con calma y le he pisado los talones hasta que ha llegado a la Estación Central —dijo el tipo para excusarse—. Por lo demás, es un buen sitio para empujar a alguien al pasar un autobús, pero no me ha dado tiempo, porque se ha subido a un taxi. Así que he parado el siguiente taxi y lo he seguido a distancia, pero para cuando he doblado la esquina estaba ya entrando en el inmueble.
Curt asintió en silencio. Aquel idiota era incapaz de hacer su trabajo como era debido.
—¿Hace cuánto que ha entrado?
El tipo miró el reloj.
—Hace hora y cuarto.
Curt dirigió una mirada lateral hacia el piso. Allí había vivido ella desde que lo invitó aquella vez, hacía muchos años, y era comprensible. Porque el sitio escogido por Nete Hermansen no estaba nada mal. Céntrico, con hermosas vistas y muy animado.
—¿Has traído la herramienta? —preguntó.
—Sí, pero hace falta maña. Primero le abriré la puerta para que vea cómo funciona.
Curt hizo un gesto afirmativo y lo siguió hasta la puerta del inmueble. Conocía bien aquel tipo de cerradura.
—Esta cerradura tiene seis pasadores, y parece complicada, pero no lo es —aclaró el hombre—. Supongo que la cerradura del piso será igual. Cuando pusieron el portero automático las cambiarían todas.
Sacó un pequeño estuche de cuero y miró alrededor. Aparte de una pareja de jóvenes enlazados que pasó por el sendero, no había nadie cerca.
—Aquí hay que meter un par de ganzúas finas —continuó, y las metió—. Fíjese que la ganzúa de arriba debe estar a distancia de la de abajo. No la apriete hasta que meta la pistola-ganzúa, ¿vale? Mire, hay que meter el percutor de la pistola algo más abajo de la mitad del bombillo, justo debajo de los pasadores. De hecho, los puede sentir con claridad.
Entonces apretó, giró las ganzúas y abrió la puerta como si nada.
Hizo un gesto con la cabeza y le dio a Curt la herramienta.
—Y se colará dentro. ¿Podrá hacerlo, o quiere que lo acompañe?
Curt sacudió la cabeza.
—No, gracias. Puedes irte.
En adelante, prefería hacer las cosas solo.
El descansillo estaba en calma. Algo de ruido de un televisor de la vecina de Nete, pero por lo demás nada que indicase que hubiera gente en casa.
Curt se inclinó hacia la puerta de Nete. Había esperado oír voces dentro, pero no oyó nada.
Entonces metió la mano en el bolso, sacó dos jeringas, comprobó que las agujas estaban bien colocadas, y las metió en el bolsillo.
El primer intento con la pistola-ganzúa no tuvo éxito, pero luego recordó que había que evitar tocar la ganzúa superior, y volvió a probar.
Al principio la cerradura parecía resistirse, pero tras un ligero forcejeo entró. Empujó hacia abajo con el codo la manilla de la puerta, asió bien las ganzúas, y la puerta cedió.
Lo recibió un extraño olor a cerrado. Como a libros viejos o a armarios que llevaban años sin abrirse. Como a ropa enmohecida tratada con naftalina. Como las tiendas de antigüedades sin clientes.
Ante él se extendía un largo pasillo con varias puertas. Oscuro al fondo y con sendas franjas de luz colándose bajo las puertas de enfrente. A juzgar por la luz temblorosa, la puerta de la derecha debía de corresponder a la cocina, con tubos fluorescentes, y era igual de probable que la luz amarillenta del otro lado surgiera de una cantidad considerable de bombillas incandescentes, de las que ya estaban casi prohibidas en la Unión Europea.
Dio un paso pasillo adentro, dejó el bolso en el suelo y asió una de las jeringas del bolsillo de la chaqueta.
Si estaban los dos dentro, primero iría a por Carl Mørck. Una inyección rápida en una de las venas del cuello y aflojaría enseguida. Si había lucha, tendría que hincársela en el corazón, pero no quería eso. Cuando se busca información, no hay que preguntar a los muertos, y era justo eso, información, lo que venía buscando. Información descontrolada que pudiera dañar el partido Ideas Claras y, en definitiva, el importante trabajo de La Lucha Secreta. Era ese tipo de información lo que buscaba.
Nete había tramado algo para vengarse de él, de eso no cabía duda. Todo encajaba. Su extraña invitación de muchos años antes, y ahora la relación con Carl Mørck. Curt tenía que saber si en aquel piso había algo que pudiera poner en peligro la obra de su vida. Cuando hubiera despertado a las dos personas del piso, ya hablarían. Y sobre la información que le suministraran podrían trabajar otros.
Entonces oyó pasos en la habitación que daba a los Lagos. Pasos ligeros, algo arrastrados. No eran los pasos de un hombre de la altura y corpulencia de Carl Mørck.
Avanzó un paso y miró más allá de la mujer asustada. No parecía haber nadie más en la sala.
—Buenas tardes, Nete —dijo, mirándola a los ojos. Su mirada estaba más apagada, sus ojos más grises. El cuerpo no era tan ágil, ni el rostro tan perfilado y fino como antes. La edad había transformado de forma visible sus proporciones. Solía ocurrir—. Perdona, pero la puerta estaba abierta, así que me he permitido entrar. Supongo que no te importará. He tocado con los nudillos, pero no has debido de oírlo.
Ella sacudió la cabeza despacio.
—Bueno, somos viejos amigos, ¿no? Curt Wad es siempre bien recibido en tu casa, ¿verdad, Nete?
Cuando ella lo miró perpleja, él sonrió e hizo una panorámica lenta de la estancia. No, allí no había nada extraño, aparte de que había dos tazas en la mesa y de que Carl Mørck no estaba a la vista. Se fijó en las tazas. ¡Vaya! Una estaba casi llena de café, la otra casi vacía.
Curt avanzó un par de pasos hacia la mesa para tocar la taza de café mientras se aseguraba de que la mujer no iba a escapar. El café estaba algo tibio, no caliente.
—¿Dónde está Carl Mørck? —preguntó.
La mujer parecía asustada. Como si Mørck estuviera en algún rincón espiándolos. Miró una vez más alrededor.
—¿Dónde está? —repitió.
—Ha salido hace un rato.
—No, no ha salido, Nete. Lo habríamos visto salir del edificio. Vuelvo a preguntar: ¿dónde está? Harías bien en responder.
—Ha bajado por la escalera trasera. No sé por qué.
Curt se quedó un rato quieto. ¿Se habría dado cuenta Carl Mørck de que lo seguían? ¿Había estado siempre un paso por delante?
—Vamos a la puerta trasera —ordenó, e hizo señas para que se pusiera delante.
Ella se llevó la mano al pecho, pasó vacilante junto a él y siguió hacia la cocina.
—Por ahí —dijo, señalando con evidente inquietud la puerta de las escaleras en un rincón. Curt entendía bien por qué no quería seguir.
—Dices que se ha ido por ahí. Así que se ha tomado el trabajo de retirar las botellas, el cesto de la verdura y las bolsas de basura, y después tú te has tomado el trabajo de volver a ponerlo todo en su sitio. Lo siento mucho, pero no me lo creo ni por un segundo.
La agarró por los hombros y la giró hacia sí de golpe. Sus ojos miraban al suelo, y Curt lo comprendía. Aquella mujer simple era una mentirosa. Siempre lo había sido.
—¿Dónde está Carl Mørck? —repitió, agarró una jeringa del bolsillo de la chaqueta, quitó la funda de la aguja y se la colocó en el cuello.
—Se ha ido por la escalera trasera —repitió ella con un susurro.
Entonces Curt le clavó la aguja en el cuello y apretó el émbolo hasta la mitad.
La mujer empezó a tambalearse. Después se cayó como un trapo.
—Bueno, ya te tengo como quería. Si tienes algo que decir, tranquila, que no se lo diré a nadie. ¿Has entendido, Nete Hermansen?
La dejó y volvió a salir al pasillo; estuvo un rato quieto, escuchando, a ver si percibía la menor señal de algo inusual. Una respiración, un crujido, un tenue movimiento; pero no oyó nada. Luego volvió a entrar en la sala. Eran dos habitaciones unidas, era evidente en el estucado del techo. En otros tiempos habría habido otra puerta que daba al pasillo en el rincón de la parte trasera de la sala, pero había desaparecido.
Era una casa normal para una mujer de edad. No es que no fuera moderna, pero tampoco lo contrario. Un reloj de péndulo junto a una radio con reproductor de CD. Algo de música clásica, pero también algunos discos de moda. Que no eran del gusto de Curt.
Luego observó un rato las tazas de la mesa baja. Tocó la taza de café, se sentó. Y mientras se preguntaba qué podía haber sido de Carl Mørck y qué podían hacer para volver a encontrarlo, tomó la taza de café y bebió un sorbo. Sabía bastante amargo, y lo apartó con una mueca de asco.
Buscó el móvil seguro en el bolsillo del pantalón. Tal vez debiera enviar a uno de sus hombres a Jefatura para saber si Carl Mørck de algún modo misterioso había vuelto allí. Miró el reloj. O quizá debiera enviar a alguien a casa de Carl. Se estaba haciendo tarde.
Curt dejó caer la cabeza un momento, de pronto se sintió cansado. Al fin y al cabo, los años no perdonan. Entonces su mirada topó con una mancha minúscula en medio de un motivo rojo y amarillo, a todas luces bastante fresca. Qué raro, pensó, y la tocó con el dedo índice para ver si estaba seca.
No lo estaba.
Observó la yema del dedo y trató de comprender.
¿Por qué había sangre fresca en la alfombra de la sala de Nete? ¿Qué diablos había ocurrido? ¿Seguía Carl Mørck estando en el piso?
Se enderezó con un sobresalto, fue a la cocina y miró a Nete, tumbada en el suelo. Luego sintió sequedad en la boca y un malestar repentino que hizo que se frotara la cara y bebiera agua directamente del grifo. Se refrescó la frente y se apoyó en el borde de la mesa de la cocina. La verdad era que los últimos días habían sido bastante espantosos.
Curt se repuso un poco y buscó la segunda jeringa con Propofol, que inspeccionó y volvió a meter en el bolsillo. Ahora podría quitarle la funda y clavársela a un atacante potencial en un segundo, si fuera necesario.
Salió con cuidado al pasillo y avanzó a paso lento. Abrió con suavidad la primera puerta y se encontró con una cama deshecha y montones de zapatos y pantis usados.
Luego salió al pasillo y se dirigió a la siguiente puerta, que abrió con sigilo. Salió a su encuentro un festival de restos de una vida anterior. Un auténtico trastero lleno de bolsos, abrigos y todo cuanto se pudo desear en otra época, colocado en perchas y estanterías.
Aquí no hay nada, pensó, y cerró la puerta tras de sí. Volvió a percibir el olor dulzón que había notado al entrar en el piso, ahora más intenso. Bastante más intenso.
Se quedó un rato olfateando, y le pareció que el olor procedía de la estantería de la esquina del pasillo. Era extraño, porque la estantería estaba casi vacía, aparte de un par de viejos ejemplares de Reader’s Digest y unas pocas revistas. Así que el tufo no podía venir de allí.
Curt se acercó a la estantería e inhaló con fuerza. No era un tufo acusado, sino más bien algo que flotaba en el aire, como un resto del pescado o de curry de la víspera.
Sería un ratón que se había escondido tras la estantería para morir. ¿Qué, si no?
Cuando iba a volverse para inspeccionar más en detalle la sala, su pie tropezó con algo que casi lo hizo perder el equilibrio.
Bajó la vista. Había un pliegue en la alfombra de fibra de coco, y el ángulo del pliegue era extraño. Casi como si hubieran empujado una y otra vez una puerta contra ella. Y en medio de la alfombra había sangre. No marrón, como la sangre vieja, coagulada. No, rojo oscuro y fresca.
Se volvió hacia la estantería y observó una vez más el pliegue de la alfombra.
Luego metió la mano tras la parte trasera derecha de la estantería y tiró hacia sí.
No pesaba nada, así que siguió tirando y se encontró de pronto frente a la puerta que había ocultado. Una puerta de relleno con pestillo. Justo detrás.
Su corazón empezó a latir más deprisa. Era extraño, pero se sentía casi eufórico. Como si aquella puerta representara todo el misterio y secretismo de los que se había rodeado toda su vida. Los secretos sobre todos los niños que nunca llegaron a nacer, todos aquellos destinos desperdiciados. Sobre actos de los que estaba orgulloso. Sí, podía parecer extraño, pero así era. Allí, frente a aquella puerta oculta, se encontraba a gusto, aunque sentía la boca reseca, y el entorno se deformaba y caía con pesadez sobre sus hombros.
Se sacudió de encima la sensación, achacándola al cansancio, y tiró del pestillo. Tanto este como la manilla cedieron con facilidad, y la puerta soltó su presa del marco con un ruido de succión, y el hedor se hizo más penetrante y fuerte. Inspeccionó con la mirada la abertura de la puerta, que estaba forrada con sólidos cubrejuntas de goma. Luego empujó un poco la puerta, que parecía pesada. Desde luego, no era una puerta normal, y tampoco había estado sin usar muchos años.
Curt se puso alerta y sacó la jeringa.
—Carl Mørck —dijo con voz queda, sin esperar respuesta.
Luego abrió la puerta de par en par, y lo que vio casi lo tumbó.
El hedor procedía de allí, y la razón era evidente.
Dejó vagar la mirada por el extraño espectáculo. Por el cuerpo inerte de Carl Mørck en el suelo, y más allá por las grises calaveras de pelo ajado y polvoriento, labios retraídos y dientes negros. Cuerpos muertos secos, de olor repulsivo, vestidos de gala con expresión helada, esperando su última cena. Nunca había visto nada parecido. Cuencas de ojo vacías mirando embobadas a las copas de cristal y la cubertería de plata. Piel transparente cubriendo los huesos protuberantes y los recios tendones. En el borde de la mesa, dedos encorvados de uñas marrones que jamás volverían a agarrar nada.
Tragó saliva y se adentró en la estancia, donde el olor era penetrante, aunque sin llegar a oler a podrido. Entonces reconoció el olor. Era como cuando abrías una vitrina con aves disecadas. Muerte y eternidad a la vez.
Cinco momias y dos asientos vacíos. Curt miró el sobre vacío frente a la silla más cercana. En la tarjeta que había tras el plato ponía «Nete Hermansen» escrito en caligrafía. Así que no era difícil de imaginar para quién sería el otro asiento vacío. Seguro que en la tarjeta ponía «Curt Wad».
Menuda diablesa estaba hecha aquella Nete Hermansen.
Se agachó y examinó al policía del suelo. El pelo de la coronilla y la sien lo tenía pegajoso de sangre, pero seguía goteando un poco al suelo, así que tal vez siguiera vivo. Le palpó la yugular y asintió satisfecho. En parte porque Nete le había atado brazos y piernas con una sólida cinta adhesiva, y en parte porque tenía el pulso normal. Regular y constante. Tampoco había perdido tanta sangre. Un mal golpe, sí, pero sin más consecuencia que una ligera conmoción cerebral.
Curt volvió a mirar al asiento vacío pensado para él. Qué suerte, no haber aceptado la invitación aquella vez, hacía muchos años. Trató de calcular con más exactitud cuánto tiempo hacía de aquello, no era fácil. Pero haría por lo menos veinte años. Así que no era de extrañar que los invitados a la cena tuvieran un aspecto algo cansado.
Rio para sí mientras caminaba por el pasillo, entraba a la cocina y agarraba a su anfitriona desvanecida.
—Arriiiba, pequeña Nete. Ahora empieza la fiesta.
La arrastró hasta la estancia sellada y la colocó en la silla de la cabecera, donde estaba su sitio.
Entonces sintió malestar otra vez y estuvo un rato jadeando en busca de aire antes de enderezarse e ir en busca del bolso, que estaba junto a la puerta de entrada; después volvió a la habitación hermética y cerró la puerta. Con la despreocupación habitual de un médico arrojó el bolso sobre la mesa y sacó de él una jeringa sin usar y una ampolla en la que ponía «Flumazenil». Un pequeño pinchazo, y Nete volvería a la realidad.
La mujer tembló un poco cuando Wad apretó el émbolo hasta el fondo, y luego abrió los ojos despacio, como si se diera cuenta de que la realidad iba a superarla.
Curt le sonrió y le dio una palmada en la mejilla. Dentro de un momento podría hablar con ella.
—Y ahora ¿qué hacemos con Carl Mørck? —murmuró para sí, girando en el recinto—. Ah, aquí tenemos una silla de sobra.
Saludó educadamente con la cabeza a los tiesos y tétricos invitados mientras acercaba del rincón una silla con manchas oscuras en el asiento.
—Pues sí, distinguidas señoras y señores. Tenemos otro invitado, denle la bienvenida —anunció, levantando la silla contigua a la de Nete, en la cabecera.
Después se agachó y agarró al corpulento subcomisario que le había causado tantos problemas. Tiró un poco de su cuerpo flácido y lo colocó a duras penas en su sitio.
—Disculpe —dijo, poniéndole el brazo sobre la mesa mientras saludaba con la cabeza a lo que había sido un hombre. Luego añadió—: nuestro invitado necesita que lo refresquen.
Entonces levantó la jarra sobre la cabeza de Carl, quitó el tapón y dejó correr aquella agua de veinte años por la coronilla sanguinolenta, dibujando deltas multicolores en su rostro inanimado, blanco como la muerte.