Noviembre de 2010
LA Jefatura de Policía era un mecanismo donde quedaba registrado el menor movimiento de rueda dentada, por pequeño que fuese. Como en un hormiguero, las señales centelleaban entre los edificios, y más rápido que lo que se tarda en explicarlo. Cuando los detenidos trataban de correr por los pasillos, cuando desaparecían pruebas materiales, cuando un compañero estaba enfermo grave o la directora de la Policía tenía problemas con los políticos, se sabía por intuición.
Aquel día era un hervidero de actividad. En el cuerpo de guardia se recibía a los invitados, el piso de la directora de la Policía echaba chispas, los asesores y la gente del despacho del fiscal no paraban quietos.
Y Carl sabía por qué.
Aquello de La Lucha Secreta y la gente que había detrás era material explosivo. Pero el material explosivo suele explotar si no se le echa agua encima a tiempo: y joder, qué manera de echar agua.
Aquel día se tramitaron unas cuarenta imputaciones, y en cada caso había que procurar que se aportara rápido algo concreto para sostener los cargos. El tren se había puesto en marcha, y ya habían llevado a interrogar a los policías de la lista de miembros del archivo de Curt Wad. Si aquello se filtraba antes de tiempo, iba a desatarse el infierno.
Carl sabía que todos los departamentos tenían la gente adecuada para llevar a cabo el trabajo, lo habían demostrado muchas veces. Pero sabía con la misma seguridad que, a pesar de los preparativos, en aquella tupida red tejida de pruebas e indicios había montones de agujeros en los que desaparecer. Solo se trataba de tener poder y visión de conjunto, y era justo eso lo que tenían las personas que perseguían. Así que a la mierda con los delincuentes violentos de poca monta. A la mierda con las tropas de asalto y los sicarios de Curt Wad. A la mierda con los soldados, aquellos no solían escaparse, y desde luego no muy lejos. No, buscaban a los estrategas, así que antes estaba el trabajo paciente con los interrogatorios de los peces chicos; después —eso esperaban —atraparían a los gordos.
El problema era que Carl era más impaciente que la mayoría, sobre todo en aquel momento. Los informes acerca de la situación de Assad no habían cambiado, así que podrían considerarse afortunados si salía con vida.
En una situación como aquella no podía ser paciente, era imposible.
Estuvo un rato sopesando qué hacer. Para él había dos casos que tal vez estuvieran relacionados, tal vez no. Uno eran las desapariciones de 1987, y el otro las intervenciones practicadas a muchas mujeres y los ataques contra Assad y contra él.
Rose lo había dejado confuso. Hasta ahora se habían centrado en Curt Wad, y Nete Hermansen era para todos su víctima, nada más. Hasta la llamada de Rose, Nete Hermansen había parecido un extraño eslabón inocente entre las personas desaparecidas; pero ahora se habían disparado todas las alarmas.
¿Por qué coño les mintió Nete Hermansen a él y a Assad? ¿Por qué había reconocido tener relación con todos los desaparecidos menos con Viggo Mogensen cuando, en realidad, era a él a quien debía estar agradecida por haber puesto en marcha la cadena de desgracias de su vida? Embarazo, aborto, violación, ingreso injusto en asilos y esterilización.
Carl no lo entendía.
—Decid a Marcus Jacobsen que puede llamarme al móvil —dijo en el cuerpo de guardia de la entrada cuando estuvo por fin dispuesto a ponerse en marcha.
Sus pies apuntaron al edificio de aparcamientos, donde estaban los coches patrulla, pero la cabeza se dio cuenta del error y corrigió la dirección. Ostras, no tenía coche; como que lo tenía Rose.
Miró hacia la terminal de Correos y saludó con la cabeza a dos agentes de paisano que salían. ¿Por qué no caminar? Dos kilómetros. ¿Qué era aquello para un hombre que estaba casi en su mejor edad?
Solo llegó a la Estación Central, donde su organismo protestó y los taxis lo tentaron.
—Al final de Korsgade, junto a los Lagos —dijo al taxista mientras el enjambre de gente zumbaba alrededor. Luego miró por encima del hombro. Era imposible saber si lo habían seguido.
Palpó la pistola. Esta vez no iban a pillarlo cagando y sin papel.
La anciana pareció sorprendida por el interfono, pero le reconoció la voz y le pidió que entrase y esperase un momento en el rellano, y que enseguida le abriría la puerta.
Transcurrió un rato hasta que se abrió la puerta y Nete Hermansen lo invitó a pasar, vestida con falda plisada y el pelo recién peinado.
—Disculpe —se presentó Carl, percibiendo un olor que, mucho más que la última vez, indicaba que allí vivía una mujer que tal vez no aireara la casa tanto como debiera.
Miró al pasillo y reparó en que la alfombra que había junto a la estantería de la pared del fondo hacía un pliegue, como si hubieran soltado los clavos que la fijaban y hubieran tirado de ella.
Luego giró la cabeza hacia la sala. Ella se dio cuenta de que no tenía intención de marcharse enseguida.
—Siento irrumpir así, sin avisar, señora Hermansen. Pero hay un par de cosas que me gustaría comentar con usted.
Ella asintió en silencio y lo invitó a entrar, y luego reaccionó a un clic procedente de la cocina, que en casa de Carl significaba que el hervidor eléctrico había hecho su trabajo.
—Voy a hacer té, de todas formas es la hora —dijo.
Carl giró la cabeza y asintió en silencio.
—Si tiene café, creo que lo prefiero, gracias —dijo, pensando por un segundo en el jarabe de Assad. Si se lo hubiera ofrecido, lo habría aceptado con sumo gusto, por una vez. Era espantoso pensar que tal vez nunca fuera a repetirse.
Dos minutos más tarde Nete estaba en la sala, junto al aparador, preparando el nescafé.
Le ofreció la taza sonriendo, se sirvió ella, y a continuación se sentó frente a él con las manos en el regazo.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó.
—¿Recuerda que la última vez hablamos de personas desaparecidas, y que yo nombré a un tal Viggo Mogensen?
—Sí, lo recuerdo —sonrió—. Aunque tengo setenta y tres años, gracias a Dios no estoy tan senil.
Carl no le devolvió la sonrisa.
—Dijo que no lo conocía. ¿Podría estar equivocada, tal vez?
Ella se alzó de hombros. ¿Adónde quería llegar?, debía de querer decir.
—Usted conocía al resto de personas desaparecidas, y es que no podía ser de otro modo. El abogado Nørvig, que llevó el caso contra usted en nombre de Curt Wad. Su primo Tage. La enfermera Gitte Charles, que trabajó en Sprogø, y Rita Nielsen, que también estuvo allí a la vez que usted, pero como reclusa. Por supuesto que no podía negarlo.
—No, claro que no, ¿por qué había de hacerlo? Sí que es verdad que todas esas desapariciones son muy extrañas.
—Pero dijo que no conocía a uno de los desaparecidos; probablemente pensaría que así desviaría la atención.
Ella no reaccionó.
—Se me ocurre que cuando estuvimos aquí el sábado le dije que la buscábamos en relación con Curt Wad. Por eso debió de pensar que no era objeto de nuestro interés. Pero Nete, ahora ya sabemos que estaba mintiendo. Usted conocía a Viggo Mogensen, y bastante bien, por cierto. Era el culpable de su desgracia. Tenía una relación con él, y la dejó embarazada, lo que la obligó a acudir a la consulta de Curt Wad a que le hiciera un aborto ilegal. Lo sabemos por el historial que escribió Curt Wad sobre usted, que está en nuestras manos, para que lo sepa.
Había previsto que se quedara rígida. Tal vez incluso que echara a llorar o se desmoronara, pero no fue así ni de lejos. Nete se recostó en el sofá, tomó un sorbo de su té y meneó un poco la cabeza.
—Pues sí, ¿qué quiere que le diga? —reconoció—. Siento haber dicho algo que no era cierto, porque lo que dice es verdad. Conocía a Viggo Mogensen, como usted dice. Y también tiene razón en que tuve que decir que no lo conocía.
Le dirigió una mirada apagada.
—El caso es que no tengo nada que ver con la cuestión, y que, al igual que a usted, me pareció que todo apuntaba en mi dirección. ¿Qué podía hacer, sino defenderme? Pero soy inocente. No tengo ni idea de lo que ha pasado con esa pobre gente.
Emitió un ruidito de negación para recalcarlo, y luego señaló el café de Carl.
—Tómese el café, y mientras tanto vuelva a contármelo todo despacio.
Carl arrugó el entrecejo. Para ser una señora mayor era de lo más directa. Ninguna reflexión, duda, frases sin acabar ni preguntas. Simplemente «vuelva a contármelo todo».
¿Por qué? ¿Y por qué había de hacerlo despacio? ¿Quería ganar tiempo? ¿Era eso? ¿Había empleado el tiempo que lo tuvo esperando en el rellano para avisar a alguien? ¿Alguien que de alguna manera podía ayudarla a salir del aprieto?
Carl no lo entendía. Porque era imposible que estuviera confabulada con su archienemigo Curt Wad.
Desde luego, tenía muchas preguntas en la cabeza, pero no sabía cuáles hacer.
Se rascó el mentón.
—¿Tendría inconveniente en que hiciéramos un registro del piso, Nete?
La anciana lanzó una rápida ojeada a un lado. Un único movimiento casi invisible de distanciarse de la realidad, que Carl había visto cientos de veces antes y que decía más que mil palabras.
Ahora iba a decir que no.
—Bueno, si le parece necesario, puede echar un vistazo, si quiere. Pero no me revuelva demasiado los cajones.
Trató de decirlo con coquetería, pero no lo consiguió.
Carl se adelantó en el asiento.
—Pues creo que es lo que voy a hacer. Pero le advierto que me ha autorizado a registrar todas las habitaciones y todo lo que se me pueda ocurrir. Ha de saber que eso puede llevar bastante tiempo.
La mujer sonrió.
—Entonces tómese el café, porque va a necesitar energía. Como comprenderá, el piso no es pequeño.
Carl tomó un buen sorbo, y sabía de puta pena, así que apartó la taza.
—Voy a llamar a mi jefe, y le ruego que se lo confirme, ¿de acuerdo?
Ella asintió con la cabeza, se levantó y fue a la cocina. Sí, iba a tener que reponerse, después de todo.
Carl estaba seguro. Había algo que no encajaba.
—Hola, Lis —se presentó cuando por fin contestaron. Haz el favor de decirle a Marcus…
Se fijó en la sombra tras de sí y giró de golpe.
Justo a tiempo de ver que el martillo que iba dirigido a su nuca iba a darle de lleno.