Septiembre de 1987
NETE divisó a Gitte Charles en cuanto su silueta apareció a bastante distancia, dirigiéndose al Pabellón. Aquella manera de andar característica y el balanceo de sus brazos, que a Nete le producía repelús. Llevaba más de treinta años sin haber tenido que verla, y ahora le hacía retorcerse las manos y mirar por la sala, para ver si todo estaba preparado para que el asesinato se consumara con rapidez. Tenía que ir como la seda, porque el dolor de cabeza no se le había ido, sino que lo sentía como una navaja de afeitar atravesándole la corteza cerebral, y estaba a punto de hacerla vomitar.
Maldita sea la migraña, pensó. Esperaba que se le pasara cuando dejara atrás todo aquello que le recordaba una y otra vez la vida que le habían destrozado.
Sí, pasaría unos meses fuera, y todo sería diferente. Tal vez incluso aceptara el hecho de que Curt Wad siguiera vivo.
Con esa manera de actuar, su pasado va a sorprenderlo y aniquilarlo en cualquier momento, pensó. No le quedaba otra.
Si no, iban a fallarle las fuerzas para matar a Gitte.
Pasados cuatro días desde el incendio y el fallido intento de fuga, llegaron dos policías de uniforme a llevarse a Rita y a Nete. Ni una palabra sobre lo que iba a suceder; claro que tampoco había dudas al respecto. «Incendiaria, corrupta e idiota» eran descripciones que no traían nada bueno allí, y la venganza de Gitte Charles fue metódica. Rita y Nete embarcaron a tierra firme, y después las llevaron en ambulancia al hospital de Korsør, atadas con correas como si fueran presidiarias camino de una ejecución. Y así se sintieron cuando vieron acercarse a los enfermeros de brazos peludos y movimientos precisos, y Nete y Rita gritaron y dieron patadas en todas direcciones mientras las transportaban por la planta hasta la sección de camas. Allí las ataron y dejaron a una junto a la otra, sollozando y pidiendo compasión por sus hijos no nacidos. Por lo visto, al personal del hospital le importaba un pimiento. Habían visto a demasiadas de aquellas «retrasadas morales» para dejarse conmover por las lágrimas y ruegos de Nete.
Al final, Rita se puso a gritar. Primero dijo que quería hablar con el jefe de servicio, después con la Policía, y al final con el mismísimo alcalde de Korsør, pero de nada le valió.
Y Nete se quedó conmocionada.
Dos médicos y dos enfermeras entraron sin decir palabra y se colocaron por parejas junto a sus camas mientras preparaban las inyecciones. Trataron de tranquilizarlas diciéndoles que era por su bien, y que después iban a poder vivir una existencia normal, pero el corazón de Nete latía por todos los niños que no iba a poder traer al mundo. Y cuando le hincaron la aguja su corazón casi paró, y se abandonó a sí misma y a sus sueños.
Cuando despertó pasadas unas horas, solo le quedaban los dolores del vientre y el vendaje. El resto se lo habían quitado.
Nete no dijo nada durante dos días, y tampoco después de que las llevaran de vuelta a Sprogø. Para ella solo quedaba tristeza y desaliento.
—La tonta no dice ni mu, a lo mejor ha aprendido la lección y todo —decían las funcionarias cuando podía oírlo, y era cierto. Pasó un mes sin decir nada. Total, ¿para qué?
Y la dejaron libre.
Pero Rita siguió en la isla. Había que poner algún límite a quién dejaban escapar a la sociedad, decían.
Nete, de pie en popa, vio que las olas envolvían la isla y el faro se hundía poco a poco en el horizonte, mientras pensaba que habría sido igual quedarse dentro, porque su vida había terminado de todas formas.
La primera familia para la que trabajó se componía de un herrero, su mujer y tres hijos mecánicos que vivían de trabajos esporádicos y chapuzas. Ninguna familia necesitaba tanto como aquella a alguien a quien reñir y esclavizar sin parar, y esa necesidad la tenían más que cubierta ahora que Nete vivía con ellos. Le mandaban hacer de todo, desde poner en orden el terreno sembrado de restos de maquinaria oxidada hasta cuidar a una patrona cuya mayor y única diversión consistía en mangonear, y sobre todo con Nete.
—Zorra, gitana, pocoseso —la insultaban sin parar, y si había la menor oportunidad de burlarse de ella, lo hacían.
—Tonta de capirote. ¿Es que no lees lo que pone, imbécil? —decía su patrona, señalando la parte trasera del paquete de detergente. Y como no podía leerlo, la humillación venía acompañada de un guantazo en la nuca.
—¿Es que no entiendes danés, inútil? —era la cantinela diaria, y Nete se encogía hasta desaparecer.
Los chicos le sobaban los pechos cuanto querían, y el padre amenazaba con ir más lejos. Cuando se lavaba, llegaban uno tras otro, olfateando como perros, y se quedaban frente a la puerta aullando de lascivia sin ningún pudor.
—Déjanos entrar, Nete. Y verás cómo hacemos que chilles como la cerda que eres —decían entre risas.
Y así pasaban los días, a la buena ventura, pero las noches eran más difíciles. Solía cerrar bien la puerta de su cuarto, sujetaba la manilla con la silla y se tumbaba en el suelo, a los pies de la cama. Si alguno consiguiera entrar y saltar sobre la cama, iba a llevarse una sorpresa, ya se encargaría ella de eso. Porque la cama estaba vacía, y el tubo de hierro que había encontrado en el patio era bastante pesado. Si las cosas se desmadraban, le importaba un carajo si dejaba a alguno medio muerto. ¿Qué podía ocurrirle que fuera peor que estar allí?
A veces se le pasaba por la cabeza mezclar un poco del beleño que había traído de la isla en el café de la noche. Pero siempre le fallaba el ánimo, así que se quedó en nada.
Lo que sí pasó fue que un día que la señora de la casa dio a su marido una bofetada de más, este fue en busca de la escopeta de caza y no solo le arrancó la cabeza, sino que dejó a la familia sin medios de subsistencia.
Nete pasó las horas siguientes sola en la cocina, balanceándose inquieta atrás y adelante, mientras los peritos de la Policía recogían de las paredes de la sala perdigones y pedazos de carne.
Pero al llegar la noche su destino inmediato se aclaró.
Un hombre bastante joven, tal vez solo cinco o seis años mayor que ella, le tendió la mano, diciéndole:
—Me llamo Erik Hanstholm, y a mi mujer Marianne y a mí nos han pedido que nos ocupemos de ti.
Las palabras «que nos ocupemos de ti» sonaron extrañas. Como una débil música de otro tiempo, hacía una eternidad de aquello, pero también como una señal de advertencia. Eran palabras así a las que había intentado una y otra vez aferrarse en vano, pero en aquel horrible hogar donde el eco del disparo aún estaba pegado a las paredes, no se habían pronunciado jamás.
Miró al hombre. Parecía bueno, pero rechazó la idea. ¿Cuántas veces se había equivocado por lo buenos que podían parecer los hombres?
—Pues así tendrá que ser —repuso, alzándose de hombros. ¿Qué podía decir? No tenía nada que decir.
—Marianne y yo vamos a trabajar como profesores de niños sordos en Bredebro. Allí en la «oscura Jutlandia» —dijo, riendo por la expresión—. Pero, a pesar de eso, a lo mejor tienes ganas de venirte con nosotros.
En aquel momento, lo miró a los ojos por primera vez. ¿Cuántas veces le habían dejado elegir a ella su futuro? Nunca, que ella recordara. ¿Y cuántas veces se habían dirigido a ella con palabras como «a lo mejor» y «tienes ganas»? Jamás desde que murió su madre, estaba segura.
—Nos hemos visto antes, pero hace ya muchos meses de eso —explicó el hombre—. Yo estaba leyendo un libro para una niña enferma de cáncer que era algo dura de oído en el hospital de Korsør, y tú estabas en la cama de enfrente. ¿Te acuerdas?
El hombre movió la cabeza arriba y abajo cuando vio la confusión de Nete, y cómo pestañeó un par de veces para protegerse de su mirada escrutadora.
¿Era realmente él?
—¿Crees que no noté cómo escuchabas? Ya lo creo que escuchabas. Esos ojos azules no se olvidan tan fácil.
Luego extendió la mano poco a poco hacia ella, sin tomar la suya. La dejó en el aire, frente a la mano de ella, y esperó.
Esperó hasta que Nete extendió sus dedos. Y estrechó su mano.
La vida de Nete sufrió una transformación unos días más tarde, en la casa de los maestros de Bredebro.
Llevaba tumbada en la cama desde su llegada, esperando que comenzara la esclavitud. Esperando más palabras duras y más abandonos que la seguirían como su propia sombra.
Entonces la mujer, Marianne Hanstholm, fue a buscarla, la llevó al despacho y señaló una pizarra.
—Vas a ver, Nete. Voy a hacerte unas preguntas, y tú tómate el tiempo que te haga falta para responder. ¿Lo harás?
Nete miró a la pizarra con las letras. Dentro de poco su mundo se desmoronaría, porque ya sabía para qué era aquello. Aquellos signos de la pizarra habían sido su maldición cuando iba a la escuela del pueblo. El cimbreo de la vara contra las costillas o el golpe de la regla contra los dedos no se olvidaban tan fácil. Y cuando la mujer que tenía enfrente se diera cuenta de que Nete no era capaz de reconocer ni la cuarta parte de las letras, y que además no sabía juntarlas, la empujarían otra vez al fango, que era donde todos decían que debía estar.
Nete apretó los labios.
—Yo quiero leer, señora Hanstholm, pero es que no sé.
Se miraron un momento en silencio, mientras Nete trataba de calcular dónde caería el golpe. Pero Marianne Hanstholm se limitó a sonreír.
—Que sí, cariño. Sí que sabes, pero no mucho. Si me dices cuál de esas letras reconoces, me pondré muy contenta.
Nete arrugó la frente. Y como lo único que sucedió fue que la mujer de enfrente sonrió y señaló la pizarra, se levantó a regañadientes y avanzó hacia ella.
—Conozco esa letra —dijo, señalando con el dedo—. Es la N; lo sé porque mi nombre empieza por esa letra.
Y la señora Hanstholm aplaudió y rio de buena gana.
—Bueno, pues ahora solo nos faltan otras veintisiete, ¿no es magnífico? —exclamó, poniéndose en pie y abrazando a Nete—. Verás qué sorpresa vamos a darles a todos.
Al sentir el calor de aquellos brazos Nete echó a temblar, pero la mujer la apretó con fuerza contra sí y le susurró que todo iba a arreglarse. Nete no podía creerlo.
Por eso siguió temblando y llorando.
Entonces apareció Erik Hanstholm, atraído por el barullo, y enseguida se emocionó ante la mirada brillante de Nete y sus hombros encogidos.
—Ay, Nete. Llora, llora tranquila por tus penas, que a partir de hoy no tendrás que sufrir más —la consoló, susurrando las palabras que desde aquel momento iban a sustituir toda la maldad que había sufrido—: Tú también vales, Nete. No lo olvides nunca: tú también vales.
Nete coincidió con Rita ante la farmacia de la calle principal de Bredebro en otoño de 1961, y oyó el mensaje a voces antes de que pudiera reaccionar ante el reencuentro.
—Han cerrado el asilo de Sprogø —le contó Rita, y rio un poco al ver la expresión asustada de Nete.
Y de pronto se puso seria.
—A la mayoría nos enviaron a casas para trabajar a cambio de comida y cama, así que no ha habido grandes cambios. Trajinar desde primera hora de la mañana hasta acostarte, y ni un céntimo para gastos. De eso se cansa una pronto.
Nete asintió con la cabeza. Bien que lo sabía ella. Luego trató de mirar a Rita a los ojos, pero era difícil. Tampoco eran unos ojos a los que hubiera esperado volver a mirar.
—¿Por qué has venido aquí? —preguntó por fin, aunque no sabía si quería oír la respuesta.
—Trabajo en una empresa de lácteos a veinte kilómetros. Pia, la puta de Århus, currela allí también; trabajamos desde las cinco de la mañana todo el puto día, y es un coñazo. Así que me he escapado para preguntarte si quieres venirte conmigo.
¿Que si Nete quería irse con ella? Ni hablar, nada más lejos de su intención. Solo verla le revolvía el estómago. ¿Cómo se atrevía a visitarla después de lo que le había hecho? De no ser por los celos y el egoísmo de Rita, todo habría sido diferente.
Nete habría salido de la isla y habría podido tener hijos.
—¡Venga, tía! Vendrás conmigo, ¿verdad, Nete? Nos escapamos, y al mundo que le den. ¿Te acuerdas de nuestros viejos planes? Inglaterra, y luego América. A un lugar donde nadie nos conozca.
Nete desvió la mirada.
—¿Cómo has sabido dónde estaba?
Rita rio con una risa seca. Los cigarrillos habían dejado su huella.
—¿Crees que Gitte Charles no te ha seguido la pista, boba? ¿Crees que no me ha dado el coñazo día tras día contándome lo bien que te iba la vida en libertad?
¡Gitte Charles! Nete apretó los puños al oír el nombre.
—¡Charles! ¿Dónde está ahora?
—Si lo supiera, no lo iba a pasar nada bien —replicó Rita con frialdad.
Nete la miró un instante. Ya había visto de lo que era capaz Rita. La había visto golpear con el cucharón de la colada a las chicas que no querían pagar por los cigarrillos. Golpes duros, profundos, cuyos rastros violáceos solo se veían cuando las chicas se desvestían.
—Vete, Rita —advirtió, cabreada—. No quiero volver a verte en mi vida, ¿entendido?
Rita levantó el mentón y miró burlona a Nete.
—Vaya, la putita se ha vuelto fina. Eres demasiado distinguida para hablar conmigo. ¿Es por eso?
Nete asintió para sí. La vida le había enseñado que si querías entenderlo todo, tenías que atenerte a las dos verdades sobre las personas. La primera eran las palabras de su hermano acerca de las dos clases de personas; y la otra, que la vida de las personas es una constante cuerda floja sobre el abismo de las tentaciones, y que se puede caer muy bajo si no afianzas bien el pie.
En aquel momento tuvo la enorme tentación de emplear sus puños contra Rita y borrar a golpes la mirada arrogante de su rostro, pero Nete agachó la cabeza y se dio la vuelta. Si alguien tenía que caer en el abismo de las tentaciones, no iba a ser ella, desde luego.
—Buen viaje, Rita —dijo, vuelta de espaldas, pero Rita no estaba satisfecha.
—¡Ven aquí! —gritó, agarrando a Nete del hombro mientras se dirigía a dos inocentes amas de casa con la bolsa de la compra y rostros inescrutables.
—Aquí tenéis a dos putas de Sprogø que se van a follar a vuestros maridos por diez coronas, ¡y esta es la peor! —gritó, agarrando la cara de Nete y girándola de un tirón hacia las señoras—. Mirad a la cara de la puta. ¿No creéis que vuestros maridos van a preferirla a ella que a vosotras, vacaburras? Y vive en la ciudad, así que cuidado.
Luego se volvió hacia Nete con ojos entornados.
—Entonces, ¿qué? ¿Vienes? Porque si no vienes, voy a seguir gritando hasta que llegue la Policía. Y después no va a serte tan fácil vivir en la ciudad, ¿no crees?
Más tarde llamaron a la puerta de su cuarto, donde estaba sentada, llorando, y su padre adoptivo entró sin hacer ruido.
Estuvo un buen rato serio y en silencio.
Ahora me dirá que me marche, pensó Nete. Tendré que ir a una familia que pueda mantenerme a distancia de la gente normal. Donde no se avergüencen, donde no sepan lo que es la vergüenza, pensó.
Entonces él colocó con cuidado su mano sobre la de ella.
—Has de saber, Nete, que lo único de lo que se habla en la ciudad es de lo digna que has estado esta mañana. Te has retorcido las manos, ya lo han visto, pero no has golpeado. En su lugar, has empleado la fuerza de la palabra; eso está bien.
—Así que ahora todos lo saben —observó Nete.
—Saber ¿qué? Lo único que saben es que te has inclinado hacia la que te ha provocado y que has dicho: «¿Me llamas puta a mí? ¿Sabes qué, Rita? La próxima vez que me confundas con mi hermana gemela, creo que esta buena gente te indicará el camino a un buen oculista. Hala, vete y no vuelvas; si no, llamo a la Policía. ¿De acuerdo?».
El hombre asintió en silencio.
—Eso es lo que saben. ¿Acaso importa?
Miró a Nete y sonrió hasta que ella salió de su reserva.
—Y otra cosa, Nete. Te he traído algo.
Manoseaba algo a su espalda.
—Toma —ofreció, tendiéndole un diploma con letras muy grandes. Le costó leerlo, pero llegó hasta el final, palabra por palabra.
«A nadie que sepa leer esto se le puede llamar analfabeto», ponía.
La tomó del brazo.
—Cuélgalo de la pared, Nete. Cuando hayas leído todos los libros de nuestras estanterías y resuelto todos los problemas de matemáticas que hacemos con los sordos, harás el bachiller para adultos.
El resto era ya pasado para cuando se dio cuenta. Segunda enseñanza, escuela de técnicos de laboratorio, titulación de técnica de laboratorio, empleo en Interlab y matrimonio con Andreas Rosen. Un pasado maravilloso que podría llamarse la segunda vida de Nete. Fue antes de que Andreas muriese, y mucho antes de que estuviera en su piso con cuatro asesinatos en su conciencia.
En cuanto termine con Gitte, empezará en serio mi tercera vida, pensó.
Entonces retumbó el timbre del interfono.
Cuando Nete abrió la puerta, Gitte se erguía ante ella igual que una columna de mármol devastada por el paso del tiempo, pero todavía guapa y majestuosa.
—Gracias por la invitación, Nete —dijo sin más, y se deslizó dentro como una serpiente en una ratonera.
Observó el pasillo, entregó su abrigo a Nete y después abordó la sala de estar como un barco pirata de incursión. La mirada despierta a más no poder de Gitte registró cada cuchara de plata, pesó y tasó cada cuadro.
Luego se volvió hacia Nete.
—Siento muchísimo que estés tan enferma, Nete. ¿Qué es? ¿Cáncer?
Nete asintió en silencio.
—¿Y no se puede hacer nada? ¿Los médicos están seguros?
Nete volvió a asentir en silencio, dispuesta a pedir a Gitte que se sentara, pero no preparada para lo que debía hacer.
—Siéntate, Nete, mujer, deja que te atienda. Veo que tienes té en la tetera, así que te serviré.
Dio un suave empujón a Nete y la acomodó en el sofá.
—¿Azúcar? —preguntó desde el aparador.
—No, gracias —contestó Nete, y se puso otra vez en pie—. Haré otra tetera, este té está frío. Está hecho desde el último invitado.
—¿El último invitado? ¿Ha habido más?
Gitte la miró con curiosidad, y empezó a servir el té, a pesar de las protestas de Nete.
Nete vaciló. ¿Era una pregunta tentativa? ¿Sabría o sospecharía algo? Nete la había visto venir del Pabellón del lago, así que había pocas probabilidades de que se hubiera encontrado con alguno de los otros.
—Sí, ha habido otros antes. Eres la última.
—Vaya.
Ofreció la taza de té a Nete y se sirvió una para sí.
—¿Y todos recibimos la misma recompensa?
—No, todos no. Por cierto, el abogado está haciendo un recado antes de que cierren las tiendas, así que tendrás que tener paciencia. ¿Tienes prisa?
La pregunta provocó una extraña carcajada. Como si la prisa fuera lo último en que pensara Gitte.
Tengo que aguantar hasta que me deje servir el té. Pero ¿cómo?, pensó Nete mientras las punzadas de dolor le taladraban la cabeza. Lo sentía como si le hubieran apretado contra el cráneo un casco forrado de pinchos.
—Es increíble que estés tan enferma. Por lo demás, los años parecen haberte tratado bien —reconoció Gitte mientras disolvía el azúcar de la taza.
Nete sacudió la cabeza. Le daba la impresión de que las dos se parecían en muchos sentidos, aunque no podía decirse exactamente que los años las hubieran tratado bien a ninguna de ellas. Las arrugas, la aspereza de la piel y las canas hacía tiempo que habían anunciado su llegada. Era evidente que ambas habían vivido una vida muy intensa.
Nete trató de recordar los tiempos con Gitte Charles en la isla. Todo parecía muy extraño, ahora que Nete sabía que los papeles estaban cambiados.
Después de hablar un rato de tonterías, Nete se levantó, tomó su taza y la de Gitte y se colocó junto al aparador, de espaldas, como las otras veces.
—¿Otra taza? —ofreció.
—No, gracias. No me sirvas más —respondió Gitte, mientras Nete vertía abundantes gotas de extracto de beleño en su taza—. Pero toma tú.
Nete hizo caso omiso de la arpía. ¿Cuántas veces la había tratado como a una esclava en la puñetera isla?, pensó. Así que de todas formas puso la taza frente a Gitte y ella no se sirvió. A causa de la migraña, la tensión arterial le provocaba zumbidos en los oídos. Hasta el olor del té le daba náuseas.
—¿Podemos cambiar asientos, Gitte? —preguntó, con la sensación de vomitar en la garganta—. Es que tengo una migraña espantosa, y no me conviene estar sentada mirando a la ventana.
—Vaya por Dios, ¿también eso? —observó Gitte, levantándose, mientras Nete movía la taza de la mesa.
—Tengo que estar un rato en silencio —dijo Nete—. En silencio con los ojos cerrados.
Cambiaron asientos y Nete cerró los ojos, tratando febrilmente de pensar. Si su antigua acosadora no se tomaba el té, tendría que ser otra vez el martillo. Le ofrecería una taza de café, buscaría el martillo, se lo incrustaría en la nuca y luego se sentaría hasta que el ataque de migraña remitiera. Por supuesto que el martillazo provocaría derramamiento de sangre, pero, como Gitte era la última, ya no importaba. Después de arrastrar el cadáver hasta donde estaban los demás podría lavar un poco la alfombra.
—Estate quieta, Nete. Tengo buena mano para los masajes, pero es difícil en esa postura incómoda; será mejor que te sientes en una silla —dijo la voz por encima de ella, mientras unos dedos se movían y apretaban la musculatura del cuello.
Oyó la voz de Gitte parloteando, pero las palabras se le escapaban. Aquellos movimientos ya los conocía de antes, bajo circunstancias muy distintas; eran maravillosamente sensuales y placenteros, y Nete detestaba todo aquello.
—Más vale que lo dejes —propuso, apartándose—. Si no, voy a vomitar. Solo tengo que estar sentada un rato. Ya he tomado una pastilla, así que pronto me hará efecto. Toma el té mientras tanto, Gitte, y hablaremos de todo cuando vuelva el abogado.
Entreabrió los ojos y vio que los dedos de Gitte la soltaban, como su hubieran tocado algo electrificado. Luego percibió a Gitte dando la vuelta a la mesa y la sintió deslizarse sin ruido en el sofá de al lado, y al cabo de un rato oyó también el tintineo de la taza de té.
Nete echó la cabeza atrás y vio entre las pestañas que Gitte levantaba la taza y la llevaba a la boca. Parecía tensa e inquieta. Olisqueó el té con las ventanas de la nariz bien dilatadas, tomó un pequeño sorbo, y de pronto sus ojos se abrieron como platos, reflejo de una sospecha y una actitud alerta. En aquel segundo Gitte dirigió a Nete una mirada rapidísima y muy directa, y volvió a olfatear la taza.
Cuando Gitte dejó la taza sobre la mesa Nete abrió los ojos poco a poco.
—Ahhh —exclamó mientras trataba de adivinar qué pasaba por la cabeza de Gitte—. Ya me siento algo mejor. Ha sido un buen masaje: tienes buenas manos, Gitte.
Levántate, machacaba en su interior. Ve a por el martillo y termina de una vez. Luego introducirás formol por la boca a los cadáveres y podrás tumbarte.
—Voy a por un vaso de agua —dijo, levantándose con cuidado—. Se me seca la boca con todas esas medicinas.
—Pues toma té —la presionó Gitte, tendiéndole la taza.
—No, no me gusta tibio; pondré agua a hervir. El abogado debe de estar al caer.
Dio un par de pasos rápidos hacia la cocina y abrió el armario, y mientras se agachaba para sacar el martillo, oyó la voz detrás.
—Mira, Nete, la verdad es que no me creo que haya ningún abogado.