Capítulo 39

Noviembre de 2010

—YA lo he llamado no sé cuántas veces, Carl, y no contesta. Estoy segura de que ha apagado el móvil. Pero ¿por qué lo habrá hecho? No suele apagarlo.

Rose parecía preocupada de verdad.

—Todo por tu culpa, que eres idiota. Antes de irse ha dicho que lo habías acusado de la muerte de ese lituano, Verslovas.

Carl sacudió la cabeza.

—No lo he acusado en absoluto, Rose, pero el fax del cadáver planteaba algunos interrogantes. Ninguno de nosotros puede sentirse seguro cuando ocurre algo así.

Rose se plantó ante él con los puños en la cintura.

—Escucha, me importan un huevo tus sospechas. Si Assad dice que no tiene que ver con que ese psicópata cínico y cabrón de Linas Verslovas ya no pueda seguir haciendo de las suyas, será que es verdad, ¿no? No, el problema es que nos presionas, Carl, y que no tienes consideración por nuestros sentimientos. Ese es el problema que tienes.

Uf, vaya discurso. Así que la tía había dado la vuelta a la cuestión; desde luego era una de sus ventajas en una investigación, pero también uno de sus inconvenientes cuando se trataba de cuestiones privadas. Aquellas acusaciones sobraban.

—Sí, claro, Rose. Tú y Assad lleváis eso de los sentimientos y las presiones como nadie. Pero perdona, no tengo tiempo para esas filantropías en este momento. Tengo que subir a que Marcus Jacobsen me monte un pollo.

—¿Siniestro total? ¿Y dices que quieres otro coche?

El inspector jefe de Homicidios lo miró, desesperado.

—Estamos en noviembre, Carl. ¿Has oído hablar de algo que se llama presupuestos?

—Ahora que lo dices, Marcus, es curioso, pero no he oído hablar mucho de ello. La asignación del Departamento Q para este año era de ocho millones, ¿verdad? ¿Adónde diablos ha ido la pasta?

Los hombros de Marcus Jacobsen se abatieron.

—¿Vamos a tener otra vez esa discusión sobre el dinero? Ya sabes que ese dinero se distribuye entre los departamentos, ¿no?

—Sí, el dinero de mi departamento, y yo me quedo con la quinta parte de todo, ¿no es así? Desde luego, es un departamento barato el que el Estado danés tiene funcionando en el sótano, ¿no te parece?

—Bueno, pues no vas a tener un coche nuevo, porque no hay dinero en la cuenta. No tienes ni idea de cuántos casos complicados tenemos en este momento.

Carl no respondió, porque de hecho lo sabía bien. Lo que pasaba era que eso era harina de otro costal.

Marcus sacó otro chicle de nicotina, y ya tenía la boca casi llena. Desde luego, estaba bien que hubiera dejado de fumar, pero tal vez era la cantidad de chicle la culpable de que hubiera estado algo acelerado las últimas veinticuatro horas, después de remitir el resfriado.

—Creo que nos queda un Peugeot 607 en el Departamento de Tráfico —indicó—. Tendrás que compartirlo con otros, pero no hay otra hasta el siguiente presupuesto, ¿verdad?

—Ni hablar.

Marcus dio un profundo suspiro.

—Vale, cuéntame los pormenores. Tienes cinco minutos.

—Cinco minutos no bastan.

—Inténtalo.

Un cuarto de hora más tarde Marcus estaba que se subía por las paredes.

—Forzáis la entrada en casa de Nørvig y robáis los archivadores, luego entráis en la casa de una persona conocida mientras su mujer agoniza, y a saber cuántas cosas criticables más.

—¿Agonizando? Bueno, no tengo ni idea de si su mujer agonizaba. ¿No has usado nunca lo de la muerte de una tía inexistente cuando te hace falta un día libre?

Al inspector jefe estuvo a punto de atragantársele la bola de chicle.

—Desde luego que no lo he usado, y espero que tampoco tú lo hayas hecho durante mi mandato. Pero escucha, Carl. Quiero aquí esos archivos, pero ya. Y cuando vuelva Assad, explícale que puede salir de Jefatura con la misma rapidez con la que entró. ¡Y abandonad ese caso ya! Si no, vais a hacer estropicios que no voy a poder arreglar.

—Ya veo. Pero si abandonamos el caso el año que viene te van a faltar seis coma ocho millones del presupuesto.

—¿Y eso…?

—¿Para qué tener un Departamento Q si abandonamos el caso?

—Carl, solo intento decirte que estás caminando sobre terreno resbaladizo, y no exagero. A menos que, poco a poco, y por supuesto desde la mesa de tu despacho, puedas aportar pruebas firmes de las actividades delictivas de Curt Wad y otros miembros significados de Ideas Claras, mantente alejado de él y de ellos. Y otra cosa, Carl: nada de contactos directos con Curt Wad, ¿está claro?

Carl asintió en silencio. Así estaban las cosas. ¿Es que todo era política?

—Estábamos hablando del coche —insistió.

—Eso déjamelo a mí. Ahora baja a por los archivos.

Carl pateó todos los paneles camino del antedespacho. Mierda de conversación.

—Vaya, Carl —lo saludó Lis. Entregó un papel a un tipo de pelo negro rizado, vestido con una cazadora de invierno de la Policía.

El tipo se dio la vuelta hacia Carl y lo saludó con un gesto de la cabeza. Era una cara conocida.

—¡Samir! —exclamó Carl. ¡Pero si era el enemigo íntimo de Assad!—. ¿Tenéis trabajo en Rødovre? ¿O Antonsen se ha jubilado por fin y se ha llevado a casa todos los casos?

Rio un poco por la desafortunada frase de entrada, pero fue el único que lo hizo.

—No nos va mal, gracias. Venía a intercambiar unos papeles.

Sopesó la pila de folios ante Carl.

—Oye, Samir, ahora que estás aquí: ¿qué problema hay entre tú y Assad? No, no me digas que no hay nada: solo dime de qué se trata. Me será de ayuda, ¿comprendes?

—¿De ayuda? Debe de ser porque también tú te has dado cuenta de lo disfuncional que es.

—¿Disfuncional? ¿A qué te refieres? No es verdad, ¿en qué te basas para decir eso?

—Pregúntaselo a él, no es cosa mía. Es que se está pasando. Ya se lo he dicho, pero por lo visto no soporta oírlo.

Carl lo agarró del brazo.

—Escucha, Samir: no sé qué soporta y qué no soporta, pero estoy convencido de que lo sabes, ¿vale? Y si no me lo decís por iniciativa propia tú o, por qué no, Assad, es posible que tenga que sacártelo con sacacorchos cuando llegue el momento.

—Pues muy bien, Carl Mørck. Inténtalo.

Se liberó de un tirón y desapareció por el pasillo.

Lis miró a Carl con una mezcla de compasión e inquietud.

—No estés triste por lo del coche, Carl. Todo se arreglará.

Desde luego, en aquella casa los rumores viajaban a la velocidad de la luz.

—¿Seguimos sin noticias de Assad? Rose sacudió la cabeza. Parecía muy preocupada.

—¿Por qué estás de pronto tan inquieta por Assad?

—Estoy inquieta porque lo he visto conmocionado un par de veces últimamente. Nunca lo había visto así.

Carl ya sabía a qué se refería. No tenía un pelo de tonta.

—Nos han ordenado que subamos los archivos de Nørvig al segundo piso, Rose —informó.

—Pues entonces me parece que ya puedes ir empezando.

Carl dejó caer un poco la cabeza para que la corriente sanguínea no se detuviera del todo.

—¿Por qué estás enfurruñada, Rose?

—Por nada, hombre, no te molestes. Al fin y al cabo, no tienes tiempo para esas filantropías.

Carl se contuvo unos segundos, y luego le dijo con toda tranquilidad que si no subía las putas carpetas iba a pedirle que se marchara a casa y que enviara a Yrsa en su lugar.

Lo decía en serio, coño.

Rose frunció el entrecejo.

—¿Sabes, Carl? Me parece que no estás bien del coco.

La oyó afanándose con las carpetas, mientras llamaba una y otra vez al número de Assad, con las piernas bailando bajo la mesa. Qué putada le había hecho Assad birlándole el encendedor. Si no fumaba un cigarrillo pronto, iban a darle calambres en las piernas.

—Adiós, que te vaya bien —resonó de pronto desde el pasillo. Carl se volvió hacia el hueco de la puerta justo a tiempo de verla pasar con el abrigo y el bolso rosa al hombro.

Aquello era demasiado.

¿Se iba antes de la hora? ¡Mierda! A Carl le entraron ganas de llorar, pensando en las consecuencias. Entonces seguro que iba a enviar a su álter ego Yrsa mañana por la mañana. Con suerte.

El móvil zumbó sobre la mesa. Era Lis.

—Bueno, ya está arreglado lo del coche. Si vas al aparcamiento junto al Centro Nacional de Inteligencia, te mandaré a alguien para que te enseñe el coche y te dé las llaves.

Carl asintió con la cabeza. Joder, ya era hora. Ahora se trataba de encontrar a Assad. Rose lo había dejado inquieto de verdad.

Dos minutos más tarde estaba en el aparcamiento, mirando en torno a sí, confuso. No había ningún coche esperando, ni nadie con las llaves. Arrugó la frente, y se disponía a llamar a Lis cuando los faros de un coche emitieron un destello algo más allá.

Carl se acercó y vio a Rose sentada en el asiento del piloto con su bolso autorreflectante en el regazo, en un coche que era más pequeño que el bolsillo del pantalón de Carl. Tragó saliva por el susto producido por el color chillón, que le recordó que el queso azul que metió en el frigorífico dos meses antes debía de seguir allí.

—¿Qué diablos es eso, y qué haces tú dentro? —gritó por la ventanilla del copiloto.

—Es un Ford Ka, y tú vas a casa de Assad, ¿no?

Carl asintió en silencio. Desde luego, había que quitarse el sombrero ante la intuición de aquella mamarracha encalada de negro.

—Pues yo también iré. Y bueno, este es el coche que te ha alquilado Marcus Jacobsen para el resto del año.

A Rose le costó no partirse de risa, pero después volvió la seriedad.

—Venga, Carl. Va a oscurecer enseguida.

Se turnaron para arrodillarse en la galería exterior a mirar por la rendija del correo del piso de Heimdalsgade, y, tal como esperaba Carl, allí no había ni muebles ni rastro de Assad.

La última vez que Carl estuvo allí lo atendieron un par de hermanos bien tatuados, de nombre extranjero y bíceps como cocos. Esta vez tuvo que conformarse con la escandalera habitual de riñas domésticas y gritos en idiomas que podrían ser tanto serbocroata como somalí. Un barrio divertido.

—Lleva bastante tiempo viviendo en Kongevejen, no me preguntes por qué —informó Carl al meterse en aquella caja de sombreros con ruedas.

Tras circular durante un cuarto de hora sin decirse nada, se detuvieron ante una granja encalada que casi se fundía con el lindero del bosque, justo donde la carretera a Bistrup desembocaba en Kongevejen.

—Aquí tampoco parece estar —constató Rose—. ¿Estás seguro de la dirección?

—Es la que me dio él.

Al igual que Rose, miró la placa con dos nombres de mujer archidaneses. Tal vez se lo hubieran alquilado a Assad. ¿Quién no conocía a alguien que tenía dos casas y se había quedado con el culo al aire por el estancamiento del mercado inmobiliario? Los días felices en que los ministros de Economía pensaban con el culo y los bancos con el bolsillo interior no habían pasado del todo.

A los diez segundos de llamar apareció en el vano de la puerta una mujer pletórica de pelo negro, que le aseguró que si Carl conocía a alguien que se llamaba Assad y estaba sin techo, lo dejarían dormir en el sofá unas noches si se portaba bien y pagaba. Pero ni ella ni su amiga lo conocían.

Eso era todo.

—¿Ni siquiera sabes dónde viven tus subordinados? —lo provocó Rose cuando entraron en el coche—. Creía que lo habías llevado a casa en coche y todo. Tu curiosidad no suele flaquear en esas cuestiones.

Carl digirió la ofensa.

—Ya. ¿Y qué sabes acerca de la vida privada de Assad, señora Sabelotodo?

Rose miró por el parabrisas con la vista desenfocada.

—No gran cosa. Al principio hablaba un poco de su mujer y sus dos hijas, pero de eso hace mucho. Si he de serte sincera, creo que ya no vive con ellas.

Carl hizo un lento gesto afirmativo; también él lo había pensado.

—¿Y amigos? ¿Ha mencionado alguna vez algún amigo? Tal vez viva en casa de algún amigo.

Rose sacudió la cabeza.

—Va a parecerte increíble, pero tengo la sensación de que Assad no tiene casa.

—¿Por qué lo dices? —preguntó.

—Tengo la impresión de que los últimos tiempos duerme bastante en Jefatura. Creo que algunas veces sale un par de horas por la noche para guardar las apariencias, pero en Jefatura no hay relojes para fichar, así que es difícil saberlo.

—¿Y la ropa? No suele venir todos los días con la misma ropa, ¿no? En alguna parte debe tener una base, ¿verdad?

—Podríamos registrar sus cajones y armarios en Jefatura, puede que la tenga allí. La ropa puede lavarla en una lavandería automática; de hecho, ahora que lo pienso, algunas veces lo he visto llegar con bolsas. Yo siempre he pensado que sería esa comida extraña que suele traer de las tiendas de inmigrantes.

Carl dio un suspiro. Fuera lo que fuese, ahora no les servía de nada.

—Habrá salido a desfogarse un poco. Ya verás, seguro que ha vuelto ya a Jefatura. Prueba a llamarlo, Rose.

Esta arqueó las cejas con la actitud habitual de «¿por qué no lo llamas tú?»; pero aun así lo hizo.

—¿Sabías que tiene contestador automático en su nuevo teléfono? —preguntó, con la oreja pegada al móvil.

Carl sacudió la cabeza.

—¿Qué dice?

—Dice que en este momento está de servicio, pero que calcula que estará disponible antes de las seis.

—¿Qué hora es ahora?

—Casi las siete. Debería llevar una hora disponible.

Carl marcó desde su móvil el número de la cabina de guardia de Jefatura.

No, no habían visto a Assad.

«De servicio», había dicho Assad por el contestador. Extraño.

Rose cerró el móvil y se pasó la mano por la cara.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? Bien podría ocurrírsele, estando como estaba.

Carl se quedó un rato parpadeando hacia los faros de los coches que pasaban zumbando por la carretera transitada.

—Sí, también yo me lo temo.

Dejaron el coche pigmeo en Tværgaden, frente a la Academia de Policía; veinticinco metros más allá, al final de aquella idílica calle provinciana, estaba la casa de Curt Wad, en la esquina. Por lo que podían distinguir al otro lado del seto, la planta baja estaba a oscuras.

—No parece muy prometedor —comentó Carl.

—A mí no me parece nada —reaccionó Rose—. Lo único que sé es que me alegro de que estemos armados, porque mi intuición ha hecho que se me encendieran todas las alarmas.

Carl palpó su arma reglamentaria.

—Yo al menos estoy bien armado, pero ¿qué llevas en el bolso?

Señaló aquella cosa flácida de color rosa que seguro que había quitado a su auténtica hermana Yrsa.

Rose no respondió, pero en su lugar hizo girar el bolso una vez sobre su cabeza y después golpeó con estruendo un cubo de basura de plástico verde que uno de los vecinos había colocado frente a su casa.

Al ver el alcance de los daños causados por el bolso al cubo de basura, que se había desplazado cuatro metros en el sendero de entrada, esparciendo la basura a los cuatro vientos, huyeron a toda pastilla. Para cuando se encendió la luz de la entrada ya habían torcido por el anexo de la esquina.

—¿Qué diablos llevas dentro del bolso, Rose? ¿Un adoquín? —cuchicheó Carl ante el sendero de entrada de la casa de Curt Wad en Brøndbyøstervej.

—No, solo las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel.

Un minuto más tarde Carl se encontraba por segunda vez aquel día en el jardín del chalé, mirando por la ventana al salón de Curt Wad. Aunque en aquella ocasión con Rose a una distancia apropiada y con la mirada vagando en la oscuridad.

Debía de hacer tiempo que no entraba en acción, por lo inquieta que parecía, pero la verdad es que todo estaba muy oscuro. Hasta las estrellas que iluminaban el pueblo habían echado la persiana.

Carl tiró de la puerta que daba al jardín. Estaba cerrada con llave, pero el marco no parecía muy sólido. ¿Qué habría hecho Assad en esa situación?, pensó, y tiró con tanta fuerza que el marco crujió.

Luego asió con determinación la manilla de acero inoxidable, hizo acopio de fuerza con un par de aspiraciones profundas, colocó un pie en la pared y después tiró con tal fuerza que sintió un latigazo en el hombro, y tanto él como la manilla tropezaron en el escalón y aterrizaron en la hierba. Hostias, qué dolor.

—No está mal —comentó Rose al comprobar que la puerta y la cerradura aguantaban, pero que el cristal estaba cuarteado en mil fragmentos, aunque entero.

Luego levantó un pie y apretó el cristal con la bota.

Aquello bastó. El cristal cedió hacia la sala con un tintineo bastante tímido, y Carl contó los segundos, esperando que Assad tuviera razón en sus comentarios acerca de que la casa no tenía alarma. Así, al menos Carl no tendría que explicar a los encargados de noche de la empresa de seguridad que la alarma había saltado porque de pronto el cristal se había caído en la sala sin más.

—¿Por qué no hay alarma? —cuchicheó Rose—. Hay una consulta de médico en la casa.

—Seguro que en la propia consulta hay una alarma —respondió Carl, también cuchicheando.

Aquella misión parecía del todo absurda. ¿Por qué entrar por la fuerza en una casa en la que está claro que no está Assad?, pensó Carl. ¿La intuición femenina se había convertido de pronto en fuerza motriz para él? ¿O era que tenía ganas de dar a aquella bestia una dosis de su propia medicina?

—Y ahora ¿qué? —cuchicheó Rose.

—Quiero ver qué hay en el primer piso, porque creo que ahí ocurre algo extraño. Tal vez algo que pueda ayudarnos en relación con lo que pasó en mi casa. Curt Wad me ha contado esta mañana una historia de que su mujer estaba agonizando arriba. Pero si fuera así tendría que estar él en la casa, ¿no? Porque ¿quién abandona a su mujer agonizante en una casa a oscuras? Nadie. No, seguro que tiene algo ahí arriba que quiere ocultar al mundo, es lo que me dice el estómago.

Encendió la linterna e iluminó el camino a través del comedor y el recibidor, donde la persiana a flores de la ventana junto a la puerta de entrada protegía el interior de miradas curiosas. Tiró de la puerta de la consulta de médico, y ocurrió justo lo que pensaba. La puerta no solo era maciza, seguro que también tenía placas de acero y sutiles mecanismos dispuestos a dar la alerta en caso de abrirla gente no autorizada.

Carl miró a lo alto de la escalera con el mueble esquinero en el rellano. La escalera, cubierta de una alfombra gris, tenía a los lados balaustradas redondas de teca, y Carl subió los peldaños a zancadas.

El piso superior no estaba tan presentable como la planta baja. Solo un montón de armarios empotrados en un pasillo largo y habitaciones en ambos extremos, que parecían recién abandonadas por los niños de la casa. Quedaban fotos de ídolos de juventud en las paredes abuhardilladas, y sofás baratos con motivos de flores grandes.

Percibió una débil luz bajo una puerta al fondo del pasillo de los armarios. Entonces apagó la linterna y agarró a Rose del brazo.

—Puede que Curt Wad esté ahí dentro, aunque no creo —cuchicheó tan cerca de la oreja de Rose que sus labios la rozaron—. Habría aparecido cuando hemos destrozado la puerta del jardín, pero nunca se sabe. A lo mejor es de los que esperan dentro con una escopeta de postas; no me extrañaría. Ponte detrás y estate preparada para echarte al suelo.

—Si es él y no está armado, ¿cómo vas a explicar nuestra presencia?

—Hemos recibido una llamada de socorro —cuchicheó Carl, y rezó por que no tuviera que repetir la explicación ante Marcus Jacobsen.

Luego se apretó contra la puerta chapeada de teca y contuvo un rato el aliento mientras su mano se deslizaba hacia la pistola.

Uno, dos, tres, contó para sí; después dio una patada a la puerta con un pie y con el otro giró hacia la protección de la pared.

—Hemos recibido una llamada de socorro, Curt Wad —dijo con voz normal, y se dio cuenta de que la luz de la habitación vaciló como si se tratara de una vela.

Se movió con cuidado hasta que su cabeza apareció en el marco de la puerta, pese a saber que era imprudente, y después reparó en una figura menuda tumbada sobre la colcha de la cama con una sábana cubriéndole la parte inferior del cuerpo y un ramo de flores marchitas en el regazo. Iluminada solo por la vela de vigilia que había encendido su amado.

Rose entró, y se hizo el silencio. La muerte siempre tenía ese efecto.

Se quedaron observando a la muerta, y luego se oyó un débil sollozo de Rose.

—Creo que es su ramo de novia, Carl —anunció.

Carl volvió a tragar saliva.

Vámonos de aquí, Rose; lo que hemos hecho ha sido una auténtica estupidez —dijo Carl en el jardín, ante la puerta destrozada. Después recogió del suelo la manilla de metal, la limpió con cuidado con su pañuelo y volvió a dejarla caer—. Espero que no hayas manoseado demasiadas cosas y dejado tus huellas dactilares por todas partes.

—¿Qué dices? Bastante trabajo tenía con pensar cómo atacar con el bolso si es que te acribillaban a balazos.

Mírala, qué considerada.

—Dame la linterna —exigió Rose—. No me gusta ir detrás sin poder ver nada.

Apuntó con ella en todas direcciones, como un escolar de aventuras, así que todo el mundo en kilómetros alrededor debía de sospechar que se estaba cometiendo un robo. A ver si al hombre del cubo de basura volcado se le había pasado ya.

—Mantén la linterna mirando al suelo —advirtió Carl.

Y Rose lo hizo.

De pronto se detuvo.

El charco de sangre en la esquina de hierba que estaba iluminando no era grande, pero se trataba de sangre. Dirigió el cono de luz hacia los alrededores y encontró otra mancha de sangre justo a la vuelta de la esquina de la casa, en el sendero de entrada. Un charquito de sangre que se extendía formando una línea apenas visible de gotas que llevaba al anexo.

Carl sintió otra vez la sensación del estómago. No era nada agradable.

Si hubieran encontrado las huellas antes de entrar en la casa, habría pedido ayuda. Pero aquello ya no era tan simple.

Estuvo un rato pensando.

Claro que… En el fondo, tal vez fuera una ventaja que hubiera tantas cosas que sugerían que algo muy raro estaba pasando. ¿Quién decía que fueran ellos los que habían forzado la entrada? Desde luego, ellos no.

—Voy a llamar a la Policía de Glostrup y denunciarlo —comunicó—. No nos vendrá mal un poco de apoyo oficial en esto.

—¿No has dicho que Marcus Jacobsen te había prohibido acercarte a Curt Wad? —preguntó Rose mientras paseaba el cono de luz por las tres puertas del anexo.

—Sí.

—Ya. ¿Y por qué estás aquí, junto a la casa de Curt Wad?

—Tienes razón, pero de todas formas voy a llamar —aseguró, sacando el móvil del bolsillo. La gente de Glostrup podría decir qué coche tenía Curt Wad y, no menos importante, podría dictar una orden de busca y captura en un plis-plas. Tal vez el coche de Curt Wad circulara por las carreteras con una persona herida en el maletero. Y tal vez fuera Assad. En aquel momento la fantasía de Carl no conocía límite.

—Espera —advirtió Rose—. ¡Mira!

Bajó el cono de luz hasta el candado de la puerta central del antiguo establo. Era un candado corriente y moliente, de los que vendían en Lidl por diez coronas, y si mirabas con atención se apreciaban dos huellas en medio de la superficie de latón que parecían sin duda corresponder a un dedo.

Rose metió el índice en la boca y después lo pasó por encima de las huellas. Luego chupó el dedo.

Asintió con la cabeza. Sabía a sangre.

Carl volvió a observar el candado y sacó la pistola de la funda. Lo más fácil, por supuesto, habría sido disparar un tiro contra el mecanismo, pero Carl eligió el otro sistema, y golpeó con la culata tantas veces el candado que al final dedos y tornillos quedaron machacados.

Rose aplaudió, cosa poco habitual en ella, cuando el candado cedió al fin.

—Ahora ya no importa —decidió, y buscó a tientas los interruptores de la pared, junto a la puerta.

La luz parpadeó un par de veces y un tubo fluorescente iluminó un espacio que podía encontrarse en cualquier anexo del pueblo de Carl. Estanterías en una de las paredes con tapatiestos, cazuelas y sartenes desechadas y un montón de bulbos secos que no se habían plantado ni aquel año ni el anterior. En el otro lado, un arcón congelador ronroneante, y ante él una escalera de acero con peldaños colgantes que subían por una compuerta a un desván donde se vislumbraba una bombilla de veinticinco vatios, a lo sumo.

Carl trepó por la escalera y miró a una estancia abarrotada cuyo ingrediente principal lo constituían cuadros y colchones viejos, y el resto, un mar de bolsas de plástico negro llenas de ropa vieja.

Iluminó las paredes abuhardilladas revestidas de arpillera y pensó que habría sido un buen escondite para los habitantes de la casa en sus años mozos.

—Oh, Dios mío —oyó decir a Rose abajo.

Estaba con la tapa del arcón abierta y la cabeza echada hacia atrás, y el corazón de Carl empezó a latir deprisa.

—¡Uf, qué asco! —exclamó Rose torciendo el gesto.

Bueno, pensó Carl. No habría dicho eso si hubiera visto a Assad dentro.

Carl bajó y miró en el arcón. Era una caja de plástico blanco llena de bolsas de plástico transparente con fetos humanos. Contó ocho. Pequeñas vidas que nunca llegarían a nada. No creía que él hubiera dicho «uf, qué asco» en esa situación. No era esa la sensación que lo había golpeado.

—No conocemos las circunstancias, Rose.

Esta sacudió la cabeza y apretó los labios. Aquello debía de parecerle demasiado fuerte.

—La sangre que has visto fuera podría ser de una de esas bolsas, Rose. Puede que al nuevo médico de la consulta se le haya caído una bolsa en el sendero de entrada, la haya recogido, y es posible que haya goteado algo sobre las baldosas. Eso explicaría la huella sanguinolenta. La sangre es de las bolsas.

Rose sacudió la cabeza.

—No, la sangre de fuera es bastante fresca, y estos fetos están congelados.

Luego fue señalando el interior del arcón.

—¿Ves acaso alguna bolsa agujereada?

Observación muy pertinente. Carl parecía estar algo espeso en aquel momento.

—Escucha, esto no vamos a poder resolverlo sin ayuda —explicó—. Tal como lo veo yo, solo hay tres posibilidades. O nos largamos mientras estamos a tiempo, o bien llamamos a la Policía de Glostrup y les comunicamos nuestras sospechas, que creo que es lo correcto. Y, en tercer lugar, deberíamos volver a llamar al teléfono de Assad en Jefatura. Tal vez haya vuelto.

Asintió con la cabeza para sí.

—Puede que haya recargado su móvil.

Sacó el móvil mientras Rose sacudía una y otra vez la cabeza.

—¿No te parece que huele a quemado? —preguntó.

A Carl no se lo parecía, y volvió a oír el contestador automático de Assad de Jefatura.

—Mira eso —dijo Rose, señalando el desván.

Carl tecleó el número del móvil de Assad y miró arriba. ¿Era un poco de humo lo que se veía, o solo polvo flotando a la pálida luz?

Vio el trasero de Rose bailar subiendo por la escalera, mientras la compañía telefónica le comunicaba que el abonado estaba ilocalizable.

—¡Hay humo! —gritó desde arriba—, y viene de ahí abajo.

Bajó zumbando.

—La estancia de arriba es más grande que esta de abajo, a pesar de las paredes abuhardilladas. Y en este momento sale humo de algún lugar de ahí —observó, señalando la pared del fondo.

Carl vio que la pared se componía de dos grandes planchas, lo más seguro de pladur.

Si hay un cuarto detrás, está claro que no se puede entrar desde aquí, pensó Carl, y vio también el humo que se filtraba por las paredes.

Rose se acercó enseguida y las golpeó.

—¡Mira! Una de las planchas parece maciza, y la otra retumba como si fuera metal. Créeme, Carl, es una puerta corredera.

Carl asintió en silencio y miró alrededor. A menos que la puerta solo pudiera abrirse mediante un mando a distancia, debería haber algo allí que pudiera abrirla.

—¿Qué vamos a buscar? —quiso saber Rose.

—Interruptores, cosas en la pared de aspecto inusual, cables o indicios de cables —respondió Carl, mientras notaba que el pánico iba apoderándose de él.

—¡Por ejemplo, esto! —gritó Rose, señalando la pared tras el congelador.

Carl siguió la mirada de ella y comprendió a qué se refería tras haber paseado la vista por la pared de un extremo al otro. Rose tenía razón. Había una línea en la pared, que daba a entender que en la mañana de los tiempos se había hecho una reparación en ella.

Siguió la línea hasta una vieja pieza de latón colgada de la pared encima del congelador que tal vez había pertenecido a un barco o a una máquina grande.

Retiró la pieza y vio detrás una pequeña trampilla metálica, que abrió.

—¡Mierda puta! —gritó, mientras el humo que se filtraba por el resquicio arreciaba. Lo que se ocultaba en el pequeño nicho de la pared no era un interruptor, era una pantallita con teclas de cifras y letras. Complicadísimo para buscar una combinación que pudiera activar el mecanismo que hacía abrirse la puerta.

—Nombres de hijos, cumpleaños de la mujer, números de registro civil, número de la suerte, la gente siempre usa cosas así cuando escriben sus códigos. ¿Cómo coño vamos a acertar este? —se desesperó Carl, buscando con la vista algo que usar contra la pared.

Entretanto, Rose puso en marcha su habitual razonamiento sistemático.

—Vamos a empezar con lo que recordamos —dijo, acercándose al teclado.

—No recuerdo nada. El hombre se llama Curt Wad y tiene ochenta y ocho años, eso es todo.

—Pues menos mal que estoy yo —se consoló Rose.

Empezó a teclear. Ideas Claras; en vano. Luego escribió ideas claras en minúscula. Tampoco. La Lucha Secreta, tampoco.

A duras penas, pero a toda velocidad, Rose fue tecleando nombres de los expedientes, protocolos y recortes sobre Curt Wad que había estado empollando los últimos días. Había grabado en su mente hasta su fecha de cumpleaños y el nombre de su mujer.

Luego estuvo un rato pensando, mientras la atención de Carl se dividía entre el humo del resquicio y los faros de los coches que barrían el edificio de vez en cuando.

De pronto Rose alzó poco a poco la cabeza y le hizo comprender que tras su rostro serio maquillado de negro había una idea que parecía lógica y posible.

Observó sus dedos mientras tecleaba.

H-E-R-M-A-N-S-E-N

Se oyó un clic y las planchas de la pared se deslizaron, revelando un espacio oculto tras una densa nube de humo que invadió el local. En el momento en que entró aire en el búnker, surgió una llama.

—¡Hostias! —gritó Carl, arrancando la linterna a Rose y saltando al interior del cuarto.

Vio otro arcón y una serie de estanterías con montones de papeles, pero fue la figura inerte que yacía despatarrada en el suelo la que atrajo su mirada y todos sus sentidos.

Las llamas lamían las perneras de Assad, y Carl lo sacó a rastras mientras gritaba a Rose que le arrojara el abrigo encima para ahogar el fuego.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío, apenas respira! —gritó Rose mientras Carl volvía a echar una mirada al cuarto y veía que el fuego había prendido tan bien que era imposible salvar nada.

Lo último en que reparó Carl antes de salir del búnker con Assad entre él y Rose fue que en el pequeño cuarto de archivos apenas había una superficie donde no hubiera escrito con sangre «ASSAD WAS HERE!», y que encima del arcón había un encendedor fundido que sin duda alguna se parecía al que tenía encima del escritorio apenas unas horas antes.

Los de la ambulancia llegaron antes que el médico y acomodaron a Assad en la camilla con cuidado y pericia, mientras la máscara de oxígeno trataba de insuflarle vida.

Entretanto, Rose estaba callada como una tumba. Era evidente que podía venirse abajo en cualquier momento.

—Decidme que se va a poner bien —rogó Carl a los de la ambulancia, luchando contra un montón de sentimientos cuya existencia desconocía.

Levantó las cejas en un intento de detener las lágrimas, pero no lo consiguió. Joder, Assad, venga, colega.

—Está vivo —informó uno de los camilleros—, pero el envenenamiento por humo puede ser fatal. La ceniza puede hacer que los pulmones se fundan y bloqueen, deben estar preparados. Y el golpe de la nuca tampoco tiene buen aspecto. Podría tener una fractura de cráneo y hemorragias internas. ¿Es alguien que conocen?

Carl asintió en silencio. Aquello era duro para él, pero no era nada comparado con cómo lo estaba pasando Rose.

—No hay que perder la esperanza —lo animó el camillero mientras los bomberos empezaban a gritar y a desenrollar mangueras.

Carl abrazó a Rose y notó que todo su cuerpo temblaba.

—Tranquila, Rose. Assad se repondrá —la consoló, y se dio cuenta de lo hueco que sonaba.

Cuando el médico de Urgencias llegó al cabo de un minuto, desgarró de un tirón la camisa de Assad para poder hacerse una idea rápida de la intensidad y regularidad del pulso y la respiración. Al parecer, había encontrado algún obstáculo, así que tiró un poco de su torso, sacó unos papeles de su camisa y los arrojó sobre la acera.

Carl los recogió.

Uno de los fajos contenía unos folios grapados donde ponía «Lista de miembros de La Lucha Secreta».

En el otro fajo ponía «Expediente 64».