Capítulo 35

Noviembre de 2010

ASSAD y Rose nunca se habían parecido tanto. Rostros sombríos y pocas ganas de fiesta.

—Están locos —soltó Rose—. Deberían ponerlos en fila y obligarlos a tragar su propio gas hasta que echaran a volar y desaparecieran. Qué infamia, pretender quemar a cinco personas solo para cerrarte la boca, Carl. Es que no lo soporto.

—Pues mi boca la han cerrado así de poco —aseveró Assad, formando un cero con el pulgar y el índice—. Así que, entonces, sabemos que vamos por buen camino, Carl. Esos cerdos tienen un montón de porquería debajo de la alfombra, ya lo creo.

Golpeó un puño contra la otra palma. Si alguien hubiera metido los dedos en medio se habría hecho daño.

—Vamos a atraparlos, Carl —continuó—. Trabajaremos día y noche, vamos a cerrar ese puñetero partido, y vamos a parar los pies a La Lucha Secreta y a todo en lo que anda metido Curt Wad.

—Bien, Assad. Pero me temo que va a ser difícil y bastante peligroso. Creo que sería una buena idea que vosotros dos no salgáis de aquí los próximos días.

Sonrió.

—De todas formas, no ibais a salir.

—Pues menos mal, entonces, que estaba aquí el sábado por la noche —añadió Assad—. Porque anduvo alguien husmeando aquí abajo. Llevaba uniforme de policía, pero cuando salí de mi despacho se asustó.

Desde luego, ¿quién no se asustaría a esas horas de la noche y con la mirada somnolienta de Assad?, pensó Carl.

—¿Qué quería y de dónde venía? ¿Lo averiguaste?

—Empezó a decir chorradas. Algo de una llave del cuarto de archivos o algo parecido. Estaba buscando algo nuestro, estoy seguro. Iba a entrar en tu despacho, Carl.

—Parece ser una organización muy ramificada —comentó este.

Se volvió hacia Rose.

—¿Dónde has guardado las carpetas del archivo de Nørvig?

—Están en el baño de caballeros. Y, a propósito, quisiera mencionar que después de usar el baño de señoras bajéis el asiento, si es que os es tan necesario orinar de pie.

—¿Por qué? —quiso saber Assad. Ya había salido el culpable.

—Si supieras cuántas veces he tenido esta discusión, Assad, preferirías estar de boy scout en un campamento en Langeland a verlas venir.

Assad parecía no entender, cosa que Carl entendió bien.

—Así que ya sabes. No bajas el asiento después de haber estado en el retrete.

Levantó un dedo en el aire.

—Primero: todos los asientos de retrete están sucios por debajo, tienen salpicaduras de pis y mierda. Y a veces bastantes. Segundo: cuando entra una mujer tiene que pasar el dedo por encima antes de sentarse. Tercero: es una cerdada, porque se te llenan los dedos de bacterias de orina cuando te sientas, y luego tienes que secarte. De lo más antihigiénico. Claro que a lo mejor nunca has oído hablar de infección de vías urinarias. Cuarto: tenemos que lavarnos las manos dos veces a causa de vuestra desidia. ¿Es eso razonable? ¡No!

Se puso en jarras con los puños cerrados.

—Si bajaras el asiento justo después de haber orinado, sería congruente que te lavaras las manos después; eso espero.

Assad se quedó un rato pensativo.

—Entonces, ¿crees que es mejor que suba el asiento antes de orinar? Porque entonces seré yo quien tenga que lavarse las manos antes, y entonces, ¿quién va a mancharse de orina los dedos?

El dedo contador de Rose se elevó de nuevo.

—Para empezar, precisamente por eso los hombres deberíais sentaros para orinar. Por otra parte, si os creéis demasiado finos y masculinos para ello, recordad que muchos hombres con un sistema digestivo normal tienen que sentarse al trono de vez en cuando, y entonces hay que bajar el asiento, porque supongo que no cagáis también de pie.

—¡No hace falta, o sea, bajarlo si ha habido una señora antes! —repuso Assad—. ¿Y sabes, entonces, qué, Rose? Creo que voy a buscar mis elegantes guantes de goma verdes y limpiar el retrete de tíos con estas dos amigas.

Enseñó las manos.

—Pueden levantar el asiento del retrete y buscar hasta el sifón. No son tan tiquismiquis, doña Finolis.

Carl vio que el creciente rubor de mejillas de Rose anticipaba una bronca de aquí te espero, y por puro reflejo introdujo una mano entre las dos partes en litigio. No iban a poder seguir la discusión. Gracias a Dios, lo habían educado de forma bastante sensata. Claro que en su casa el asiento del retrete estaba cubierto de felpa anaranjada.

—Creo que debemos volver al caso que nos ocupa —terció—. Han intentado asesinarme en mi casa. Ha habido un hombre aquí en el sótano queriendo robar nuestro material. Es bastante fácil entrar en el baño donde has guardado los archivos de Nørvig, Rose; ¿es una buena idea guardar las carpetas ahí? Porque no me parece que un letrero de «no funciona» vaya a detener a esos ladrones si quieren mirar dentro, ¿no crees, Rose?

Rose sacó una llave del bolsillo.

—No, pero a lo mejor esto, sí. Y ahora que hablas de seguridad, no he pensado quedarme en Jefatura más de lo necesario. Tampoco es tan acogedor esto. Llevo en el bolso cosas para defenderme, y así debe ser.

Carl pensó en aerosoles de pimienta y pistolas inmovilizadoras, artilugios desagradables para los cuales no tenía autorización.

—Ajá. Pero tendrás que andar con cuidado con eso, Rose.

Esta torció el hocico, lo que ya de por sí era un arma.

—He mirado en todos los expedientes de Nørvig, y he apuntado en mi base de datos los nombres de todos los demandados.

Depositó en la mesa ante él varios folios unidos por un clip.

—Esta es la lista. Observad, por favor, que bastantes de los informes del material van firmados por el abogado pasante Albert Caspersen. A aquellos de mis oyentes que no sepan de él puedo contarles que es una figura capital de Ideas Claras, y que se espera que termine de líder en el aparato del partido; seguramente, secretario.

—Vaya, ¿así que trabajaba con Nørvig? —preguntó Carl.

—Sí, Nørvig & Sønderskov. Cuando deshicieron la sociedad, Caspersen entró en un bufete de abogados de Copenhague.

Carl observó el folio. Rose había hecho cuatro columnas para cada caso. Una con el nombre del acusado que defendía el bufete, otra con el nombre de la persona perjudicada, y las dos últimas con la fecha y el tipo de caso, respectivamente.

Bajo la columna «tipo de caso» había un número inusual de casos de abuso en pruebas de inteligencia, todo tipo de chapuzas médicas y sobre todo los «fallidos», o intervenciones ginecológicas innecesarias. Bajo la columna «nombre» había tanto apellidos daneses como nombres que sonaban a extranjeros.

—He escogido algunos de los casos y los he leído bien —continuó Rose—. Estamos, sin duda, ante la marranada más sistemática que he visto en mi vida. Puro tratamiento de la diferencia y mentalidad señorial. Si esto es la parte visible del iceberg, esos hombres son culpables de toneladas de delitos contra mujeres y niños no nacidos.

Señaló cinco de los nombres que más aparecían. Curt Wad, Wilfrid Lønberg y otros tres.

—Si miráis la página web de Ideas Claras, cuatro de esos nombres aparecen como miembros influyentes, y el quinto ha muerto. ¿Qué les parece, señores?

—Si esos bestias tienen algo que decir en Dinamarca, va a haber guerra; te lo digo yo, Carl —dijo Assad entre dientes, haciendo caso omiso del ruido infernal con que los incordiaba por décima vez aquel día su irritante teléfono.

Carl dirigió a Assad una mirada alerta. Aquel caso lo estaba desgastando más de lo normal; de hecho, estaba desgastando a sus dos ayudantes. Como si les llegara directo al corazón. Estaba claro que sus asistentes eran dos personas con cicatrices en el alma, pero aun así Carl estaba asombrado por el afán con que lo llevaba Assad y porque casi parecía conmovido.

—Si puede quedar impune deportar a mujeres a una isla —continuó Assad, impasible, arrugando el oscuro entrecejo—, matar muchos fetos sanos y esterilizar a muchas mujeres, cualquier cosa puede quedar impune; es lo que quiero decir, Carl. Y no es bueno que mientras tanto estén en el Parlamento.

—Escuchad, Assad y Rose. Estamos investigando la desaparición de cinco personas, ¿no? La de Rita Nielsen, Gitte Charles, Philip Nørvig, Viggo Mogensen y Tage Hermansen. Todos desaparecen más o menos el mismo día y no vuelven a aparecer, y ya solo eso nos lleva a sospechar que puede haber ocurrido un crimen. Hemos demostrado que el común denominador es el asilo de mujeres de Sprogø y Nete Hermansen, por una parte, y por otra ocurren muchas cosas en torno a Curt Wad y a sus actividades que sin duda llaman la atención. Tal vez debamos apuntar a Curt Wad, a su trabajo y sus ideas, y tal vez no. Pero nuestro primer objetivo es resolver esos casos de desaparición; el resto habrá que dejarlo a la Comisaría Central de Información o al Centro Nacional de Inteligencia. Es un caso grande, demasiado grande para tres personas, y es peligroso.

Era evidente que Assad no estaba satisfecho.

—Tú mismo has visto las marcas en las puertas de las celdas de castigo de Sprogø. Has oído lo que dijo Mie Nørvig sobre Curt Wad. Puedes leer esta lista. Tenemos que ir a hablar con ese viejo idiota sobre todas las barbaridades de que es culpable. No diré más.

Carl levantó la mano. No le vino mal que el móvil interrumpiera aquel lío. Era lo que pensaba hasta que vio que era Mona.

—Hola, Mona —dijo con mayor frialdad que la pretendida.

Al ardor de la voz de Mona, por el contrario, no le pasaba nada.

—Últimamente no sé nada de ti, Carl. ¿Has perdido la llave?

Carl se retiró pasillo abajo.

—No, pero es que no quería molestar. Podría ser que Rolf estuviera todavía estirándose en tu dormitorio.

El silencio que siguió no fue desagradable, pero, joder, fue triste. Había muchas maneras de decir a la mujer por la que estabas loco que no tenías ganas de compartirla con nadie. Y el resultado era casi siempre una ruptura.

Contó los segundos, y estaba a punto de colgar, de pura frustración, cuando una carcajada de proporciones olímpicas estuvo a punto de incrustarle el tímpano contra el cráneo.

—Pero hombre, mira que eres encantador, pequeño Carl. Estás celoso de un perro, cariño. Mathilde me ha dejado su cachorro de cairn terrier mientras ella está de cursillo.

—¿Un perro?

El desasosiego que sentía desapareció como por arte de magia.

—¿Por qué diablos me dijiste «No te preocupes, ya hablaremos de eso en otro momento» cuando llamé? He estado deprimido a más no poder.

—Bueno, amiguito. Tal vez eso te enseñe que cuando a algunas mujeres las llama su amante antes de que hayan pasado media hora ante el espejo, no suelen estar preparadas para hablar de trivialidades.

—Creo que lo que me estás diciendo es que era una prueba.

Mona rio.

—Desde luego, eres un policía sagaz, Carl. Un misterio más resuelto.

—¿He pasado la prueba?

—Tal vez podamos hablar de ello esta noche. Con Rolf en medio.

Salieron de Roskildevej y tomaron Brøndbyøstervej, entre grupos de rascacielos alzándose a ambos lados de la carretera.

—Conozco bastante bien Brøndby Norte —se jactó Assad—. ¿Y tú, Carl?

Este asintió en silencio. ¿Cuántas veces habría patrullado allí? Por lo que se decía, Brøndby Este fue una vez una ciudad viva, con tres mercados en los que podía comprarse de todo. Eran unos buenos barrios de ciudadanos con poder adquisitivo. Y después llegaron las grandes superficies, una tras otra: Rødovre Centrum, Glostrup Centret, Hvidovre Centret, el hipermercado Bilka en Ishøj y Hundige… Y de pronto toda una ciudad había desaparecido. Cierre masivo de tiendas, dejaron de funcionar un montón de negocios minoristas bien llevados, y apenas quedaba nada. Tal vez Brøndby fuera el municipio de Dinamarca con la vida comercial más descuidada. ¿Dónde estaban la calle peatonal, el gran centro, el cine y la casa de cultura? Ahora vivían allí solo ciudadanos con coche o gente con menos exigencias socioculturales.

Se notaba en Brøndbyøster Torv, y se notaba en Nygårds Plads. Aparte del equipo de fútbol de Brøndby, no había gran cosa de la que enorgullecerse. Era, en suma, un municipio de oferta pobre, y lo mismo ocurría en Brøndby Norte.

—Sí, lo conozco bastante bien, Assad. ¿Por qué?

—Estoy seguro de que no habría muchas mujeres embarazadas en Brøndby Norte que salieran bien paradas del discriminador ojo de aguja de Curt Wad. Sería como el proceso de selección de los médicos de los campos de concentración cuando sacaban a los judíos de los vagones.

Tal vez sonaba algo fuerte, pero así y todo Carl asintió con la cabeza mientras miraba al puente de delante, que pasaba por encima de la vía del tren suburbano. Algo más allá apareció el viejo pueblo. Un oasis en la jungla de asfalto. Viejas casas con techo de paja y auténticos árboles frutales sin injertar. Allí había sitio para ponerse cómodo y hacer barbacoas en el jardín.

—Tenemos que ir por Vestre Gade —hizo saber Assad con la vista en el GPS—. Brøndbyøstervej es de dirección única, así que tienes que ir hasta Park Allé, dar la vuelta y volver.

Carl observó la señal de tráfico. Pues sí, era verdad. Y cuando entraba en la calle del pueblo vio la sombra de un camión que salió zumbando de una transversal. Antes de que Carl pudiera reaccionar, golpeó con enorme ímpetu la aleta trasera derecha del Peugeot, que salió disparado hacia la acera, donde lo detuvo un seto. Durante unos segundos interminables hubo un caos de cristales rotos, el chirrido del metal al arrugarse y el golpe de los airbags, que se activaron frente a sus narices. Luego todo terminó. Oyeron el bullir del motor y gritos de la gente que había tras los setos, nada más.

Se miraron con cara de susto, pero también con alivio, cuando los airbags se retiraron.

—Y mi seto ¿qué? —preguntó un anciano en cuanto los vio salir tambaleantes del coche. Nada de si estaban bien. Pero lo estaban, menos mal.

Carl se alzó de hombros.

—Pregunte en la compañía de seguros, no soy experto en restauración de setos.

Se dirigió a los mirones más cercanos.

—¿Alguno de ustedes ha visto lo que ha ocurrido?

—Sí, ha sido un camión, ha arremetido contra el tráfico en dirección contraria para volver a Brøndbyøstervej. Ha desaparecido por Højstens Boulevard, creo —dijo alguien.

—Venía de Brøndbytoften. Parece que llevaba un rato parado, pero no sé qué tipo de camión era, solo que era azul —dijo otro.

—No, gris —añadió un tercero.

—Supongo que nadie habrá apuntado la matrícula —observó Carl mientras inspeccionaba los daños. No quedaba más remedio que llamar al Departamento de Tráfico y confesarlo todo. Mierda. Los conocía bien: Assad y él tendrían que volver en el tren suburbano.

Y su experiencia también le decía que no valdría la pena preguntar a los que trabajaban en los pequeños negocios de Brøndbytoften si sabían algo de aquello.

Había sido un intento descarado de matarlos. No fue ningún accidente.

—La casa de Curt Wad está, de todos los sitios posibles, frente a la Academia de Policía. ¿Puede imaginarse mejor tapadera para negocios turbios, Assad? ¿Quién diablos iba a buscar aquí?

Assad señaló una placa de latón fijada en los ladrillos amarillos junto a la puerta.

—En la placa no pone su nombre, Carl. Pone «KarlJohan Henriksen, médico cirujano, especialista en Ginecología».

—Sí, Curt Wad ha vendido su consulta. Hay dos timbres, Assad. Habrá que probar con el de arriba, ¿no?

Oyeron tras la puerta una versión en miniatura y amortiguada de los tañidos del Big Ben. Como no había ninguna reacción en el interior a pesar de repetidos intentos con ambos timbres, siguieron el sendero que discurría entre el lateral de la casa y un viejo establo encalado de amarillo con un tejado de tiempos de Maricastaña.

El jardín era pequeño, alargado y coronado con arbustos de bola de nieve y una valla de tablas estrechas. Preciosos macizos de flores y un antiguo anexo sobre postes.

Se permitieron penetrar hasta la mitad del jardín, y vieron que un hombre mayor los observaba tras la ventana térmica de lo que parecía ser una sala con chimenea. Era Curt Wad, no cabía duda.

Sacudía la cabeza, por lo que Carl apretó contra el cristal su placa de policía, pero solo consiguió que el anciano volviera a sacudir la cabeza. Por lo visto, no tenía intención de abrirles la puerta.

Entonces Assad subió la escalinata y sacudió la puerta que daba al jardín hasta que se abrió.

—¡Curt Wad! —saludó—. ¿Podemos entrar?

Carl vio al hombre por la ventana. Estaba cabreado, pero no oyó qué decía.

—Muchas gracias —replicó Assad, deslizándose al interior.

Qué descarado, pensó Carl mientras lo seguía.

—Esto es un atropello. Debo pedirles que se marchen —protestó el anciano—. Mi esposa está arriba, en su lecho de muerte, y no estoy de humor para visitas.

—Tampoco nosotros, o sea, estamos sobrados de humor —aseguró Assad.

Carl lo asió de la manga.

—Lo sentimos mucho, señor Wad. Seremos breves.

Sin que se lo ofrecieran, tomó asiento en un sofá rústico con estructura de roble, pese a que el dueño de la casa se quedó de pie.

—Nos da la sensación de que sabe usted perfectamente por qué estamos aquí, ya que esta mañana ha estado atareado haciendo todo tipo de barrabasadas; pero lo voy a resumir.

Hizo una pausa teatral para ver la reacción de Wad ante las alusiones a los dos intentos de asesinato, pero no vio ninguna. Su actitud decía que ya podían irse, y deprisa.

—Aparte de hurgar un poco en sus actividades en diversas asociaciones y partidos, hemos venido sobre todo porque estamos interesados en saber si su nombre puede vincularse a una serie de desapariciones a principios de septiembre de 1987. Antes de formularle preguntas concretas, ¿hay algo que quiera decirnos?

—Sí. Márchense ya.

—No lo entiendo —explicó Assad—. Juraría, o sea, que acaba de invitarnos a entrar.

Era un Assad sin brillo en la mirada. Muy impertinente y con tendencia a la agresividad. Carl tendría que atarlo en corto.

El anciano iba a bramar algo, pero Carl levantó la mano.

—Lo dicho, unas breves preguntas. Y tú calla, Assad.

Miró alrededor. Una puerta al jardín, otra a algo que podía ser un comedor, y después una puerta doble que parecía cerrada. Todas las puertas en chapeado de teca. Típica renovación de los años sesenta.

—¿Karl-Johan Henriksen tiene su consulta tras esa puerta? ¿Está cerrado ahora?

Curt Wad asintió en silencio. Estaba alerta y se contenía, en opinión de Carl, pero ya llegaría el arrebato de furia cuando las preguntas se hicieran más impertinentes.

—Entonces debe de haber tres vías de acceso a la casa desde la puerta de entrada. Subiendo las escaleras, el primer piso, donde está su esposa, abajo a la izquierda la consulta, y a la derecha el comedor y probablemente la zona de cocina.

El anciano volvió a hacer un gesto afirmativo. Tal vez asombrado por la explicación, pero seguía decidido a no hablar.

Carl volvió a comprobar las puertas que daban a la sala.

Si nos atacasen, seguramente entrarían por la puerta doble de la consulta, pensó Carl, y por eso la vigilaba más, mientras llevaba la mano a la funda de la pistola.

—¿De qué desapariciones estamos hablando? —preguntó por fin el anciano.

—Un tal Philip Nørvig, con quien sé que ha trabajado.

—Vaya. Llevo veinticinco años sin verlo. Pero has dicho desapariciones. ¿Quién más?

Bien, había pasado a tutearlos, con lo que el tono se hizo más relajado.

—Gente vinculada de una u otra forma a Sprogø —respondió Carl.

—No tengo ningún vínculo con Sprogø, soy de Fionia —dijo Wad con una sonrisa irónica.

—Sí, pero has contribuido a enviar a mujeres a la isla, y has sido responsable de una organización que con gran eficacia, usando una maquinaria al parecer bien engrasada, deportó a la isla a mujeres desde 1955 hasta 1961. Esa organización ha estado también implicada en muchísimos casos de abortos forzados y esterilizaciones ilegales.

La sonrisa de Wad se amplió.

—¿Y ha habido sentencia en alguno de esos casos? No, ninguna. Todo eran cuentos chinos. Y por el amor de Dios, ¿me habláis de las retrasadas de Sprogø? No entiendo qué relación puede tener con lo que estáis investigando. Quizá deberías hablar con Nørvig.

—Nørvig desapareció en 1987.

—Es lo que decís, pero tal vez tuviera razones para ello. Tal vez sea él quien está detrás de lo que os tiene ocupados. ¿Seguro que lo habéis buscado con suficiente empeño?

Habrase visto semejante arrogancia.

—No pienso oír más chorradas, Carl.

Assad se volvió hacia Curt Wad.

—Sabías que veníamos, ¿verdad? Ni siquiera has salido a la puerta para ver quién llamaba. Porque, o sea, sabías que el camión que nos tenía que atropellar no lo ha conseguido. Qué putada, ¿verdad?

Assad se le acercó. Aquello iba demasiado deprisa. Había muchos detalles que había que sacar con todo cuidado a Curt Wad. De seguir así, iba a cerrarse como una ostra.

—No, espera, Carl —lo apremió Assad cuando vio que iba a meter baza. Luego agarró por la cintura al anciano, que le llevaba por lo menos cabeza y media, y lo empujó a un sillón del rincón, junto a la chimenea—. Bien, ahora te tenemos más controlado. Esta noche habéis intentado quemar vivos a Carl y a sus amigos, y menos mal que no lo habéis conseguido. Y la noche anterior intentasteis robar a la Policía. También habéis quemado documentos, y tenéis a gente para hacer el trabajo sucio. ¿Crees que voy a tratarte mejor de lo que nos tratas, entonces, tú? Porque en eso te equivocas.

El Curt Wad que miraba a Assad seguía estando tranquilo y sonriente. Invitaba a una bofetada, ni más ni menos.

Carl terció con el mismo tono agresivo de Assad.

—¿Sabes qué ha sido de Louis Petterson, Curt Wad?

—¿De quién?

—Ah, jueguecitos. No conoces ni a tus colaboradores de Benefice.

—¿Qué es Benefice?

—A ver, cuéntame por qué te llamó Louis Petterson justo después de que le hiciéramos un montón de preguntas sobre ti en un café de Holbæk.

Aquello hizo desaparecer un poco la sonrisa. Carl vio que también Assad se había dado cuenta. La primera vez que mencionaban algo concreto que podía vincularse a Wad, reaccionaba. Touché.

—Y antes de aquello ¿por qué te llamó Herbert Sønderskov? Por lo que me han informado, fue también poco después de que los visitáramos a él y a Mie Nørvig en su casa de Halsskov. ¿Algo que comentar?

—Nada.

Curt Wad dejó caer las manos sobre los brazos de la butaca, y las dejó allí. Señal de que no iba a hablar.

—¡La Lucha Secreta! —exclamó Carl—. Un fenómeno interesante del que la opinión pública danesa va a oír hablar sin duda muy pronto. ¿Tienes algo que decir al respecto? Al fin y al cabo eres el fundador, ¿no?

Ninguna respuesta. Solo una presa más fuerte en el brazo de la butaca.

—¿Estás dispuesto a reconocer tu participación en la desaparición de Nørvig? Porque entonces tal vez podríamos concentrarnos en eso, en lugar de todas esas pijadas de partidos políticos y logias secretas.

Aquello era el punto capital: la reacción de Wad. Porque por muy insignificante que pudiera ser, iba a ser la pauta para la estrategia a seguir por Carl frente aquella persona petrificada, se lo decía la experiencia. ¿Aprovecharía la ocasión para entregarse y salvar el partido, o intentaría salvarse? Carl se inclinaba por creer lo segundo.

Pero Wad no reaccionó, y aquello era desconcertante.

Carl miró a Assad. ¿Se había dado cuenta de que, en opinión de Curt Wad, el asunto de Nørvig no era para nada una alternativa al tema de La Lucha Secreta? ¿De que no se aferraba al asunto pequeño para salvar el grande? Bueno, unos delincuentes profesionales de pura cepa no habrían dudado ante ese canje. Pero Wad no hizo ningún canje. Así que quizá no tuviera nada que ver con las putas desapariciones, no era descartable. ¿O estaba más implicado de lo que pensaba Carl?

En aquel momento seguían sin avanzar.

—Caspersen sigue trabajando para ti, ¿verdad? Igual que trabajó en los casos en que tú, Lønberg y muchos otros de Ideas Claras arruinasteis la vida de gente inocente.

Wad no reaccionaba ante las preguntas, y Assad estaba que se subía por las paredes.

—Mucha idea clara, pero al final no te aclaras, payaso —cortó Assad.

Carl observó que, a pesar de lo inocente que pudiera parecer el ataque, la estocada había causado una profunda herida en Wad. El caso es que el último comentario pareció irritar al anciano más que todo lo anterior junto. Que aquel moro impertinente pusiera en solfa su inteligencia le resultaba demasiado provocador, era evidente.

—¿Cómo se llama tu chofer, el rubio ese que dejó la bombona de gas en mi casa? —siguió bombardeando Carl. Y para terminar—: ¿Te acuerdas de Nete Hermansen?

Wad se enderezó.

—Debo pedirles que se marchen.

Había vuelto el tono formal.

—Mi esposa está agonizando, y debo pedirles que se marchen y respeten nuestras últimas horas juntos.

—Igual que respetaste a Nete cuando hiciste que la mandaran a la isla, e igual que respetaste a todas las mujeres que no eran de tu gusto degenerado y perturbado, y cuyos hijos asesinaste antes de nacer, ¿verdad? —preguntó Carl con la misma sonrisa irónica que había mostrado Curt Wad.

—Son dos cosas incomparables —declaró, levantándose—. Estoy harto de vuestra hipocresía.

Se inclinó hacia Assad.

—¿Tal vez has pensado tú también criar niños negros e idiotas y crees que puedes llamarlos daneses, hombrecillo feo y miserable?

—Vaya, por fin salió —comentó Assad con una sonrisa. Por fin salió el canalla. El canalla de Curt Wad.

—Largo de aquí, negrata de mierda. Lárgate a tu país, que eres un subhumano.

Luego se volvió hacia Carl.

—Sí, ayudé a que enviaran a Sprogø a chicas tontas y asociales con tendencias sexuales muy desviadas para que las esterilizaran, y deberías agradecérmelo: su descendencia no corretea por las calles como ratas, y tú y tus colegas no tenéis que reprimir sus conductas criminales e instintos primitivos. Que el diablo os lleve a los dos. Si fuera más joven…

Dirigió hacia ellos sus puños cerrados, y Assad estaba dispuesto a dejarlo probar. Ahora Wad era bastante más frágil de lo que desvelaba la pantalla del televisor. El anciano daba una impresión casi cómica, tratando de erguirse y hacerse el duro en una sala con vitrinas y mezcla de estilos de toda una larga vida. Pero Carl no se dejó engañar. No había en Wad nada de cómico, y su fragilidad solo atañía al cuerpo. Porque su arma era la mente, y estaba intacta, fría, pensando solo en causar dolor.

Así que Carl agarró a Assad de la pechera y lo llevó hacia la puerta de entrada.

—En algún momento van a pillarlo, tranquilo, Assad —lo sosegó mientras caminaban por Brøndbyøstervej hacia la estación del tren suburbano.

Pero a Assad no le gustó la idea.

—¡¡Van!! Dices «van», no «vamos» —exclamó—. No sé quiénes van a hacerlo parar. Curt Wad tiene ochenta y ocho años, Carl. Nadie va a pillarlo antes que Alá, de no ser nosotros.

No se dijeron gran cosa en el tren, cada uno inmerso en sus propios pensamientos.

—¿Te has fijado en lo arrogante que es ese cabronazo? Ni siquiera tenía una alarma en la casa —comentó Assad en una de esas—. Sería facilísimo forzar la puerta, y habría que hacerlo, entonces, porque si no va a destruir pruebas importantes. Desde luego, o sea, eso es seguro.

No entró en detalles sobre quién debería hacerlo.

—No vas a hacer nada de eso, Assad —repuso Carl—. Por una semana ya basta con haber forzado la puerta hoy.

No parecía necesario decir más, y ninguno de los dos añadió nada.

Apenas llevaban cinco minutos en Jefatura cuando Rose entró en el despacho de Carl con un fax impreso.

—Estaba en el fax cuando he mirado, y es para Assad —anunció—. El número del que lo ha enviado es de Lituania, creo. Una foto bastante macabra, ¿no? ¿Sabéis por qué nos la han enviado?

Carl dirigió una mirada breve al fax y se quedó helado.

—¡Assad, ven aquí! —gritó.

La reacción fue lenta. Había sido un día duro.

—Sí, ¿qué pasa? —preguntó cuando llegó arrastrando los pies.

Carl señaló el fax.

—Con ese tatuaje no hay confusión posible, ¿verdad, Assad?

Este observó el tatuaje de un dragón, partido en dos en la cabeza casi desgajada de Linas Verslovas. El rostro expresaba miedo y asombro.

El de Assad no, por desgracia.

—Es una lástima —reconoció Assad—, pero no tengo, o sea, nada que ver con eso.

—¿No crees que directa o indirectamente eres el culpable de esto? —inquirió Carl, dando un manotazo al fax. También él tenía los nervios a flor de piel, claro que tampoco era de extrañar.

—Con las cosas indirectas nunca se sabe. Desde luego, o sea, no es algo que haya hecho de manera consciente.

Carl se palpó en busca de los cigarrillos. Tenía que fumar, y punto.

—Tampoco yo lo creo, Assad, pero ¿por qué cojones cree la Policía de Lituania, o quién diablos haya enviado esa basura, que necesitas esa información? ¿Dónde coño está mi encendedor? ¿Lo has visto?

—No sé por qué creen que la necesito, Carl. Podía llamarlos por teléfono y preguntarles, ¿no?

La última frase sonó más sarcástica de lo necesario.

—¿Sabes qué, Assad? Creo que es mejor dejarlo para otro día. Creo que ahora debes ir a tu casa, o como sea que la llames, y relajarte. Porque tienes toda la pinta de ir a salirte de tus casillas en cualquier momento.

—Lo extraño es que a ti no te ocurra. Pero si te parece, me voy.

Assad no lo mostraba a las claras, pero Carl nunca lo había visto tan cabreado.

Y se marchó, con el encendedor de Carl asomando desafiante por su bolsillo trasero.

Aquello no auguraba nada bueno.