Septiembre de 1987
MIENTRAS miraba por la ventana desapareció parte de su odio. Fue como si aquel golpe contra la sien de Viggo y su último aliento débil después de verterle el beleño en la boca hubieran sacado las espinas de su alma.
Dejó vagar la mirada por Peblinge Dossering y el gentío que disfrutaba del final del verano. Tomó buena nota de cómo vagaba la gente normal sin rumbo, cada persona con su vida, su destino, y seguro que con sus secretos y sus pasados oscuros.
Los labios de Nete empezaron a temblar. De pronto se sintió abrumada. También Tage, Rita y Viggo eran criaturas de Dios, y los había matado.
Cerró los ojos y se lo imaginó todo. Viggo tenía una expresión viva y cálida cuando le abrió la puerta. Tage había estado muy agradecido. Y ahora le tocaba a Nørvig. El abogado que no quiso escucharla cuando más necesitada estaba. El que cuidaba tanto la reputación de Curt Wad que desbarató la vida de ella.
Pero ¿tenía ella derecho a hacer con él lo que él le había hecho? ¿Robarle la vida?
Esa duda y esos pensamientos la embargaban cuando divisó al hombre flaco junto al lago, frente a la casa.
Aunque habían transcurrido más de treinta años, no había confusión posible. Seguía llevando una chaqueta poco elegante de tweed con botones forrados de cuero. Y una carpeta de cremallera bajo el brazo. Parecía que el hombre no había cambiado, pero aun así reparó en que algo de su lenguaje corporal era diferente.
Dio unos pasos atrás y adelante entre los castaños de Indias, miró al lago y echó la cabeza atrás. Sacó un pañuelo del bolsillo y se llevó un par de veces la mano a la cara, como si estuviera secándose el sudor o las lágrimas.
Fue entonces cuando Nete observó que la chaqueta le venía grande. Que tanto la chaqueta como los pantalones de tergal hacían unos pliegues feos en los hombros y las rodillas. Era un traje comprado en tiempos mejores, cuando era más corpulento.
Por un breve instante le dio pena el hombre, que en aquel momento, sin sospechar nada, estaba con un pie en el patíbulo.
¿Y si tenía hijos que lo querían? ¿Nietos?
La palabra «hijos» le hizo retorcerse las manos y parpadear sin control. ¿Y ella? ¿Tuvo alguna vez hijos que la quisieran? ¿Y quién tenía la culpa?
No, debía mirar por sí y seguir adelante. Mañana por la tarde habría dejado aquella vida atrás, y no podría hacerlo sin terminar lo que había empezado. En su carta había prometido a un hombre que era abogado que recibiría diez millones de coronas, y seguro que un hombre así no la dejaría escapar sin haber cumplido la promesa.
Al menos Philip Nørvig, no.
Allí estaba, no tan alto como lo recordaba, mirándola como un perrito compungido de ojos tristes. Como si en aquella reunión con ella le fuera la vida y la primera impresión que le causara fuese importantísima.
En los tiempos en que cometió perjurio y la obligó a decir tonterías su mirada era bastante más dura y fría. Jamás pestañeó ni se dejó llevar por los arrebatos sentimentales de ella. El llanto de Nete lo volvía sordo, nada más, al igual que sus lágrimas lo volvían ciego.
¿Eran de verdad los mismos ojos inflexibles los que buscaron el suelo cuando ella lo invitó a pasar? ¿Era de verdad la misma voz implacable la que le daba las gracias?
Le preguntó si quería un té, y él dijo que sí, agradecido, y trató de alzar la vista para mirarla a los ojos.
Nete le tendió la taza y vio que la vaciaba sin decir palabra. Frunció el entrecejo por un momento.
Igual no le ha gustado, pensó, pero entonces él alargó la taza hacia ella y le pidió más.
—Lo siento, Nete Hermansen, pero debo armarme de valor, tengo tantas cosas que decir…
Entonces levantó la cabeza hacia ella y empezó a decir todo lo que debería haber quedado sin decir. Por ser demasiado tarde.
—Cuando recibí tu carta…
Hizo una breve pausa.
—Perdona, ¿te importa que te tutee? —dijo después.
Nete sacudió un poco la cabeza. Antes no se había privado de hacerlo, ¿por qué ahora?
—Cuando recibí tu carta, de pronto tuve que enfrentarme a algo que hace tiempo me roía la conciencia. Algo que intentaré reparar si es que es posible. Reconozco que he venido a Copenhague para salvar mi existencia y la de mi familia. El dinero tiene importancia, lo reconozco, pero he venido también a pedir perdón.
Se aclaró la garganta y tomó otro sorbo.
—Estos últimos años he pensado a menudo en la chica desesperada que buscó la ayuda de la justicia antes de su internamiento forzado en Brejning. He pensado en ti, Nete. Y he pensado en qué me hizo desbaratar todos los ataques que dirigiste contra Curt Wad. Ya sabía que lo que contabas podía ser verdad. Las mentiras acerca de tu deficiencia mental y peligrosidad no encajaban en absoluto con la chica sentada en el estrado de los testigos que luchaba por su vida.
Agachó la cabeza un momento. Cuando volvió a levantarla, su piel pálida estaba más descolorida que antes.
—Te borré de mi mente cuando terminó el juicio. Estabas totalmente fuera de mi memoria y de mi vida hasta el día que leí algo sobre ti en el periódico. Que te habías casado con Andreas Rosen, y te presentaban como una mujer bella e inteligente.
Hizo un gesto con la cabeza hacia ella.
—Te reconocí enseguida, tampoco había pasado tanto tiempo, y sentí vergüenza.
Volvió a tomar un sorbo de té, y Nete miró el reloj. El veneno haría efecto dentro de pocos segundos, y no quería, ahora no quería. ¿No se podría detener el tiempo? El hombre le estaba ofreciendo un desagravio. ¿Cómo podía permitir que siguiera bebiendo? Estaba arrepentido, era evidente.
Cuando siguió hablando, Nete miró a otra parte. La maldad que estaba cometiendo fue de lo más evidente cuando vio la mirada confiada de él. No había pensado que en su interior pudiera albergar tales sentimientos. En absoluto.
—Por aquella época llevaba bastantes años trabajando para Curt Wad, y cuando trabajas para él al final también te seduce. Sí, lo reconozco; pero, por desgracia, mi naturaleza y personalidad no son tan fuertes como las suyas.
Sacudió la cabeza y volvió a beber.
—Pero cuando te vi en la primera página de una revista, decidí revisar mi pasado. ¿Y sabes de qué me di cuenta?
No esperó a la respuesta de ella, y por eso no vio que Nete volvía lentamente la mirada hacia él y sacudía la cabeza.
—Me di cuenta de que durante años me habían explotado y engañado, y me arrepentí de muchas cosas de ese período. Has de saber que fue muy duro para mí reconocer mis equivocaciones. Pero, viendo mis casos y expedientes, me di cuenta de que Curt Wad me engañó una y otra vez con sus mentiras, sus silencios y sus distorsiones. De que se aprovechó de mí por sistema.
Tendió la taza hacia ella, e hizo que por un instante pusiera en duda si había vertido las gotas de beleño.
Le sirvió otra taza y vio que había empezado a sudar y a respirar con pesadez. Él no parecía darse cuenta. Tenía demasiadas cosas para contar.
—La misión de Curt Wad en la vida era y es causar daño a gente de la que piensa que no merece compartir el mundo con él y otros supuestos daneses de pro y normales. Me avergüenza decirlo, pero la consecuencia ha sido que ha realizado en persona muchos más de quinientos abortos contra el deseo de las mujeres embarazadas y sin ellas saberlo, y estoy seguro de que ha llevado a cabo otras tantas intervenciones para provocar esterilidad permanente.
La miró como si hubiera sido él quien empuñara el bisturí.
—Dios mío, es espantoso; pero, pase lo que pase, debo contarlo todo.
Dio un suspiro que llevaba tiempo guardado.
—Mediante su trabajo con la organización La Lucha Secreta, que yo administré durante muchos años, se puso en contacto con decenas de médicos que tenían las mismas ideas y la misma voluntad que él. El alcance de todo eso es casi inimaginable.
Nete trató de imaginarlo, y por desgracia no fue difícil.
Nørvig apretó los labios y trató de reponerse, con los ojos anegados en lágrimas.
—He ayudado a matar a miles de niños sin nacer, Nete.
Emitió un sollozo y continuó con voz temblorosa.
—A arruinar la vida de otras tantas mujeres inocentes. He empleado mi vida en provocar dolor y miseria, Nete.
Su voz vibraba tanto que tuvo que callar.
Volvió la mirada hacia ella en busca de perdón, era evidente, y Nete ya no supo qué decir o hacer. Tras su aspecto impasible estaba a punto de derrumbarse. ¿Era justo lo que estaba haciendo con aquel hombre? ¿Lo era?
Por un momento deseó tomar su mano. Mostrarle su perdón y ayudarlo a entrar en la inconsciencia. Pero no fue capaz. Tal vez fuera porque se avergonzaba. Tal vez su mano tuviera vida propia.
—Hace un par de años quise hacer público lo que sabía; era demasiada carga para mí. Pero Curt Wad lo impidió y me lo quitó todo. Mi bufete, mi honor, mi amor propio. En aquellos tiempos yo tenía un colega, se llamaba Herbert Sønderskov, y Curt lo persuadió para que difundiera información sobre mí que me arruinaría para siempre. Discutí con los dos y los amenacé con desvelarlo todo acerca de La Lucha Secreta, y entonces hicieron una denuncia anónima ante la Policía diciendo que había abusado de mi cuenta de clientes. Y aunque no era verdad, podían hacer que lo pareciera. Tenían todos los papeles, los contactos y también los medios.
Su cabeza se hundió y su mirada se hizo errática.
—Herbert, qué cabrón. Siempre ha andado detrás de mi esposa. Fue él quien me dijo que si no me callaba lo que sabía de La Lucha Secreta se encargarían de que fuera a la cárcel.
Sacudió la cabeza.
—Mi hija se moriría de vergüenza si ocurriera, así que no podía hacer nada. Wad era peligroso, y sigue siéndolo, Nete… Escucha lo que te digo: ¡aléjate de ese hombre!
Su cabeza se hundió hacia delante mientras seguía hablando, pero apenas se le entendía. Algo sobre el padre de Wad, que se tenía por Dios. Algo sobre personas dementes, fariseas y cínicas a más no poder.
—Mi esposa me ha perdonado que quebrase —dijo de pronto con voz clara—. Así que doy gracias a Dios porque me ha concedido…
Buscó la palabra un momento, mientras tosía y trataba de tragar saliva.
—… la gracia de estar hoy contigo, Nete. Y prometo a Dios permanecer a su vera a partir de ahora. Con tu dinero, Nete, yo y mi familia podremos…
Cayó hacia delante y el codo golpeó el brazo del sillón. Por un momento pareció que iba a vomitar, regurgitó algo con ojos desorbitados, y de repente se enderezó.
—¿Por qué hay tanta gente de pronto? —preguntó. Parecía asustado.
Nete trató de decirle algo. Pero las palabras no le salían.
—¿Por qué me miran todos? —balbuceó el hombre, buscando la luz de la ventana.
Lloró, extendiendo las manos y tanteando en el aire.
Y Nete lloró con él.