Capítulo 33

Noviembre de 2010

CARL despertó cuando sintió que lo zarandeaban.

Abrió los ojos y registró una figura difusa inclinada sobre él. Cuando quiso levantarse se mareó, y de pronto se encontró de manera inexplicable en el suelo, junto a la cama. Allí estaba pasando algo muy, muy raro.

Entonces sintió extrañado el viento soplando por la ventana abierta y notó el olor a gas.

—¡Ya he despertado a Jesper! —gritó alguien del pasillo—. Está devolviendo, ¿qué hago?

—Ponlo de costado. ¿Has abierto la ventana? —gritó la figura de pelo negro que estaba junto a Carl.

Carl notó un par de cachetes en las mejillas.

—Carl, mírame. Enfócame bien, ¿vale? ¿Estás bien?

Carl asintió con la cabeza, pero no estaba seguro.

—Tenemos que bajarte, Carl. Aquí hay todavía demasiado gas. ¿Puedes andar?

Carl se levantó poco a poco, avanzó tambaleándose hasta el pasillo y miró escalera abajo; aquello parecía una larga caída interminable. Hasta que no estuvo sentado en una silla frente a la puerta abierta del jardín, no empezaron las formas y contornos a hacerse nítidos.

Se quedó mirando al novio de Morten, que estaba de pie junto a él.

—¡Qué diablos! —balbuceó—. ¿Todavía aquí? ¿Te has mudado?

—Creo que es motivo de alegría para todos —llegó el comentario escueto desde la cama de Hardy.

Carl miró aturdido hacia la cama.

—¿Qué ha pasado?

Se oyó un estrépito en la escalera, y apareció Morten tirando de Jesper. Este tenía peor aspecto que la vez que regresó a casa después de dos semanas de fiesta interminable en la isla de Kos.

Mika señaló hacia la cocina.

—Alguien ha entrado en la casa con muy malas intenciones.

Carl se levantó a duras penas y lo siguió.

Advirtió enseguida la bombona grande de gas en el suelo, una de esas nuevas de plástico. Desde luego que no tenía ninguna así, porque las amarillas de siempre para la barbacoa funcionaban sin problema. ¿Y por qué salía un tubo de goma desde el regulador?

—¿De dónde viene eso? —preguntó Carl, demasiado aturdido para recordar el nombre del tipo que tenía al lado.

—No estaba a las dos de la mañana, cuando he ido a observar el estado de Hardy —respondió el tipo.

—¿De Hardy?

—Sí, ayer tuvo una fuerte reacción al tratamiento. Sudores y dolor de cabeza. Es buena señal que reaccione con tal viveza a mis estímulos. Y seguro que es lo que nos ha salvado la vida.

—No, ¡ese has sido tú, Mika! —gritó Hardy desde la cama.

Ah, claro, se llamaba así. Mika.

—Explícate —exigió Carl, con su instinto de policía en piloto automático.

—Desde ayer por la noche visito a Hardy cada dos horas. Y he pensado seguir haciéndolo otro día o dos más, para poder observar con precisión lo que le ocurre. Hace media hora ha sonado mi despertador, y he notado un fuerte olor a gas en el sótano, que al subir a la planta baja casi me tumba. He cerrado la bombona de gas y abierto las ventanas, y entonces me he dado cuenta de que había una olla puesta al fuego, y que echaba humo. Al mirar dentro he visto que el fondo, aparte de algo de aceite, estaba casi seco, y que dentro había un pedazo de papel de cocina arrugado. El tufo venía del papel.

Señaló la ventana de la cocina.

—En menos de un segundo la he arrojado afuera. Si llego algo más tarde, el papel habría ardido.

Carl hizo un gesto afirmativo a su compañero perito de incendios, Erling Holm. En sentido estricto, no era su jurisdicción ni su caso, pero Carl no tenía ganas de mezclar a la Policía de Hillerød en aquello, y Erling vivía a solo cinco kilómetros, en Lynge.

—Estaba pensado de cojones, Carl. Veinte o treinta segundos más y el papel habría ardido y hecho prender el gas. Y a juzgar por el peso de la bombona, ya había salido gas abundante. Con el gran regulador y el tubo de goma acoplados no habría llevado más de veinte minutos en total.

Sacudió la cabeza.

—Por eso el autor no ha puesto la olla a fuego vivo. Quería que la casa estuviera llena de gas antes de detonar.

—No es difícil de imaginar lo que habría ocurrido entonces, ¿eh, Erling?

—No. El Departamento Q habría tenido que buscarse otro jefe.

—¿Una gran explosión?

—Sí y no. Pero una explosión eficaz, en la que todas las habitaciones y el mobiliario habrían ardido a la vez.

—Pero para entonces Jesper, Hardy y yo estaríamos muertos ya, envenenados por el gas.

—No creas. El gas no es venenoso de por sí. Pero te puede dar un buen dolor de cabeza.

Soltó una risotada. Los peritos de incendios tenían un humor extraño.

—Habríais muerto quemados en un instante, y los del sótano no habrían podido salir, y lo más diabólico es que los peritos no habríamos podido demostrar que tras el incendio hubiera ninguna intención criminal. Seguro que habríamos localizado la fuente del incendio en una mezcla de bombona de gas y olla, pero podría tratarse de un accidente. Resultado de la despreocupación que se observa en estos tiempos de barbacoa. Francamente, creo que el autor habría salido libre.

—No puede ser.

—¿Tienes alguna idea de quién puede haberlo hecho?

—Sí. Alguien con una pistola-ganzúa. Hay unas marcas pequeñas en la cerradura. Por lo demás, no sé nada.

—¿Alguna sospecha?

—Bueno, eso me lo guardo para mí.

Carl dio las gracias a Erling y se aseguró de que todos los de casa estaban bien antes de hacer una ronda rápida por las casas de los vecinos para saber si habían visto algo. Los más estaban algo irritados y somnolientos, ¿quién no lo está a las cinco de la mañana? A pesar del susto, la mayoría mostraron empatía. Pero no ofrecieron ninguna ayuda para identificar a nadie.

Antes de una hora apareció Vigga con el pelo desordenado, y tras ella Gurkamal con su turbante, sus grandes dientes blancos y su barba interminable.

—Dios mío —dijo entre jadeos—. No le habrá pasado nada a Jesper, ¿verdad?

—No, aparte de que ha vomitado en el sofá y sobre la cama de Hardy, y además, por primera vez en mucho tiempo, ha confiado sus penas a mamita.

—Oh, pobrecito.

Ni una palabra sobre el estado de Carl. Era muy diferente ser casi un exmarido y ser el hijo.

La oía en segundo plano mimando a su criatura cuando sonó el timbre.

—Si es ese cabrón que viene con otra bombona, ¡dile que todavía nos queda algo en la vieja! —gritó Hardy—. Tal vez la semana que viene.

¿Qué diablos ha hecho Mika con este hombre?, pensó Carl al abrir la puerta.

La chica que tenía ante él estaba pálida por la falta de sueño, lucía unas ojeras azul-rojizas, un anillo en el labio y no tendría dieciséis años.

—Hola —se presentó. Señaló por encima del hombro hacia la casa de enfrente, la de Kenn, mientras se retorcía de timidez.

—Bueno, soy la novia de Peter y hemos ido a la fiesta en el club de jóvenes, así que he dormido en su casa, porque vivo en Blovstrød y no hay autobús tan tarde. Hemos vuelto a casa hace unas horas, y Kenn ha bajado al sótano, donde dormíamos, después de que lo hubieras visitado para ver si había visto algo raro esta noche en los alrededores de vuestra casa. Nos ha contado lo que había sucedido, y le hemos dicho que nosotros sí habíamos visto algo al llegar a casa, y Kenn me ha pedido que viniera a contártelo.

Carl arqueó las cejas. No debía de estar tan dormida, con tal repertorio de palabras.

—Vaya. Y dime, ¿qué has visto?

—He visto a un hombre junto a tu puerta cuando hemos pasado al lado. Le he preguntado a Peter si lo conocía, pero Peter estaba atareado con otras cosas para molestarse en mirar —explicó con una risita ahogada.

Carl la presionó.

—¿Qué aspecto tenía? ¿Te has fijado?

—Sí, porque estaba junto a la puerta, donde hay bastante luz. Parecía estar manipulando la cerradura, pero no se ha vuelto, así que no le he visto la cara.

Carl notó que sus hombros caían unos centímetros.

—El tipo era bastante alto y bien plantado, por lo que he podido ver, y llevaba ropa muy oscura. Un abrigo o una chaqueta grande, algo así. Y llevaba un gorro negro como el de Peter. Y bajo el gorro he visto un pelo muy rubio. Casi blanco. Y tenía al lado una bombona o algo parecido.

«Pelo muy rubio», decía, eso era todo, pero casi era suficiente. Si Carl estaba en lo cierto, el ayudante de Curt Wad que había visto en Halsskov tenía otras destrezas, aparte de saber conducir una furgoneta.

—Gracias —dijo Carl—. Tienes buena vista, y me alegro. Has hecho bien en venir.

La chica se retorcía las manos, algo cohibida.

—¿Has visto si llevaba guantes?

—Ah, sí —repuso la chica, dejando de retorcerse las manos—. Es verdad. Llevaba guantes. De los que tienen agujeros en los nudillos.

Carl hizo un gesto afirmativo. No hacía falta que sus compañeros buscasen huellas dactilares. La cuestión se centraba en si podrían investigar aquel regulador especial, aunque tenía serias dudas de que eso los llevara lejos, porque había unos cuantos de aquellos en circulación.

—Si esto está bajo control, voy a Jefatura —anunció justo después en la sala, pero Vigga lo agarró.

—Primero firma aquí. Una copia es para ti, otra para el Gobierno regional y la tercera para mí —hizo saber, dejando tres folios sobre la mesa de la cocina. «Acuerdo sobre reparto de bienes gananciales», ponía.

Lo leyó rápido. Era justo lo que habían acordado la víspera. Un trabajo menos que hacer.

—Muy bien, Vigga. Ya veo que lo has metido todo. El dinero, las visitas a tu madre y el resto, hay que ver. Las autoridades van a ponerse contentas al saber que para ello me das ocho semanas de vacaciones al año. Muy generoso por tu parte.

Soltó una risa cáustica y estampó la firma junto al garabato de ella.

—Y la solicitud de divorcio —añadió Vigga, empujando hacia él un documento de aspecto más oficial. Carl también firmó aquello—. Gracias, viejo amante —lo agradeció Vigga, casi sorbiéndose las lágrimas.

Era amable por su parte, pero lo de «amante» lo hizo pensar en Rolf y Mona, cosa que no deseaba para nada. Seguía sin hacerse a la idea, porque Mona no era cualquiera. Aquello iba a llevar su tiempo.

Ahogó un bufido. «Viejo amante», lo llamaba Vigga. ¿No era un saludo de despedida bastante superficial para un matrimonio tan exótico y tormentoso como el que habían vivido Vigga y él? A él se lo parecía.

Vigga entregó los documentos a un Gurkamal lleno de sonrisas y reverencias que al instante tendió la mano a Carl.

—Gracias por la esposa —dijo con una curiosa pronunciación. Así que aquel negocio estaba terminado.

Vigga sonrió.

—Ahora que todo el papeleo está como debe ser, quiero que sepas que me mudo a la casa de Gurkamal, encima de la tienda, la semana que viene.

—Bueno, espero que no haga tanto frío como en la cabaña con huerta —anunció Carl.

—Porque acabo de vender la cabaña con huerta por seiscientas mil y he pensado quedarme con las cien mil de más que me han dado respecto a lo que ponía en el acuerdo. ¿Qué te parece?

Carl se quedó mudo. Así que el Carcamal le había enseñado a llevar los negocios más rápido que el paso de un camello, por usar la terminología de Assad.

—Menos mal que he tropezado contigo, Carl —exclamó Laursen en el descansillo de la escalera—. ¿Me acompañas arriba?

—Claro, pero es que iba donde Marcus Jacobsen.

—De allí vengo yo, quería que le llevaran la comida. Está en una reunión. Por lo demás, ¿todo bien, Carl? —quiso saber, camino del piso superior.

—Sí. Aparte de que es lunes, mi futura exmujer me ha desplumado, mi novia se acuesta con otros, tengo a los de casa medio envenenados por gas, la casa ha estado a punto de explotar esta noche y toda la mierda de Jefatura, todo va bien. Al menos ya no tengo diarrea.

—Bien —dijo Laursen tres peldaños más arriba. No había escuchado un carajo.

Cuando estuvieron en el local trasero de la cocina, rodeados de frigoríficos y materias primas de la huerta, le confió:

—Verás, hay novedades en el asunto de la foto de ti, Anker y el que asesinaron en el caso de la pistola clavadora. La hemos mandado a analizar a todas partes, y puedo decirte, por si te sirve de consuelo, que la mayoría piensa que han unido varias fotos de forma digital.

—Es lo que he dicho todo el tiempo. Que es un complot. Tal vez de alguien a quien haya molestado alguna vez. Ya sabes lo vengativos que pueden ser los bandidos a los que echamos la zarpa. Algunos pueden pasar años en la cárcel dándole vueltas a la venganza, así que alguna vez tiene que ocurrir. Desde luego, no conozco a ese Pete Boswell con quien me quieren relacionar.

Laursen asintió en silencio.

—La foto no tiene pixelado. Es como si los más mínimos componentes estuvieran fundidos. Nunca había visto nada parecido.

—¿Qué significa eso?

—Pues significa que los eventuales bordes de las fotos individuales no se aprecian. Pueden ser varias fotos yuxtapuestas y fotografiadas una y otra vez, por ejemplo, con una polaroid, tras lo cual se fotografía la foto de la polaroid con una cámara analógica y se revela la película. Pero también puede estar borrosa por un escaneado en un programa de edición de fotos en el ordenador, y después impreso en papel fotográfico. No lo sabemos. No conseguimos identificar el origen del papel.

—Todo eso me suena a chino.

—Pero es que hoy en día hay muchas posibilidades. O, mejor dicho, hace un par de años, cuando Pete Boswell se encontraba entre los vivos.

—Pues entonces no hay problema, ¿no?

—No creo; por eso te he hecho subir.

Ofreció a Carl una botella de cerveza que este rechazó.

—Aún no han llegado a una conclusión, y de hecho no todos los de la Científica creen que la foto no es auténtica. En realidad, todo lo que he dicho no prueba nada; solo que todo es muy raro y que muchos piensan que alguien ha tratado de retirar pruebas de que la foto está compuesta a partir de varias.

—¿Y qué significa todo eso? ¿Siguen pensando en echarme el marrón? ¿Tratas de anunciarme una suspensión?

—No. Lo que trato de decirte es que esto va a llevar tiempo. Pero creo que Terje puede explicarlo mejor —dijo, señalando la cantina.

—¿Está aquí Terje Ploug?

—Todos los días a la misma hora, a no ser que esté trabajando en la calle. Uno de mis fieles clientes, así que trátalo bien.

Encontró a Terje en el rincón trasero.

—¿Jugando al escondite, Terje? —preguntó, sentándose con los codos cerca del plato de verdura variada políticamente correcto.

—Me alegro de que hayas venido, Carl. No es fácil pillarte estos días. ¿Te ha hablado Laursen de la foto?

—Sí. Por lo visto, aún no me han absuelto.

—¿Absuelto? Que yo sepa, no estás acusado de nada, ¿no?

Carl sacudió la cabeza.

—No, oficialmente, no.

—Bien. Las cosas están así: los investigadores de los asesinatos del taller mecánico de Sorø, los investigadores de los asesinatos de Schiedam, en Holanda, y yo vamos a reunirnos dentro de varias semanas, bueno, o meses, y decidiremos sobre los indicios, los antecedentes históricos y los detalles de los casos de pistola clavadora, cada vez más numerosos.

—Ahora vas a decirme que me llamarán como testigo.

—No, voy a decirte precisamente que no te llamarán.

—Porque estoy acusado de algo, ¿o qué?

—Relájate, Carl. Alguien quiere que te achantes, nos damos perfecta cuenta de eso, así que no, no estás acusado de nada. Pero cuando hayamos llegado a consensuar un informe común, nos gustaría que lo evaluases.

—Ajá. Y eso ¿a pesar de las huellas dactilares de las monedas, de las extrañas fotos y de las sospechas de Hardy de que Anker tenía que ver con el negro, y yo conocía quizá a Georg Madsen?

—A pesar de eso, Carl. Estoy seguro de que eres quien más tiene que ganar si se investiga hasta el fondo este caso.

Dio un par de palmadas en el dorso de la mano de Carl. Fue casi emocionante.

—Es un policía bueno y honrado que trata de hacer las cosas bien, y creo que debemos un respeto a Terje por ello, Carl —declaró el inspector jefe de Homicidios. En un rincón del despacho aún olía a las creaciones del menú del día de Laursen. ¿La señora Sørensen se había vuelto tan amable como para permitir que en el despacho de Marcus Jacobsen pudiera haber platos sucios más de cinco minutos después de haber terminado?

—Sí, todo eso me parece bien —asintió Carl—. Y algo irritante también, porque, la verdad, estoy hasta el gorro de ese caso.

Marcus hizo un gesto afirmativo.

—He hablado con Erling, el perito de incendios. Me dice que esta noche has tenido visitantes no deseados.

—No ha pasado nada grave.

—No, ¡gracias a Dios! Pero ¿por qué ha sido, Carl?

—Porque algunos me quieren criando malvas. Desde luego, no creo que haya sido una novia despechada de mi hijo postizo.

Trató de sonreír.

—¿Quién, Carl?

—Quizá gente de Curt Wad, el de Ideas Claras.

El inspector jefe asintió con la cabeza.

—Somos una molestia para él —continuó Carl—. A eso venía, a pedir que intervengan sus teléfonos, los de un tal Wilfrid Lønberg y los de un tal Louis Petterson.

—Me temo que no puedo hacer eso.

Carl preguntó un par de veces la razón, se enfurruñó un poco, se enfadó un poco, y al final mostró decepción, pero no le valió de nada. Lo único que sacó de aquello fue una advertencia de que anduviera con cuidado, y también que comunicara a Marcus si ocurría algo inusual.

«Inusual»; la palabra sonaba exótica en aquel despacho. Todo lo relacionado con su trabajo era inusual, por suerte.

Carl se levantó. ¿«Inusual»? ¿Qué habría dicho si hubiera sabido que en las profundidades de los despachos poco iluminados del Departamento Q había un montón de pruebas con las que habían arramblado de manera inusual incluso para aquellos despachos?

Por una vez lo saludaron las dos chupatintas del antedespacho cuando salió.

—Hola, Carl —saludó Lis, melosa, y una décima de segundo después la señora Sørensen gorjeó el saludo justo igual. Las mismas palabras, el mismo tono, la misma sonrisa y franqueza.

Desde luego, aquello suponía un giro radical.

—Eh… ¡Cata! —exclamó, dirigiéndose a quien en tiempos pasados podía sin esfuerzo hacer que investigadores curtidos en mil batallas dieran un rodeo para evitar pasar junto a ella. Sobre todo, Carl—. ¿Puedes explicarme en qué consiste ese cursillo de PNL al que has ido? ¿Qué es? ¿Es contagioso?

La señora Sørensen se alzó de hombros, tal vez queriendo expresar alegría porque se lo había preguntado, sonrió a Lis y después se acercó a Carl de manera inquietante.

—Significa Programación Neuro Lingüística —anunció con voz misteriosa, como si estuviera hablando de un seductor jeque árabe—. No es fácil dar una explicación satisfactoria, pero puedo ponerte un ejemplo.

Los hombros volvieron a alzarse, como un pequeño aperitivo de lo que podía esperar.

Se dirigió a su bolso y extrajo un trozo de tiza. Algo extraño para llevar en el bolso. La tiza ¿no era algo reservado a los bolsillos de los chicos? ¿Adónde carajo habían ido a parar las diferencias entre sexos?

Se puso en cuclillas, dibujó dos círculos en el suelo, lo que en sí le habría provocado un desmayo unas semanas antes, si los hubiera hecho otro, claro, y dibujó un signo más en uno y un menos en el otro.

—Eso es, Carl. Un círculo positivo, con el signo más, y otro negativo. Entonces hay que ponerse primero en un círculo y luego en el otro, y decir exactamente la misma frase. En el círculo negativo hay que decirlo como lo dirías a una persona que no aguantas, y en el positivo como a una persona que aprecias mucho.

—¡Atiza! ¿Eso es el cursillo? Porque eso ya lo sabía.

—Bueno, veamos —propuso Lis. Cruzó los brazos bajo su precioso pecho y se le acercó. ¿Quién podía resistirse?

—Tomemos algo sencillo. Di, por ejemplo: «Vaya, te has cortado el pelo, eh?». Primero dilo con amabilidad, y después con antipatía.

—No entiendo —mintió Carl, mirando el pelo corto de ambas mujeres. Iba a ser demasiado fácil. Porque el pelo de la señora Sørensen no tenía el mismo encanto que el de Lis, por decirlo de alguna manera.

—Bueno, entonces haré yo de positiva —decidió Lis—, y luego Cata puede decirlo en negativo.

Debería ser al revés, pensó Carl, trazando un círculo con el pie sin que nadie se diera cuenta.

—Vaya, te has cortado el pelo, ¿eh? —dijo Lis, toda sonrisa—. Es como se dice a una persona que te gusta. Y ahora tú, Cata.

Esta rio, y después trató de serenarse.

—Vaya, te has cortado el pelo, ¿eh?

Lo dijo con un aspecto feroz. Casi como en los viejos tiempos.

Después las dos rompieron en carcajadas. Como dos amiguitas del alma.

—Bueno, la diferencia es sorprendente. Pero ¿qué tiene que ver con el cursillo?

La señora Sørensen se repuso.

—Tiene que ver con el cursillo porque mediante ese ejercicio se puede aprender, por una parte, a captar qué influencia tienes en tu entorno mediante pequeños cambios de tono, y por otra a conocer el efecto de lo que estás diciendo. Y no hay que olvidar que tiene la ventaja añadida de que influye en ti mismo.

—¿Eso no es, dicho en pocas palabras, que se cosecha lo que se siembra?

—Pues sí. ¿Y sabes qué efecto produces en la gente, Carl? Eso es lo que te enseña el cursillo.

Eso lo aprendí con siete años, pensó Carl.

—A veces te expresas con mucha brusquedad, Carl —continuó la señora Sørensen.

Gracias por la flor, mira que tener que oír eso de tus labios, pensó Carl.

—Gracias por decirlo con tanta delicadeza —fue lo que dijo, preparándose para marcharse de allí—. Reflexionaré sobre eso.

—Prueba el primer ejercicio, Carl. Pisa uno de los círculos —lo apremió Cata. Miró al suelo para mostrar con cuál debía empezar y observó que Carl había conseguido borrarlo todo con la punta del zapato mientras hacían el juego de roles.

—Caramba —dijo—. Lo siento muchísimo.

Salió del aura de las secretarias.

—Adiós, señoras. Que no decaiga.