Septiembre de 1987
SE sintió como un rey cuando vio Selandia pasar desde las ventanillas del tren. «Rápida marcha hacia la felicidad», pensó, y dio una corona a un chico del vagón.
Sí, se sentía como un rey el día de su coronación. Era el día en que sus sueños más desquiciados iban a convertirse en realidad.
Se imaginó a Nete llevándose la mano al pelo e invitándolo a entrar, algo cohibida. Sentía ya en la mano el documento de la transferencia. El papel que iba a darle diez millones de coronas, para gran contento de Hacienda y para su felicidad eterna.
Pero cuando estuvo en la Estación Central y vio que tenía menos de media hora para saber dónde estaba la calle de Nete y llegar hasta allí, hizo su aparición el miedo.
Abrió la puerta de un taxi y preguntó al chofer cuánto le costaría. Y como el precio que le dio era algo más de lo que tenía, le pidió que lo llevara tan lejos como pudiera con el dinero que le quedaba. Después puso las monedas en la mano del chofer, que condujo setecientos metros y lo dejó en la plaza de Vesterbro, diciéndole que lo más corto era atravesar el paso del Nuevo Teatro, y después a todo correr por los Lagos.
Tage no estaba acostumbrado a mover el cuerpo, así que el bolso que llevaba al hombro le golpeaba la cadera, y el sudor se colaba por su ropa nueva, dejando la chaqueta oscura bajo las axilas.
«Llegas tarde, llegas tarde, llegas tarde», oía con cada paso a la carrera que daba por el sendero, mientras gente de todas las edades pasaba corriendo a su lado.
Cada cigarrillo fumado hacía silbar sus pulmones, y cada birra y whisky bebidos hacían que le dolieran las piernas.
Se desabrochó la chaqueta y rogó a Dios llegar a tiempo, y cuando llegó eran las 12.35. Cinco minutos de retraso.
Por eso, de sus ojos brotaron lágrimas de agradecimiento cuando Nete lo hizo entrar, y él le entregó la invitación, tal como ponía en la carta que debía hacer.
Se sintió miserable en aquel piso tan elegante. Miserable ante su mejor amiga, que, ahora una mujer madura, lo recibía con los brazos abiertos. Le entraron ganas de llorar cuando ella le preguntó si estaba bien y si no quería una taza de té, y a los dos minutos, si quería otra taza.
Y quería haberle contado muchas cosas, pero de pronto se sintió mal. Quería haberle dicho que siempre la había querido. Que casi se murió de vergüenza por haberla traicionado. Se habría arrodillado y pedido perdón, si no fuera porque le entró una náusea tan fuerte que, sin querer, empezó a devolver sobre su elegante chaqueta nueva.
Nete le preguntó si se encontraba mal, y le ofreció un vaso de agua o más té.
—Aquí hace mucho calor, ¿no? —gimió él, tratando de aspirar hondo, pero los pulmones se negaban a obedecer. Y mientras ella iba en busca de agua, se llevó la mano al corazón y supo que iba a morir.
Nete contempló un momento la figura tumbada atravesada en la silla, con su horrible traje. Con el paso del tiempo, Tage había engordado más de lo que ella pudo imaginar. Solo el peso del torso casi la hizo caer cuando lo atrajo hacia sí para poder agarrar el cadáver por las axilas.
Dios mío, pensó, mirando el péndulo balancearse en el reloj. Esto va a llevarme demasiado tiempo.
Soltó el cuerpo, que cayó hacia delante. Se oyó un chasquido cuando la nariz y la frente de Tage impactaron contra el suelo. Esperó que el vecino de abajo no subiera corriendo por eso.
Entonces se arrodilló y empujó el cuerpo de Tage con tal violencia que rodó a un lado, en medio de su alfombra de Bujará. Empujó la alfombra con el cadáver hasta el umbral del largo pasillo, al que se quedó mirando, resignada. Maldita sea, ¿por qué no había pensado antes en eso? El suelo estaba cubierto por una alfombra continua de fibra de coco, no iba a poder arrastrar el cadáver sobre ella, pese a estar cubierto con la alfombra. Ofrecería demasiada resistencia.
Tiró del cuerpo con todas sus fuerzas, y consiguió salvar el rincón y llevarlo al principio del pasillo, hasta que desistió de seguir tirando.
Se mordió el labio. Le parecía que Rita ya le había dado suficientes problemas. Aunque no era tan pesada, su cadáver resultaba flácido de alguna manera. Como si también entre las costillas colgasen brazos y piernas. Cada dos por tres tenía que detenerse y volver a ponerle los brazos en el estómago, y al final tuvo que atarle las manos para poder transportarla.
Miró a Tage con repugnancia. Aquel rostro gastado y sudoroso y los brazos rechonchos estaban a años luz del chico con quien solía revolcarse.
Luego lo empujó hasta dejarlo en una postura sentada y lo impulsó hacia delante entre sus propias piernas como a un niño para que dé una voltereta en el aire. Así lo hizo avanzar medio metro.
Miró hacia el pasillo. A ese ritmo necesitaría al menos diez minutos para llevarlo hasta el cuarto hermético; pero ¿por qué parar ahora?
Así que le bajó la cabeza hasta el suelo. Lo hizo girar sobre su espalda. Repitió el procedimiento de levantarlo hasta quedar sentado, empujarlo hacia delante y hacerlo dar una vuelta de campana. Se trataba de empujar con tanta fuerza como para hacer de ello un movimiento continuo.
Pero tampoco fue tan fácil, y a Nete le dolía la pierna mala, su cadera y la espalda, y sus terminales nerviosas aullaban.
Cuando logró llevarlo hasta el cuarto con la mesa y las siete sillas, desistió de sentarlo en la silla junto al cadáver de Rita, sentado frente a la tarjeta con su nombre, con la cabeza caída sobre el hombro y el torso atado al respaldo.
Bajó la vista hacia Tage, tumbado con los ojos muy abiertos y los dedos encorvados. Vaya chapuza. Antes de acabar el día tendría que ponerlo en su sitio.
Después se sobresaltó: el bolsillo superior del horrible traje brillante de Tage estaba desgarrado. ¿Habría faltado siempre ese pedazo de tela? Tendría que comprobarlo.
Eran las 13.40, y Viggo llegaría dentro de cinco minutos.
Cerró bien la puerta del cuarto y observó el pasillo sin lograr divisar el pedazo de tela en ninguna parte. Tal vez hubiera sido siempre así, tal vez faltara de siempre, tal vez no había reparado en ello antes. Porque su mirada no abandonó el rostro de Tage ni por un segundo desde que se sentó en la silla.
Entonces aspiró hondo y fue al cuarto de baño a asearse un poco. Observó con satisfacción su rostro sudoroso, porque lo estaba haciendo bien. El concentrado de beleño producía el efecto deseado, y el plan funcionaba. Existía, claro está, la posibilidad de que llegara una reacción por la noche, cuando todo hubiera terminado. Que de pronto viera a aquellas personas del comedor de manera diferente a como las veía ahora. Tal vez, aunque iba a intentar evitarlo con todas sus fuerzas, no pudiera dejar de pensar en que también ellos habían tenido gente alrededor que alguna vez los amó y albergó sueños sobre ellos.
Lo que pasaba era que no quería pensar en eso ahora. No convenía.
Se arregló el pelo y pensó en los que faltaban por llegar. ¿También Viggo se habría puesto tan enorme como Tage? En tal caso, tenía que llegar a la hora. De lo contrario, no se atrevía a pensar lo que podría ocurrir.
Fue entonces cuando pensó en el corpachón de Curt Wad y el peso que tendría, y ocurrió en el instante en que reparó en que el abrigo de Rita estaba aún en el colgador de la entrada.
Lo descolgó y lo arrojó a la cama, junto al bolso de Rita, y del bolsillo del abrigo cayeron unos cigarrillos.
Malditos cigarrillos, pensó. Qué caro le había resultado a Rita su puñetero vicio.