Noviembre de 2010
MONA lo despertó entre rayos de sol y con unos hoyuelos tan profundos que podías esconderte en ellos.
—Vamos, Carl, levanta. ¡Tienes que ir a Fionia con Assad!
Lo besó y terminó de subir las persianas. Era evidente que su cuerpo se había vuelto más ligero tras la locura de la noche. Ni palabra sobre las cuatro veces que él había tenido que salir pitando para el baño, ninguna mirada molesta por los innumerables límites que tal vez había traspasado. Era una mujer segura de sí, y le había demostrado que era suya.
—Toma —dijo Mona, colocando una bandeja a su lado. Una maravilla de aromas, y en medio de las tentaciones, una llave. Luego le sirvió el café—. Es para ti. Úsala con cuidado.
La tomó en la mano y la sopesó. Apenas diez gramos, y aun así el camino del Paraíso, pensó.
Dio la vuelta a la chapa de plástico de la que colgaba y leyó lo que ponía: LLAVE DE AMANTE.
La etiqueta no lo entusiasmó demasiado.
Parecía algo gastada.
Llamaron cuatro veces a Mie Nørvig, y las cuatro llamadas fueron en vano.
—Vamos a ver si están en casa —propuso Carl cuando el coche patrulla se acercaba a Halsskov y al puente del Gran Belt.
Encontraron la casa como una caravana preparada para la hibernación. Las contraventanas cerradas, el garaje vacío, hasta habían cortado el agua, como comprobó Carl cuando abrió el grifo de la manguera del jardín.
—Aquí, o sea, no se ve nada —comunicó Assad con la nariz metida entre las tablillas de las contraventanas en la trasera de la casa.
Diablos, pensó Carl. El ratón se había escapado.
—Podemos entrar por la fuerza —dijo Assad, sacando la navaja del bolsillo.
Joder, no se cortaba un pelo.
—Por el amor de Dios, mete eso al bolsillo. Podemos probar a mirar a la vuelta. Puede que para entonces hayan regresado.
No se lo creía ni él.
—Eso es Sprogø —informó Carl, señalando hacia delante, al otro lado de las rejillas de acero del puente del Gran Belt.
—Pues no parece tan terrible como lo fue en otros tiempos —comentó Assad con las piernas sobre la guantera. ¿Es que aquel hombre no sabía sentarse normal en un coche?
—Vamos a torcer aquí —indicó Carl cuando llegaron a la altura de la isla y a la desviación justo después del puente. Salió de la calzada y se encontró con una barrera que tenía pinta de estar muy cerrada—. Paramos aquí —dijo.
—Pero y después ¿qué? Vas a tener que meter la marcha atrás, o sea, para volver a la autopista, ¿estás chalado, entonces?
—Pondré las luces de emergencia al meter marcha atrás, los coches ya cambiarán de carril. Venga, Assad. Si vamos a pedir permiso para entrar, se nos va a ir el día.
Apenas transcurridos dos minutos, ocurrió algo. Una mujer de pelo corto se dirigió hacia ellos decidida, vestida con una zamarra de color naranja chillón con rayas cruzadas autorreflectantes y zapatos de tacón muy elegantes. Desde luego, una combinación que invitaba a la reflexión.
—No pueden estar aquí, ¡salgan enseguida! Ya nos encargaremos de abrir las barreras, pero tienen que continuar hacia Fionia o volver hacia Selandia, y dense prisa.
—Carl Mørck, del Departamento Q —espetó Carl, mostrando su placa—. Él es mi ayudante, estamos investigando un asesinato. ¿Tiene las llaves de este lugar?
Aquello tuvo cierto efecto, pero tampoco a ella le faltaba autoridad, así que retrocedió un par de pasos y se llevó el walkie-talkie a la oreja. Tras hablar un rato se volvió hacia ellos con la responsabilidad del funcionario cargándole las espaldas.
—Tenga —dijo, y le tendió el walkie-talkie.
—Carl Mørck, del Departamento Q de Jefatura, Copenhague. ¿Con quién hablo?
El hombre al otro lado de la línea se presentó. Por lo visto, uno de los peces gordos de la oficina gestora del puente, en Korsør.
—No puede venir a Sprogø sin estar acreditado, espero que lo entienda —dijo en pocas palabras.
—Ya lo sé. Tampoco yo puedo sacar la pistola ante un asesino de masas si no soy un policía diplomado de servicio, ¿verdad? Porque así es el mundo, ¿no? Comprendo muy bien su postura. Pero resulta que tenemos mucha prisa y estamos investigando algo bastante repugnante que, a primera vista, comenzó aquí, en Sprogø.
—¿A saber…?
—No puedo decírselo. Pero puede llamar a la directora de la Policía, a Copenhague. Ella le dará la acreditación en dos minutos.
Era una manera de hablar, porque a veces podía pasar un cuarto de hora hasta conseguir hablar con su secretaria, y es que tenían un trabajo del copón en aquel momento.
—Pues sí, creo que haré eso.
—Qué bien. Pues muchas gracias, se lo agradezco —exclamó Carl, apagó el aparato y lo devolvió.
—Nos ha dado veinte minutos —explicó a la señora del festival color naranja—. Si puede enseñarnos todo en ese tiempo, me gustaría saber lo que sepa sobre la época en que hubo en la isla un asilo para mujeres.
Apenas quedaba nada de la disposición original, explicó su guía; varias reformas se habían encargado de ello.
—En el extremo de la isla estaba la casita La Libertad, donde podían pasar las mujeres una semana en horas diurnas. Eran sus vacaciones. En realidad era una estación de cuarentena para marineros apestados en los viejos tiempos, pero ya ha desaparecido —continuó, y los condujo a un patio cerrado donde un árbol enorme esparcía su sombra sobre el adoquinado.
Carl miró los cuatro edificios que los rodeaban.
—¿Dónde vivían las mujeres? —preguntó.
La mujer señaló arriba.
—En lo alto, donde están las pequeñas buhardillas. Pero se ha reconstruido todo. Hoy en día se celebran congresos y cosas por el estilo.
—¿Qué hacían las mujeres aquí? ¿Podían hacer lo que quisieran?
La mujer se alzó de hombros.
—No creo. Cultivaban hortalizas, recogían grano, cuidaban del ganado. Y ahí había un taller de costura —dijo, señalando el edificio del este—. Al parecer, aquellas retrasadas tenían buena mano para las labores manuales.
—¿Las chicas eran retrasadas?
—Bueno, es lo que se decía. Pero no creo que todas lo fueran. ¿Quieren ver la celda de castigo? Todavía sigue ahí.
Carl hizo un gesto afirmativo. Con sumo gusto.
Atravesaron un comedor con altos paneles de madera azul y una bonita vista al mar.
La mujer hizo un gesto amplio para abarcar la estancia.
—Aquí comían solo las chicas. El personal comía en la sala contigua. Nada de mezclarse, no.
»Y al otro extremo del edificio vivían la directora y la subdirectora, pero ahora está todo cambiado. Suban por aquí.
Los condujo por unas escaleras empinadas a una zona más humilde. Un gran lavabo corrido de terrazo a un lado del estrecho pasillo, y un montón de puertas al otro.
—No tenían mucho sitio, porque había dos en cada habitación —explicó, señalando un cuarto de techo bajo abuhardillado.
Luego abrió una puerta que daba a una mansarda alargada con muebles, estanterías y colgadores numerados guardados.
—Las chicas guardaban aquí lo que no les entraba en el cuarto —indicó.
La zamarra anaranjada les pidió que volvieran al pasillo, y luego señaló una pequeña puerta justo al lado, provista de dos pestillos enormes.
—Esta es la celda de castigo. Aquí las metían si desobedecían.
Carl subió el escalón, atravesó la puerta baja de tablas y se encontró en una estancia tan estrecha que había que acostarse a lo largo.
—Podían encerrarlas varios días, o más tiempo. A veces las amarraban, y si se ponían rebeldes, les ponían inyecciones. No debía de ser divertido.
Sin duda, un eufemismo. Carl se volvió hacia Assad. Tenía el ceño fruncido, y un aspecto nada bueno.
—¿Estás bien, Assad?
Este asintió lentamente con la cabeza.
—Es que esas marcas ya las he visto antes.
Señaló el interior de la puerta, donde la pintura debería haber cubierto varios surcos profundos.
—Son marcas de uñas, Carl, créeme.
Salió tambaleándose de la celda y se quedó un rato apoyado en la pared.
Quizá algún día le explicase qué le sucedía.
Entonces el walkie-talkie de su guía dio un pitido.
—¿Sí…? —dijo la mujer, y en dos segundos cambió la expresión de su rostro—. De acuerdo, se lo diré.
Volvió a colgar el aparato del cinturón con expresión ofendida.
—Saludos de mi jefe: dice que no ha podido hablar con la directora de la Policía, y que varios de mis compañeros nos han visto andar por la zona en sus monitores. Ha dicho que deben largarse. Y yo digo que lo hagan enseguida.
—Lo siento. Dígale que la he engañado. Pero gracias, ya hemos visto suficiente.
—¿Estás bien, Assad? —preguntó después de un largo silencio mientras atravesaban Fionia.
—Sí, sí. No te preocupes.
Se enderezó en el asiento.
—Ahora tienes que salir, o sea, por la salida 55 —informó, señalando el mapa del GPS.
Pero ¿aquel pequeño chivato no iba a decírselo ya?
—A seiscientos metros, tuerza a la derecha —hizo saber el GPS.
—Assad, no hace falta que me guíes. Ya lo hará el GPS.
—Y de aquí tomamos la carretera 329 hasta Hindevad —continuó su pequeño ayudante, impasible—. Desde allí hay unos diez kilómetros hasta Brenderup.
Carl dio un suspiro. En aquel momento le parecían diez kilómetros de más.
Tras más comentarios intercalados cada veinte segundos, Assad señaló por fin su destino.
—Tage vivía, o sea, en esa casa —dijo, dos segundos antes de que el GPS lo corroborase.
Llamar a aquello casa era mucho decir. Era más bien un barracón de madera ennegrecida por la creosota y pegada sobre un batiburrillo de materiales de desecho, desde hormigón aligerado hasta placas de uralita, en la que se había grabado el paso del tiempo desde los cimientos hasta lo alto de la chapa ondulada curtida por los elementos. Ningún motivo de orgullo para el pueblo, pensó Carl cuando salió del coche y se subió los pantalones.
—¿Estás seguro de que la mujer nos espera? —preguntó después de tocar el timbre por quinta vez.
Assad asintió con la cabeza.
—Sí, sí. Sonaba como una señora encantadora por teléfono —explicó—. Tartamudeaba un poco, pero la cita, entonces, era firme.
Carl también asintió en silencio. «Sonaba como una señora encantadora», le había dicho. Aquel hombre desde luego que sabía desarrollar el idioma danés.
Oyeron las toses antes que las pisadas. Bueno, al menos había alguien.
En la tos se mezclaban pulmones de fumadora, pelos de gato y un aliento a alcohol concentrado; pero a pesar de aquellas desventajas evidentes, y de lo inapropiado del lugar como vivienda humana, aquella persona anciana llamada Mette Schmall era capaz de pasearse por la estancia como si fuera la dueña del castillo de Havreholm.
—Bueno, Tage y y-yo no estábamos cas-casados, pero el ab-bogado sabía qu-que si hacía una of-ferta por la casa n-no sería inapropiado que me qu-quedara con ella.
Encendió un cigarrillo. Seguro que no era el primero del día.
—Tuve que pagar diez m-mil coronas, que era mumucho dinero en mil novecientos n-noventa y c-cuatro, cuando se re-realizó la te-testamentaría.
Carl miró alrededor. Por lo que recordaba, diez mil coronas era lo que costaba una cámara de vídeo en aquella época, y era mucho dinero por una cámara, pero no por una casa, desde luego que no. Por otra parte, ¿quién no preferiría ser dueño de una cámara que de aquel montón de restos de materiales de construcción?
—Ta-tage solía estar aq-aquí —declaró la mujer, mientras apartaba con suavidad a un par de gatos—. Yo no vengo nu-nunca aquí. No sería co-correcto.
Abrió una puerta forrada con viejos anuncios de varias marcas de aceite lubricante, y se adentraron en un tufo bastante mayor que el que acababan de dejar atrás.
Fue Assad quien encontró la puerta al exterior, y fue también él quien descubrió la fuente del hedor. Cinco botellas de vino en un rincón, junto a la cama, todas llenas de orina. A juzgar por las botellas, habían estado llenas hasta arriba, porque el vidrio se había vuelto opaco del todo por la sustancia que queda cuando se evapora el pis.
—Ah, sí. Esas las ten-tenía que haber echado —dijo la mujer, y las arrojó a las malas hierbas que crecían frente a la casa.
Se encontraban en un viejo taller de bicis y motocicletas. Montones de herramientas y viejos cachivaches, y, en medio de todo, una cama, cuya ropa era más o menos del mismo color que el suelo cubierto de manchas de aceite.
—¿Tage no te dijo qué tenía que hacer cuando se marchó aquel día?
—No. De p-pronto se p-p-puso de lo más mi-misterioso.
—Vaya. ¿Podemos echar un vistazo?
La mujer hizo un gesto: su casa era de ellos.
—D-desde que estuvo el policía local n-no ha entrado n-nadie —informó la mujer, enderezando la colcha. Como si valiera para algo.
—Bonitos carteles —opinó Assad, señalando las fotos de chicas de Rapport que había en las paredes.
—Sí, son anteriores a la silicona, a la maquinilla de afeitar para mujeres y a los tatuajes —gruñó Carl, mientras agarraba un montón de papeles mezclados que estaban en una huevera llena de bolas de rodamiento.
Era muy difícil de creer que alguno de aquellos montones desordenados fuera a dar información sobre el paradero de Tage Hermansen.
—¿Habló Tage alguna vez de alguien llamado Curt Wad? —preguntó Assad.
Ella sacudió la cabeza.
—Ajá. ¿De quién solía hablar? ¿Lo recuerda?
La mujer volvió a sacudir la cabeza.
—De n-nadie. Sobre todo hablaba de Kreidler-Florets, Puchs y SCOs.
Assad no comprendía.
—Son marcas de motocicletas, Assad. Bruuum, bruuum, ya sabes —explicó Carl haciendo girar unos aceleradores imaginarios. Después continuó—: ¿Dejó Tage algo de dinero?
—Ni una c-corona, no.
—¿Tenía enemigos?
La mujer rio y le sobrevino un ataque de tos. Tras toser bien y secarse los ojos, dirigió a Carl una mirada elocuente.
—Usted ¿qu-qué cree?
Fue señalando la estancia.
—Esto n-no es exactamente un p-palacio, ¿verdad?
—Bueno, sería deseable que hubiera hecho algo al respecto, pero no ha pasado gran cosa desde entonces, así que no puede haber sido la causa de su desaparición, ¿verdad? ¿Se te ocurre algún motivo, Mette Schmall?
—N-ni uno.
Carl vio que Assad echaba un vistazo a las páginas centrales de Rapport. ¿Estaría pensando llevárselas a casa?
Se volvió y vio un sobre que le enseñaba Assad.
—Estaba colgado de la pared.
Assad señaló un alfiler clavado en la placa de pladur, justo encima de una de las chicas desnudas.
—Ya ves, entonces, el agujero. Han sujetado el sobre con dos alfileres, mira.
Carl achicó los ojos. Si Assad lo decía, sería verdad.
—Uno de los alfileres se ha salido, y el sobre se ha metido detrás del póster, suspendido aún del otro alfiler.
—¿Qué le pasa a ese sobre? —preguntó Carl, tomándolo.
—Bueno, está vacío, pero mira el remitente —respondió Assad.
Carl leyó.
—Pone «Nete Hermansen, Peblinge Dossering 32, 2200 Copenhague N».
—Ya. Ahora dale la vuelta y mira el matasellos.
Lo hizo. Estaba algo borroso, pero se podía leer.
«28/8/1987», ponía. Solo una semana antes de la desaparición de Tage.
No era seguro que significara nada, porque como era natural siempre solían encontrarse efectos correspondientes al período justo anterior a la desaparición de su dueño. ¿Dónde se había visto que por si acaso la gente tirara las cosas datadas justo antes de desaparecer? A no ser que tuviera algún objetivo concreto. Tal vez incluso saber que iba a desaparecer.
Carl miró a Assad. Por su mente estaban pasando mil ideas, era evidente.
—Llamaré, o sea, a Rose —balbuceó Assad mientras tecleaba el número—. Tiene que saber lo del sobre, punto.
Carl hizo una panorámica por el taller. Si había un sobre, tenía que haber una carta. Tal vez estuviera escondida tras los carteles, tal vez debajo de la cama o en la papelera. Tendrían que registrarlo todo más a fondo.
—Por cierto, ¿sabes quién es esa Nete Hermansen, Mette Schmall? —preguntó.
—No. P-pero debe de ser alguien de la f-familia, por el ap-pellido.
Tras una hora de búsqueda infructuosa en los restos de Tage y tres cuartos de hora atravesando Fionia volvieron al enorme puente que une Fionia con Selandia, cuyos pilones casi atravesaban las nubes.
—Ahí está otra vez esa isla de mierda —comentó Assad señalando hacia Sprogø, que aparecía ante ellos entre la niebla.
La contempló un rato en silencio, y luego se volvió hacia Carl.
—¿Qué hacemos si Herbert Sønderskov y Mie Nørvig siguen sin estar en casa, Carl?
Carl observó la isla mientras pasaban al lado. Parecía un lugar pacífico, allí, en medio del puente, al que daba apoyo. El faro, que se erguía blanco en la verde colina, los bellos edificios amarillos a su arrimo, los prados verdes y los indómitos matorrales.
La antesala del infierno, la había llamado Rose, y Carl notó de pronto que la maldad se colaba por encima de los quitamiedos y que los fantasmas del pasado tenían el alma herida y cicatrices en su vientre estéril. ¿El Estado danés había aprobado, e incluso incitado, aquel tipo de intervenciones realizadas por médicos titulados y personal de asistencia? Era difícil de comprender. Claro que… La verdad es que se sabía de parecidas diferencias extremas de tratamiento en la Dinamarca actual. Solo que por lo visto no habían madurado aún como para llegar a ser escándalos.
Sacudió la cabeza y apretó el acelerador.
—¿Qué era lo que decías, Assad?
—Que a ver qué hacemos si Herbert Sønderskov y Mie Nørvig siguen sin estar en la casa.
Carl se volvió hacia él.
—En ese caso, supongo que seguirás teniendo la navaja donde la tenías antes.
Assad hizo un gesto afirmativo; así que estaban de acuerdo. Ahora sí que iban a mirar en los archivos y ver de qué iba el caso Hermansen, al que se había referido Mie Nørvig. Con orden de registro o sin ella; de todas formas, no se la iban a conceder, aunque lo intentaran.
Sonó el móvil de Carl, que encendió los altavoces.
—Hola, Rose. ¿Dónde estás? —preguntó.
—Cuando ha llamado Assad he ido a Jefatura; por lo menos es más emocionante que estar en Stenløse mirando a las musarañas. Y he investigado algo el caso —dijo con voz excitada—. Y vaya si me he sorprendido. Imagínate, hay una Nete Hermansen que vive en esa dirección de Nørrebro; qué guay, ¿no?
Assad levantó el pulgar en el aire.
—Ya veo. Pero será una señora mayor, ¿no?
—Eso no lo he averiguado todavía, pero veo que ha estado registrada en esa dirección como Nete Rosen. Bonito apellido, ¿verdad? Igual debería pensar en comprarlo. Así me llamaría Rose Rosen, ¿a que suena bien? A lo mejor la señora podría adoptarme. Es imposible que sea peor que mi madre.
Assad rio, y Carl se abstuvo de hacer comentarios. Oficialmente, no sabía nada de la vida privada de Rose. Si trascendía que había estado fisgando en su vida por medio de su verdadera hermana Yrsa, las cosas iban a ponerse feas.
—Bien, Rose. Esa información la analizaremos luego. Mientras tanto, comprueba los datos que tenemos de ella, ¿vale? Ahora nos dirigimos a Halsskov, para ver los archivos de Nørvig. ¿Alguna novedad por ahí?
—Sí, ahora controlo mejor las aventuras y desventuras de Curt Wad, porque me he puesto en contacto con un periodista, Søren Brandt, que tiene mucha información sobre ese partido tras el que está Curt Wad.
—¿Ideas Claras?
—Sí. Pero me parece que en su vida privada no ha sido todo tan claro. Desde luego, no es un señor agradable. Ha habido a lo largo del tiempo muchas denuncias, pero ninguna condena, aunque parezca increíble.
—¿A qué te refieres?
—A varias cosas, pero todavía no he estudiado los casos. Søren Brandt va a enviarme más material. Mientras tanto, estoy revisando viejos expedientes; y deberíais estarme agradecidos, porque no es ni por el forro un trabajo de mi gusto.
Carl asintió en silencio. Tampoco del suyo.
—En cuanto a Curt Wad, se menciona un antiguo caso de violación, que fue sobreseído. Después hubo tres casos llevados por abogados de oficio. En 1967, 1974, y el último en 1996. Lo han denunciado varias veces por declaraciones racistas. Denunciado por incitación a la discriminación, denuncia por violación del derecho a la propiedad privada, varias denuncias también por injurias. Todas ellas sobreseídas, y solo unas pocas con suficiente fundamento, en opinión de Søren Brandt. La causa de sobreseimiento solía ser falta de pruebas.
—¿Lo han acusado de homicidio?
—No directamente, pero de manera indirecta, sí. Acusaciones de abortos forzados en varios casos. ¿Eso no es homicidio?
—Bueeeno, tal vez. Desde luego, es una circunstancia agravante si la mujer no estaba de acuerdo.
—Ya. Pero sea como sea, el caso es que tenemos delante a un hombre que durante toda su vida ha establecido una diferencia clara entre los denominados subhumanos y los buenos ciudadanos. Un hombre competente cuando la buena gente sin hijos le pedía ayuda; y todo lo contrario si acudían a él lo que denominaba subhumanos con sus problemas de embarazo.
—Porque ¿qué ocurría entonces?
Carl había recibido de Mie Nørvig insinuaciones que tal vez fueran a tomar cuerpo ahora.
—Pues eso, que no ha habido ninguna sentencia, pero la Dirección de Sanidad ha estado varias veces en su consulta para ver si había extraído fetos a mujeres embarazadas sin su aprobación ni conocimiento.
Carl notó que Assad se removía en el asiento de al lado. ¿Quizá alguna vez se habían atrevido a llamarlo subhumano?
—Gracias, Rose. Seguiremos hablando cuando volvamos a Jefatura.
—Otra cosa, Carl: uno de los seguidores de Ideas Claras, un tal Hans Christian Dyrmand, de Sønderborg, se ha suicidado. Así es como me he puesto en contacto con ese periodista, Søren Brandt. Escribió en su blog que en principio podría haber relación entre lo que hacía Curt Wad en su época y lo que hacía Dyrmand.
—Cabrón de mierda —soltó Assad; lo que, viniendo de él, no era poco.
Encontraron la casa de Halsskov tan vacía como por la mañana, así que Assad se palpó el bolsillo e iba ya camino del jardín trasero cuando Carl lo detuvo.
—Espera un poco, quédate en el coche, Assad —indicó, y se dirigió hacia el bungaló del otro lado de la carretera.
Mostró su placa de policía, y la mujer la miró, asustada. A veces solía ocurrir; otras veces escupían encima.
—No, no sé dónde están Herbert y Mie.
—¿Tal vez tienen trato con ellos?
Aquello la hizo salir un poco de su reserva.
—Sí, sí, somos buenos amigos. Jugamos al bridge cada quince días, y cosas así.
—¿Y no tiene ni idea de dónde pueden encontrarse? ¿Vacaciones, hijos, casa de veraneo?
—No. Nada de eso. Suelen viajar de vez en cuando, y mi marido y yo solemos cuidarles las plantas, a no ser que esté la hija en la casa. Es una especie de toma y daca, claro. También nosotros tenemos plantas que cuidar cuando nos vamos de vacaciones.
—Las contraventanas están cerradas. Eso querrá decir que van a estar fuera más de unos días.
La mujer se llevó la mano a la nuca.
—Sí. Y eso es lo que nos inquieta. ¿Cree que puede haber sucedido algo serio?
Carl sacudió la cabeza y dio las gracias. Aquello daría a la señora sobre qué cavilar, y al menos estaría atenta a lo que ocurría al otro lado de la carretera.
Pasó junto al coche patrulla y observó que Assad ya había salido, y a los pocos segundos, que las contraventanas de una ventana de la trasera de la casa estaban entreabiertas, así como la ventana. Ni una marca, ni un rasguño. Seguro que Assad lo había hecho muchas veces antes.
—¡Carl, baja a la puerta del sótano! —gritó Assad desde el interior.
Gracias a Dios, los archivadores seguían allí. Así que la desaparición de los dueños tal vez no guardara relación con la visita que hicieron la víspera.
—Hermansen. Es lo primero que debemos buscar —hizo saber a Assad.
No habían pasado veinte segundos, y Assad apareció con la carpeta colgante en la mano.
—En la H, claro. Más fácil, o sea, imposible. Pero no aparece Tage Hermansen.
Tendió la carpeta a Carl, que extrajo el expediente. «Curt Wad contra Nete Hermansen», ponía en él, y debajo aparecía la fecha del proceso de 1955, sellos del distrito judicial y el logotipo del bufete de Philip Nørvig.
Tras hojear con rapidez el texto del expediente, advirtió que aparecían palabras como «denuncia de violación» y «declaración de haber pagado por la interrupción de su embarazo». Todo ello presentado como si la carga de la prueba incumbiera solo a la tal Nete Hermansen. El caso terminó con la absolución de Curt Wad, eso se desprendía con claridad de los documentos; pero nada ponía acerca de qué fue de Nete Hermansen.
En aquel momento sonó el móvil de Carl.
—No es buen momento para llamadas, Rose —la amonestó.
—Pues yo creo que sí que lo es. Escucha esto: Nete Hermansen ha sido una de las chicas de Sprogø. Estuvo internada desde 1955 hasta 1959. ¿Qué me dices?
—Te digo que me lo imaginaba —respondió Carl, sopesando el expediente en la mano.
Pesaba poco.
Un cuarto de hora después habían terminado de cargar expedientes en el maletero del coche patrulla.
Justo cuando cerraban el maletero vieron una furgoneta verde subiendo la colina hacia ellos. No fue el vehículo lo que hizo que Carl le dirigiera una mirada; fue el modo en que aminoró la velocidad de pronto.
Se enderezó y lo miró de frente, mientras al parecer el conductor vacilaba y no podía decidir si detenerse o acelerar.
Luego el chofer miró hacia las casas junto a las que pasaba. Tal vez buscase un número, pero estos estaban a la vista en aquel barrio de chalés; ¿por qué había de ser tan difícil?
Cuando la furgoneta pasó junto a Carl el conductor giró la cabeza, así que solo se vio su pelo ondulado, casi blanco.