Capítulo 24

Noviembre de 2010

CARL miró la hora cuando torció para entrar en el edificio de aparcamientos con los limpiaparabrisas chirriando. Las 15.45, justo tres cuartos de hora de retraso para la estúpida consulta con Kris, el psicólogo. Lo que iba a tener que oír a Mona aquella noche. ¿Por qué coño tenía que ser todo tan complicado?

—Será mejor, entonces, que llevemos esto —dijo Assad, sacando del portaobjetos lateral un paraguas plegable.

Carl apagó el motor. No estoy de humor para compartir el paraguas con nadie, pensó, hasta que llegó a la salida de aquella caja de hormigón y vio que alguien había quitado el tapón al cielo y no se veía nada a diez metros.

—¡Carl, ven que te tape! ¡Acabas de estar enfermo! —gritó Assad.

Carl observó con desconfianza el paraguas a lunares. ¿Qué coño hacía un hombre en edad de procrear comprando una cosa tan espantosa? Y además, de color rosa.

Se metió bajo aquel trasto y atravesó vacilante los charcos junto a Assad, hasta que un compañero emergió de pronto de la lluvia y se dirigió hacia ellos con una sonrisa irónica en los labios, como si sospechase que lo suyo era algo más que relaciones entre compañeros. De lo más comprometedor.

Carl dio un paso adelante bajo la lluvia con la barbilla adelantada. Los hombres con paraguas y los que almorzaban en la hierba con el torso desnudo no eran de su agrado.

—Vaya, te has mojado un poco, Carl —le dijeron en el cuerpo de guardia cuando pasó ante ellos como una centella, emitiendo un sonido como el de un desatascador funcionando a tope.

—Rose, ¿puedes averiguar quién está detrás de la organización Benefice? —pidió Carl, esquivando los comentarios de su compañera sobre ballenas varadas y bañeras volcadas.

Se secó de mala manera la ropa con papel higiénico y se prometió a sí mismo conseguir un par de secamanos de aire caliente para los servicios. Un cachivache así habría devuelto a su cuerpo la temperatura normal en un plis-plas.

—¿Has hablado con Lis, Assad? —preguntó tres cuartos de rollo de papel higiénico más tarde, mientras Assad se inclinaba sobre la alfombra de orar en su armario de escobas.

—Enseguida, Carl. Primero la oración.

Carl miró el reloj. En breve, la mitad de Jefatura se marcharía a casa, incluida Lis. Claro, alguien tenía que cumplir con los horarios de trabajo.

Se dejó caer con pesadez en su silla y la llamó por teléfono.

—¿Digaaa…? —cantó una voz que sonaba sin duda como la de la señora Sørensen.

—Eh… ¿Lis?

—No, está en el ginecólogo. Soy Cata, Carl.

Ciertamente, podía haber prescindido de las dos informaciones.

—Vaya. ¿Habéis averiguado a quién ha llamado ese Louis Petterson hacia las tres?

—Pues sí, amigo mío.

«Amigo mío.» ¿Era eso lo que había dicho? ¿En qué cursillo había participado? ¿Uno para grandes lameculos?

—Ha llamado a un tal Curt Wad, en Brøndby. ¿Quieres su dirección?

El único resultado de dos llamadas a Louis Petterson fue un mensaje de que el móvil no estaba disponible. ¿Qué otra cosa podía haberse esperado? Aunque a Carl le habría divertido ver la reacción de Petterson al preguntarle por qué había llamado por teléfono al hombre con quien decía no tener ninguna relación.

Con un suspiro dirigió la mirada al tablón de anuncios y encontró el número del móvil de Kris, el psicólogo, en un post-it. No era un número que hubiera pensado añadir a su lista, pero mejor era usarlo que tener que caminar entre charcos hasta Anker Heegaards Gade con aquel tiempo de perros.

—Kris la Cour —respondió la voz. Anda la osa, ¡si el tío también tenía apellido!

—Carl Mørck —se presentó.

—Ahora no tengo tiempo de hablar contigo, Carl, he de atender a un paciente. Llama mañana temprano.

Mierda. Esa noche tenía bronca asegurada en casa de Mona.

—Perdona, Kris, perdona —se apresuró a disculparse—. Siento muchísimo no haber podido acudir a tiempo a la consulta, pero es que el camino estaba cubierto de obstáculos. Por favor, dame hora para el lunes por la tarde. Sé que me hará bien.

El silencio que siguió fue tan horrible como el tiempo que transcurre entre las palabras «apunten» y «fuego». No cabía duda de que el pretencioso esparcecolonias iba a informar de todo a Mona.

—Hmmm, ¿de verdad? —dijo por fin.

Carl estaba a punto de responder «De verdad, ¿qué?», cuando comprendió la pregunta.

—Desde luego. Creo que tu tratamiento va a hacerme mucho bien —aseguró, aunque al decirlo pensara más en el acceso al generoso cuerpo de Mona que en que el psicólogo fuera a enderezarle las retorcidas circunvoluciones cerebrales.

—Vale. Entonces, el lunes. Podemos quedar a las tres, como hoy. ¿De acuerdo?

Carl miró al techo. Joder, ¡qué remedio!

—Gracias —dijo, y colgó.

—Tengo dos cosas para ti —se oyó detrás.

Ya había notado el perfume antes de que ella dijera nada. Como una colada con suavizante, vibraba en el aire. Era muy difícil no enterarse.

Carl se volvió hacia Rose, que estaba en el hueco de la puerta con un fajo de periódicos bajo el brazo.

—¿Qué perfume es ese que llevas? —preguntó, consciente de que las próximas palabras podrían convertirse en puñaladas letales si no andaba con cuidado.

—¿El perfume? Ah, es de Yrsa.

No había más que hablar. Desde luego, iba a costarles librarse de aquella Yrsa.

—Para empezar, he investigado a ese Herbert Sønderskov, el que habéis visitado en Halsskov. Tal como declara, no puede tener relación directa con la desaparición de Nørvig, ya que vivió en Groenlandia desde el primero de abril hasta el 18 de octubre de 1987. Lo contrataron como jurista en el Gobierno autónomo.

Carl hizo un gesto afirmativo mientras unos síntomas desagradables se acumulaban en sus intestinos.

—En cuanto a Benefice, es un instituto de análisis financiado por donaciones. Aparte de un par de analistas políticos que trabajan como autónomos para la empresa, solo hay un periodista empleado, que es Louis Petterson. Trabajan según el «método del maletín», es decir, que elaboran notas breves que sirven a los políticos atareados para orientarse en pocos segundos. Material muy populista y tendencioso, y también falaz, si quieres saber mi opinión.

No lo dudo, pensó Carl.

—¿Quién está detrás de la organización?

—Una tal Liselotte Siemens. Es la presidenta del consejo de administración, y su hermana es la directora.

—Hmmm. No me dice nada.

—A mí tampoco. Pero he investigado un poco su pasado. De hecho, he retrocedido en el tiempo veinticinco años observando sus sucesivas direcciones en el registro civil, hasta que he encontrado algo que puede servirnos.

—¿A saber…?

—En aquella época vivía bajo el mismo techo que un conocido ginecólogo de Hellerup llamado Wilfrid Lønberg, que es el padre de las dos hermanas. Y, bueno, es bastante interesante.

—Ya veo —comentó Carl, inclinándose hacia delante. ¿Y por qué?

—Porque Wilfrid Lønberg es también uno de los fundadores de Ideas Claras. ¿No lo has visto en la tele?

Carl trató de hacer memoria, pero los intestinos habían cortado la conexión con la corteza cerebral.

—Vale. ¿Y para qué quieres esos periódicos?

—Assad y yo estamos volviendo a peinar el período de las desapariciones, pero esta vez en otros periódicos. Queremos estar seguros de conocer todos los datos.

—Buen trabajo, Rose —la felicitó, tratando de calcular la distancia al servicio a zancadas.

Diez minutos más tarde estaba, algo pálido, delante de Assad.

—Me voy a casa, Assad. Tengo las tripas revueltas.

Ahora seguro que dice: «¿Qué te he dicho?», pensó Carl.

Pero no: Assad buscó bajo la mesa, sacó el paraguas y se lo dio.

—Problemas ha de tener el dromedario que no sepa toser y cagar al mismo tiempo.

A saber qué carajo significaba aquello.

El camino hasta casa fue un baile de claqué sobre el acelerador y un sudar continuo, porque su estómago se había rebelado. Si lo paraba alguno de sus compañeros de Tráfico, iba a decir que se trataba de un asunto de fuerza mayor. De hecho, estuvo pensando poner la luz azul, porque hacía decenios que no se cagaba en los pantalones, y, si dependía de él, esas estadísticas debían durar muchos años más.

Por eso estuvo a punto de echar abajo la puerta de la entrada a su casa cuando la encontró cerrada con llave. ¿A quién diablos se le había ocurrido?

Tras pasar cinco minutos en el trono, por fin se tranquilizó. En dos horas tendría que estar con una sonrisa dentífrica haciendo de niñero con aquel monstruo de nieto.

Hardy estaba despierto cuando Carl entró en la sala. Miraba la lluvia, que desbordaba los canalones obstruidos.

—Vaya tiempo de perros —dijo cuando oyó los pasos de Carl—. Y yo daría un millón por poder caminar un minuto bajo la lluvia.

—Antes de nada, buenas tardes, Hardy.

Carl se sentó junto a la cama y deslizó sus dedos por la mejilla de su amigo.

—Todo tiene sus desventajas. Acabo de pillarme una infección intestinal de mil pares a causa del tiempo.

—¿En serio? También daría un millón por algo así.

Carl sonrió y siguió la mirada de Hardy.

Sobre el edredón había una carta abierta, y Carl reconoció al instante la dirección del remitente. También él esperaba recibir un escrito así pronto.

—¡Vaya! Por lo que veo, la Administración os ha concedido el divorcio a ti y a Minna. ¿Cómo lo llevas?

Hardy apretó los labios y trató de mirar hacia cualquier parte menos al rostro compasivo de Carl. Era algo desgarrador.

—Creo que no puedo hablar de ello ahora —respondió tras un minuto de profundo silencio.

Carl lo entendía mejor que nadie. Había sido un buen matrimonio. Casi seguro que el mejor de los que había visto entre sus conocidos. Dentro de unos meses iban a cumplir las bodas de plata, pero la bala también puso fin a aquello.

Hizo un gesto afirmativo.

—¿Te lo ha traído Minna en persona?

—Sí. Y nuestro hijo. Hacen bien.

Hardy lo entendía, por supuesto. ¿Por qué había de detenerse la vida de su amada, solo porque la suya se había detenido?

—Lo más irónico es que hoy ha surgido una nueva esperanza.

Carl notó que las cejas se le arqueaban sin querer. Sonrió con aire de disculpa, pero era demasiado tarde.

—Sí, ya sé qué piensas, Carl. Que soy un idiota que no quiere mirar a los ojos a la realidad, pero es que hace media hora Mika me ha hecho algo que me ha dolido de cojones, hablando en plata. Morten, al menos, se ha puesto a bailar.

—¿Quién diablos es Mika?

—Bueno, ya veo que no has parado mucho en casa últimamente. Si no sabes quién es Mika, tendrás que preguntárselo a Morten. Pero llama a la puerta antes. Están en la fase de intimidad.

Y emitió un graznido que podría interpretarse como una risa.

Carl se quedó en absoluto silencio ante la puerta de Morten, en el sótano, hasta que una risa sofocada al otro lado le dio la señal de llamar a la puerta.

Entró con cuidado. Imaginarse el espectáculo de un Morten fofo y pálido en contacto íntimo con alguien llamado Mika era para asustar a cualquiera.

Los dos hombres estaban ante la puerta abierta a lo que en sus tiempos fue una sauna, encantadores con los brazos echados al hombro.

—Hola, Carl. Estoy enseñando a Mika mi colección de Playmobil.

Carl se dio cuenta de la cara de tonto que debió de poner. Morten Holland se había atrevido a invitar a su casa a aquella belleza morena ¡¿para enseñarle su colección de Playmobil?! Joder, aquello superaba con creces los trucos que él empleaba en sus tiempos para atrapar a mujeres en sus redes.

—Hola —se presentó Mika, tendiendo a Carl una mano con más vello que el que tenía él en el pecho—. Mika Johansen. Soy coleccionista, como Morten.

—Aaaah —reaccionó Carl, falto de consonantes.

—Bueno, Mika no colecciona Playmobil y huevos Kinder como yo, pero mira qué me ha dado.

Morten le enseñó una cajita de cartón. «3218 Obrero de la construcción», ponía. Y, en efecto, dentro había un hombrecillo vestido de azul con un casco rojo y algo que debía de ser un enorme escobón.

—Muy bonito —dijo Carl, devolviendo la caja.

—¡¿Bonito?! —Morten rio y dio un fuerte abrazo a su invitado—. No es bonito, es fantástico, Carl. He completado la colección de un grupo de trabajadores desde 1974, cuando empezó todo, hasta ahora. Y la caja está impecable. Es increíble, de verdad.

Carl no había visto tan entusiasmado a su arrendatario desde que entró en la casa tres años antes.

—¿Y tú qué coleccionas? —preguntó Carl a aquel Mika, aunque sin ninguna gana de saberlo.

—Colecciono libros de anticuario que tratan del sistema nervioso central.

Carl trató en vano de esbozar una mueca que fuera adecuada, y el Adonis moreno rio.

—Sí, ya sé que es algo raro para coleccionar. Pero hay que tener en cuenta que soy fisioterapeuta, y también acupuntor diplomado, así que, al fin y al cabo, tampoco es tan raro.

—Nos conocimos cuando tuve aquel ataque de tortícolis, hace dos semanas. ¿No te acuerdas de que no podía mover la cabeza?

Pero ¿es que había algún momento en el que Morten pudiera mover la cabeza? Desde luego, no había reparado en ello.

—¿Has hablado con Hardy? —preguntó Morten.

—Sí, por eso he bajado. Me ha dicho que algo le había dolido de cojones, hablando en plata.

Se volvió hacia Mika.

—¿Le has metido una aguja en el ojo?

Trató de reír, pero fue el único.

—No, pero le he pinchado en los nervios que parecen estar activos.

—¿Y ha reaccionado?

—Ya lo creo —aseguró Morten.

—Debemos intentar que Hardy se siente —continuó Mika—. Tiene sensibilidad en varias partes del cuerpo. Un punto en el hombro y dos puntos en la base del dedo pulgar. Es muy alentador.

—Alentador. ¿Por qué?

—Estoy seguro de que ninguno de nosotros comprende cuánto ha luchado Hardy para estimular esas sensaciones. Pero todo parece indicar que, mediante un gran esfuerzo continuado, podrá aprender a mover el dedo pulgar.

—Vale, el dedo pulgar. ¿Y eso qué significa?

Mika sonrió.

—Significa un montón de cosas. Significa contacto, trabajo, transporte, la capacidad de poder decidir por sí mismo.

—¿Te refieres a una silla de ruedas eléctrica?

Siguió una pausa, en la que Morten miró embelesado a su conquista y Carl sintió calor en la piel y su corazón empezó a latir más deprisa.

—Sí, eso y muchas cosas más. Tengo contactos en el sistema sanitario, y Hardy es sin duda un hombre por quien merece la pena y se puede luchar. Estoy convencido de que su vida podría cambiar de raíz en el futuro.

Carl se quedó callado. Se sentía como si la estancia le cayera encima. No sabía dónde tenía las piernas ni hacia qué dirigir la vista. En suma, que estaba conmovido igual que un niño que de pronto comprende el mundo. La sensación le era casi desconocida, así que no supo hacer otra cosa que dar un paso adelante y abrazar a aquel hombre. Quería darle las gracias, pero no le salían las palabras.

Entonces sintió una palmada en el hombro.

—Sí —dijo aquel ángel anunciador—. Ya sé lo que debes de sentir, Carl. Es algo grande, muy grande.

Menos mal que era viernes y la juguetería de la plaza de Allerød seguía estando muy concurrida. Tenía el tiempo justo para encontrar algún trasto para el nieto de Mona, nada que pudiera usarse para pegar.

—Hola —saludó algo después al chaval que estaba en la entrada de Mona; no parecía necesitar ayuda para pegar.

Dio el regalo al chico estirando el brazo, y vio que una mano avanzaba hacia él como una serpiente dispuesta a morder.

—Buenos reflejos —dijo a Mona, mientras el chico se largaba con su botín, y la apretó contra sí con tanta decisión que no podría intercalarse una brizna de hierba entre ellos. Olía muy bien y estaba apetitosa como nunca.

—¿Qué le has dado? —preguntó Mona, besándolo. ¿Cómo diablos iba a recordarlo con aquellos ojos castaños tan cerca?

—Eh… pues una… Phlat Ball, creo que se llama. Una pelota que se aplasta como un disco y luego vuelve a convertirse en pelota. También tiene temporizador…, creo.

Ella lo miró con escepticismo. Imaginaba que a Ludwig no le costaría encontrar para aquel juguete usos diversos en los que Carl no había pensado.

Esta vez Samantha, la hija de Mona, estaba mejor preparada, así que le dio la mano sin fijar la mirada en sus zonas corporales menos agraciadas.

Tenía los ojos de su madre. No entendía cómo diablos podía haber alguien con el coraje de convertir a aquella diosa en una madre soltera. Era lo que estaba pensando, hasta que Samantha abrió la boca.

—Esperemos que esta vez no te goteen los mocos en la salsa, Carl —comentó, y soltó una carcajada de lo más inoportuna.

Carl trató de participar en la diversión, pero su risa no alcanzó la misma resonancia.

Fueron directos a cenar, y Carl estaba dispuesto para el combate. Cuatro pastillas de la farmacia habían hecho detener la gimnasia intestinal, y estaba bien mentalizado para resistir.

—Bueno, Ludwig, ¿qué te ha parecido la Phlat Ball?

El chico no respondió. Tal vez porque tenía dos puñados de patatas fritas metidos en la boca.

—La ha arrojado por la ventana al primer intento —respondió su madre—. Cuando terminemos de cenar tienes que bajar al patio a buscarla, ¿entendido, Ludwig?

El chico tampoco respondió esta vez. Al menos era coherente.

Carl miró a Mona, que se alzó de hombros. Por lo visto, el examen no había terminado.

—Cuando te dispararon ¿salió algo de tu cerebro por el agujero? —preguntó el chaval tras otro par de puñados de patatas fritas. Señaló la cicatriz de la sien de Carl.

—Solo un poco —respondió Carl—. Así que ahora solo soy el doble de listo que el primer ministro.

—No es mucho decir —rezongó la madre desde un lateral.

—Soy bueno en matemáticas, ¿tú también? —preguntó el chico, dirigiendo por primera vez su mirada clara hacia Carl. Podría llamársele contacto.

—Fantástico —mintió Carl.

—¿Conoces el del 1.089? —preguntó el chico. Era increíble que pudiera decir una cifra tan alta. ¿Qué edad podía tener? ¿Cinco años?

—Puede que necesites una hoja de papel, Carl —dijo Mona, sacando un cuaderno y un lápiz de un cajón del escritorio que tenía detrás.

—Bien —empezó el chico—. Piensa un número cualquiera de tres cifras, y escríbelo.

Tres cifras. ¿De dónde coño sacaba esa palabra un enano de cinco años?

Carl asintió con la cabeza, y escribió 367.

—Ahora dale la vuelta.

—¿Darle la vuelta? ¿A qué te refieres?

—Pues eso, tendrás que escribir 763, ¿no? Oye, ¿estás seguro de que no salió más masa encefálica de la que crees? —preguntó la encantadora madre del chico.

Carl escribió 763.

—Ahora resta al mayor de los dos el menor —dijo el genio de rizos rubios.

763 menos 367. Carl tapó el lápiz con la mano, para que no vieran que marcaba las que llevaba, como le enseñaron en la escuela primaria.

—¿Cuánto sale? —quiso saber Ludwig con la mirada encendida.

—Eh… 396, ¿no?

—Ahora pon el número al revés y súmalo a 396. ¿Cuánto sale?

—¿693 más 396, quieres decir? ¿Cuánto sale?

—Sí.

Carl hizo la suma mientras tapaba la maniobra con la mano.

—Sale 1.089 —respondió, tras algunos problemas con las que llevaba.

El chico echó una sonora carcajada cuando Carl alzó la cabeza. También él se dio cuenta de su expresión sorprendida.

—Ahí va la pera, Ludwig. ¿Sale siempre 1.089, empezando por cualquier número?

El chico pareció decepcionado.

—Claro, es lo que te he dicho, ¿no? Pero si empiezas, por ejemplo, por 102, después de la primera resta te quedas con 99. Entonces no hay que escribir 99, sino 099. El número siempre tiene que ser de tres cifras, recuerda.

Carl movió lentamente la cabeza arriba y abajo.

—Chico listo —dijo con aspereza, y sonrió a la madre—. Debe de venirle de la madre.

Ella no dijo nada. Así que debía de ser verdad.

—Samantha es una de las matemáticas más listas del país. Pero todo indica que Ludwig va a ser mejor aún —anunció Mona mientras le pasaba el salmón.

Bien, madre e hijo, lobos de la misma camada. Quince partes de inteligencia, diez partes de iniciativa y dieciséis partes de mala educación, vaya mezcla. Desde luego, no iba a ser fácil integrarse en aquella familia.

Tras otro par de retos intelectuales, Carl se libró de los jueguecitos. Dos raciones más de patatas fritas con la guinda de tres bolas de helado dejaron al chico cansado. Se despidieron, y allí estaba Mona mirándolo con ojos chispeantes.

—He quedado con Kris para el lunes —se apresuró a decir Carl—. Lo he llamado para disculparme por no haber podido llegar a tiempo hoy; pero es que no he parado desde primera hora de la mañana, Mona.

—No pienses en eso —dijo ella, atrayéndolo tan cerca que a Carl le dio un calentón. Después deslizó la mano hacia abajo, donde todos los chicos sanos pasan el día manoseando—. Me parece que estás preparado para un poco de gimnasia entre sábanas.

Carl aspiró poco a poco entre los dientes. Vaya, aquella mujer tenía buena vista. A lo mejor la había heredado de su hija.

Tras las obligadas maniobras preliminares que culminaron cuando Mona fue al baño para «arreglarse», Carl se quedó sentado en el borde de la cama con las mejillas ardiendo, los labios hinchados y los calzoncillos demasiado pequeños.

Entonces sonó su móvil.

Vaya mierda, era el número de Jefatura de Rose.

—¿Sí, Rose…? —dijo con cierta brusquedad. Después continuó, mientras notaba que su orgullo del entresuelo encogía poco a poco—. Sé breve, porque tengo entre manos algo importante.

—Ha resultado, Carl.

—¿Qué ha resultado, Rose? ¿Por qué estás aún en Jefatura?

—Estamos, o sea, los dos. ¡Hola, Carl! —oyó a Assad vociferar en segundo término. ¿Estarían de fiesta en el sótano?

—Hemos encontrado otro caso de desaparición. Lo que pasa es que lo denunciaron un mes más tarde que los demás, y por eso no lo identificamos al principio.

—Ya, ¿y vas y lo relacionas con los otros, sin más? ¿Por qué?

—Lo llamaban «el caso de la Velo Solex». Un hombre fue en Velo Solex desde Brenderup, en Fionia, hasta la estación de tren de Ejby. Dejó la motocicleta en el aparcamiento de bicis, y desde entonces nadie lo ha visto. Sencillamente, desapareció.

—¿Y cuándo dices que pasó?

—El 4 de septiembre de 1987. Pero eso no es todo.

Carl miró la puerta del baño, tras la que su sueño erótico emitía sonidos femeninos.

—Rápido, ¿qué más hay?

—Se llamaba Hermansen, Carl. Tage Hermansen.

Carl arrugó el entrecejo. ¿Y…?

—¡Sí, hombre! ¡Hermansen! —gritó Assad por detrás. ¿No te acuerdas? Es el apellido que mencionó Mie Nørvig como el primer caso que compartieron, entonces, su primer marido y Curt Wad.

Casi, casi podía ver las cejas galopantes de Assad.

—Bien —reconoció Carl—. Hay que investigarlo. Buen trabajo. Y ahora marchaos a casa.

—Entonces quedamos en Jefatura, ¿vale, Carl? ¿Qué te parece mañana temprano, a las nueve? —retumbó por detrás la voz de Assad.

—Eh… mañana es sábado, Assad. ¿Has oído hablar de días festivos?

Se oyó un ruido por el auricular, al parecer quien hablaba era Assad.

—Oye, Carl. Si Rose y yo podemos trabajar en sábado, también tú podrás darte un paseo en coche hasta Fionia un sábado, ¿no?

No era una pregunta que debiera responder. Era un cebo, y además una decisión firme.