Septiembre de 1987
NETE despertó aquella mañana con un dolor de cabeza espantoso. No sabía si sería por los experimentos llevados a cabo la víspera con aquellos líquidos hediondos en la mesa del cuarto herméticamente cerrado, o por saber que aquel día, el más decisivo de su vida, iba a matar a seis personas en menos de doce horas.
Lo que sí sabía era que si no tomaba sus pastillas contra la migraña todo iba a irse al garete. Quizá bastara con dos pastillas, pero tomó tres, y se quedó una o dos horas mirando el reloj, mientras sus capilares cerebrales se sosegaban y la luz podía llegar a la pupila sin sentirla como descargas eléctricas.
Después colocó las tazas de té sobre el aparador de caoba de su agradable sala de estar, alineó con cuidado las cucharillas de plata y colocó el frasco de extracto de beleño de forma que pudiera sacarlo sin problemas y verter en las tazas lo que hiciera falta cuando llegara el momento.
Repasó por décima vez el plan, y luego se puso a esperar oyendo a sus espaldas el tic-tac del reloj de péndulo inglés. Al día siguiente por la tarde iba a despegar su vuelo a Mallorca, y el reflejo de la vegetación de Valldemossa, de color verde claro, ocuparía su mente, dejando escapar el pasado y demás fantasmas.
Hasta entonces, solo se trataba de llenar bien la cámara mortuoria.
La familia de acogida a la que la envió su padre después de su aborto espontáneo en el arroyo recibió a Nete como a una paria, y eso fue lo que siguió siendo.
La habitación de la criada estaba apartada, y el trabajo diario era exigente, así que el único momento en que tenía trato con la familia era a las horas de comer, y eso en absoluto silencio. Si alguna rara vez abría la boca la hacían callar, por mucho que ella se esforzaba en hablar educadamente. Incluso la hija y el hijo, que eran de su misma edad, apenas la miraban. Era una desconocida, y sin embargo la trataban como si tuvieran un derecho ilimitado sobre su vida. Pocas experiencias agradables, y nada de palabras amorosas. Eso sí, exigencias, seriedad y amonestaciones no faltaban.
Veinte kilómetros separaban el hogar de su infancia de la familia de acogida de Nete, no era más que una hora en bici. Pero no tenía bici, así que cada día se conformaba con esperar que su padre anunciara su llegada. Pero nunca lo hizo.
Cuando apenas llevaba año y medio con la familia, la llamaron al salón familiar, donde estaba el guarda rural hablando con su padre adoptivo. Estaba sonriendo, pero en cuanto vio a Nete cambió su expresión.
—Nete Hermansen: siento comunicarte que tu padre se ahorcó en su casa el domingo pasado. Por ello, las autoridades han propuesto que esta buena familia sean tus guardianes permanentes. Eso significa que tienen autoridad sobre ti hasta que cumplas veintiún años. Creo que deberías estar agradecida. Tu padre no dejó más que deudas.
Eso sí que era parquedad. Nada de pésames ni información sobre el entierro.
Le hicieron un breve saludo con la cabeza. La vida de Nete se derrumbaba. La audiencia había terminado.
Estuvo llorando en el prado, mientras las chicas y los chicos cuchicheaban como se hace cuando se habla de los que no están en el grupo. Y a veces se sentía tan sola que le dolía. A veces tenía tanta necesidad de contacto físico que le ardía la piel.
Si al menos le hubieran hecho alguna caricia, un ligero roce en la mejilla… Pero a Nete le enseñaron a pasar sin ellas.
Cuando aquel fin de semana llegaron las ferias al pueblo, las demás chicas de la granja fueron allí en autobús sin decirle nada. Así que se colocó junto a la carretera con dos coronas en el bolsillo y se puso a hacer dedo.
La camioneta que se detuvo no era muy ostentosa, con el remolque arañado y los asientos blandos, pero al menos el conductor sabía sonreír.
No debía de saber quién era ella.
Dijo que se llamaba Viggo Mogensen y que era de Lundeborg. En el remolque llevaba pescado ahumado para un tendero que lo vendía en un puesto del mercado. Dos cajas enteras que olían a mar y humo; en suma, un acontecimiento inusual.
Cuando las demás chicas la vieron entre tiovivos y puestos de tiro con un helado en la mano y acompañada de un joven apuesto, sus miradas se llenaron de algo que no había visto nunca. Después lo interpretó como envidia, pero en el momento se quedó asustada; tampoco le faltaban razones para ello.
Era un día caluroso, como los veranos con Tage, y Viggo hablaba con tal entusiasmo del mar y la vida libre que Nete lo vivía casi como si le pasara a ella. Una creciente sensación de felicidad la embargó y dio a Viggo más libertad de acción que lo que otras circunstancias habrían permitido.
Por eso dejó que le echara el brazo al hombro cuando la llevó de vuelta. Por eso lo miró con esperanza y mejillas encendidas cuando él detuvo el coche en una arboleda y la atrajo hacia sí. Y por eso no pareció peligroso cuando él se puso el condón y dijo que así iba a ser maravilloso y que no había ningún peligro.
Pero su expresión cambió cuando, tras sacar el miembro, observó que el condón estaba rasgado. Nete preguntó qué iba a pasar si se quedaba embarazada, y esperó tal vez que él dijera que no era imposible, y que desde luego la llevaría a casa con él.
Pero no lo dijo, y ella sí que se quedó embarazada, y las demás chicas no tardaron en enterarse.
«Si vomitas en los sembrados es porque hay simiente en la barriga», gritó una de ellas. Y todas se echaron a reír hasta caérseles los pañuelos de cabeza.
Media hora más tarde estaba ante su madre adoptiva, quien con voz trémula la amenazó con todo tipo de castigos y con la Policía si no se deshacía del feto. Aquel mismo día llegó un taxi al patio de la granja, y enviaron fuera al hijo. No querían que nadie lo relacionara con la inmundicia que había traído Nete a su vida. Y Nete sostenía que se trataba de un joven simpático de Lundeborg que conoció en las ferias, pero no le sirvió de nada, porque las chicas, que la habían visto con él, sostenían lo contrario: o sea, que era un charlatán que colaba su virilidad bajo las faldas de las chicas para pasárselo bien y nada más.
El resultado de la conversación fue un ultimátum. O volvía a la consulta del médico de su pueblo para que se deshiciera de aquello, o tendrían que pedir a la asistencia pública que llevara el caso a la Policía y al resto de autoridades.
—Ya has probado antes lo de deshacerte de un feto —le dijo su madre adoptiva sin la menor compasión. Después su padre adoptivo la llevó en coche y la dejó ante la casa del médico. Cuando hubiera terminado podía volver en el autobús, porque no disponía de todo el día para ella. No le deseó suerte, pero en su sonrisa quizá hubiera cierto aire de disculpa. Quizá de alivio.
Nete nunca sabía qué pensaba su padre adoptivo.
Pasó un buen rato removiéndose en su asiento, esperando, entrechocando sus rodillas en la sala de espera verde. El olor a bolitas de alcanfor y medicamentos le hacía sentirse mal, le daba miedo. El temor al instrumental médico y a las camillas la invadió, y los minutos avanzaron a paso de tortuga mientras los pacientes con sus toses y sus pies doloridos recibían tratamiento a puerta cerrada. Oía la voz del médico, grave y sosegada, pero no era nada tranquilizadora.
Cuando llegó su turno —era la última paciente del día, un médico que era más joven que el que había esperado le dio la mano y la saludó con voz cálida. Fue aquella voz la que le hizo olvidar su reserva inicial. Y cuando el médico añadió que claro que se acordaba de ella y luego le preguntó si se encontraba bien con su nueva familia, ella asintió en silencio y se puso a su merced.
No se extrañó cuando el médico dijo a la enfermera que podía marcharse, y tampoco cuando cerró la puerta con llave. Lo que sí le resultó raro fue que fuera el hijo, y no el padre, quien la examinara, como si lo hubiera hecho muchas veces. Pero solo se habían visto la única vez que el viejo médico fue a su casa después de su aborto.
—Tienes el honor de ser mi primera paciente ginecológica, Nete. Mi padre me acaba de pasar la consulta, así que ahora es a mí a quien debes decir «señor doctor».
—Pero mi padre adoptivo ha llamado a su padre, señor doctor. ¿Ya sabe lo que tiene que hacer?
Él estuvo examinándola de una manera que a Nete no le gustó. Fue a la ventana y corrió la cortina; después se volvió hacia ella con una mirada que decía que tras la bata y aquellos ojos había algo que era muy íntimo.
—Claro que lo sé —respondió él por fin, poniéndose frente a ella y dejando de mirarle el cuerpo—. Y, por desgracia, resulta que en este país no pueden realizarse interrupciones de embarazo de cualquier manera, así que ya puedes estar contenta de que tenga un carácter compasivo como mi padre. Pero eso ya lo sabes.
Entonces le puso la mano en la rodilla.
—También sabrás que ambos vamos a estar en apuros si sale de aquí el menor comentario acerca de la consulta de hoy.
Nete asintió con la cabeza y le extendió la mano con el sobre. Dentro, aparte de cinco monedas de dos coronas, había todo lo que había ahorrado en los últimos dos años, y también un billete de cien, contribución de su madre adoptiva. Cuatrocientas coronas en total. Esperaba que fuera suficiente.
—Espera un poco con eso, Nete. Primero túmbate en la camilla. Puedes dejar las bragas en la silla.
Ella obedeció, luego se quedó mirando las sujeciones para las piernas y pensó que no podría subirlas tan arriba. Sofocó una risa, aunque estaba asustada. Todo parecía irreal y cómico.
—Aaarriba —dijo él, levantándole las piernas hasta las sujeciones, y allí se quedó Nete con el vientre desnudo, extrañada de que tardara tanto en suceder algo.
Levantó la cabeza un momento y lo vio sombrío, mirando con fijeza entre sus piernas.
—Ahora tienes que estar quieta —dijo, meneando la cintura como si acabara de soltarse los pantalones y dejarlos caer.
En el segundo siguiente Nete supo que había visto bien.
Primero sintió los muslos velludos de él contra los suyos. Sintió cosquillas un segundo, antes de notar la embestida contra su vientre, que la hizo arquear el cuerpo hacia atrás.
—¡Ay! —gritó cuando él se retiró para después embestir con fuerza una y otra vez mientras la agarraba de las rodillas con tanta fuerza que Nete no podía retirarlas hacia sí ni retorcer el cuerpo. Él no decía nada, solo miraba entre las piernas de ella con los ojos muy abiertos.
Nete protestó y trató de que él cejara, pero tenía la garganta bloqueada. Luego cayó sobre ella con todo su peso, con su rostro cerca del suyo. Su mirada sin brillo parecía muerta. No fue nada gozoso, como con Tage y Viggo. Para nada. El simple olor del médico le daba náuseas.
No tardó mucho en ver que sus ojos entrecerrados se elevaban hacia el techo y sus labios se entreabrían para emitir un rugido.
Después se abrochó los pantalones y la acarició en la entrepierna dolorida y pegajosa.
—Ahora ya estás preparada —la informó—. Así es como se hace.
Nete se mordió el labio inferior. En aquel momento se llenó de vergüenza, una vergüenza que no la abandonaría. Aquella sensación de que cuerpo y mente eran cosas diferentes que podían usarse una contra otra. Y se sintió infeliz, enfadada y muy, muy sola.
Vio que él preparaba la máscara de la anestesia, y por un instante pensó que debería irse. Después llegó el olor dulzón del éter, que le ensanchó las ventanas de la nariz. Y mientras se alejaba entre nieblas, llegó a recordarse a sí misma que cuando hubiera pasado todo emplearía las diez coronas que le habían sobrado para comprar un billete de tren a Odense, y buscaría la llamada Ayuda a las Madres. Había oído decir que ofrecían ayuda a chicas como ella. Y desde luego Curt Wad iba a pagar lo que había hecho.
Así fue como se establecieron las bases para una catástrofe que duraría una vida.
Los días siguientes fueron una sucesión de derrotas. Las mujeres de Ayuda a las Madres se mostraron muy solícitas al principio, le ofrecieron té, la tomaron de la mano y parecía, en suma, que podían ayudarla. Pero cuando les contó lo de la violación y la consiguiente interrupción del embarazo y el dinero que había pagado, sus semblantes adquirieron una expresión seria, muy diferente.
—Antes de nada, Nete, debes ser consciente de que estás formulando unas acusaciones muy graves. Además, no entendemos que primero hayas tenido una interrupción de embarazo y después hayas acudido a nosotras. Todo esto parece de lo más inapropiado, y tendremos que informar del caso a las autoridades, espero que lo entiendas. Debemos mantenernos dentro de la legalidad.
Nete pensó decir que fue su familia de acogida la que lo había decidido. Que no querían que una chica que habían tomado a su cuidado exhibiese su inmundicia y su vida disoluta ante sus hijos y ante los jóvenes de ambos sexos a quienes habían dado empleo en la granja. Pero no lo dijo, así de leal actuaba para con su familia adoptiva, pese a todo. Y aquella lealtad no le fue correspondida, ni mucho menos; de eso se enteró más tarde.
Poco después se personaron en el despacho dos policías de uniforme que le pidieron que los acompañara. Iba a hacer una declaración en comisaría, pero antes tenían que darse una vuelta por el hospital para comprobar si era cierto lo que sostenía.
Cuando todo terminara podría quedarse a dormir en la ciudad, bajo el cuidado experto de la Ayuda a las Madres.
La examinaron en profundidad y comprobaron que era cierto, que había tenido una intervención ginecológica. Hombres vestidos con bata le metieron dedos y mujeres con emblemas de enfermera la secaron después.
Le hicieron preguntas, a las que contestó con franqueza, y sus rostros expresaban seriedad, y su cuchicheo en los rincones rezumaba preocupación.
Por eso estaba convencida de que aquellos médicos y enfermeras estaban de su parte, y por eso le entró miedo cuando encontró a Curt Wad libre y sonriente en la sala de interrogatorios de la comisaría. Al parecer, había hablado en tono conciliador con dos policías de uniforme, y al parecer el hombre que estaba a su lado, que se presentó como Philip Nørvig, abogado, estaba dispuesto a hacerle la vida muy difícil.
Pidieron a Nete que se sentara y saludaron con la cabeza a dos mujeres que entraron en el local. A una la conocía de Ayuda a las Madres, la otra ni se presentó.
—Nete Hermansen, hemos hablado con el señor doctor Curt Wad, quien nos ha confirmado que ha realizado un raspado en tu útero —informó la desconocida—. Tenemos aquí tu expediente con el doctor Wad.
Después depositaron en la mesa, ante ella, una carpeta. En la cubierta había escrita una palabra que no sabía leer, y debajo el número 64, hasta ahí llegaba.
—Este es tu expediente, escrito por el doctor Wad cuando saliste de su clínica —dijo el abogado—. De él se deduce con total claridad que te hizo un raspado tras violentas hemorragias irregulares, y que ese estado podría deberse a un aborto espontáneo que tuviste hace casi dos años. Pone también que, a pesar de tu edad, has reconocido contacto sexual reciente con desconocidos, afirmación que también suscriben tus padres adoptivos. ¿Es verdad?
—No sé qué es un raspado, lo único que sé es que el doctor hizo conmigo cosas inapropiadas.
Apretó los labios para controlar su temblor. Desde luego, esos hombres no iban a hacer que se echara a llorar.
—Nete Hermansen: como sabes, soy el abogado de Curt Wad, y debo pedirte que tengas cuidado con formular acusaciones que no puedes probar —dijo el abogado Nørvig, de rostro grisáceo—. Has dicho que el doctor Wad te ha realizado una interrupción del embarazo, y los médicos del hospital no han visto prueba de ello. Curt Wad es un médico meticuloso y muy capacitado, y está para ayudar a la gente, y no para llevar a cabo cosas ilegales como interrupciones de embarazo. Te han hecho un raspado, sí, pero ha sido por tu bien, ¿no es así?
Al hablar proyectaba su cuerpo hacia delante, como si quisiera golpear su cabeza contra la de ella, pero Nete no se asustó más de lo que ya estaba.
—Se tumbó sobre mí y se apareó conmigo, y yo grité que me dejara. Fue así, joder.
Miró alrededor. Era como hablar a la pared.
—Cuidado con las palabras que usas, Nete —la riñó la mujer de Ayuda a las Madres—. No te hacen ningún bien.
El abogado miró alrededor, elocuente. Nete lo aborrecía con toda su alma.
—Y también has declarado que el doctor Wad se sobrepasó contigo —continuó—, a lo que el señor doctor Wad replica amable que el éter de la anestesia te afectó mucho, y en esas circunstancias se puede llegar a alucinar. ¿Conoces la palabra, Nete?
—No, pero da igual. Porque hizo lo que no debía antes de ponerme la máscara.
Todos se miraron al oírlo.
—Nete Hermansen. Si alguien se sobrepasara con su paciente en esa situación, esperaría a que la paciente estuviera anestesiada, ¿no? —terció la mujer desconocida—. Has de saber que es muy difícil creerte. Sobre todo ahora.
—Pues así pasó.
Nete miró a su alrededor, y en aquel momento supo que ninguno de los presentes estaba a su favor.
Luego se puso en pie y volvió a notar malestar en el bajo vientre y una sensación de humedad en las bragas.
—Quiero ir a casa —hizo saber—. Iré en el autobús.
—Me temo que no va a ser tan sencillo, Nete. O retiras la acusación, o debemos pedirte que te quedes —dijo uno de los agentes. Empujó un papel hacia ella, que Nete no era capaz de leer, y señaló una línea en la parte inferior.
—Solo tienes que firmar ahí, y podrás marcharte.
Era fácil de decir. Pero para eso había que saber leer y escribir.
La mirada de Nete dejó la mesa y se deslizó hasta el rostro del hombre alto sentado frente a ella. Vio una especie de complicidad en los ojos de Curt Wad cuando sus miradas se encontraron, pero ella no la deseaba.
—Hizo lo que he dicho —insistió.
Le pidieron que se sentara en una mesa del rincón mientras hablaban entre ellos. Las mujeres, sobre todo, parecían tomárselo muy en serio, y Curt Wad sacudió varias veces la cabeza cuando ellas se dirigieron a él. Al final se levantó y dio la mano a todos.
Él sí que podía marcharse.
Dos horas más tarde, Nete estaba sentada en la cama de un cuartito de una casa que no sabía ni dónde estaba.
Le dijeron que el caso se tramitaría pronto, y que le asignarían un abogado de oficio. Y le dijeron que su familia de acogida iba a enviarle sus cosas.
Así que no querían que regresara a la granja.
Pasaron varias semanas hasta que el escrito de acusación contra Curt Wad llegó al juzgado, pero las autoridades no habían perdido el tiempo. Sobre todo Philip Nørvig, que era especialista en usar las declaraciones como arma arrojadiza, y las instancias judiciales lo escuchaban con agrado.
A Nete le hicieron pruebas de inteligencia, llamaron a testigos y sacaron copias de papeles.
Apenas dos días antes del día fijado para la audiencia, Nete pudo ponerse en contacto con el abogado de oficio que le habían asignado. Tenía sesenta y cinco años y era bastante amable, pero no podía decirse nada más de él.
Cuando estuvo en la sala del juicio tuvo conciencia plena de que nadie deseaba creerla, y de que el caso era ya demasiado serio para poder ignorarlo.
Ni uno solo de los testigos trató de girar la cabeza en dirección a ella mientras declaraba, y el aire de la estancia le parecía hielo.
Su odiosa y mezquina maestra de la escuela pudo hablar de faldas levantadas, palabras vulgares, estupidez, apatía y promiscuidad generalizada, y el cura que confirmó a sus compañeros de clase, de su falta de religiosidad y tendencias diabólicas.
Con aquello ya se sacó la conclusión: «retrasada antisocial».
Con esas fuertes tendencias asociales, Nete era sencillamente una perversa moral y una deficiente mental. Un ser inferior de la sociedad, a quien no convenía el trato con ella. Embustera y astuta, a pesar de su asistencia irregular a la escuela y escaso aprendizaje. «De carácter frívolo e inconsistente», decían una y otra vez. Ninguna palabra atenuante ni positiva. También le echaban en cara que animaba a los demás a la desobediencia, incluso al alboroto, y que sus fuertes y odiosas tendencias eróticas habían sido siempre una gran molestia; ahora que estaba sexualmente madura era también un peligro para quienes la rodeaban. Cuando se supo que había logrado un índice de 72,4 en el test de inteligencia de Binet-Simon, todos se convencieron de que Curt Wad había sido víctima de calumnias poco fiables y difamación mendaz, a pesar de sus buenas intenciones.
Ella protestó y dijo que las preguntas del test eran estúpidas, y después añadió que había dado a Curt Wad cuatrocientas coronas exactas por interrumpir el embarazo, tras lo que su padre adoptivo proclamó en el estrado de los testigos que era imposible que Nete hubiera ahorrado tanto dinero. Nete estaba escandalizada. O estaba mintiendo, o su mujer no le había contado que también ella había contribuido. Por eso Nete gritó que le preguntara a su mujer si no era cierto, pero la mujer estaba ausente, como lo estaba la voluntad de dar con la verdad.
Después el presidente de la junta parroquial, que estaba emparentado con uno de los que la habían arrojado al arroyo de Puge Mølle, presentó una declaración que abogaba por que un asilo de mujeres o, mejor aún, un reformatorio serían más adecuados para alojarla que una familia de acogida. Ya se sabía que se acostaba con cualquiera y que se provocó un aborto arrojándose sobre las piedras afiladas del suelo, dijo. Un auténtico oprobio para su pacífica congregación.
El tribunal rechazó una tras otra las acusaciones contra Curt Wad. A ratos Nete veía que para Philip Nørvig aquello era un trampolín a los tribunales, y una sonrisa irónica adornaba todo el tiempo el rostro tan sereno de Curt Wad.
Uno de los últimos días helados de febrero el juez sopesó los pros y los contras, y transmitió a Curt Wad las disculpas del tribunal por lo que había debido sufrir a causa de aquella joven embustera y asocial.
Cuando Wad desfiló frente a Nete hacia la puerta de salida, le hizo un breve saludo con la cabeza, para que el tribunal apreciara su magnanimidad, pero no el triunfo y el desprecio presentes en el rabillo del ojo. Fue más o menos entonces cuando el juez se dirigió a las autoridades para que trasladasen a esa joven de diecisiete años, menor de edad, a Asistencia Mental, y que allí hicieran lo posible por enderezar a aquella persona desviada, para que después se incorporara a la sociedad siendo una persona mejor.
Pasados dos días, la trasladaron al asilo Keller de Brejning.
El jefe de servicio le dijo que no la consideraba anormal, y que iba a escribir a la junta parroquial para, si se demostraba que no era una retrasada, darle de alta en la institución.
Pero tal cosa no iba a ocurrir.
Ya se encargó Rita de eso.