Capítulo 21

Noviembre de 2010

—PARECES cansado, Carl. ¿Quieres que conduzca yo? —preguntó Assad la mañana siguiente.

—Estoy cansado; y no, gracias, Assad, no quiero que conduzcas. Al menos mientras vaya yo dentro.

—¿Has dormido mal?

Carl no respondió. Había dormido muy bien, pero solo dos horas, porque había sido una noche de reflexión. Aquella noche Marcus Jacobsen le había enviado por correo electrónico la foto en que aparecía el asesinado entre Carl y Anker, confirmando así lo que le había contado Mona por teléfono.

«En este momento la Policía científica está trabajando para saber si podría tratarse de una fotografía trucada. Espero que lo sea, estarás de acuerdo conmigo, ¿no?», escribió el inspector jefe.

Hombre, claro. Por supuesto que esperaba que resultara estar trucada, porque lo estaba. A saber si Marcus Jacobsen no estaría buscando una especie de confesión.

Desde luego, no había estado en la puta vida cerca del asesinado, no lo conocía para nada, pero aun así era de esas cosas que te jodían y te quitaban el sueño. Si la Policía científica no podía probar que la foto estuviera manipulada, la suspensión de funciones de Carl estaba a la vuelta de la esquina. Todos conocían los procedimientos de Marcus Jacobsen.

Carl observó la cola de coches ante el coche patrulla, apretando las mandíbulas. Si hubiera pensado un poco, habrían salido a la carretera media hora más tarde.

—Mucho tráfico —informó Assad. Desde luego, no se le escapaba una.

—Sí. Como no empiece a aflojar el puñetero tapón, no vamos a llegar a Halsskov hasta las diez.

—Bueno, tenemos todo el día por delante, Carl.

—No, tengo que estar de vuelta para las tres.

—Vaya. Bueno, pues entonces, o sea, más vale que nos olvidemos de esto —dijo, señalando el GPS—. Salimos de la autopista y llegamos en menos que canta un gallo. Ya te indico yo el camino. Puedo consultar el mapa.

Aquella observación les costó una hora más hasta aparcar en la entrada de la casa de la viuda de Philip Nørvig justo cuando daban por la radio las noticias de las once.

—Una gran manifestación ante la casa de Curt Wad —informó la locutora—. Se ha puesto en marcha una acción común entre movimientos de base para dejar patentes los principios antidemocráticos que inspiran a Ideas Claras. Curt Wad ha manifestado…

En aquel momento Carl apagó el motor y pisó la gravilla del sendero de entrada.

—¡Si no hubiera sido por Herbert…!

La viuda de Philip Nørvig señaló con la cabeza a un hombre de su misma edad, mediados los setenta, que entró en la sala a saludar.

—… Cecilie y yo no habríamos podido seguir viviendo en esta casa.

Carl saludó cortés al hombre, que se dispuso a sentarse.

—Entiendo que debió de ser un momento duro para usted —dijo Carl, moviendo la cabeza arriba y abajo.

Y no exageraba nada, pues su marido no solo fue a la bancarrota, sino que se permitió escapar del follón que había montado.

—Voy a ir al grano, Mie Nørvig —dijo, y vaciló un poco—. Porque sigue apellidándose Nørvig, ¿verdad?

La viuda se frotó el dorso de la mano. La pregunta parecía haberla cohibido.

—Bueno, Herbert y yo no estamos casados. Cuando Philip desapareció fui a la quiebra, y no pudimos casarnos.

Carl trató de sonreír comprensivo, pero le importaba un pimiento el estatuto marital de la gente.

—¿Es posible que su marido se escapara de todo, que la situación se le hiciera incontrolable?

—No si se refiere a que pudiera suicidarse. Philip era demasiado cobarde para eso.

Sonó un poco duro, pero la realidad era tal vez que ella habría preferido que el hombre se hubiera colgado de uno de los árboles del jardín. También habría sido mejor para ella.

—No, me refiero a que su marido pudo escapar de todo, pero de verdad. Puede que fuera guardando dinero y se estableciera en alguna parte, en el quinto pino.

Ella lo miró, sorprendida. ¿Nunca le había pasado por la cabeza esa posibilidad?

—Imposible. A Philip no le gustaba nada viajar. A veces le suplicaba que hiciéramos algún pequeño viaje, ir a Harzen en autobús y cosas así. Solo un par de días. Pero no, no era del gusto de Philip. No le gustaban los sitios desconocidos. ¿Por qué cree, si no, que estableció su bufete en este agujero? Porque estaba a dos kilómetros de donde se había criado. ¡Por eso!

—Ya, pero quizá no tuviera otro remedio que marcharse, tal como estaban las cosas. La pampa argentina o los pueblos de montaña de Creta son bastante adecuados para tragarse a gente con problemas en el frente doméstico.

La viuda dio un bufido y sacudió la cabeza. Estaba claro que se le hacía del todo impensable.

Entonces intervino el hombre a quien había llamado Herbert.

—Perdone, pero me gustaría añadir que Philip era compañero de clase de mi hermano mayor, y mi hermano decía siempre que Philip era la personificación de un gallina.

Dirigió una mirada expresiva a su compañera sentimental. Seguro que para afianzar su posición como mucho mejor partido que su predecesor.

—Una vez que toda la clase iba de vacaciones a la isla de Bornholm, Philip no quiso ir. Dijo que no se entendía ni clavo de lo que decían los isleños, y que no le interesaba. Y aunque los profesores se cabrearon, no cedió. Era imposible obligarle a hacer algo que no quisiera.

—Mmm, a mí no me parece que fuera exactamente un gallina, pero por aquí tal vez vean las cosas de otro modo. Bien, entonces vamos a dejar de lado esa teoría. Nada de suicidio, nada de escapar a otro país. Lo único que queda es accidente, homicidio y asesinato. ¿Con cuál se quedan?

—Creo que fue esa condenada asociación de la que era miembro la que lo mató —sugirió la viuda, clavando la mirada en Assad.

Carl giró la cabeza hacia su ayudante, cuyas cejas oscuras estaban casi pegadas al pelo, junto al conocido montón de arrugas de la frente.

—Bueno, Mie, no puedes decir eso —la amonestó Herbert desde el sofá—. De eso no sabemos nada.

Carl fijó la mirada en la anciana.

—No entiendo. ¿Qué asociación? —preguntó—. En los informes policiales no hay nada sobre ninguna asociación.

—Es que no lo mencioné.

—Vaya. ¿Tal vez pueda levantar un poco el velo sobre lo que quiere decir?

—Sí. La asociación se llamaba La Lucha Secreta.

Assad sacó su bloc de notas.

—¿La Lucha Secreta? Qué nombre más pintoresco, suena casi como una vieja novela de Sherlock Holmes.

Trató de sonreír un poco, pero otras sensaciones habían despertado en su interior. Por eso preguntó:

—¿Y qué es eso de La Lucha Secreta?

—Mie, no creo que debas… —trató de meter baza Herbert, pero Mie no le hizo caso.

—No sé mucho de esa asociación, porque Philip nunca me decía nada al respecto, es que por lo visto no le dejaban. Pero con el paso de los años oí muchas cosas. No olvide que era su secretaria —respondió, apartando con la mano las protestas de su compañero sentimental.

—¿Qué cosas? —quiso saber Carl.

—Que había gente que merecía tener hijos y gente que no. Que Philip a veces ayudaba para imponer una esterilización forzada. Llevaba años haciéndolo antes de entrar yo en la empresa. Muchas veces hablaban de un caso antiguo cuando Curt venía de visita. Por lo visto, fue el primer caso en que colaboraron, el caso Hermansen, lo llamaban. Philip fue en los años siguientes la persona de contacto para médicos y otros abogados. Era como una gran red que dirigía él.

—Ya veo. Bueno, era el espíritu de la época, ¿no? Pero ¿por qué había de estar en peligro su marido debido a eso? Desde luego, se han esterilizado a muchísimos retrasados mentales durante años con la conformidad y la bendición de las autoridades.

—Sí, pero muchas veces se esterilizaba e internaba en asilos a gente que no era retrasada, porque era la manera más fácil de quitarla de en medio. Las gitanas, por ejemplo. Y mujeres de familias numerosas, y receptores de renta de subsistencia o prostitutas. Si La Lucha Secreta conseguía atraer a las mujeres a sus consultas, esas mujeres salían a menudo con las trompas ligadas, y desde luego sin feto en su útero, si es que lo había habido.

—No acabo de entenderlo. ¿Está diciendo que se hacían intervenciones graves, radicales y, por lo que oigo, también del todo ilegales en el vientre de las mujeres, y además sin su conocimiento?

Mie Nørvig levantó la cucharilla y removió en la taza. Tampoco es que hiciera falta, porque era café solo y estaba frío. Así que esa era su respuesta. De ahora en adelante tendrían que arreglárselas solos.

—¿Y tiene algo sobre esa asociación, La Lucha Secreta? ¿Apuntes, archivos, historiales o informes?

—No exactamente, pero tengo los expedientes y recortes de periódico de Philip en la planta baja, en su antiguo despacho.

—Oye, Mie, francamente ¿te parece una buena idea? ¿Sirve para algo? —preguntó su compañero sentimental—. Me refiero a que vamos a estar todos mejor si no revolvemos el viejo asunto, ¿no?

Mie Nørvig no respondió.

En aquel momento Assad levantó el brazo con cuidado, con una expresión de dolor en el rostro.

—Perdonen. ¿Puedo utilizar, o sea, el baño?

A Carl no le gustaba inspeccionar montones de viejos papeles, ya tenía a gente para eso. Pero como uno estaba en el trono mientras la otra cuidaba el despacho en retaguardia, no le quedó otro remedio.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó a la viuda, que estaba en medio del despacho del sótano mirando alrededor, como si no reconociera la estancia.

Carl dio un suspiro cuando ella sacó un par de cajones de dos archivadores, desvelando innumerables carpetas colgantes que los llenaban a reventar. Repasar aquello era una enormidad, así que la verdad era que prefería evitarlo.

La viuda se alzó de hombros.

—Llevo un montón de años sin mirar en los archivadores. De hecho, desde que Philip desapareció no me gusta nada bajar aquí. Ya me ha pasado por la mente tirarlo todo, no crea; pero es que son papeles confidenciales, y entonces hay que hacerlo como es debido, y es muy complicado. Así que prefiero cerrar con llave y olvidarme de ello; al fin y al cabo la casa es grande.

Calló un momento y volvió a mirar alrededor.

—Sí, no es moco de pavo —terció Herbert—. Tal vez debiéramos echarle un vistazo sin prisas Mie y yo. Si encontramos algo que pudiera interesarles, podemos enviárselo, ¿no? Solo tienen que decirnos qué quieren que busquemos.

—¡Ahora me acuerdo! —exclamó Mie Nørvig, señalando un armario de puerta persiana de madera clara, lleno de cajas con sobres impresos, tarjetas de visita y formularios.

Hizo girar la llave, y la tapa del armario se deslizó con un sonido sibilante, como la hoja de una guillotina.

—Ese de ahí —dijo, señalando un bloc azul de espiral tamaño pliego—. Lo rellenaba la primera mujer de Philip. Así que después de 1973, cuando Philip y Sara Julie se divorciaron, los recortes de periódico estaban sin pegar. Estaban sueltos.

—Pero entonces ¿usted ya los conoce?

—Sí, claro. Es que luego fui yo quien metía los artículos que Philip me pedía que recortase de los periódicos.

—Entonces, ¿qué quiere enseñarme? —preguntó Carl, mientras observaba que Assad volvía a la estancia y ya no estaba más pálido que lo que le convenía estar a una persona de origen árabe. Tal vez hubiera servido de algo la visita al baño.

—¿Estás bien, Assad? —preguntó.

—Una pequeña recaída, Carl.

Se apretó con cuidado el vientre, para dejar entrever que podrían quedar aún movimientos peristálticos descontrolados.

—Tenga. El recorte es de 1980, y esa es la persona a la que me refiero —hizo saber Mie Nørvig, señalando un recorte de periódico—. Curt Wad. A ese no lo tragaba. Cada vez que venía aquí, o cuando mi marido había hablado con él por teléfono, Philip se quedaba como transformado. Después de aquellas charlas se volvía muy cínico. No, la palabra no es esa, no es cínico: es duro como la piedra, como si careciera de sentimientos humanos. Y podía tratarnos con increíble frialdad a mí y a nuestra hija, sin ningún motivo. Como si su personalidad hubiera cambiado, porque normalmente era amable; pero en situaciones así discutíamos a menudo.

Carl miró el artículo. «Ideas Claras inaugura una sección local en Korsør», decía el titular, y debajo se veía la foto de prensa. Allí estaba Philip Nørvig con una chaqueta de lana a cuadros, mientras el hombre a su lado vestía un elegante traje negro y corbata bien prieta.

«Philip Nørvig y Curt Wad presidieron la reunión con gran autoridad», rezaba el pie de foto.

—¡Anda la osa! —exclamó Carl, mirando con aire de disculpa a los dueños de la casa—. Pero si es ese del que tanto se habla estos días. Claro, ahora recuerdo el nombre Ideas Claras.

Era una versión de Curt Wad algo más joven que la que había visto la víspera en la tele. Patillas negras. Un hombre alto y apuesto en la flor de la edad, y a su lado un hombre delgado con las rayas del pantalón bien marcadas y una sonrisa que parecía forzada y poco habitual.

—Sí, es él. Curt Wad —dijo Mie Nørvig, asintiendo con la cabeza.

—Estos días está haciendo campaña para meter a Ideas Claras en el Parlamento, ¿verdad?

Ella volvió a asentir con la cabeza.

—Sí, y no es la primera vez. Pero ahora parece que va a conseguirlo, y es terrible, porque es poderoso y cínico, tiene unas ideas enfermizas. No se puede permitir que se extiendan más.

—De eso no sabes nada, Mie —volvió a intervenir Herbert.

Quién le habrá dado vela en este entierro, pensó Carl.

—Claro que sé —replicó Mie Nørvig, algo irritada—. ¡Y también tú sabes! Has leído los periódicos igual que yo. Piensa, por ejemplo, en lo que estuvo escribiendo una temporada aquel Louis Petterson, ya hemos hablado de eso. Curt Wad y sus simpatizantes han tenido relación con casos feos de abortos, a los que se referían como raspados necesarios, y esterilizaciones. Intervenciones de las que las mujeres ni siquiera llegaban a tener conocimiento.

Herbert volvió a protestar, más afectado de lo razonable.

—Mi esposa… o sea, Mie, tiene la idea obsesiva de que Wad es el culpable de la desaparición de Philip. Ya saben lo que puede hacer el dolor…

Carl frunció el entrecejo y no perdió detalle de los gestos de Herbert, mientras que Mie Nørvig no le hizo el menor caso. Como si los argumentos de él hubieran perdido fuerza tiempo atrás.

—Dos años después de hacerse esa foto de prensa, después de miles de horas dedicadas a Ideas Claras, lo expulsaron. ¡Ese…! —dijo, señalando a Curt Wad—. Vino aquí en persona y expulsó a Philip sin previo aviso. Lo acusaba de malversación de fondos, pero no era cierto. Tampoco era cierto que Philip hubiera incurrido en abuso de confianza dentro de su empresa, ni se le pasaría por la cabeza. Lo que pasa es que no se le daban bien los números.

—Mie, no puedes vincular sin más la desaparición de Philip con Curt Wad y aquel episodio —la reconvino Herbert, muy moderado ya—. No olvides que el hombre todavía vive.

—Curt Wad ya no me da miedo, ¡ya hemos hablado de eso!

Su crítica fue vehemente, y llegó acompañada de rubor en las mejillas, en un rostro por lo demás bien empolvado.

—Por esta vez mantente fuera de la discusión, Herbert. No me interrumpas, ¿entendido?

Herbert se retiró. Era evidente que iban a volver a tratar la cuestión luego a puerta cerrada.

—¿Tal vez es también usted miembro de Ideas Claras, Herbert? —preguntó Assad desde el rincón.

La mandíbula del hombre se estremeció, pero no hizo ningún comentario. Carl miró inquisitivo a Assad, que señaló con la cabeza un diploma enmarcado colgado de la pared. Carl se acercó más. «Diploma de Honor», ponía. «Concedido a Philip Nørvig y Herbert Sønderskov, del bufete Nørvig & Sønderskov, por patrocinar las becas de Korsør en 1972.»

Assad achicó los ojos y luego señaló discreto con la cabeza hacia el compañero sentimental de Mie Nørvig.

Carl le devolvió el gesto igual de discreto. Assad tenía buena vista.

—Usted es también abogado, ¿verdad, Herbert? —preguntó Carl.

—Bueno, eso es mucho decir —repuso—. Pero lo he sido. Me jubilé en 2001. Pero sí, hasta entonces ejercí en la audiencia provincial.

—Y antes fue compañero de bufete de Philip Nørvig, ¿verdad?

La respuesta llegó en un registro algo más bajo.

—Sí, mantuvimos una colaboración magnífica hasta que decidimos ir cada cual por su lado en 1983.

—Entonces, si he entendido bien, eso fue tras las acusaciones contra Philip Nørvig y su ruptura con Curt Wad —continuó Carl.

Herbert Sønderskov frunció el entrecejo. Aquel jubilado algo encorvado tenía muchos años de experiencia en retirar acusaciones de los hombros de sus clientes, y ahora estaba valiéndose de su experiencia para protegerse a sí mismo.

—A mí, por supuesto, no me gustaban los asuntos en los que andaba metido Philip; pero la ruptura entre nosotros se debió a cuestiones más prácticas.

—¿Prácticas? Ya lo creo. Se llevó a sus clientes y a su mujer —llegó el comentario seco de Assad. Tal vez demasiado audaz—. ¿Eran de verdad buenos amigos cuando desapareció? ¿Y dónde estaba usted cuando ocurrió?

—Pero bueno, ¿ahora va a acusarme a mí?

Herbert Sønderskov se volvió hacia Carl.

—Creo que debería contar a su ayudante que en todo ese tiempo he conocido a muchos policías, y me he enfrentado casi a diario a ese tipo de indirectas e insidias. Pero no estoy acusado de nada, nunca lo he estado, ¿vale? Además, en aquella época estaba en Groenlandia. Estuve allí trabajando medio año, y no volví a Dinamarca hasta después de desaparecer Philip. Creo que un mes después, y por supuesto que puedo probarlo.

Fue entonces cuando se volvió hacia Assad para ver si su contraataque había forzado una adecuada mirada contrita en su rostro, pero la buscó en vano.

—Caramba. Además, mientras tanto la mujer de Philip Nørvig había quedado libre, ¿verdad? —continuó Assad.

Aunque parezca extraño, Mie Nørvig no hizo ningún comentario ante las travesuras de Assad. ¿Pensaría ella lo mismo?

—Oiga, esto es demasiado.

Herbert Sønderskov pareció haber envejecido de repente, pero eso no evitó que la mordacidad de otros tiempos siguiera al acecho.

—Les hemos abierto la puerta de nuestra casa y los hemos tratado bien, y ahora tenemos que oír estas cosas. Si es así como trabaja la Policía hoy en día, creo que voy a tomarme la molestia de sacrificar cinco minutos para encontrar el número de teléfono de la directora de la Policía. ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Assad? ¿Y el apellido?

Habrá que quitar hierro al asunto, pensó Carl. Porque con todo aquel jaleo que se había centrado en él los últimos días, desde luego que no le hacía falta más.

—Perdone, Herbert Sønderskov, mi ayudante se ha excedido. Lo tenemos prestado de otro departamento donde están acostumbrados a tratar con una clientela no tan selecta.

Se volvió hacia Assad.

—¿Te importa salir y esperar en el coche, Assad? Me reuniré contigo enseguida.

Assad se alzó de hombros.

—Vale, jefe. Pero recuerda que hay que mirar, o sea, a ver si hay algo sobre una tal Rita Nielsen en esos cajones.

Señaló uno de los armarios archivadores.

—En ese de ahí, al menos, pone «de L a N».

Después se volvió y salió por la puerta con un movimiento que podría hacer pensar que había pasado veinte horas cabalgando; quizá, a pesar de todo, su visita al baño no había sido definitiva.

—Pues sí —declaró Carl, volviéndose hacia Mie Nørvig—. Es verdad. Me gustaría mucho ver si hay algo en esos armarios sobre una mujer que desapareció el mismo día que su marido. Se llamaba Rita Nielsen. ¿Puedo buscar?

Sin esperar la respuesta, tiró del cajón donde ponía «de L a N» y miró en aquel desorden. Había un montón de Nielsens.

En el mismo instante, Herbert Sønderskov se acercó por detrás y cerró el cajón de un empujón.

—Lo siento, creo que debo decir basta. Esos casos son material confidencial, y no puedo permitir que se quiebre la intimidad de los clientes. Así que haga el favor de marcharse.

—Pues entonces tendré que conseguir una orden de registro —repuso Carl, sacando el móvil del bolsillo.

—Haga eso. Pero antes márchese.

—Me parece que no es una buena idea. Si en este momento hay una carpeta sobre Rita Nielsen, puede que no esté ahí dentro de una hora, ¿quién sabe? Esa clase de carpetas tienen la costumbre de cobrar vida de pronto y desaparecer.

—Si le estoy diciendo que se marche, tiene que marcharse, ¿entendido? —dijo Herbert Sønderskov con frialdad—. Es posible que consiga una orden de registro, y cuando llegue ya veremos. Conozco la ley.

—Tonterías, Herbert.

La viuda enseñó a su compañero sentimental quién llevaba los pantalones y quién podía mandar al hombre a tomar por saco frente a la tele, donde podría soñar con la comida que ella no iba a servirle durante una semana. Allí estaba la prueba de que la pareja es la forma de interacción humana que ofrece más posibilidades de castigo.

Luego Mie Nørvig tiró del cajón e hizo gala de la profesionalidad adquirida tras hojear en carpetas durante muchos años.

—Aquí —dijo, sacando una carpeta—. Es lo más cercano a una Rita Nielsen.

Le enseñó la carpeta. Ponía Sigrid Nielsen.

—Muy bien, gracias, ahora ya lo sabemos.

Carl hizo un gesto con la cabeza hacia Herbert, que lo miró enfadado.

—Mie Nørvig, ¿quiere ser tan amable de mirar si hay una carpeta a nombre de una mujer llamada Gitte Charles y un hombre llamado Viggo Mogensen? Después los dejaré en paz.

A los dos minutos estaba fuera. En los ficheros no había ninguna Gitte Charles ni ningún Viggo Mogensen.

Me parece, Assad, que ese tipo no va a tener buen recuerdo de ti —gruñó Carl en el coche cuando pusieron rumbo a Copenhague.

—No. Pero cuando un hombre como ese se pone histérico, se comporta como un dromedario hambriento que come ortigas. Mastica y mastica sin atreverse a morder de verdad. ¿Has visto, o sea, cómo se retorcía? Me ha parecido un tipo extraño.

Carl lo miró. Hasta de perfil se veía su sonrisa de oreja a oreja.

—Oye, Assad, ¿seguro que has estado en el baño?

Assad rio.

—No, me he dado una vuelta por la sala de arriba y he encontrado esto lleno de fotos.

Elevó la tripa hacia el techo, metió la mano bajo el cinturón y la llevó hacia sus zonas semidelincuentes.

—Mira —dijo, sacando un sobre y abriéndolo—. Lo he encontrado en el armario del dormitorio de Mie Nørvig. Estaba en una caja de cartón de las que siempre contienen cosas curiosas. Me he llevado todo el sobre, porque no despierta tantas sospechas como si me hubiera llevado, o sea, solo parte del contenido.

Una lógica irrebatible.

Carl se detuvo en el arcén y miró la primera foto.

Mostraba a un grupo de personas festejando algún acontecimiento feliz. Copas de champán en alto hacia el fotógrafo, todo sonrisas.

Assad puso un dedo en medio de la foto.

—Ahí está Philip Nørvig con una mujer que no es Mie. Debe de ser su primera mujer. Y mira esto —añadió, moviendo el dedo un poco a un lado—. Aquí están Herbert Sønderskov y Mie, y son más jóvenes que ahora. ¿No crees que parece como si él estuviera bastante loco por ella, o sea, ya entonces?

Carl asintió en silencio. Desde luego, el brazo de Sønderskov la asía con fuerza de los hombros.

—Mira detrás, Carl.

Le dio la vuelta. «4 de julio de 1973. Quinto aniversario de Nørvig & Sønderskov», ponía.

—Y mira luego la otra foto que he encontrado.

Tendió la fotografía a Carl. Colores desvaídos, y seguro que no la había hecho un fotógrafo profesional. Era la foto del matrimonio entre Mie y Philip Nørvig ante el Ayuntamiento de Korsør. Ella luciendo una bonita tripa, y Philip Nørvig con sonrisa de triunfador, en agudo contraste con el semblante hosco de Herbert Sønderskov, que estaba un par de peldaños más arriba.

—¿Entiendes entonces lo que quiero decir, Carl?

Carl hizo un gesto afirmativo.

—Philip Nørvig dejó embarazada a la amiguita de Herbert Sønderskov. Así que la secretaria follaba con los dos, pero fue Nørvig quien se llevó el trofeo.

—Exacto. Tenemos que investigar si Sønderskov estaba realmente de viaje cuando Nørvig desapareció —propuso Assad.

—Yo creo que sí que estaba fuera. Pero ahora me interesa más su defensa de ese Curt Wad que Mie Nørvig parecía odiar tanto. La verdad es que ese Curt Wad no parece muy simpático, ¿no? Creo que la intuición femenina sobre la desaparición de su marido, que ha dado mucho que pensar a Mie Nørvig, pide profundizar en las pesquisas.

—¿En las qué?

—En la investigación, Assad. Profundizar en la investigación. Tendremos que poner a trabajar a Rose, si es que le apetece.

Cuando llegaron al cartel de McDonald’s que tentaba a los conductores de la autopista en Karlstrup, Rose llamó otra vez.

—No pensarás que en un plis-plas pueda dar cuenta de la vida y milagros de ese cabrón de Curt Wad, ¿verdad? Tiene por lo menos un millón de años, y no se ha aburrido en la puta vida, joder con el tío.

Su registro de voz subió hasta ese nivel en el que era mejor cortar y tranquilizarla un poco.

—No, no, Rose. Basta con que me des las líneas maestras. Ya entraremos después en los detalles, si es que hace falta. Solo quiero que me digas si hay alguna fuente que resuma, por así decir, su vida. Un artículo, o algo así. Acerca de los asuntos turbios en que ha estado metido Curt Wad en relación con la prensa, las leyes del país y también su trabajo. Entiendo que ha estado sometido a muchas críticas.

—Si quieres oír críticas a Curt Wad, habla con un periodista llamado Louis Petterson. Ese sí que ha sido duro con él.

—Sí, es verdad, me lo han comentado hoy mismo. ¿Ha escrito algo recientemente?

—En realidad, no. Eso fue hace unos cinco o seis años, y después debió de parar.

—¿Igual no había mucho fundamento en la historia?

—Yo creo que sí lo había. Desde luego, muchos otros periodistas han intentado indagar en los asuntos de Curt Wad. Pero ese Louis Petterson consiguió algunos titulares grandes.

—Bien. Y ¿dónde vive ese Louis Petterson?

—En Holbæk. ¿Por qué?

—Dame su teléfono, hazme el favor.

—¡Caramba! ¿Qué ha pasado? ¿Cómo has dicho?

Carl pensó hacer un chiste, pero lo dejó. Tampoco sabía ninguno.

—Hazme el favor, he dicho.

—¡Aleluya! —gritó Rose, y le dio el número—. Pero si estás pensando en hablar con él, tendrás que buscarlo en el Vivaldi, en Ahlgade, 42, porque es allí donde está, según su esposa.

—¿Cómo lo sabes? ¿Ya has telefoneado a su casa?

—¡Pues claro! ¿Con quién crees que estás hablando? —replicó ella, y colgó de golpe.

—Mierda —dijo Carl, señalando el GPS—. Assad, apunta la dirección Ahlgade, 42, en Holbæk, vamos a un bar —dijo, y se imaginó la expresión de Mona cuando dentro de poco la llamara para notificarle que había tenido que cancelar la consulta con Kris, su amigo el psicólogo.

No iba a ponerse nada contenta.

Tal vez se había imaginado una pequeña tasca de esas en las que nunca entra la luz, por las que los periodistas agotados, por causas inescrutables, sienten predilección. Pero el Café Vivaldi no era así, todo lo contrario.

—¿No has dicho que era un bar? —preguntó Assad cuando entraron en la casa más bonita de la Calle Mayor, con su torre y todo.

Carl miró en el interior del enorme local abarrotado de gente, y fue entonces cuando se le ocurrió que no tenía ni idea del aspecto del tipo.

—Llama a Rose y pídele una descripción del hombre —ordenó, mientras observaba el local. Hermosos vidrios opalescentes y estucado en el techo. Acondicionado con gusto: buena iluminación, sillas y bancos de calidad, y un montón de detalles.

Apuesto a que es él, pensó mirando a un hombre que destacaba entre un grupo de tíos de mediana edad en la plataforma que había en el centro del local. Típicos ojos indolentes, rasgos faciales algo gastados y la mirada siempre de caza.

Miró a Assad, que asentía con la cabeza a lo que le decía Rose por el móvil.

—¿Y bien…? ¿Quién es, Assad? ¿Es ese de ahí? —preguntó, señalando a su candidato.

—No.

Assad echó una ojeada rápida por el variado surtido de grupos de mujeres consumidoras de ensalada, parejas acarameladas con los dedos trenzados sobre sus capuchinos, y gente solitaria con la nariz pegada al periódico y la cerveza sin tocar.

—Creo que es ese —exclamó, señalando a un joven rubicundo sentado en un banco rojo en el rincón junto a la ventana, jugando al backgammon con otro hombre de su misma edad.

No se me habría ocurrido en la vida, pensó Carl.

Se colocaron pegados a los dos jugadores mientras estos movían las fichas sobre el tablero; y como aparentemente no lograban atraer su atención, Carl se aclaró la garganta y dijo:

—Louis Petterson, ¿podemos hablar contigo un momento?

El joven alzó la vista una décima de segundo e hizo un salto mental de un estado de profunda concentración a una realidad rebosante de adrenalina. En menos de un segundo, Petterson captó la disparidad entre los dos hombres, pero aun así supuso que serían policías. Luego dejó caer la mirada al tablero y, tras un par de jugadas rápidas, preguntó a su compañero si podían hacer un pequeño descanso.

—Porque me parece, Mogens, que esos dos no están aquí para aprender trucos.

Es asombroso lo tranquilo que es el tío, pensó Carl, mientras su amigo asentía en silencio y desaparecía entre el gentío al otro lado de la plataforma.

—Ya no trabajo con casos de la Policía —comunicó, haciendo girar entre sus dedos la copa de vino blanco.

—Ya. Verás, recurrimos a ti porque has escrito bastante sobre Curt Wad —explicó Carl.

El hombre sonrió.

—Vaaaya, sois de la Comisaría Central de Información. Joder, hacía tiempo que no os dabais una vuelta por aquí.

—No, venimos del Departamento de Homicidios de Copenhague.

Al oír aquello, la expresión facial del tipo pasó con una simple arruga de ser arrogante a muy alerta. Sin la experiencia de años de servicio nadie se habría dado cuenta, pero Carl sí lo vio. Un periodista a la caza de la noticia no reaccionaba así. Al contrario, se habría alegrado. Tras palabras como homicidio y asesinato acechaba siempre la idea de líneas bien pagadas en un diario nacional. Pero su interés no parecía estar ahí, y eso lo decía todo.

—Hemos venido porque deseamos saber más de Curt Wad, de quien has escrito tanto. ¿Puedes concedernos diez minutos?

—Sí, hombre, pero llevo cinco años sin escribir sobre él. Me cansé.

Conque sí, ¿eh, amiguito? Entonces ¿por qué has estado girando la copa entre tus dedos sin parar?, pensó Carl.

—He mirado tus datos —mintió—. No estás en el paro, así que ¿con qué te ganas la vida en este momento, Louis?

—Estoy empleado en un organismo —informó, tratando de sondear cuánto sabía Carl en realidad.

Por eso Carl hizo un gesto afirmativo.

—Sí, ya sabemos. Y dinos, ¿de qué clase de organismo se trata?

—Bueno, pero antes, por ejemplo, ¿puedes decirme qué homicidio estáis investigando?

—¿He dicho que investigáramos un homicidio? No, no he dicho eso, ¿verdad, Assad?

Assad sacudió la cabeza.

—Tranquilo, hombre —lo sosegó Assad—. No sospechamos nada concreto de ti.

Era verdad, pero aun así tuvo cierto efecto en el hombre.

—¿Quién es sospechoso de qué? Por cierto, ¿puedo ver vuestras placas?

Carl sacó la placa y la puso a tal altura que todos los de alrededor pudieron verla.

—¿Quieres ver, o sea, la mía también? —preguntó Assad, atrevido.

El gesto negativo de Louis Petterson mostró a las claras que prefería pasar. Ya iba siendo hora de que encontraran algún tipo de legitimación para Assad. Cualquier cosa. Una tarjeta de visita con algún símbolo de la Policía podría valer.

—Investigamos cuatro desapariciones que tuvieron lugar en el mismo día —informó Carl—. ¿Te dice algo el nombre de Gitte Charles? Era auxiliar de enfermería y vivía en Samsø.

El hombre sacudió la cabeza.

—¿Rita Nielsen? ¿Viggo Mogensen?

—No —respondió, volviendo a sacudir la cabeza—. ¿Cuándo desaparecieron esas personas?

—A principios de septiembre de 1987.

Lució una sonrisa.

—Yo tenía doce años.

—Pues entonces no has sido tú, entonces —dijo Assad con una sonrisa.

—¿Y Philip Nørvig? ¿Te dice algo?

Petterson echó la cabeza atrás contra el respaldo e hizo como que se devanaba los sesos, pero no engañó a Carl. Petterson sabía bien quién era Philip Nørvig, se le notaba a la legua.

—Para tu información, era un abogado de Korsør con domicilio en Halsskov. Antiguo miembro activo de Ideas Claras, expulsado en 1982, pero entonces solo tenías siete años, así que tampoco sería por tu culpa —continuó Carl con una sonrisa.

—No, el nombre no me dice nada en este momento. ¿Debería conocerlo?

—Bueno, has escrito columnas y más columnas sobre Ideas Claras, así que habrás leído su nombre, ¿no?

—Sí, tal vez. No estoy seguro.

¿Y por qué no lo estás, amiguito?, pensó Carl.

—Bueno, eso se puede mirar en la hemeroteca. La Policía es especialista en leer artículos de periódico, ya lo sabías, ¿no?

El hombre ya no tenía tan buen color.

—¿Qué has escrito sobre La Lucha Secreta? —preguntó Assad. Vaya, Carl no pensaba preguntar aquello todavía.

El periodista sacudió la cabeza. Quería decir que nada, y sería verdad.

—Te das cuenta de que vamos a comprobarlo, ¿verdad, Louis Petterson? Quiero que sepas también que tu lenguaje corporal nos comunica que sabes bastante más de lo que te ha parecido contarnos. No sé qué es, puede que sean cosas intrascendentes, pero entonces creo que deberías decírnoslas. ¿Trabajas para Curt Wad?

—¿Estás bien, Louis? —preguntó su amigo Mogens, que se había acercado un poco.

—Sí, sí, estoy bien. Son estos dos, que andan descaminados.

Luego se volvió hacia Carl, y dijo con toda calma:

—No, no tengo nada que ver con ese hombre. Trabajo para una organización llamada Benefice; es una organización independiente patrocinada por voluntarios. Mi labor es reunir información sobre fallos cometidos por el Partido de Dinamarca y los partidos del Gobierno durante los diez últimos años, y te aseguro que hay material suficiente.

—Sí, estoy seguro de que no te faltará qué hacer. Pero gracias, Louis Petterson; menos mal, así no tenemos que investigarlo. ¿Y para quién reúnes esa información?

—Para todos los que piden permiso para verla.

Se enderezó en el asiento.

—Mirad, siento no poder seros de más ayuda. Si queréis saber más sobre Curt Wad podéis leer. Por lo visto, ya tenéis mis artículos; ahora estoy en otra fase de mi vida. Así que, a menos que tengáis preguntas concretas sobre esos cuatro casos de desaparición que investigáis, lamento comunicaros que es mi día libre.

—La cosa ha tomado unos derroteros sorprendentes —tuvo que reconocer Carl cinco minutos más tarde, en la calle—. Y yo que solo quería hacer unas preguntas concentradas en Curt Wad… ¿Qué coño se traía el pavo entre manos?

—Te lo diré dentro de poco, Carl. Porque en este momento está el pavo pegado al teléfono. No mires atrás. No nos quita ojo desde la ventana. Tendremos que pedirle a Lis que descubra a quién está, o sea, llamando.