Noviembre de 2010
NUBES negras, funestas, se cernían sobre la cabeza de Carl: el caso de la pistola clavadora, con las sospechas de Hardy y las monedas con sus huellas dactilares, la boda de Vigga y lo que suponía para su economía, el pasado de Assad, las rarezas de Rose, las idioteces del bocazas de Ronny y el fiasco total de la cena del ganso de San Martín. Nunca antes lo habían agobiado tantas cosas a la vez. En cuanto cambiaba de postura en la silla, ya venía a todo gas la siguiente catástrofe. No, esa acumulación de problemas no casaba en absoluto con un funcionario, excelente por lo demás, esclarecedor de misterios que nadie había podido resolver. Casi desearía que alguien creara un departamento cuyo objetivo principal consistiera en resolver sus misterios.
Dio un profundo suspiro, sacó un cigarrillo, encendió el televisor y sintonizó el canal de noticias. Fue un alivio ver a otros con problemas bastante peores que los suyos.
Una simple mirada a la pantalla plana bastaba para aterrizar en la realidad. Cinco hombres adultos discutiendo sobre la filosofía económica barata del Gobierno. ¿Puede haber algo menos interesante? Desde luego, aquello no conducía a nada.
Carl recogió la hoja que le había dejado Rose sobre el informe policial mientras él estaba con el inspector jefe. Un birrioso medio folio escrito a mano. ¿Eso era todo lo que podía encontrar sobre Gitte Charles, la auxiliar de Sprogø?
Leyó. No era nada alentador.
Aunque Rose había preguntado por todas partes, nadie de la asistencia a domicilio de Samsø recordaba a ninguna Gitte Charles, y por eso nadie recordaba lo de los robos a ancianos a quienes esta atendía. Tampoco había nada que buscar respecto a su estancia en el hospital de Tranebjerg, porque en el entretanto habían derribado el hospital, y el personal se había esparcido a los cuatro vientos. Hacía tiempo que su madre había muerto, y su hermano había emigrado a Canadá, donde murió unos años antes. La única conexión real con su vida era el hombre que, veintitrés años antes, le alquiló una habitación en Maarup Kirkevej, en la isla de Samsø.
La descripción que hacía Rose del granjero era pintoresca. «Joder, el tío aquel era corto, o si no era un jeta. Después de alquilar el miniapartamento de veinte metros cuadrados a Gitte Charles, lo había alquilado a otras quince o veinte personas. La recordaba muy bien, pero no tenía nada inteligente que decir. Uno de esos granjeros con mierda en las botas, tractores oxidados en el jardín trasero y que creen que el dinero negro es el único de verdad.»
Carl dejó la hoja y se centró en los resultados de la investigación policial sobre el caso de Gitte Charles, que estaban en la carpeta. Tampoco allí había gran cosa.
La imagen de la pantalla cambió varias veces. Cortes rápidos entre asambleas en salas de congresos, y los rostros de dos ancianos exhibiendo amplias sonrisas.
El periodista que comentaba el reportaje no mostró mucho respeto por las personas que estaba presentando.
—Ahora que, tras numerosos intentos, el partido Ideas Claras ha logrado reunir firmas suficientes para poder presentarse a las próximas elecciones al Parlamento, es el momento de preguntarse si la política del país ha tocado fondo. Desde los tiempos del Partido de la Recuperación no se presentaba un partido con objetivos tan específicos y naturaleza tan controvertida y, en opinión de muchos, criticable. Hoy, en la asamblea general constituyente, el fundador del partido, el tantas veces criticado ginecólogo extremista Curt Wad, ha llevado a cabo la presentación pública de los candidatos del partido al Parlamento, y puede decirse que, a diferencia del caso del Partido de la Recuperación, entre los candidatos se encuentran una serie de personalidades prominentes y educadas de carrera brillante. La edad media de los candidatos es de cuarenta y dos años, con lo que también se distancia de la afirmación del resto de partidos en el sentido de que Ideas Claras está representado por ancianos. Por ejemplo, el fundador del partido tiene ochenta y ocho años, y varios de los miembros de la ejecutiva se jubilaron hace tiempo.
Cortaron al plano de un hombre alto de patillas blancas que parecía bastante más joven que sus ochenta y ocho años. Bajo su rostro, aparecía escrito: «Curt Wad. Doctor, fundador del partido».
—¿Has visto mis apuntes y el informe policial sobre la desaparición de Gitte Charles? —lo interrumpió Rose.
Carl la miró. Después de haber hablado con su hermana de verdad, Yrsa, era algo difícil comportarse con total seriedad ante su aspecto. ¿Serían también una fachada artificial aquellas cubiertas de tejido negro, el maquillaje y los zapatos capaces de empitonar una cobra en dos segundos?
—Eh… sí. Bueno, un poco.
—No hay muchos datos sobre esa Gitte Charles, aparte del informe policial que nos dio Lis al principio. La Policía no tenía ninguna pista tras su desaparición, y se limitó a emitir una orden de búsqueda. Se mencionaba su afición al alcohol, y aunque por asombroso que parezca no se decía a las claras que era alcohólica, se indicaba que era lógico que hubiera muerto en alguna borrachera cuando iba a alguna parte. Como no tenía allegados ni compañeros de trabajo, aquello se olvidó rápido. La salida Gitte Charles.
—Dice que la vieron subir al transbordador de Kalundborg. ¿Hay alguna teoría que sugiera que pudo caer por la borda?
Rose adoptó una expresión irritada.
—No, Carl, la vieron desembarcar, ya lo he dicho antes. No has sacrificado muchos segundos leyendo los informes, ¿verdad que no?
Carl decidió no oír lo último. Evadirse de las preguntas era su especialidad.
—¿Qué dijo el arrendador sobre su desaparición? —preguntó—. Debió de extrañarse al ver que no le pagaba el alquiler.
—Pues no, porque los servicios sociales le pagaban directamente; decían que, si no, se gastaba el dinero en bebida. No, el inútil del arrendador había pensado no comunicar la desaparición a las autoridades, y le importaba un comino, siempre que el dinero siguiera fluyendo. Fue el del súper quien lo hizo. Dijo que Gitte Charles entró en su tienda el 31 de agosto con mil quinientas coronas en el bolsillo y una actitud bastante arrogante. Que le dijo que había heredado mucho dinero, y que iba a Copenhague a buscarlo, y que cuando él rio ella se sintió herida.
Carl retrocedió.
—¿Una herencia, dices? ¿Había algo de cierto en ello?
—No, ya he consultado el Juzgado. No ha recibido ninguna herencia.
—Hmmm. Habría sido demasiado espectacular.
—Sí, pero de todas formas quiero que oigas una frase que me ha llamado la atención.
Agarró la carpeta de la mesa y abrió el informe policial más o menos por la mitad.
—Aquí. El tendero comunicó la desaparición una semana después, porque ella le había dado en mano un billete de quinientas, diciendo que si a la semana siguiente no volvía diez millones más rica, el billete sería para él. Y que si volvía tendría que devolverle el billete y sacarle un café y una copita. Así que para el tendero no había mucho riesgo, ¿verdad? Y por eso aceptó.
—¡Diez millones! —exclamó Carl, y dio un silbido—. Bien, por lo visto vivía en el país de los sueños.
—Sin duda. Pero escucha esto. Cuando el tendero vio la bici de Gitte en el puerto a la semana siguiente, se quedó desazonado por la historia.
—Sí, es comprensible. Porque todavía guardaba el billete de quinientas. Y esa Gitte no era de las que podían malgastar sin más quinientas coronas —observó Carl.
—Exacto. Es lo que pone en el informe: «El tendero Lasse Bjerg declara que, a menos que Gitte Charles recibiera de verdad sus diez millones y de una vez por todas hubiera dejado atrás su antigua vida y emprendido una nueva, algo terrible debía de haberle ocurrido». Y ahora vienen las frases que me han llamado la atención: «Es que quinientas coronas era un dineral para Gitte Charles. ¿Por qué había de regalarlas?».
—Casi dan ganas de darse una vuelta por Samsø y hablar con él y el arrendador y echar un vistazo al lugar —propuso. Así podría alejarse un poco de todo.
—De ahí no vas a sacar gran cosa, Carl. El tendero está en una residencia con senilidad; con el arrendador ya he hablado, pero no tiene mucho seso, y las cosas de Gitte ya no existen. El muy payaso las vendió en un mercadillo al cabo de cierto tiempo. También de aquello sacó beneficio.
—O sea, una pista fría.
—¡Helada!
—Bien, ¿qué sabemos, entonces? Sabemos que dos personas que se conocían desaparecieron el mismo día sin dejar rastro: Gitte Charles y Rita Nielsen. Gitte Charles sin dejar nada atrás; y, en el caso de Rita Nielsen, su antigua empleada Lone Rasmussen guarda algunas cosas suyas, pero eso no ha aportado nada nuevo al caso.
Estaba a punto de sacar un cigarrillo del paquete, pero sus dedos se paralizaron en el aire ante la mirada polar de Rose.
—Podríamos ir a casa de Lone Rasmussen a revolver un poco en esas cosas, pero ¿quién se anima a conducir hasta Vejle para eso?
—Ya no vive en Vejle —hizo saber Rose.
—¿Dónde, entonces?
—Vive en Thisted.
—Joder, ¡eso está aún más lejos!
—El caso es que no vive en Vejle.
Entonces Carl iba de todas formas a encender un cigarrillo cuando vio que Assad entraba por la puerta apartando con las manos el humo aún inexistente. Joder, había que ver lo delicados que estaban todos.
—¿Habéis hablado sobre esa Gitte Charles? —preguntó Assad.
Ambos asintieron en silencio.
—Yo no he conseguido nada, entonces, sobre el pescador, Viggo Mogensen —continuó—, pero sigo investigando a Philip Nørvig. He quedado con su viuda, que aún vive en la casa de Halsskov.
Carl echó la cabeza atrás.
—¿Para cuándo has quedado? Para hoy, no, ¿verdad?
Los párpados de Rose se levantaron a duras penas para descubrir las pupilas. Parecía muy cansada.
—Usa un poco la cabeza. ¿No crees que llevamos demasiado tiempo aquí?
Carl miró a Assad.
—Así que ¿la cita es para mañana?
Assad levantó el pulgar en el aire.
—Entonces igual puedo conducir el coche —propuso Assad.
Tendría que pasar por encima de su cadáver.
—Te llaman al móvil, Carl —informó Rose, señalando el cacharro que giraba en la mesa.
Miró la pantalla, no reconoció el número y se llevó el móvil a la oreja.
Era una voz de mujer no demasiado acogedora.
—Hola, buenas, ¿hablo con Carl Mørck? —preguntó.
—Sí, soy yo.
—Entonces quiero pedirle que venga al Tivolihall y pague la cuenta que no ha pagado su primo.
Carl contó hasta diez.
—¿Qué diablos tengo yo que ver con eso?
—Tengo delante la factura con toda una novela escrita detrás. Voy a leer lo que pone: «Lo siento, pero he tenido que salir corriendo para tomar el avión. Mi primo, el subcomisario del Departamento de Homicidios de Jefatura Carl Mørck, me ha prometido que pasaría dentro de poco para pagar la cuenta. Ya saben quién es. El que ha estado hablando conmigo en una mesa. Me ha dicho que escriba el número de su móvil, para que, si está ocupado, puedan acordar la forma del pago».
—¿Qué? —explotó Carl. No le quedaba energía para más palabras.
—Hemos encontrado el papel sobre la mesa cuando hemos ido a preguntar si quería algo más.
La sensación que atravesó la mente de Carl en aquel segundo podría describirse como extraña. Parecida a cuando, siendo un lobato novel, el jefe de patrulla lo convenció para que caminara kilómetro y medio bajo una lluvia torrencial en busca de alguna chorrada que no valía para nada.
—Ahora voy —dijo, y decidió pasar por Vanløse camino de casa para hacer una visita de cortesía a un tal Ronny Mørck.
El apartamento alquilado por Ronny no era precisamente imponente. Decir que era el patio trasero de un patio trasero era casi demasiado halagador. Un tramo de escalera metálica oxidada que subía por la fachada desnuda giraba hacia una sucia plataforma de cemento y una puerta de acero entre el primero y el segundo piso. Era casi el prototipo de la entrada a la cabina del proyeccionista de un cine abandonado. Aporreó la puerta varias veces, oyó unos gritos en el interior, y, al cabo de medio minuto, se oyó el ruido de la cerradura.
Esta vez el atuendo de Ronny era más homogéneo. Ropa interior decorada con dragones flameantes tanto arriba como abajo, y nada más.
—Ya he abierto las birras —comunicó Ronny, arrastrando a Carl a una estancia llena de humo de incienso e iluminada en parte por lámparas con cascadas giratorias en la pantalla y en parte por lámparas de papel de arroz coloreadas con motivos eróticos subidos de tono.
—Ella es Mae, es como la llamo —dijo, señalando a una mujer asiática cuyo cuerpo podía entrar tres o cuatro veces en el de Ronny.
La mujer no se volvió. Estaba ocupada removiendo cazuelas con sus bracitos flacos y llenando el aire con un aroma de los suburbios de Pattaya mezclado con dos cucharadas colmadas de carbón vegetal de la barbacoa de su casa de Allerød.
—Está ocupada. Es que pronto será la hora de cenar —dijo, sentándose en un sofá exhausto, camuflado con unos paños estilo sarong de color amarillo ocre.
Carl se sentó ante él y aceptó la cerveza que Ronny puso en la mesa de ébano que había entre ellos.
—Me debes seiscientas setenta coronas y una explicación por cómo puedes estar ya en condiciones de volver a comer después del banquete que te has metido entre pecho y espalda en el Tivolihall.
Ronny sonrió y se dio unos manotazos en la tripa.
—Está bien entrenado —se justificó, lo que hizo que la tailandesa se volviera hacia él con la sonrisa más blanca que veía Carl en mucho tiempo. No tenía veinticinco años y la piel tersa, como el resto de tailandesas importadas. No, tenía ojeras, patas de gallo y unos ojos que habían visto mucho.
Uno a cero a favor de Ronny, pensó Carl.
—Invitabas tú, Carl. Te lo he dicho por teléfono. Me has convocado a una reunión en mis horas de trabajo, y eso cuesta, como sabes.
Carl aspiró hondo.
—¿Convocado? ¿Horas de trabajo? ¿Y puede saberse a qué te dedicas, Ronny? ¿Te has establecido como modelo profesional para ropa interior de talla S?
Vio que el cuerpo de la tailandesa se estremecía un poco frente a las cazuelas, mientras Ronny lucía una amplia sonrisa. Además de tener sentido del humor, la mujer parecía entender danés.
—Salud, Carl —brindó Ronny—. Me alegro de volver a verte.
—¿Así que no vas a pagarme mis seiscientas setenta coronas?
—No. Pero puedes probar el Thom Kha Gai más delicioso que puedas imaginarte.
—Suena a venenoso.
La tailandesa de las cazuelas volvió a estremecerse.
—Es una sopa de pollo en leche de coco, con chiles, kéfir y raíz de galanga —informó Ronny.
—Escucha, Ronny —dijo Carl, suspirando—. Vale, hoy me has sableado seiscientas setenta coronas, vamos a dejarlo. Es la última vez que lo haces. Pero en estos momentos estoy intentando solucionar varios problemas, y nuestra conversación de antes me ha inquietado. ¿Estás tratando de presionarme de alguna manera, Ronny? Porque si es así, déjame decirte que en menos de cinco minutos tú y la pequeña Mae vais a tener que elegir entre el juzgado de instrucción municipal y un vuelo de vuelta a Patutía, o de donde coño vengáis.
Entonces la mujer se volvió y gritó algo a Ronny en tailandés. Este sacudió la cabeza un par de veces y de pronto su rostro adquirió una expresión de enfado. Como si las frondosas cejas tuvieran vida propia y quisieran responder por sí solas.
Luego se volvió hacia Carl.
—Te hago saber que, por una parte, has sido tú quien se ha dirigido a mí esta mañana, y por otra, mi esposa, May-Ying-Thahan Mørck, acaba de borrarte de la lista de invitados.
En menos de un minuto estaba en la calle. Por lo visto, la mujer sabía por experiencia que si hacía suficiente ruido con los cacharros de cocina, la gente se marchaba.
Nuestros caminos vuelven a separarse, Ronny, pensó Carl, con una sensación latente de que podía estar equivocado. Sintió que el móvil vibraba en el bolsillo y supo que era Mona antes de mirar la pantalla.
—Hola, cielo —saludó, tratando de sonar algo acatarrado. No tanto como para poder resistir una rápida invitación.
—Si quieres hacer otro intento por conocer a mi hija y a Ludwig, mañana tienes una oportunidad —comunicó Mona.
Estaba claro que era muy importante para ella.
—Naturalmente —dijo, con más naturalidad de la necesaria.
—Bien. Mañana a las siete en mi casa. Y debo decirte sin falta que mañana tienes consulta con Kris a las tres en su despacho. Ya has estado antes.
—¿Sí? No lo recordaba —mintió.
—Bueno, pues ya has estado, y Carl: te hace falta. Conozco los síntomas.
—Pero mañana estoy en Halsskov.
—A las tres, no, ¿vale?
—Mona, me encuentro de cine. No queda en mí el menor resto de pánico por lo de la pistola clavadora.
—He hablado con Marcus Jacobsen sobre el ataque de histeria que te ha dado hoy en la sala de reuniones.
—¿Ataque de histeria?
—Y, claro, quiero saber si el hombre que más o menos he elegido para que sea mi amante fijo está capacitado también psíquicamente.
Carl exploró sus circunvoluciones cerebrales en busca de algo que decir, pero era difícil. Si tuviera que expresar sus sentimientos en aquel momento, seguro que daría un par de pasos de claqué, en caso de que supiera.
—La situación no va a mejorar para ti durante cierto tiempo. Debo decirte que han encontrado una cosa más en la caja donde estaba el cadáver, y que Marcus Jacobsen me ha pedido que te notifique las últimas novedades del caso.
Los pasos de baile interiores cesaron.
—Han encontrado un papel debajo del cadáver. Era una fotocopia de una fotografía, envuelta en plástico. Y en la foto aparecía el asesinado Pete Boswell entre tú y Anker, agarrándoos del hombro.