Capítulo 18

Agosto de 1987

GITTE Charles era como un cuadro que en otra época entusiasmaba a su creador y ahora colgaba de una escarpia en el sótano de un marchante, con la firma borrada. En Thorshavn solo su apellido la había hecho sentirse especial, y de adolescente se prometió a sí misma que si alguna vez en su vida aparecía algún pretendiente, ella no iba a perder su apellido. La niña que se llamaba Gitte Charles era una chica fuerte y erguida, y en el recuerdo de Gitte aquella niña era firme como una roca. Todo lo ocurrido en el entretanto no merecía mención.

Cuando un padre va a la quiebra y te abandona, el mundo se desmorona y las grandes expectativas se desvanecen; así era como se sentían Gitte, su madre y su hermano pequeño.

En Vejle encontraron un sustituto seguro, aunque poco agradable, de su antigua vida en un piso que no tenía vistas ni al puerto ni al mar, y pronto los tres miembros de la familia, sin preocuparse de los demás, iban cada uno por su lado. Desde que tenía dieciséis años, y habían pasado treinta y siete desde entonces, no había visto ni a su madre ni a su hermano, y estaba más que satisfecha de ello.

Menos mal que esos dos no saben qué vida tan miserable llevo, pensó Gitte Charles, y dio una calada más profunda al cigarrillo. Llevaba desde el lunes sin beber nada, y estaba a punto de enloquecer. No porque tuviera dependencia del alcohol, que no la tenía, para nada. Pero ese pequeño placer, esa brisa que le atravesaba el cerebro y el picor momentáneo de la lengua la sacaban de aquella especie de nada. Y si tenía dinero, que no era el caso, a fin de mes, una sola botella de ginebra podía convertir un par de días en algo glorioso. No necesitaba más, así que no era alcohólica, no. Solo estaba un poco triste.

Consideró la idea de ir en bici hasta Tranebjerg y ver si quedaba algún anciano de los tiempos de la ayuda a domicilio que tuviera un buen recuerdo de ella. Tal vez un café, al que después podría acompañar una copita de vino de cerezas, oporto o licor.

Cerró los ojos y casi lo saboreó.

Sí, solo una copita de algo le bastaría para poder esperar al cheque de la asistencia social. Era una putada que pasara tanto tiempo entre uno y otro.

Había intentado que le pagaran la ayuda de forma semanal, pero los asistentes sociales ya habían pillado el truco. Si le pagaban una vez por semana, a los pocos días iba a estar con los bolsillos vacíos y la mano extendida, mientras que si le pagaban una vez al mes solo la veían a finales de mes.

Puras medidas prácticas, ya se daba cuenta. Tampoco era ninguna tonta.

Miró los campos y vislumbró a lo lejos el coche del correo avanzando a paso de tortuga desde la iglesia de Nordby por Maarup Kirkevej. En aquella época del año no había mucha actividad en la isla. Los turistas se habían ido, los hermanos que eran dueños de casi todo en la isla se habían refugiado en sus centros de maquinaria agrícola, y el resto solo esperaba al telediario y a que llegara la primavera.

Llevaba casi dos años viviendo en aquel anexo a una granja cuyo propietario nunca tenía contacto con ella. Era una vida solitaria, pero Gitte estaba acostumbrada. Constituía, en muchos sentidos, el paradigma de una isleña. Los años pasados en las islas Faroe, en Sprogø y ahora en Samsø habían sido mucho mejores que los que vivió en grandes ciudades, donde la gente se pisa los talones, pero no tiene relación con los demás. No, las islas estaban hechas para gente como ella. Allí se controlaba mejor todo.

El coche del correo se detuvo en el patio de la granja, y el cartero salió con una carta. El granjero no solía recibir correo a menudo. Era de los que les basta con la publicidad del súper de Maarup, y sus conocidos habían actuado en consecuencia.

Gitte se quedó asombrada. ¿El cartero había metido la carta en su buzón? ¿Se habría equivocado?

Cuando el coche partió se arrebujó en la bata, fue al buzón en zapatillas, a pasitos cortos, y abrió la tapa del buzón.

La dirección estaba escrita a mano, y hacía años que no recibía una carta así.

Aspiró hondo por la emoción, dio la vuelta al sobre y sintió que la sorpresa y el asombro oprimían su diafragma como una losa. «Nete Hermansen», ponía.

Leyó el nombre del remitente varias veces, y después se sentó a la mesa de la cocina y buscó a tientas unos cigarrillos. Estuvo un buen rato mirando la carta, y trató de imaginar su contenido.

¡Nete Hermansen! Qué lejos quedaba aquella época.

A finales del verano de 1956, justo seis meses después de cumplir Gitte veintidós años, tomó el barco postal de Korsør a Sprogø con la cabeza llena de expectativas, pero en realidad sin saber mucho sobre el sitio que iba a ser su hogar durante varios años.

Había consultado con el jefe de servicio de Brejning para saber si podía ser un lugar adecuado para ella, y él la observó con sus recias gafas de concha, y sus ojos, siempre cálidos y sabios, la miraron de un modo que hablaba por sí solo. Le dijo que una chica joven, sana y natural como ella no podía hacer más que el bien en un lugar así; y en eso quedaron.

Gitte tenía experiencia con retrasados. Algunos podían ser bastante tercos, pero la inmensa mayoría eran fáciles de tratar. Se decía que las chicas de aquella isla no eran tan tontas como las que había en su departamento de Brejning, y eso le parecía bien.

Estaban todas en grupo en el muelle, con sus largos vestidos a cuadros, sonrientes y saludando con la mano, y Gitte solo pensó que tenían el pelo feo y que sus sonrisas eran demasiado amplias. Después se enteró de que a la mujer a la que debía relevar la odiaban. Que las chicas habían contado los días que faltaban para que llegara el barco postal y se la llevara.

Tal vez se debiera a eso que la recibieran con abrazos y palmadas por todo el cuerpo.

—¡Oooh, me gustas mucho! —exclamó una chica que era el triple de corpulenta que las demás, mientras apretujaba a Gitte, que tuvo cardenales en el cuerpo durante varios días. Se llamaba Viola, y sus maneras espléndidas iban a resultar excesivas.

Así que era esperada y bienvenida.

—Veo por la documentación de Brejning que te gusta decir que eres enfermera; has de saber que no voy a apoyar esa denominación, pero tampoco voy a protestar si sigues llamándote así. Aquí no hay personal titulado, así que tal vez pudiéramos mejorar un poco el trabajo, si es que el resto de las funcionarias piensan que eres un buen modelo a seguir. ¿Te parece bien?

En las dependencias de la directora no hubo sonrisas, pero al otro lado de la ventana, en el patio, había un grupo de chicas partiéndose de risa y dirigiéndole miradas furtivas. Parecían espantapájaros con el pelo a lo paje, todas apretadas unas a las otras y haciendo muecas.

—Tus papeles están bien, pero has de saber que tu pelo largo puede despertar necesidades no deseadas en las chicas, así que voy a pedirte que lo recojas en una redecilla cuando estés con ellas.

»Me he ocupado de que tu cuarto esté limpio y preparado, y espero que en adelante te encargues tú de esos menesteres. Aquí somos más limpias y escrupulosas con esas cosas que en el sitio de dónde vienes, para que lo sepas. Siempre ropa limpia, también las chicas, y la higiene matutina es obligatoria.

Hizo un gesto con la cabeza a Gitte y esperó a que ella correspondiera. Y lo hizo.

La primera vez que reparó en Nete fue cuando, horas más tarde, atravesó el comedor de las chicas para ir al de las funcionarias, que se encontraba justo a continuación.

La chica estaba sentada al lado de la ventana mirando al agua, como si fuera lo único que existía para ella. Ni las otras chicas sentadas a su alrededor voceando, ni la gran Viola que dio a Gitte la bienvenida a gritos, ni la comida de la mesa parecían distraerla de aquel estado de calma total. La luz le daba en el rostro y creaba sombras que parecían proyectar hacia el mundo sus pensamientos más íntimos, y ya en aquel breve instante fascinó a Gitte.

La directora fue presentando a Gitte a las chicas, que aplaudían, saludaban con la mano y gritaban sus nombres señalándose con el dedo. Solo Nete y la chica que se sentaba frente a ella reaccionaron de otro modo. Nete giró la cabeza y miró a Gitte a los ojos, como si hubiera una coraza que atravesar; y la chica de enfrente le dirigió una mirada traviesa que se deslizó arriba y abajo por el cuerpo de Gitte.

—¿Cómo se llama la chica silenciosa que estaba sentada junto a la ventana mirando el mar? —preguntó después, cuando se sentó a la mesa con las funcionarias.

—No sé a quién te refieres —respondió la directora.

—La que estaba sentada frente a la chica provocativa.

—¿Frente a Rita, quieres decir? Ah, entonces te refieres a Nete —aclaró su vecina de mesa—. Siempre se sienta ahí en el rincón mirando el mar y las gaviotas. Pero si crees que es una chica silenciosa, estás muy equivocada.

Gitte abrió la carta de Nete Hermansen y la leyó mientras el temblor de sus manos arreciaba. Cuando llegó a la parte en que Nete decía que iba a donar a Gitte diez millones de coronas, se quedó jadeando y tuvo que apartar de sí la carta. Anduvo un buen rato de un lado para otro en la pequeña cocina, sin atreverse a mirarla. En su lugar alineó las latas de té, pasó la bayeta por la mesa y se secó sin prisa las manos en las caderas antes de volver a bajar la vista. Diez millones de coronas, ponía. Y algo más abajo, que adjuntaba un cheque. Agarró el sobre y comprobó que era verdad. No lo había visto la primera vez.

Luego se dejó caer sobre la silla y observó la estancia desvencijada con labios trémulos.

—Es de Nete —dijo para sí varias veces antes de quitarse la bata.

El cheque era de dos mil coronas. Mucho más de lo que costaba un billete de ida y vuelta a Copenhague, transbordador incluido. No iba a poder cobrarlo en el banco de Tranebjerg, porque les debía más que aquello, pero el granjero seguro que se lo compraba por mil quinientas coronas. Entonces iba a pedalear con todas sus fuerzas hasta el súper de Maarup.

No iba a poder soportar aquella situación sin un poco de ayuda de verdad. Y el surtido de botellas del súper era más que suficiente.