Capítulo 17

Noviembre de 2010

CUANDO Carl se recuperó de la conmoción que le produjo saber que el cadáver podrido tenía una moneda con sus huellas dactilares, apretó el brazo de Laursen y le pidió que lo mantuviera informado si se descubría algo nuevo sobre el caso. Cualquier cosa que interesase. Nuevas huellas de los peritos que imaginaba que el departamento desearía ocultar a Carl, o declaraciones de gente que se fuera de la lengua. Carl quería saberlo todo.

—¿Dónde está Marcus? —preguntó al bajar adonde Lis, la del segundo.

—Está reunido con varios grupos —se limitó a responder ella. ¿No era como si evitara mirarlo, o es que estaba ya paranoico?

Luego Lis levantó la cabeza, lo miró y le guiñó el ojo.

—¿Estaba bueno el ganso de anoche, Carl? —quiso saber, acompañando la pregunta con una risa que habría sido censurada en una película de los años cincuenta.

Bueno, si lo que ocupaba su mente era si Carl lo había pasado bien o no bajo el edredón, entonces el rumor de la moneda con sus huellas dactilares no se había convertido aún en el principal tema de conversación del departamento.

Entró en tromba en la sala de reuniones, sin hacer caso de los treinta ojos, más o menos, que se pegaron a él como ventosas.

—Lo siento, Marcus —se disculpó ante el hombre pálido y demacrado que alzaba una ceja, en voz tan alta que todos lo oyeron—. Pero de ciertas cosas hay que hacerse cargo antes de que se descontrolen.

Se volvió hacia los que estaban sentados. Varios de ellos estaban marcados por la diarrea y los mocos de los últimos días. Rostros chupados, ojos enrojecidos y un aspecto bastante agresivo.

—Están circulando rumores acerca de mi papel en el tiroteo de Amager que me hacen quedar bastante mal, y no me hace ni puta gracia. Lo digo ahora, y no quiero volver a oír hablar de la cuestión, ¿entendido? No tengo la más remota idea de por qué hay unas monedas con las huellas dactilares de Anker y mías en el bolsillo del cadáver. Pero si hacéis funcionar esas cabezas abrumadas por la fiebre, será porque la idea era que las encontrarais en algún momento si es que se descubría el cadáver. ¿Me seguís?

Miró al grupo. No puede decirse que la reacción fuera intensa.

—Bien. Pero estamos de acuerdo en que podrían haber enterrado el cadáver en otro sitio, ¿no? Por ejemplo, directamente en la tierra, pero no lo hicieron. Así que todo eso indica que si encontrábamos el cadáver, les daba igual; los investigadores se concentrarían en mirar en la dirección equivocada, ¿no?

Nadie hizo la menor seña, ni para asentir ni para lo contrario.

—Joder, ya sé que hacéis cábalas sobre lo que ocurrió en el tiroteo de Amager y por qué no me he involucrado en el caso desde entonces.

Entonces miró a Ploug, que estaba sentado en la tercera fila.

—Pero Ploug, la razón de que no quiera pensar más en ese caso es sencilla: es que me avergüenzo de lo que sucedió aquel día, ¿vale? Será por eso por lo que Hardy está ahora en mi sala de estar en lugar de en la vuestra, ¿no creéis? Es mi manera de enfrentarme a las cosas. No me escapo de Hardy, pero es posible que no hiciera lo que debía en aquella ocasión.

Al oír esto, algunos se removieron en sus sillas. Podría ser una señal de que por fin habían comprendido. O bien podría ser también un problema de almorranas. Cuando se trata de funcionarios en acción, nunca se sabe.

—Una última cosa. ¿Cómo cojones creéis que me sentí al ver de un segundo a otro a mis mejores compañeros, encima de mí, chorreando sangre, cuando también a mí me habían disparado? Me dispararon y me dieron, me apresuro a añadir. Creo que deberíais reflexionar sobre eso. Eso desgasta la psique.

—Nadie te está acusando de nada —lo sosegó Ploug. Por fin una reacción—. Tampoco estamos hablando de ese caso ahora.

La mirada de Carl recorrió la estancia. A saber qué sucedía en el coco de aquellas momias. Varios de ellos lo odiaban de todo corazón. Y el sentimiento era recíproco.

—¡Bien! Pues entonces creo que ya va siendo hora de que el personal de esta puta casa cierre el pico por una puta vez, y piense un poco antes de hablar. ¡Era todo lo que quería decir!

Dio un portazo que retumbó en todo el edificio, y no se detuvo hasta estar frente a su escritorio buscando a tientas unas cerillas para poder encender el puñetero cigarrillo que se estremecía en la comisura de sus labios.

Habían encontrado una moneda con sus huellas dactilares en el bolsillo del cadáver, y no tenía ni idea de cómo había aterrizado allí, ni por qué. Qué putada más descomunal.

¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? La pregunta pasaba una y otra vez por su mente. Ahora ya no podía dar la espalda a aquel caso. Joder, qué mal le hacía sentirse.

Aspiró hondo a través de los dientes apretados y volvió a sentir que se le aceleraba el pulso y aumentaba su ritmo cardíaco. Piensa en otra cosa, se dijo. No tenía ni puta gana de volver a encontrarse en el suelo con una presión en el pecho capaz de llevarse por delante a gente de más envergadura y en mejor forma que él.

Cambia de chip, pensó, y cerró los ojos.

En aquel momento había una persona que merecía más que ninguna otra que el huracán que arrasaba su interior la derribase: se trataba de Bak.

—Como hay Dios que voy a hacerte comprender que con Carl Mørck no hay chisme que valga —dijo en voz alta mientras buscaba el número.

—Carl, ¿qué haces hablando contigo mismo? —preguntó Assad desde el hueco de la puerta, con la frente arrugada como una tabla de lavar.

—Nada que te importe, Assad. Solo voy a montarle un pollo a Bak por andar propagando mentiras sobre mí.

—Ya. Pero creo que antes, o sea, deberías oír esto. Acabo de llamar a un hombre llamado Nielsen, de la Academia de Policía, y he hablado con él un poco sobre Rose.

Joder, qué mal momento. Ahora que se había cabreado de aquella manera tan constructiva, ¿iba a tener que dejarlo pasar?

—Pues si no puede esperar, dilo. ¿Qué es lo que te ha dicho?

—Bien. ¿Recuerdas que la vez que se presentó Rose, Marcus nos dijo que no había conseguido ser agente de policía porque suspendió el examen de conducir, que conducía como una mustia?

—Una bestia, Assad. Sí, dijo algo así.

—Es verdad que conducía mal. Nielsen me ha dicho que volcó en una curva y dejó tres coches grandes despachurrados.

Carl hizo un gesto con la cabeza, impresionado.

—¡Caramba! ¿Has dicho tres coches?

—Sí: el que conducía ella, el del profesor del curso de conducción sobre hielo y otro más que pasaba por allí.

Carl trató de imaginarse la situación.

—De lo más efectivo, no cabe duda. Bueno, basta con no dejarle las llaves del coche patrulla —gruñó.

—Eso no es todo, Carl. Rose se convirtió en Yrsa en medio de todo. Y los coches con el culo al aire, entonces.

Carl notó que su mandíbula inferior caía, pero las palabras que salieron de su boca tenían vida propia.

—¡Aleluya y bingo! —dijo, pero quería decir otra cosa. Si Rose se ponía a representar a su hermana gemela Yrsa en una situación así, no se trataba ni de gastar una broma ni de no saber estar. En tal caso, había perdido el contacto con la realidad—. Vaya movida. ¿Qué hicieron entonces los profesores de la Academia de Policía?

—Hicieron que la viera un psicólogo. Para entonces ya había vuelto a ser Rose.

—Santo cielo. Assad, ¿has hablado de ello con Rose? Espero que no.

Assad lo miró decepcionado. Pues claro que no había hablado.

—Hay más, Carl. Estuvo de oficinista en la comisaría del centro antes de venir aquí. ¿Recuerdas, o sea, lo que dijo Brandur Isaksen sobre ella?

—Vagamente. Algo de que chocó con el coche de un compañero al dar marcha atrás, y algo de que echó a perder unos papeles importantes.

—Sí, y luego lo de beber.

—Sí, que terminó follando con un par de compañeros en una fiesta de Navidad en la que se bebió más de la cuenta. Brandur, el puritano de él, me dijo entonces que me guardara de invitarla a beber.

Por un breve instante, Carl pensó con nostalgia en la Lis de los viejos tiempos, antes de que conociera al Frank aquel. En el caso de ella, creía que un poco de alcohol en la fiesta de Navidad no estaba de sobra. Sonrió para sí.

—Lo que pasa es que Brandur estaría celoso de los colegas sobre los que había proyectado su extrañamente camuflado encanto femenino, ¿no crees? Ostras, lo que haga Rose en una fiesta debe ser cosa suya y de quien corresponda, no de Brandur, ni mía ni de nadie más.

—Bueno, yo de las fiestas y demás detalles picantes no sé nada. Pero sí sé que cuando Rose hizo aquello en aquella comida de empresa, volvió a convertirse en Yrsa. Acabo de hablar con varios de la comisaría del centro, y todos lo recordaban.

Las cejas de Assad se arquearon. «Quién lo diría», debía de querer decir.

—Desde luego, Rose no era, porque hablaba con una voz diferente y se comportaba también de otro modo, por lo que me han dicho. Puede que fuera una tercera persona, aunque no estaban seguros de eso —concluyó, mientras las cejas volvían a bajar.

Era justo el tipo de información que no había que dar. Una tercera personalidad, por el amor de Dios.

Carl notó que la bronca que había pensado echar a Børge Bak perdía fuelle. Y no le hacía ni puta gracia, porque se la merecía.

—¿Sabes por qué Rose es así? —preguntó.

—No ha estado ingresada, o sea, si te refieres a eso. Pero tengo el número de su madre, puedes preguntárselo a ella.

—¿La madre de Rose?

Aquel Assad no tenía un pelo de tonto. Eso sí que era ir directo al grano.

—¡Bien, Assad! ¿Y por qué no la llamas tú?

—Porque…

Miró implorante a Carl.

—Porque prefiero no hacerlo. Si Rose se entera, es mejor que seas tú con quien se cabree, ¿vale?

Carl dejó caer los brazos, resignado. Estaba claro que aquel día no iban a dejarlo decidir nada.

Agarró el papel que le pasó Assad y le indicó con gestos que se marchara, tecleó el número y esperó. Era un número de teléfono antiguo, con el prefijo 45. Sería de Lyngby o Virum.

Era sin duda un día funesto, pero por lo menos al otro lado de la línea atendieron a la llamada.

—Yrsa Knudsen —se oyó.

Carl no podía creer lo que estaba oyendo.

—Eh… ¿Yrsa?

Por un momento vaciló, pero oyó a Rose llamar a Assad al fondo del pasillo. Así que seguía dando el callo.

—Ah, perdona —continuó—. Hablas con Carl Mørck, el jefe de Rose. ¿Eres la madre de Rose?

—¡Qué va! —Yrsa emitió una risa profunda—. Soy su hermana.

Anda la osa, así que ¿había una hermana que se llamaba Yrsa? La voz sonaba bastante parecida a la versión que hizo Rose de Yrsa, pero aun así era distinta.

—¿Hermana gemela de Rose?

—¡Nooo! —volvió a reír Yrsa—. No hay mellizos en la camada, pero sí cuatro hermanas.

—¡¡Cuatro!!

Quizá lo dijera demasiado alto.

—Sí. Rose, yo, Vicky y Lise-Marie.

—Cuatro hermanas… Y Rose es la mayor, no lo sabía.

—Sí, aunque solo nos llevamos un año. Nuestros padres intentaron pasar el trago rápido, pero como no salían chicos, pues mami cerró el tapón.

Terminó con una carcajada resollante que, desde luego, era como la de Rose.

—Ya, perdona. Es que llamaba para hablar con vuestra madre. ¿Podría ponerse? ¿Está en casa?

—Lo siento. Madre lleva más de tres años sin aparecer por casa. Parece ser que le gusta más el piso de su nuevo novio en la Costa del Sol.

Volvió a oírse el sonido nasal. Era sin duda una chica alegre.

—Bien, iré directo al grano. ¿Podemos tener una conversación confidencial? Confidencial, digo, para que Rose no sepa por terceros que he llamado.

—¡Pues no, no podemos!

—¡Vaya! Así que ¿vas a decirle a Rose que he llamado? Eso me entristecería.

—No, no he dicho eso. Es que últimamente no vemos a Rose. Pero se lo diré a las demás. No tenemos secretos entre nosotras.

Aquello era muy extraño, nada habitual.

—¡Caramba! Pues entonces te pregunto a ti si Rose ha tenido problemas psíquicos o trastornos de personalidad. ¿Sabes si ha recibido tratamiento por ello?

—Tratamiento, tratamiento… La verdad es que no sé qué decir. Pero sí se tomó la mayoría de las pastillas que le dieron a mi madre cuando murió mi padre. También se ha colocado fumando, esnifando, inhalando y bebiendo, así que algún tratamiento sí que ha tenido. Lo que no sé es si le ha valido de algo.

—Valido ¿para qué?

—Para que dejara de cambiar de personalidad cuando se sentía mal. De preferir ser una de las otras hermanas, o alguna otra persona.

—Con eso me quieres decir que está enferma, ¿verdad?

—¿Enferma? No sé si está enferma. Pero desde luego ¡está de la chaveta!

Eso ya lo sabía Carl.

—¿Ha sido siempre así?

—Hasta donde me alcanza la memoria, sí. Pero la cosa empeoró al morir mi padre.

—Ya veo. ¿Por alguna razón especial? Bueno, perdona, puede que suene algo duro, no es mi intención. ¿Hubo circunstancias especiales en torno a la muerte de tu padre?

—Sí que las hubo. Murió en un accidente laboral. Lo tragó una máquina, y tuvieron que recomponerlo sobre una lona. Una de mis amigas dice que los bomberos lo entregaron en el Instituto Forense diciendo: «A ver si os sirve de algo».

Lo dijo con una tranquilidad pasmosa. Casi con cinismo.

—Lo siento, debió de ser una manera horrible de morir. Me doy cuenta de que tuvo que causaros una profunda impresión. Pero, por lo que veo, fue Rose la más afectada.

—Estaba haciendo una sustitución en la oficina del taller de laminación, y los vio llegar arrastrando la lona por el patio. Así que, claro, fue la más afectada.

Era una historia espantosa, ¿quién no se habría deprimido?

—Entonces, de pronto ya no quiso ser Rose, así de sencillo. Un día se ponía punky, al siguiente iba de dama elegante, o como una de nosotras. No sé si está enferma, pero Lise-Marie, Vicky y yo pasamos de estar con ella, porque de pronto se transforma en una de nosotras, espero que lo entienda.

—¿Por qué crees que se ha vuelto así?

—Ya lo he dicho. Porque está de la chaveta. Usted ya debía de saberlo; si no, no habría llamado.

Carl asintió en silencio. Rose no era la única de la familia que sabía sacar conclusiones.

—Una última pregunta o dos, para satisfacer mi curiosidad. ¿Eres rubia, tienes rizos en el pelo, te encanta el color rosa y usas faldas plisadas?

Del otro lado de la línea retumbó una carcajada.

—Joder, o sea, que ¿ya se ha disfrazado en el trabajo? Sí, soy rubia con rizos. También es verdad lo del color. Por ejemplo, en este momento llevo esmalte de uñas y lápiz de labios de color rosa. Pero hace la tira de años que no me he puesto la falda plisada.

—¿Una falda escocesa?

—Sí, estuvo de moda después de mi confirmación.

—Si miras en el armario, o donde sea que la hayas guardado, creo que vas a descubrir que ya no controlas esa falda.

Después se quedó sonriendo. La verdad es que no sabía mucho de las demás hermanas, aunque no podían ser tan intratables como para que Assad y él no pudieran manejarlas si de pronto aparecieran con el careto de Rose.

Era cierto que el Tivolihall estaba en la esquina opuesta al Rio Bravo, pero, desde luego, no era tan suntuoso como indicaba el nombre. Al menos, nunca había oído que un sótano de dos metros veinte de altura pudiera llamarse hall.

El primo de Carl estaba en la parte trasera del local que daba a la calle, y a una distancia conveniente de los servicios. Cuando Ronny se plantaba en un sitio así, no solía tener ninguna prisa en ir a otro lugar que no fuera los servicios, para que la vejiga pudiera acompañar al resto de actividades de la parte alta de su corpachón insaciable.

Ronny levantó la mano, como si Carl no fuera a reconocerlo. Eso sí, había envejecido, y también había crecido en corpulencia, pero el resto, por desgracia, estaba intacto. Pelo engominado, no en el mejor estilo rockero de los años cincuenta, sino como un tenor empalagoso de un culebrón argentino para suburbanas escasas de recursos. Vigga habría definido el estilo como baboso. A eso había que añadir una chaqueta de mafioso, tupida y reluciente, y un par de vaqueros que no casaban ni con el resto de la impedimenta ni con Ronny. Un culo enorme y perneras flacas. Sin duda encantadores en una coqueta signorina de Nápoles, pero no en él. Tampoco los zapatos puntiagudos con hebilla. En suma, ¡excesivo!

—Ya he pedido —informó Ronny, señalando dos botellas de cerveza vacías.

—Supongo que una sería la mía —se consoló Carl mientras Ronny sacudía la cabeza.

—¡Otras dos! —gritó, y se inclinó hacia Carl—. Me alegro de volver a verte, primo.

Fue al encuentro de las manos de Carl, pero este las retiró a tiempo. Aquello dio tema de conversación a varios parroquianos.

Miró a Ronny a los ojos y resumió en dos frases lo que le había contado Bak acerca de lo que dijo Ronny en un bar de Tailandia.

—Ya —comentó Ronny—. ¿Y qué?

Joder, el tío ni tan siquiera lo negaba.

—Bebes demasiado, Ronny. ¿Quieres que te pida hora en la clínica de Majorgården para que te apliquen el modelo Minnesota? No creas que voy a pagarlo, pero si sigues diciendo en público que mataste a tu padre y que fui tu cómplice, podrías desintoxicarte gratis a cuenta del Estado en una de las estupendas cárceles que tan generosamente ponen a disposición del público.

—De eso nada, ese caso prescribió hace tiempo.

Ronny sonrió a la camarera de edad que vino con su plato y otras dos cervezas. Un plato de bacalao.

Carl dirigió una breve mirada a la carta. Ciento noventa y cinco coronas costaba aquel pescado masacrado. Seguro que era lo más caro de la carta, pero por sus huevos que lo iba a pagar Ronny.

—Gracias, las cervezas no son para mí —explicó Carl mientras empujaba las dos botellas hacia su primo. Para que no hubiera dudas acerca de quién iba a pagar la cuenta.

Carl se volvió hacia Ronny.

—Los asesinatos no prescriben nunca en Dinamarca —dijo con aspereza, sin hacer caso del respingo de la camarera al oírlo.

—¡Primo! —exclamó Ronny cuando volvieron a estar solos—. No pueden probar nada, o sea que tranquilo, no te pongas así por eso. Mi padre era un cabrón. Es posible que a ti te tratara bien, pero a mí no, ¿no lo sabías? Eso de irse de pesca lo hacía solo para engañar al enemigo e impresionar a tu padre. Pasaba de pescar. Tan pronto como nos fuimos tras las chicas de la carretera, seguro que pensó ponerse bien cómodo en la silla de camping, con su tabaco y sus snaps a mano. Los peces le importaban un huevo. Varios de los que «pescaba» —y dibujó unas comillas en el aire —los llevaba ya de casa, joder. ¿No lo sabías, Carl?

Carl sacudió la cabeza. No tenía nada que ver con el hombre que su padre adoraba y de quien Carl aprendió tanto.

—Eso es mentira, Ronny. Los peces estaban recién pescados, y tu padre no había bebido, lo pone con total claridad en el informe de la autopsia. ¿Por qué dices esas chorradas?

Ronny arqueó las cejas y masticó lo que tenía en la boca antes de responder.

—Eras un crío entonces, Carl. Solo veías lo que querías ver. Y me da la sensación de que sigues siéndolo. Si no quieres oír la verdad, paga y lárgate.

—Bueno, pues cuéntamela. Cuéntame cómo mataste a tu padre y cómo te ayudé yo.

—No tienes más que pensar en los pósteres que tenías en tu habitación.

¿Qué cojones de respuesta era aquella?

—¿Qué pósteres?

Ronny rio.

—No irás a hacerme creer que yo lo recuerdo y tú no.

Carl aspiró hondo. El alcohol había provocado a su primo lesiones cerebrales.

—Bruce Lee, John Saxon, Chuck Norris.

Dio un par de golpes de kárate en el aire.

—¡Bum, bum! Enter the Dragon. Fist of Fury. Esos pósteres, Carl.

—¡¿Los pósteres de kárate?! Los tuve poco tiempo. Para entonces hacía años que los había quitado. ¿Adónde quieres ir a parar?

—¡JEET KUNE DO! —gritó de repente, y el bacalao salió volando de su boca y a los clientes más cercanos estuvieron a punto de caérseles las tazas de la mano—. Era tu grito de guerra, Carl. Aalborg, Hjørring, Frederikshavn, Nørresundby. Si daban una de Bruce Lee en alguno de esos sitios, allí ibas tú. ¿No te acuerdas, tío? En cuanto pudiste ver las prohibidas para menores, allí estabas siempre frente a la taquilla. Así que no puede haber sido hace tanto tiempo, ¿no? Por lo que recuerdo, el límite eran dieciséis años, y cuando murió mi padre tenías diecisiete.

—¿De qué cojones hablas, Ronny? ¿Y eso qué tiene que ver?

Su primo volvió a inclinarse sobre la mesa.

—Tú me enseñaste a golpear con el canto de la mano. Y cuando viste a las chicas en la carretera, ya no miraste atrás. Fue entonces cuando le di un golpe en el cuello. No muy fuerte, con una fuerza intermedia, como me habías dicho que había que hacer si no querías romper el cuello al personal. Me había estado entrenando con las ovejas de la granja. Así que apunté a la yugular, le largué el golpe y después le di una coz, ¡así!

Carl vio que el mantel se estiraba en el extremo. ¡El muy capullo estaba haciendo una demostración!

—Échate atrás, que no quiero que escupas bacalao a mi ropa —lo amonestó—. ¿Sabes una cosa, Ronny? Eso no es verdad ni por el forro, ¿por qué dices esas pijadas? Me despedí de tu padre y nos marchamos los dos juntos. ¿Estás tan traumatizado por tu padre que tienes que inventarte una mentira así para poder seguir viviendo? Qué bajo has caído.

Ronny sonrió.

—Tú mismo. ¿Quieres postre?

Carl hizo un gesto negativo.

—Si vuelvo a oírte hablar de aquel accidente como lo has estado haciendo, por mis cojones que te vas a enterar de lo que es «Jeet Kune do».

Después Carl se levantó, dejando al pobre hombre con los restos de su pescado y seguro que devanándose los sesos en busca de un modo de largarse sin pagar.

Aunque se quedaría sin postre.

—Que subas al despacho de Marcus Jacobsen —le dijo el agente de la entrada cuando regresó.

Como me eche una bronca, me voy a mosquear, pensó mientras subía las escaleras.

—Iré al grano, Carl —hizo saber Marcus incluso antes de que hubiera cerrado la puerta del despacho—. Y te ruego que me digas la verdad. ¿Sabes quién es Pete Boswell?

Carl arrugó el entrecejo.

—No, no me suena de nada —admitió.

—Esta tarde hemos recibido una llamada anónima en relación con el cadáver de Amager.

—Bien. No me gustan las llamadas anónimas. ¿Qué ha dicho?

—Que la víctima es un inglés. Pete Boswell, de veintinueve años, negro de ascendencia jamaicana. Desapareció en otoño de 2006. Se alojaba en el Hotel Triton y trabajaba en una empresa comercial registrada como Kandaloo Workshop. Comercia con objetos artísticos y muebles de India, Indonesia y Malasia. ¿No te dice nada?

—Ni de lejos.

—Pues es raro que quien llamaba haya dicho que tú, Anker Høye y Pete Boswell teníais una cita el día que desapareció.

—¿Una cita?

Carl sintió que arqueaba las cejas.

—¿Por qué diablos iba yo a tener una cita con un hombre que importa muebles y baratijas? Joder, tengo los mismos muebles desde que me mudé al chalé adosado. No puedo permitirme tener muebles nuevos, y si quiero algo nuevo me voy a Ikea como todo el mundo. ¿Qué coño es todo esto, Marcus?

—Sí, también yo me lo pregunto. Pero ya veremos. Las llamadas anónimas raras veces son fenómenos puntuales —admitió.

Ni una palabra sobre la inoportuna interrupción de la reunión por parte de Carl.