Capítulo 16

Agosto de 1987

CURT Wad estuvo un rato sopesando la carta de Nete, y después la abrió con la misma falta de expectativa que habría mostrado si se hubiera tratado de prospectos de algún laboratorio.

En otra época Nete despertó su deseo de cometer abusos, pero después había habido decenas de casos. Entonces, ¿por qué ocuparse ahora de aquella insignificante aldeana? ¿Qué interés podían tener para él sus opiniones e ideas?

Leyó la carta un par de veces y luego la apartó con una sonrisa.

Aquella putilla hablaba de caridad y perdón; no lo hubiera esperado. ¿Por qué había de creer una sola palabra de lo que había escrito?

—Buen intento, Nete Hermansen —declaró—. Pero voy a investigarte bien.

Empujó el cajón superior del escritorio hasta el fondo, hasta que se oyó un clic en una esquina del mueble. Luego empujó un poco la mesa del escritorio hasta que cedió y se desplazó, desvelando un espacio de un centímetro de altura, donde se encontraba su indispensable libreta de direcciones y teléfonos.

Después consultó una de las primeras páginas, marcó el número y se presentó.

—Necesito un número de registro civil, ¿puedes ayudarme? Se trata de una tal Nete Hermansen, puede que aparezca con su apellido de casada, Rosen. Vive en Peblinge Dossering 32, cuarto piso, en Nørrebro, Copenhague. Exacto, es ella. ¿La recuerdas? Sí, su marido tenía talento, pero creo que para ciertas cosas le fallaba el juicio en los últimos años. ¿Ya has encontrado su número de registro? Vaya, qué rapidez.

Escribió el número de registro civil de Nete Rosen y dio las gracias. Recordó a su contacto que le devolvería el favor con sumo gusto si fuera necesario. Así eran las hermandades.

Luego volvió a mirar en la libreta, encontró otro número de teléfono, lo tecleó, dejó la libreta en su sitio y empujó la mesa hasta que volvió a hacer clic.

—Hola, Svenne, soy Curt Wad —se presentó cuando contestaron—. Necesito saber algo de una tal Nete Rosen, tengo su número de registro. Según mis informaciones, debería estar siguiendo un tratamiento en algún hospital en este momento; es lo que quisiera que me confirmaras. Sí, en Copenhague. ¿Cuánto tiempo tardarás en averiguarlo? Bueno, si lo puedes saber hoy mismo, mejor que mejor. ¿Lo intentarás? ¡Bien! Muchas gracias.

A continuación se recostó en su butaca y releyó la carta una vez más. Era extraño, estaba bien escrita y no había ninguna falta de ortografía. Hasta la puntuación era irreprochable, de forma que no había duda de que alguien la había ayudado. Porque era disléxica, corta de luces y apenas estaba escolarizada. A él no iba a engañarlo.

Sonrió con ironía. Lo más probable era que el abogado la hubiera ayudado. ¿No le había dicho acaso que el abogado estaría presente, en caso de que Curt aceptara la invitación?

Rio en voz alta para sí. Como si pensara aceptarla.

—¿Qué haces riendo para ti, Curt?

Wad se volvió hacia su esposa y meneó un poco la cabeza.

—Es que estoy de buen humor —explicó, y le rodeó el talle con las manos cuando ella se acercó al escritorio.

—Tampoco te faltan razones, amigo mío. Has hecho todo muy bien.

Curt Wad asintió con la cabeza. También él estaba satisfecho.

Cuando su padre se jubiló, Curt se hizo cargo de su consulta y su lista de pacientes, de los historiales médicos fruto del trabajo de toda una vida y de diversos ficheros del Comité contra la Fornicación y de la Sociedad de Daneses. Documentos importantes para Curt, veneno puro en las manos equivocadas, pero no tan venenosos como el trabajo para el que se le pidió que asumiera la dirección: La Lucha Secreta.

Eso consistía no solo en encontrar mujeres embarazadas cuyos fetos no merecieran vivir. También estaba la fatigosa tarea de conseguir introducir en el círculo a más personas cualificadas. Personas que por nada del mundo se arriesgarían a desvelar lo que representaba aquella asociación secreta.

Hubo unos años en los que la consulta de Curt en Fionia funcionó muy bien como centro de la actividad, pero a medida que los abortos provocados se concentraban cada vez más en la región de la capital, decidió romper con el pasado y mudarse a Brøndby, un municipio cercano a Copenhague, no demasiado interesante, pero que estaba en el centro de los acontecimientos. Cerca de los hospitales centrales, cerca de los médicos generalistas y especialistas más competentes con una buena cartera de clientes y, cosa nada insignificante, bastante cerca también de la clientela hacia la que apuntaba La Lucha Secreta.

En aquel municipio suburbano conoció a su esposa Beate a mediados de los años sesenta. Una mujer admirable, y además enfermera, que tenía buenos genes, sentimiento patriótico y don de gentes, cosa de la que Curt supo sacar partido.

Incluso antes de casarse la inició ya en su trabajo, y en lo que se podía lograr si se entregaba a La Lucha Secreta. Había esperado tal vez cierta oposición, y, en el mejor de los casos, nerviosismo por el trabajo, pero, contra todo pronóstico, mostró comprensión e iniciativa. De hecho, fue ella quien estableció contactos con el círculo de enfermeras y comadronas. Al cabo de un solo año había incorporado al movimiento al menos a veinticinco reclutadoras, como las llamaba ella, y a partir de ahí prendió con fuerza. También fue ella quien inventó el nombre Ideas Claras y propuso que debían intensificar el aspecto político del trabajo de La Lucha Secreta, así como el trabajo práctico.

El ideal de mujer y madre.

—Mira, Beate.

Le tendió la carta de Nete y dejó que la leyera a su ritmo, y ella sonrió mientras la leía. La misma sonrisa simpática que había transmitido a sus dos espléndidos chicos.

—Vaya locuacidad. ¿Qué le vas a responder, Curt? —preguntó—. ¿Puede ser cierto lo que dice? ¿Tiene tanto dinero?

Él asintió en silencio.

—De eso no hay duda, pero tiene pensado algo más que hacerme de oro, puedes estar segura.

Se levantó, corrió una cortina que cubría toda la pared del fondo, y dejó a la vista cinco archivadores grandes de metal verde oscuro que había guardado celosamente durante años. Dentro de un mes habría terminado la construcción de la caja fuerte a prueba de incendios en el antiguo edificio de las caballerizas, que ahora hacía de anexo, y entonces llevarían todo allí. Nadie que no fuera del círculo de allegados podría entrar.

—Ostras, todavía recuerdo el número —dijo riendo, y sacó un cajón del segundo archivador. Después depositó ante ella una carpeta colgante blanco-grisácea—. Toma.

Hacía mucho que no la sacaba; total, ¿para qué? Pero cuando vio la portada, echó la cabeza atrás y su mirada se desenfocó un instante.

Los anteriores sesenta y tres expedientes e historias clínicas los habían llevado a medias su padre y él, pero aquel era solo suyo. Era el primer caso en el que ejerció para La Lucha Secreta.

«Expediente 64», ponía.

—Nació el 18 de mayo de 1937. Ahí va, entonces solo es una semana mayor que yo —comentó su esposa.

Wad rio.

—Sí, pero la diferencia consiste en que tú eres una mujer de cincuenta años que parece una de treinta y cinco, y ella es una mujer de cincuenta años que seguro que parece que tiene sesenta y cinco.

—Veo que estuvo internada en Sprogø. ¿Cómo es posible que se exprese tan bien?

—La habrán ayudado. Es lo que creo yo.

Atrajo hacia sí a su esposa y le apretó la mano. Lo que decía no era cierto. De hecho había entre Nete y Beate un parecido extraordinario, y era su tipo de mujer ideal. Rubias nórdicas de ojos azules con formas suaves y talla adecuada en todas partes. Mujeres de piel lisa y labios que podían hacerte sentir mariposas en el estómago.

—Dices que tienes razones para creer que piensa cualquier cosa menos hacerte de oro. Pero ¿por qué? En su expediente pone que le hicieron un raspado de útero en 1955, no parece nada grave.

—Nete Hermansen ha tenido siempre varias personalidades, y tiene tendencia a presentar una u otra según le convenga. Se debe, por supuesto, a su imbecilidad, a rasgos patológicos y a un concepto retorcido de sí misma. Por supuesto que sé manejar a ese tipo de personas, pero de todas formas tomo mis precauciones.

—¿Cuáles?

—He hecho una consulta en la asociación. Para saber si está de verdad tan enferma como pretende que creamos en esa carta.

Curt Wad recibió a la mañana siguiente la respuesta a su pregunta, y sus presentimientos se confirmaron.

Ninguna persona con ese número de registro figuraba en el sistema hospitalario público ni en los registros de las clínicas privadas desde el accidente de tráfico de Nete y su marido en noviembre de 1985. Desde su permanencia en el hospital de Nykøbing Falster, y exceptuando un par de controles cada seis meses en aquella clínica y en el Hospital Central, respectivamente, no había nada en absoluto.

¿Qué diablos se traía entre manos Nete Hermansen? ¿Por qué mentía sobre su enfermedad? Estaba claro que pretendía atraerlo a su red con buenas palabras y explicaciones aceptables acerca de la razón por la que tenía que verlo justo entonces. Pero ¿qué se proponía hacer ella si es que aparecía? ¿Pensaba castigarlo? ¿O era quizá un intento de hacerlo quedar en evidencia? ¿No lo creía hombre capaz de cuidar de sí mismo? ¿Pensaba acaso que podía ponerle una grabadora cerca y arrancarle secretos y confesiones?

Rio.

No era más que una tontorrona que pretendía que él cayera en la trampa. ¿Cómo podía creer que fuera a desvelar lo que hizo en el pasado con ella? Todo lo que Nørvig, el abogado, había refutado.

Rio al pensarlo. En menos de diez minutos podía reunir a un grupo de chavalotes de espíritu patriótico acostumbrados a intimidar si era necesario. Si aceptaba la invitación y subía al piso de Nete Hermansen con aquellos mozos al lado, a ver quién castigaba a quién y quién recibía la sorpresa.

Curt Wad rio al pensarlo. Era muy tentador, pero justo aquel día tenían la primera reunión de la nueva asociación local de Hadsten, así que la diversión tendría que dar paso a cuestiones más importantes.

Empujó la carta, que cayó del borde de la mesa a la papelera, convencido de que la próxima vez que Nete intentase algo parecido iba a ver de una vez por todas quién mandaba allí, y cuáles podían ser las consecuencias.

Entró en su sala de consulta y se tomó su tiempo para ponerse la bata y arreglarla; al fin y al cabo, era el uniforme con que irradiaba la máxima autoridad y talento posibles.

A continuación se sentó a la mesa de cristal, atrajo hacia sí la agenda y examinó sus citas. No era un día atareado. Una solicitud de aborto, tres consultas de fertilidad, otra solicitud, y luego el único caso del día de La Lucha Secreta.

La primera clienta que entró era una joven encantadora y bastante tranquila. Según el médico que la enviaba, una estudiante sana y bien educada que deseaba abortar porque su novio la había dejado y estaba deprimida.

—¿Te llamas Sofie? —preguntó, sonriéndole.

Ella apretó los labios. Estaba ya a punto de desmoronarse.

Curt Wad la miró sin decir nada. Tenía los ojos azules, la mirada amable. Una esbelta frente despejada. Bonitas cejas, y orejas en su sitio. De buenas proporciones, bien entrenada y de manos finas.

—Tu novio te ha dejado, es una lástima, Sofie. Entiendo que te gustaba mucho.

La chica asintió en silencio.

—¿Porque era un chico bueno y guapo?

La chica volvió a asentir.

—Pero igual era bastante tonto, ya que eligió la solución fácil, es decir, alejarse del problema, ¿no?

La respuesta fueron protestas, tal como había previsto.

—No, no es tonto. Estudia en la universidad, que es lo que voy a hacer yo también.

Curt Wad ladeó la cabeza.

—No tienes muchas ganas de abortar, ¿verdad, Sofie?

La chica dejó caer la cabeza y repitió el gesto negativo. Ya estaba llorando.

—Actualmente trabajas en la zapatería de tus padres, ¿no te parece un buen empleo?

—Sí, pero solo para ahora. Mi intención es ir a la universidad.

—¿Qué dicen tus padres acerca de que abortes?

—No dicen nada. Dicen que debo tomar yo la decisión. No se mezclan. Al menos no se entrometen.

—¿Ya has tomado la decisión?

—Sí.

Wad se levantó, se sentó en la butaca junto a ella y tomó su mano.

—Escucha, Sofie. Eres una joven sana, y el hijo del que quieres deshacerte está en este momento a merced de tu decisión. Yo sé que vas a poder ofrecer a tu hijo una vida maravillosa si es que decides cambiar de opinión. ¿Quieres que llame a casa de tus padres y hable con ellos para saber qué piensan del asunto? Parecen ser unos buenos padres que no desean presionarte. ¿No crees que debería oír lo que tengan que decir? ¿Qué te parece?

La chica alzó la cabeza hacia él, como si Wad hubiera apretado un botón. Alerta y a regañadientes, y con muchas, muchas dudas.

Curt Wad no dijo nada. Sabía que justo en ese punto era importante contenerse.

—¿Qué tal te ha ido el día, Curt? —preguntó Beate mientras le servía otra media taza de té. Three o’clock tea, solía llamarlo. Aquellos momentos eran lo mejor de tener la consulta y el domicilio en la misma casa.

—Bien. Esta mañana he convencido a una joven guapa y lista para que no aborte. Se ha desmoronado cuando le he dicho que sus padres deseaban ayudarla de todo corazón. Que podía tener el niño sin temor, y que podía trabajar en la tienda lo mejor que pudiera, y que ellos la ayudarían a cuidar del niño, que no tenía por qué repercutir en sus estudios.

—Bien hecho, Curt.

—Sí, era una chica muy guapa. Muy nórdica. Será un niño guapo para mayor gloria de Dinamarca.

Su esposa sonrió.

—Y ahora ¿qué? Supongo que será algo diferente. ¿Es el doctor Lønberg quien ha enviado a las personas que están en la sala de espera?

—Vaya, te has dado cuenta —admitió Wad con una sonrisa—. Pues sí, es él. Lønberg sigue siendo un hombre bueno para la asociación. Quince envíos de casos parecidos en solo cuatro meses. Desde luego, cariño, has seleccionado para la organización a gente muy efectiva.

Un cuarto de hora más tarde se abrió la puerta de la sala de espera a la de consultas, mientras Curt leía el volante del médico de cabecera. Alzó la vista hacia los pacientes e hizo un saludo amable con la cabeza a la vez que comparaba lo que veía con lo que se deducía de sus papeles.

La descripción era breve, pero de lo más pintoresca.

«La madre, Camilla Hansen, treinta y ocho años, embarazada de cinco semanas. Seis hijos con cuatro hombres diferentes, receptora de ayudas de subsistencia. Cinco de sus hijos reciben educación especial, y el mayor está en este momento ingresado en una institución. El padre del niño sin nacer, Johnny Huurinainen, veintiocho años, asiduo de los servicios sociales, tres estancias en la cárcel por delitos contra la propiedad, drogadicto bajo tratamiento de metadona. Ninguno de los padres tiene estudios más allá de la enseñanza primaria.

»Camille Hansen lleva unas semanas quejándose de dolores al orinar. La causa es una infección por clamidias, pero no se le ha notificado a la paciente.

»Propongo intervenir.»

Curt asintió en silencio para sí. Un hombre bueno en todos los aspectos, aquel Lønberg.

Luego levantó la cabeza hacia la dispar pareja.

Como un insecto que solo funcionase como máquina reproductora, allí estaba la futura madre, con sobrepeso, con ganas de fumar, el pelo desordenado y grasiento, esperando que él contribuyera a que volviera a dar a luz uno más de los hijos completamente inútiles que había parido seis veces. Que permitiera que más individuos engendrados por aquellos dos miserables materiales genéticos de subhumanos poblaran las calles de Copenhague. Pero no iba a hacerlo si tenía la menor oportunidad de evitarlo.

Les sonrió y lo correspondieron con unas expresiones necias de dientes podridos. ¿No sabían ni sonreír como es debido? Desde luego, era lamentable.

—Tienes problemas cuando orinas, ¿verdad, Camilla? Bueno, pues vamos a echar un vistazo. Mientras tanto puedes ir a la sala de espera, Johnny. Seguro que mi esposa te ofrece un café, si lo quieres.

—Prefiero una coca-cola —replicó.

Curt sonrió. Pues tendría su coca-cola. Después de cinco o seis le devolverían a su Camille. Llorando un poco porque el médico había tenido que hacerle un raspado, ignorante de que era la última vez que sería necesario.