Noviembre de 2010
CARL despertó con la mejilla incrustada en el rincón más remoto del despacho y un penetrante olor exótico en la nariz, viendo ante sí un par de ojos escudriñadores y un felpudo de barba de varios días.
—Toma, Carl —dijo Assad, agitando un vaso humeante de un líquido abrasador.
Carl retiró la cabeza de un tirón y sintió el cuello agarrotado, como si estuviera sujeto a un tornillo de banco. Ostras, cómo apestaba el té aquel.
Miró alrededor y recordó que se les había hecho tarde la víspera y que le pareció insoportable volver a casa a dormir. Ahora se olisqueaba las axilas y se arrepentía.
—Té auténtico de Ar Raqqah —dijo Assad con voz ronca.
—Ar Raqqah —repitió Carl—. Suena feo. ¿Estás seguro de que no es una enfermedad? ¿Algo con mucha mucosidad en la garganta?
Assad sonrió.
—Ar Raqqah es una bonita ciudad a orillas del Éufrates.
—¿Del Éufrates? ¿Quién ha oído hablar de té del Éufrates? ¿De qué país, si puede saberse?
—De Siria, por supuesto.
Assad añadió dos cucharadas colmadas de azúcar a la taza y se la ofreció.
—Assad, en Siria no se cultiva té, al menos eso lo sé.
—Té de hierbas, Carl. Has tosido mucho, o sea, por la noche.
Carl estiró los músculos del cuello, pero no sirvió de nada, más bien al contrario.
—¿Y Rose, se ha ido a casa?
—No. Ha pasado la mayor parte de la noche en el retrete. Ahora le toca, entonces, a ella.
—Pues ayer no estaba enferma.
—Pero hoy sí.
—¿Dónde está ahora?
Esperaba que a millas de allí.
—En la Biblioteca Nacional, consultando unos libros sobre Sprogø. Cuando no estaba en el retrete, se informaba en internet. Esto es parte del material —dijo Assad, entregando a Carl varios folios unidos por clips.
—¿Te importa que me restriegue un poco la cara con agua?
—No, hombre; y mientras lo lees come tantos de estos como puedas. Están comprados en el mismo sitio que el té. Son muy, muy, muy buenos.
Había un muy o dos de más en aquella frase, pensó Carl con la vista clavada en el paquete tapizado de signos árabes y la imagen de una galleta ante la cual hasta un marino naufragado habría vacilado.
Carl dio las gracias y se dirigió con paso inseguro al cuarto de baño para rociarse bien con desodorante. Lo del desayuno se podía arreglar. Lis la del segundo solía tener pastas y chocolate en los cajones.
Así que valía la pena darse una vuelta por allí.
—Me alegro de que hayas venido —lo saludó Lis, dejando a la vista sus paletas cruzadas en una sonrisa demoledora—. He encontrado a tu primo Ronny, y te aseguro que no ha sido nada fácil. Ese tío cambia de domicilio como de camisa.
Carl vio ante sí las dos camisetas descoloridas que solía alternar para dormir, y luego intentó hacer desaparecer la imagen de su mente.
—¿Dónde está ahora? —preguntó, tratando de mejorar su aspecto poco presentable.
—Ha realquilado un piso en Vanløse, aquí tienes el número del móvil. Es de los de tarjeta, para que lo sepas.
¡Ahí va la pera! Vanløse, por donde pasaba a diario. El mundo era un pañuelo.
—¿Dónde está la cascarrabias? ¿También ella está enferma? —preguntó, apuntando a la mesa de la señora Sørensen.
—No; al igual que yo, tiene bastante aguante —explicó Lis, extendiendo las manos hacia los despachos desiertos—. No como los hombres de aquí, unos flojos. No, Cata está en su cursillo de PNL. Hoy es su último día.
¿Cata? Joder, la señora Sørensen no se llamaba Cata.
—¿Cata es la señora Sørensen?
Lis hizo un gesto afirmativo.
—En realidad se llama Catarina, pero dice que prefiere Cata.
Carl bajó tambaleante las escaleras al sótano.
En el segundo piso reinaba el caos.
—¿Has leído mis folios? —preguntó Rose en el mismo segundo en que percibió a Carl. No tenía buen aspecto.
—No, lo siento. ¿No crees que deberías irte a casa, Rose?
—Luego; antes tenemos que hablar de una cosa.
—Ya lo imaginaba. ¿Qué es todo eso de Sprogø?
—Gitte Charles y Rita Nielsen coincidieron allí.
—Ya. ¿Y…? —dijo, simulando no haber entendido el significado, pero sí que lo entendió. Había hecho un trabajo cojonudo, y los tres lo sabían.
—Debieron de conocerse —aventuró Rose—. Gitte Charles era una de las funcionarias, y Rita, una de las internas.
—¿Interna? ¿Qué significa eso?
—No sabes mucho de Sprogø, ¿verdad, Carl?
—Sé que es una isla que hay entre Selandia y Fionia, que está junto al puente del Gran Belt, y que es la que se veía desde el transbordador cuando había que cruzar el estrecho. Con un faro en medio. Una colina y mucha hierba.
—Ya, y algunas casas, ¿verdad, Carl?
—Sí, es verdad. Desde que hicieron el puente se ven los edificios bastante bien, sobre todo cuando cruzas desde el lado de Selandia. Son amarillos, ¿verdad?
Entonces apareció Assad. Esta vez bien vestido y con varios cortes en la mejilla. Tal vez deberían invertir en una nueva cuchilla de afeitar para él.
Rose ladeó la cabeza.
—Ya sabes que hubo un asilo de mujeres en la isla, ¿verdad, Carl?
—Sí, claro. Ahí encerraban a las mujeres de vida ligera durante un tiempo, ¿no?
—Sí, algo así. Voy a resumir, así que atiende, Carl; y lo mismo te digo a ti, Assad.
Levantó un dedo como una maestra de escuela. Estaba en su elemento.
—Empezó en 1923 con un tal Christian Keller, que era jefe de servicio en la asistencia pública danesa. Fue durante varios años director de varias instituciones para dementes, entre otras en Brejning, que por aquel entonces denominaban asilos Keller. Era uno de esos médicos que, ciegamente convencidos de su infalibilidad, consideraban que estaban en condiciones de evaluar y escoger a personas que no estaban capacitadas para ocupar un supuesto «lugar adecuado» en la sociedad danesa.
»La base para sus teorías en torno a la creación de Sprogø eran las ideas eugenésicas y de higiene social acerca del “material hereditario defectuoso”, el nacimiento de niños degenerados y un montón de chorradas más.
Assad sonrió.
—¡Eugenesia! Sí, sí, ya sé qué es eso. Es cuando se cortan los testículos a los niños para que canten con voz aguda. Había muchos de aquellos, o sea, en los antiguos harenes de Oriente Próximo.
—Eso eran eunucos, Assad —lo corrigió Carl, y fue entonces cuando observó la expresión pícara del rostro de Assad. Como si no lo supiera.
—Tranquilo, Carl, estaba de coña. Lo he mirado en el diccionario esta noche. La palabra eugenesia viene del griego, y significa «buen linaje». Ya lo sé. Es una doctrina sobre cómo clasificar a la gente según su origen y entorno.
Dio una palmada amistosa a Carl en el hombro. No había la menor duda de que sabía bastante más que Carl sobre la cuestión.
Luego la sonrisa de Assad desapareció.
—Y ¿sabes qué? Es algo que detesto —confesó—. Detesto eso de que algunos se sientan mejores personas que otros. Lo de la superioridad racial, ya sabes. Lo de clasificar, o sea, a las personas en más valiosas y menos valiosas.
Miró directo a Carl. Era la primera vez que Assad entraba en aquella clase de temas.
—Bueno, de eso se trata cuando eres una persona, ¿no? —hizo constar—. Basta con sentirse mucho mejor que los demás, el resto no importa. Es lo que buscan todos, ¿no?
Carl asintió con la cabeza. Así que Assad había probado la discriminación en carne propia. Pues claro.
—En aquellos tiempos eran todos unos curanderos —continuó Rose—. La verdad es que los médicos no sabían nada. Si una mujer se comportaba de manera asocial, enseguida se convertía en objeto de atención. Sobre todo las mujeres «ligeras de cascos», que se dice. Se hablaba de baja moral sexual, y se señalaba a aquellas mujeres especiales como transmisoras de enfermedades sexuales que daban a luz hijos degenerados. Y para deshacerse de ellas las mandaban a Sprogø sin que mediara sentencia alguna y por tiempo indefinido. Por lo visto, los médicos consideraban que tenían el derecho y la obligación de hacerlo, porque claro, los normales eran los médicos, y las mujeres, las anormales.
Rose estuvo callada un momento para imprimir más peso a la siguiente frase.
—En mi opinión, se trataba de unos médicos estrechos de miras, unos puñeteros hipócritas pagados de sí mismos, siempre dispuestos a ayudar si una comunidad quería deshacerse de una mujer que ofendía los preceptos morales de la burguesía. Y de esa manera aquellos médicos se ponían a la altura de Dios.
Carl asintió en silencio.
—Ya, o del propio diablo —añadió—. Pero, si he de decir la verdad, yo creía que aquellas mujeres eran retrasadas.
Luego se apresuró a matizar:
—No lo digo por justificar el tratamiento que recibieron. Más bien al contrario.
Rose lo interrumpió con un chasquido de lengua despectivo.
—¿Retrasadas? Sí, era lo que se decía. Y es posible que lo fueran según los primitivos y estúpidos tests de inteligencia de los médicos, pero ¿quiénes coño eran ellos para permitirse llamar retrasadas a mujeres que quizá habían vivido toda su vida sin ningún tipo de estímulo? La mayoría de ellas eran casos sociales y punto, pero las trataban como a delincuentes e inferiores. Claro que de vez en cuando había algunas de pocas luces, pero no lo eran ni de lejos todas. Y, que yo sepa, hasta ahora no ha sido nunca delito ser tonto en Dinamarca, porque, de haberlo sido, muchos de los miembros del Gobierno no andarían libres. Lo que hicieron fue un abuso inaceptable. Nada por lo que fueran a recibir una medalla del Tribunal de los Derechos Humanos o de Amnistía Internacional, y que me lleve el diablo si no sigue ocurriendo algo parecido en este país. Piensa en los que están metidos en camisas de fuerza. Los que dejan inconscientes a base de pastillas y pinchazos para que se pudran. Los que pierden la condición de ciudadanos porque no saben responder unas putas preguntas ridículas.
Rose dijo las últimas frases casi resoplando.
Una de dos: o ha dormido poco o tiene la regla, pensó Carl, rebuscando en el bolsillo las galletas que le había pasado Lis.
Le ofreció una, pero Rose hizo un gesto negativo. Ah, sí, que tenía el estómago revuelto, recordó entonces. Luego ofreció a Assad, pero tampoco quiso. Bueno, así habría más para él.
—Escucha, Carl. Sprogø era una isla de la que las mujeres no podían escapar, ¿lo sabías? Era la antesala del infierno. Consideraban a aquellas mujeres enfermas, pero no les daban ningún tratamiento, porque aquello no era un hospital. Tampoco era una cárcel, así que se quedaban allí por tiempo indefinido. Algunas pasaron casi toda su vida sin contacto con su familia ni con ninguna otra persona fuera de la isla. Y eso ocurrió hasta 1961. Joder, Carl, ha pasado en tu época, ¿te das cuenta?
No cabía duda de que el sentido de justicia de Rose había despertado.
Carl iba a protestar, pero vio que Rose tenía razón. Había sucedido justo en su época, y estaba sorprendido.
—Vale —reconoció con un gesto afirmativo—. Así que aquel Christian Keller deportó a aquellas mujeres a Sprogø porque pensaba que no estaban capacitadas para vivir una vida normal, ¿verdad? ¿Y por eso terminó allí Rita Nielsen?
—Sí, joder, llevo toda la noche leyendo sobre aquella gentuza: Keller y su sucesor en Brejning, Wildenskov. Los dos fueron dueños y señores de aquello desde 1923 hasta dos años antes de que cerrasen la institución en 1961, y en esos casi cuarenta años llevaron a mil quinientas mujeres a la isla por tiempo indefinido; y el lugar no era ningún jardín de rosas, te lo aseguro. Trato duro, trabajo duro. Personal con escasa formación, que consideraba a las «chicas», como las llamaban, personas inferiores, las trataban con brutalidad, obligándolas a prestar obediencia ciega, y las vigilaban día y noche. Si no obedecían, las metían en celdas de castigo. Aislamiento durante días. Y si alguna albergaba alguna esperanza de escapar de la puta isla, ya sabía que podría hacerlo solo tras ser esterilizada. ¡Esterilizada a la fuerza! Les quitaban la vida sexual y órganos sexuales, Carl.
Giró la cabeza a un lado y dio una patada a la pared.
—Joder, era una pasada.
—¿Estás bien, Rose? —preguntó Assad, poniéndole la mano con cuidado en el brazo.
—Esto es ni más ni menos que el peor abuso de poder que pudiera imaginarse —dijo Rose con una expresión en el rostro que Carl nunca le había visto. Después continuó entre dientes—. Que te condenen a vivir en una isla desierta hasta que te pudras. Los daneses no somos ni una pizca mejores que los que más odiamos. Somos como quienes lapidan a las mujeres infieles, como los nazis, que asesinaban a los retrasados y a otros disminuidos graves. Lo que ocurría en Sprogø ¿no podría compararse acaso con los denominados hospitales mentales soviéticos para disidentes o las instituciones para el tratamiento de disminuidos mentales en Rumania? Pues claro, porque no somos un carajo mejores que ellos, ¿vale?
Y a continuación dio media vuelta y desapareció hacia el retrete. Así que los problemas intestinales no estaban arreglados del todo.
—Uf —dijo Carl.
—Sí, por la noche también ha estado, o sea, muy excitada con todo eso de Sprogø —dijo Assad en voz baja; no quería arriesgarse a que Rose lo oyera—. De hecho, me ha parecido que estaba bastante rara. Puede que nos envíe a Yrsa en su lugar.
Carl achicó los ojos. La sospecha surgía de vez en cuando, y sobre todo ahora.
—¿Crees que Rose ha sufrido esa clase de tratamiento? ¿Es lo que sugieres, Assad?
Este se alzó de hombros.
—Lo único que digo es que hay algo en ella que molesta como un zapato con una piedra dentro.
Carl observó un momento el receptor antes de levantarlo y teclear el número de Ronny.
Tras dejarlo sonar bastante tiempo colgó, esperó veinte segundos y volvió a llamar.
—¿Diga…? —se oyó una voz gastada, cansada y aturdida por la edad, el alcohol y el tren de vida irregular.
—Hola, Ronny —se limitó a decir.
Ninguna reacción.
—Soy Carl.
Ninguna reacción aún.
Luego gritó algo más fuerte, y después más fuerte todavía, y entonces percibió cierta actividad al otro lado de la línea en forma de unos medio ronquidos jadeantes en busca de aire y una tos flemosa producto de los sesenta cigarrillos cuyas colillas seguro que ocupaban su cenicero en aquel momento.
—¿Quién dices que eres? —preguntó después.
—Carl, tu primo. Hola de nuevo, Ronny.
Otro ataque por el receptor.
—¿Qué horas son estas de llamar? ¿Qué hora es?
Carl miró el reloj.
—Las nueve y cuarto.
—¡Las nueve y cuarto! Pero ¿estás majara, o qué? Llevo diez años sin noticias tuyas ¡y vas y me llamas a las nueve!
Y colgó.
Nada nuevo bajo el sol. Carl se lo imaginó. Seguro que desnudo a excepción de los calcetines, que no se quitaba nunca. Seguro también que tenía las uñas larguísimas y una barba de días desigual. Un hombre grande con un cuerpo grande que, se encontrara donde se encontrase en el mundo, donde más a gusto estaba era en la penumbra y con el sol a medio gas. Si le agradaba viajar a Tailandia, desde luego no era por el bronceado.
Antes de transcurrir diez minutos volvió a llamar.
—¿Qué número de teléfono es ese, Carl? ¿De dónde llamas?
—De mi despacho de Jefatura.
—¡No jodas, tío!
—He oído cosas sobre ti, Ronny, así que tenemos que hablar, ¿vale?
—¿Qué has oído sobre mí?
—Que andas contando cosas sobre la muerte de tu padre por todo el mundo en bares de dudosa reputación, y que me involucras a mí.
—¿Quién coño dice eso?
—Otros policías.
—Pues están de la olla.
—¿Puedes venir aquí?
—¡¿A Jefatura?! Tú estás chalado. Oye, ¿te has vuelto senil desde la última vez que nos vimos? Ni hablar, si tenemos que reunirnos, que sea en un sitio que valga la pena, qué cojones.
Al segundo iba a proponer algo que costaba dinero. Algo que tendría que pagar Carl, y que sería algo de beber.
—Ya está, me invitas a una birra y un bocado en el Tivolihall. Lo tienes justo al lado.
—No lo conozco.
—Justo frente al Rio Bravo, ese ya sabes dónde está, joder. En la esquina de Stormgade.
Si aquel payaso sabía que Carl conocía el Rio Bravo, ¿por qué coño no proponía reunirse allí?
Concertaron la cita, y luego Carl se quedó un rato pensando qué decirle a aquel imbécil para que le entrase en la cabeza.
Será Mona, pensó cuando el teléfono volvió a sonar. Miró el reloj. Las nueve y media; era bien capaz de llamar. De solo pensarlo, le entró vértigo.
—¿Síí…? —preguntó, pero la voz no era la de Mona, tampoco era sexy. Lo más parecido a un corte de mangas.
—¿Puedes subir un momento, Carl?
Era Tomas Laursen, el perito policial más cualificado de la zona oeste de Copenhague, hasta que lo dejó, asqueado por el trabajo y tras ganar un premio gordo de lotería, que después perdió por unas inversiones fallidas. Ahora estaba de encargado en la cantina del cuarto piso, y lo hacía muy bien, por lo que Carl sabía; ya iba siendo hora de hacerle una visita.
¿Por qué no ahora?
—¿De qué se trata, Tomas?
—Del cadáver que encontraron ayer en Amager.
Lo único que seguía igual en la cantina después de que la dirección de la Policía decidiera adecuarla a los nuevos tiempos era la sorprendente falta de espacio.
—¿Te va bien? —preguntó Carl al hombre fornido, que hizo una especie de gesto afirmativo de perfil a modo de respuesta.
—Desde luego, no creo que vaya a poder pagar el Ferrari que encargué ayer —dijo sonriendo, y se llevó a Carl a la cocina.
La sonrisa desapareció allí.
—¿Te das cuenta de lo alto que habla la gente mientras jama? —dijo en voz baja—. No me había dado cuenta antes de entrar a trabajar aquí.
Abrió una cerveza y se la dio a Carl sin que él la pidiera.
—Escucha, Carl. Si te digo que he oído a alguien hablar de que tú y Bak os habéis estado peleando por el caso de Amager, ¿hay algo de cierto en ello?
Carl tomó un trago. Había mucho que empujar.
—No exactamente por ese caso. ¿Por qué?
—Al menos, Bak anduvo ayer sugiriendo a sus antiguos compañeros de aquí que había algo sospechoso en la manera en que te libraste de las balas en el barracón de Amager cuando murió Anker y Hardy se quedó paralítico. Que solo querías que pareciera que te habían disparado. Que era imposible que el rasguño que tenías en la sien te hiciera perder el conocimiento, y que era fácil fingir un tiro así a poca distancia.
—Qué hijo de puta. Debió de decirlo antes de que lo ayudara en el caso del asalto a su hermana. Puto cabrón desagradecido. ¿Y quién va a creer esas habladurías?
Laursen sacudió la cabeza. No quería decírselo. Aunque allí arriba cualquiera debería sentirse seguro para parlotear cuanto quisiera. Siempre que los chismorreos no tuvieran que ver con Laursen, claro.
—Me temo que hay muchos aquí que piensan lo mismo; pero eso no es todo, Carl.
—¿Hay más?
Dejó la botella de cerveza sobre un frigorífico. No quería oler a cerveza cuando bajara al despacho del inspector jefe, para echar más leña al fuego.
—Los forenses han encontrado varias cosas importantes en los bolsillos del cadáver de ayer. Una de ellas es una moneda que se había quedado en un pliegue. Una corona, para ser exactos. Bueno, de hecho han encontrado cinco monedas danesas, pero esa era la más reciente.
—¿De cuándo era?
—De no hace mucho: 2006. Así que el cadáver ha podido estar enterrado a lo sumo cuatro años. Pero había más.
—Sí, ya me imagino. ¿Qué más han encontrado?
—Dos de las monedas del bolsillo estaban envueltas en film transparente, y había huellas dactilares. Del dedo índice derecho de dos personas distintas.
—Vaya. ¿Han descubierto algo más?
—Sí. Las huellas estaban bastante claras y bien conservadas, así que lo de que las monedas estuvieran envueltas en film transparente debía de tener ese objetivo, supongo.
—¿De quiénes eran las huellas dactilares?
—¡Una era de Anker Høyer!
Carl puso los ojos como platos. Se imaginó por un instante el rostro incrédulo de Hardy. Su voz amargada cuando habló de la adicción de Anker a la cocaína.
Laursen volvió a ofrecer la cerveza a Carl, antes de dirigirle una mirada inquisitiva.
—Y la otra huella era tuya, Carl.