Agosto de 1987
DURANTE los años ochenta, Curt Wad había visto con gran satisfacción que el giro a la derecha lo apoyaba cada vez más gente, y ahora, a finales de agosto de 1987, casi todos los medios predecían que la derecha iba a volver a ganar las elecciones.
Eran tiempos magníficos para Curt Wad y quienes pensaban como él. El Partido de la Recuperación despotricaba contra los extranjeros, y poco a poco cada vez más congregaciones y asociaciones nacionales cristianas se concentraban en torno a taimados agitadores populistas que blandían el látigo con habilidad contra la depravación y la decadencia moral, sin mostrar la menor sensiblería y sentimentalismo hacia derechos humanos comúnmente aceptados.
Las personas no nacían iguales ni para ser iguales, eso era lo que subyacía al concepto, y la gente tendría que acostumbrarse a la idea y tomarla en cuenta.
Sí, eran buenos tiempos para Curt Wad y lo que representaba. Poco a poco iba surgiendo una corriente favorable para aquellas ideas, tanto en el Parlamento como en algunos movimientos de base, y al mismo tiempo el dinero entraba a raudales en la niña de sus ojos, la asociación Ideas Claras, en la que trabajaba duro por convertirla en un partido con muchas asociaciones locales y representación en Christiansborg. Era casi como volver a los años treinta, cuarenta y cincuenta con ese cambio moral; desde luego, estaba muy lejos de los odiosos años sesenta y setenta, en los que los jóvenes ocuparon las calles predicando el amor libre y el socialismo. En aquella época se mimaba a individuos miserables provenientes de las heces de la sociedad, y el comportamiento asocial se justificaba como un fallo del Estado y de la sociedad.
No, las cosas ya no eran así. En los años ochenta cada cual forjó su propia fortuna. Y muchos lo hicieron muy bien, se notaba, porque todos los días llegaban aportaciones voluntarias a las Ideas Claras de Curt por parte de ciudadanos íntegros y fundaciones solidarias.
Los resultados tampoco se hicieron esperar. En aquel momento había ya dos secretarias para llevar la contabilidad de Ideas Claras y hacer envíos de material, y al menos cuatro de las nueve asociaciones locales estaban creciendo a razón de cinco miembros por semana.
Sí, por fin se había manifestado un amplio rechazo ante los homosexuales, los drogadictos, los delincuentes juveniles, la promiscuidad, la transmisión de malos genes, inmigrantes y exiliados. Y unido a todo eso llegó el sida para recordar lo que en círculos cristianos se describía como «el dedo levantado del Señor».
En los años cincuenta no hacían falta esas reivindicaciones como palanca para combatir el mal; claro que entonces había bastantes menos medios para contraatacar.
Pero eso, que corrían buenos tiempos. La ideología de Ideas Claras se propagaba a la velocidad del rayo, aunque no se decía claramente que no debía mezclarse la mala sangre con la buena sangre.
La asociación de defensa de la sangre no contaminada y de los valores morales de la población y la nación había tenido tres nombres en su historia desde que la fundara el padre de Curt, en su lucha infatigable a favor de la limpieza racial y el enaltecimiento de la vida de los ciudadanos corrientes. En los años cuarenta la llamó Comité contra la Fornicación, después pasó a ser la Sociedad de Daneses y ahora, Ideas Claras.
Lo que se había concebido en la mente de un médico de Fionia, y después perfeccionado en la de su hijo, no era ya una cuestión privada. La asociación contaba con dos mil miembros que pagaban de buena gana la elevada cuota. Ciudadanos respetables, desde abogados, médicos y policías hasta cuidadores de residencias y pastores de la Iglesia danesa. Gente que en su actividad diaria veía muchas cosas criticables y tenía conocimientos y talento para hacer algo al respecto.
Si el padre de Curt viviera, estaría orgulloso de hasta dónde había llevado su hijo esas ideas, igual que lo estaría de cómo había administrado lo que con el paso de los años llamaron La Lucha Secreta. En la que él y otros que pensaban como él hacían todo lo que, siendo ilegal, trataban de legalizar mediante el partido Ideas Claras. En la que se permitían separar los niños que no merecían vivir de los que sí lo merecían.
Curt Wad acababa de terminar una entrevista telefónica para la radio acerca del ideario básico oficial de Ideas Claras, cuando su esposa depositó el montón de cartas ante él, en una franja de luz solar, en medio de la mesa de roble.
Aquellos montones de cartas eran siempre como una bolsa de caramelos surtidos.
Los anónimos los arrojaba a la papelera de inmediato. Eran más o menos una tercera parte.
A continuación estaban las habituales cartas llenas de odio y amenazas; apuntaba el remitente y después las arrojaba al montón del archivo para las oficinistas. Si las secretarias notaban con el paso del tiempo que algunos de los remitentes eran hábiles reincidentes, Curt llamaba por teléfono a los portavoces de los grupos locales, quienes después se encargaban de que el envío de aquel tipo de cartas se detuviera. Había muchos modos de hacer frente a aquello, porque la mayoría de la gente tiene algo que no desea que se haga público, y los abogados, médicos y pastores de la zona tenían muchos archivos en los que mirar. Algunos lo llamarían presionar. Curt lo llamaba defensa propia.
Además, había personas que escribían para pedir que las admitieran en la asociación, y esos casos requerían una atención especial. Las infiltraciones podían ser difíciles de manejar una vez producidas, y por tanto había que mostrar un gran cuidado. Esa era la razón de que Curt Wad abriera el correo en persona.
Para terminar, estaban las cartas más típicas, que cubrían todo el espectro que va de la veneración al lloriqueo y la furia.
En el último montoncito del correo diario Curt Wad encontró la carta de Nete Hermansen. No pudo evitar sonreír al ver el remite. En todos aquellos años, pocos casos habían salido tan bien como el de ella. Por dos veces en su vida había detenido el comportamiento inmoral y la depravación social de aquella mujer. Menuda putilla.
¿Con qué querría molestarlo ahora aquella desgraciada? ¿Lágrimas o reproches? La verdad es que le daba igual. Para él, Nete Hermansen no era nada, ni antes ni ahora. Que se hubiera quedado sola después de que el imbécil de su marido se matara en un accidente de coche la misma noche en que él la vio por última vez no merecía más que indiferencia.
Desde luego, ella no merecía más.
Puso a un lado el sobre sin abrir, en el montón de las cosas sin importancia. Ni siquiera despertó su curiosidad. Nada que ver con aquella vez, hacía tanto tiempo.
La primera vez que oyó hablar de Nete fue cuando el presidente del consejo municipal escolar acudió a la consulta del padre de Curt con noticias de una chica que se había caído en el arroyo de Puge Mølle y había sangrado del bajo vientre.
—Podría tratarse de un aborto, hay muchos indicios de ello —informó el presidente del consejo—. Y si oímos que los autores han sido unos escolares, no hay que hacer demasiado caso. Fue un accidente, y si lo llaman para que vaya a su casa, doctor Wad, sepa que si hay señales de violencia, habrán sido consecuencia de su caída al arroyo.
—¿Cuántos años tiene la chica? —preguntó Wad padre.
—Quince, más o menos.
—En ese caso, un embarazo no es algo natural —aseguró su padre.
—¡Esa chica tampoco es natural! —dijo con una risotada el presidente—. Hace años que la expulsaron de la escuela a causa de diversas monstruosidades. Invitar a chicos a fornicar, decir groserías, ser de trato y mente simple, y violenta, tanto contra compañeros de escuela como contra su maestra.
Al escuchar esas palabras, el padre de Curt echó la cabeza atrás en señal de comprensión.
—Ya, una de esas —comentó—. De pocas luces, me imagino.
—Desde luego —dijo el presidente.
—Y entre esos buenos escolares que esa niña ignorante podría llevar al banquillo de los acusados, ¿hay quizá alguien que el señor presidente conozca personalmente?
—Sí —respondió, aceptando uno de los cigarros puros alineados en una caja en medio de la mesa—. Uno de los chicos es el benjamín de la cuñada de mi hermano.
—Ya veo —comentó el padre de Curt—. En ese caso, puede decirse que ha habido un choque de estratos sociales, ¿no?
Por aquel entonces el joven Curt tenía treinta años y llevaba camino de hacerse cargo de la consulta de su padre, pero nunca había visto una paciente como la chica de la que hablaban.
—¿Qué hace ella? —preguntó Curt, y recibió un gesto de aprobación de su padre.
—Bueno, no sé gran cosa, pero creo que ayuda a su padre en su pequeña granja.
—¿Y el padre es…? —preguntó el padre de Curt.
—Si recuerdo bien, se llama Lars Hermansen. Un hombrachón. Un tipo sencillo.
—¡Ah, sí, ya sé quién es! —exclamó el padre de Curt. Claro que lo conocía. Como que había asistido a la madre cuando nació la niña—. El padre tiene ideas un tanto extrañas, y desde que se murió su mujer su estado ha empeorado. Un tipo de lo más reservado y singular. No es de extrañar que la chica haya salido algo rara.
Y en eso quedaron.
Como era de esperar, el doctor Wad fue requerido en la granja, y allí le dijeron que la chica había estado haciendo el tonto y se había caído al arroyo, donde rodó un poco arrastrada por la corriente, y al final se golpeó con los palos y las piedras de la orilla. Si decía otra cosa, debía de ser por el susto y la confusión. Pero era lamentable que la chica hubiera sangrado. Preguntó a su padre si estaba embarazada.
Curt estaba presente, como en las últimas visitas de su padre, y recordaba con claridad que el semblante del padre de Nete palideció al oír la pregunta, y que sacudió lentamente la cabeza.
El padre dijo que no había razón para mezclar a la Policía.
Por eso nadie se preocupó más.
Al anochecer se renovaron las actividades de la asociación, y Curt Wad se alegraba. Dentro de diez minutos iba a reunirse con tres de los miembros más tenaces y trabajadores de Ideas Claras que no solo tenían estrechos contactos con gente de los partidos de derecha, sino que también mantenían buenas relaciones con funcionarios de los ministerios de Justicia e Interior que observaban con preocupación el desarrollo de los acontecimientos de su país, sobre todo lo relativo a la inmigración y al reagrupamiento familiar. Y la explicación de su compromiso era, como en el caso de sus miembros y sus contactos, bastante simple y lógica: en el momento actual había ya demasiados elementos extranjeros que se habían colado en el país. Individuos inferiores, indeseables.
«Una amenaza para lo danés», se oía por todas partes, y Curt Wad no podía estar más de acuerdo. Todo se reducía a una cuestión de genes, y la gente con ojos oblicuos o piel oscura no podía encajar en una idealización superior de chicas y chicos rubios, grandes y fuertes. Tamiles, pakistaníes, turcos, afganos, vietnamitas… Al igual que el resto de cosas impuras, había que ponerle freno, y hacerlo de manera efectiva. Sin vacilar.
Aquella noche hablaron largo y tendido sobre los medios a los que recurrir en el trabajo de Ideas Claras; y cuando dos de los hombres se marcharon, quedó aquel a quien mejor conocía Curt. Una magnífica persona y médico, como él, con una lucrativa consulta al norte de Copenhague.
—Hemos hablado muchas veces ya sobre La Lucha Secreta, Curt —comenzó, y lo miró un buen rato antes de continuar—. Conocí a tu padre, y fue él quien me inició en mi responsabilidad cuando lo conocí haciendo el MIR en el hospital de Odense. Era un gran hombre, Curt. Aprendí mucho de él, tanto en el terreno profesional como en el de las cuestiones éticas.
Ambos asintieron en silencio. Para Curt fue motivo de alegría poder tener vivo a su padre hasta cumplir él los sesenta y dos años. Hacía tres años que había muerto, con noventa y siete años y sin desear vivir más; cómo pasaba el tiempo.
—Tu padre me decía que acudiera a ti cuando deseara pasar a la acción —declaró su huésped, y luego hizo una larga pausa, como si se diera perfecta cuenta de que el paso siguiente iba a conducirlo a una eternidad de preguntas difíciles y trampas peligrosas.
—Me alegro —informó Curt por fin—. Pero ¿por qué ahora, si me permites la pregunta?
El huésped arqueó las cejas y se tomó su tiempo antes de responder.
—Bueno, hay varias razones, claro. Una de ellas es nuestra conversación de esta noche. También en el norte de Selandia, donde vivo, tenemos muchos extranjeros, y a menudo inmigrantes íntimamente emparentados entre ellos, pese a lo cual se casan. Como ya sabemos, no es extraño que el resultado de esa clase de endogamia no sean niños sanos.
Curt hizo un gesto afirmativo. Era cierto: desde luego, el resultado eran, sobre todo, muchos niños.
—Y en esos casos me gustaría poder aportar mi grano de arena —añadió en voz baja.
Curt volvió a asentir. Un hombre competente e íntegro más en el rebaño.
—¿Te das cuenta de que vas a dedicarte a un trabajo del que no vas a poder hablar en toda tu vida, bajo ninguna circunstancia, con nadie que no hayamos autorizado para ese trabajo?
—Sí, ya me imaginaba algo así.
—Pocas de las cosas a que nos dedicamos en La Lucha Secreta soportan la luz del sol, pero eso ya lo sabes, por supuesto. Tenemos mucho en juego.
—Sí, ya lo sé.
—Y muchos preferirán verte desaparecer de la faz de la tierra a saber que no eres capaz de guardar un secreto o que no realizas tu trabajo con la suficiente discreción y solicitud.
El huésped asintió en silencio.
—Sí, es muy comprensible. Estoy seguro de que yo haría lo mismo.
—De manera que ¿estás dispuesto a iniciarte en los procedimientos relativos a las mujeres cuyo embarazo creemos que debe interrumpirse, y que, en consecuencia, debemos evaluar si se deben esterilizar?
—Lo estoy.
—Tenemos una terminología y vocabulario especiales que empleamos en tales situaciones. Contamos con listas de direcciones, hemos diseñado métodos de abortar especiales. Si te inicio en ellos, eres miembro pleno, ¿comprendido?
—Sí. ¿Qué debo hacer para que me aceptéis?
Curt lo miró un rato largo. ¿Tenía la voluntad? Aquella mirada ¿sería igual de sosegada en caso de enfrentarse a la cárcel y el deshonor? ¿Tendría temple para aguantar presiones externas?
—Nadie de tu familia debe saber nada, a menos que participe de forma activa en nuestras intervenciones.
—A mi mujer no le interesa mi trabajo, así que tranquilo —dijo su huésped, sonriendo. Era el preciso instante de la conversación en el que Curt había esperado ver una sonrisa como aquella.
—Bien. Ahora vamos a entrar en mi consulta, allí te desvistes y me dejas examinarte para ver si llevas un equipo de escucha. Después vas a escribir un par de cosas acerca de ti mismo que no deseas que sepa nadie en el mundo, aparte de nosotros. Estoy seguro de que, como los demás, también tú tendrás cosas que esconder, ¿verdad? Y, a ser posible, que tenga que ver con tu labor de médico.
Su huésped hizo un gesto afirmativo. No todos lo hacían.
—Entiendo que queréis saber mis secretos para poder presionarme si me entra el canguelo.
—Sí. Tendrás algunos, ¿no?
Hizo otro gesto afirmativo.
—Muchos.
Después de que Curt lo examinara y lo viera firmar la confesión, llegaron las obligadas y severas recomendaciones de lealtad y silencio sobre la actividad e ideología de La Lucha Secreta. Como tampoco aquello arredraba al hombre, Curt le dio unas breves instrucciones para provocar abortos espontáneos sin despertar sospechas y, finalmente, acerca de cuánto tiempo debía transcurrir entre tales tratamientos, a fin de no atraer sobre sí la atención de los forenses y la Policía.
Después vinieron los agradecimientos y la despedida, y Curt se quedó con la grandiosa sensación de que una vez más había trabajado por el bien del país.
Se sirvió un coñac y se sentó a la mesa de roble, tratando de recordar cuántas intervenciones había hecho él.
Hubo muchos casos. Entre otros, el de Nete Hermansen.
Volvió a posar la mirada en su carta, que estaba la primera del montón, y después cerró los ojos recordando con agrado su primer caso, el más memorable.