Capítulo 9

Agosto de 1987

LA madre de Nete siempre le decía que tenía buenas manos. Según ella, no había la menor duda de que un día Nete cosecharía el reconocimiento de sus habilidades manuales. Porque, aparte de una buena cabeza, unas buenas manitas así eran la herramienta más importante que puso Dios en manos de la humanidad, y bien que se aprovechaba su padre cuando se quedaba a solas con ella.

Cuando los postes de la cerca se caían, era Nete quien los ponía en pie; también era ella quien ajustaba los comederos cuando se agrietaban. Clavaba cosas para volver a separarlas cuando necesitaba el material.

Y fueron justo aquellas manos diestras las que le trajeron la maldición en Sprogø. Las que se arañaban hasta hacerse sangre cuando los matorrales invadían los sembrados. Las que debían funcionar durante todo el día sin recibir nada a cambio. Nada bueno, al menos.

Después vinieron tiempos mejores, en los que descansaron, y ahora iban a ponerse a trabajar de nuevo.

Midió con bastante precisión el cuarto trasero, que estaba al fondo del pasillo, con la misma cinta métrica que empleaba para coser. Metro a metro, hizo un plano de la estancia especificando altura, anchura y longitud. Restó las ventanas y la puerta de la superficie total y después hizo el pedido. Herramientas, pintura, masilla, silicona, listones, clavos, muchos rollos de plástico resistente, cubrejuntas, lana de roca, tarima para el suelo y escayola suficiente para dos capas.

En la carpintería de Ryesgade prometieron entregarlo al día siguiente, y le venía bien porque, tal como estaban las cosas, ya no podía esperar más.

Cuando le subieron todo al piso, aisló el cuarto y terminó los trabajos de carpintería de día, mientras el vecino de abajo estaba en el trabajo y la vecina de enfrente hacía las compras o trotaba por los Lagos con su chucho mea-alfombras tibetano.

Nadie debía oír lo que se traía entre manos en el cuarto izquierda. Nadie debía verla con un martillo o una sierra en las manos. Nadie debía hacer preguntas indiscretas, porque llevaba viviendo en el piso de forma anónima dos años y tenía la intención de continuar así hasta el fin de sus días.

Se trajera lo que se trajese entre manos.

Cuando terminó con el cuarto, se colocó en el hueco de la puerta y observó, satisfecha, su trabajo. El techo había sido lo más difícil de aislar y cubrir, pero también lo más importante, aparte de la puerta; el suelo lo había elevado y aislado con dos capas de plástico y lana de roca. La puerta la había recortado para que pudiera seguirse abriendo hacia dentro pese a haber cubierto la tarima con una alfombra.

A excepción de la diferencia de nivel con el pasillo, no había nada en absoluto que llamara la atención. El cuarto estaba preparado. Paredes raseadas y pintadas, con cubrejuntas en puerta y ventanas, y la disposición del cuarto era exactamente la misma que antes. Cuadros en las paredes, figuritas en los alféizares y, claro está, la mesa en el centro con su mantel de encaje y seis sillas además de la suya, que ocupaba la cabecera de la mesa.

Entonces se volvió hacia la planta del alféizar interior de la ventana y frotó con cuidado una de sus hojas entre las yemas de los dedos. Olía mal, pero no era un olor desagradable. Porque era aquel olor, el olor del beleño, el que le daba tranquilidad.

Todas las chicas de Sprogø se pusieron a cuchichear sobre Gitte Charles cuando, en pleno verano de 1956, llegó a la isla con el barco del correo. Algunas decían que tenía estudios de enfermera, pero no era verdad. Puede que fuera auxiliar de enfermería, pero no enfermera, porque, a excepción de la directora, ninguna de las funcionarias de la isla tenía estudios de nada, eso ya lo sabía Nete.

No, las chicas cuchicheaban sobre todo porque por fin llegaba una mujer guapa. Cuando movía los brazos con coquetería y avanzaba con paso largo majestuoso, que alguien dijo que le recordaba a una que se llamaba Greta Garbo, era algo especial, desde luego. No tenía nada que ver con las brujas medio viejas y amargadas que eran solteronas, divorciadas o viudas y que, por tanto, se habían visto obligadas a buscar trabajo como funcionarias en aquel lugar infernal.

Gitte Charles era de espalda erguida, rubia como Nete, y llevaba el pelo recogido con gracia, dejando expuesto el vello de la nuca, cosa que ni la directora se permitía. Era femenina y ligera, justo lo que Nete y muchas de las otras soñaban en convertirse.

Sí, las chicas lanzaban miradas envidiosas e incluso lujuriosas a Gitte Charles, pero pronto se dieron cuenta de que tras la fachada frágil acechaba un demonio. Y, aparte de Rita, todas se mantenían a distancia de ella, ya lo creo.

Cuando Charles, que era como la llamaban, se cansó de la compañía de Rita, depositó su mirada azul en Nete. Le prometió ayuda en las labores diarias, seguridad y tal vez la posibilidad de escaparse de la isla.

Todo dependía de lo cariñosa que decidiera ser Nete con Charles. Y si Nete, sin darse cuenta, se iba de la lengua hablando de lo que hacían, sería mejor para ella no beber nada de nada si es que deseaba seguir viviendo, decía Gitte Charles. Porque podría ser que llevara beleño.

Fue mediante aquella odiosa amenaza como aquella mujer introdujo a Nete en el beleño y en sus terribles propiedades.

—Hyoscyamus niger —dijo Charles con voz pausada y teatral para recalcar la gravedad del asunto. Solo de oír el nombre Nete sentía escalofríos. Después continuó—: Se decía que lo empleaban las brujas para poder volar hasta el monte Bloksbjerg. Y cuando encarcelaban a aquellas mujeres, sacerdotes y verdugos empleaban la misma hierba para abotargar los sentidos de las brujas bajo el tormento. Por eso lo llamaban ungüento de brujas, así que ten cuidado, te lo advierto. ¿No te parece que es mejor complacerme?

El resultado fue que Nete obedeció durante meses, y aquella época fue la peor de Sprogø en todos los sentidos.

Cuando Nete miraba al mar no veía solo olas que podían transportarla lejos de la isla hacia la libertad, veía también olas que podían arrastrarla hasta el fondo. El fondo oscuro donde ya nadie podría encontrarla y hacerle daño.

Las semillas de beleño fueron lo único que se llevó Nete de Sprogø cuando al fin dejó la isla. Lo único, tras cuatro años de penas y trabajo.

Cuando más tarde terminó sus estudios de técnica de laboratorio, oyó hablar de unas excavaciones en zonas de monasterios, donde se activaron semillas de beleño de varios siglos de antigüedad; y enseguida sembró sus viejas semillas en un tiesto que colocó en una zona soleada.

Al poco tiempo, como si de un Ave Fénix se tratara, una recia planta verde se erguía y la saludaba como una vieja amiga que había regresado después de estar una temporada ausente.

Durante años el beleño había reinado en las tierras de Havngaard, así que era la descendiente de las descendientes de aquella planta la que ahora crecía en una buhardilla de Nørrebro. Todas las antecesoras las había secado y guardado junto con la ropa que llevaba puesta cuando por fin dejó la isla. Eran reliquias de otros tiempos. Hojas, cápsulas llenas de semillas, tallos resecos y reminiscencias arrugadas de lo que entonces fueron las más bellas flores blancas con sus nerviaciones oscuras y destellos en el ojo morado del centro. Recolectó de la planta dos bolsas con material orgánico, que sabía al dedillo cómo emplear.

Puede que en otros tiempos fueran la presencia de aquel beleño y sus secretos sin desvelar los que hicieron que Nete siguiera investigando en sus estudios de técnico de laboratorio. Puede que fuera aquella planta la que hizo que se entregara en cuerpo y alma a la química.

Lo cierto es que de pronto, con su conocimiento modernizado sobre diversas sustancias y sus efectos en el ser humano, entendía mejor qué herramienta tan extraordinaria y tan letal había dejado la naturaleza crecer en Sprogø.

Tras varios intentos, consiguió hacer un extracto de los tres principios activos principales de la planta en la cocina del cuarto piso, y los probó en pequeñas dosis suaves.

La hiosciamina le provocó un acentuado estreñimiento y sequedad bucal, ligera hinchazón en rostro y boca y un ritmo cardíaco que podría calificarse de extraño, cuando menos; pero no se puso enferma de verdad.

A la escopolamina le tenía más miedo. Solo cincuenta miligramos eran ya una dosis letal, lo sabía. Incluso en pequeñas dosis, la escopolamina tenía un fuerte efecto somnífero, y también un efecto euforizante. No es de extrañar que se empleara durante la Segunda Guerra Mundial como suero de la verdad. En aquel estado abotargado, a una no le importaba lo que decía y pensaba.

Luego estaba la atropina. Otro alcaloide cristalino e incoloro, que como los demás se encontraba en plantas de la familia de las solanáceas. Tal vez Nete no fue tan cuidadosa al ingerir esta sustancia como con las otras dos; lo cierto es que le provocó perturbaciones visuales, gran dificultad para hablar, fiebre, rubor y escozor en la piel y alucinaciones que casi la llevaron a la pérdida de conciencia.

No había duda de que un cóctel de esos tres principios con la concentración suficiente se convertía en una sustancia letal. Y Nete sabía que eso se conseguía haciendo una infusión fuerte y después destilándola para quitarle el noventa y cinco por ciento del agua.

En aquel momento tenía en sus manos un frasco bastante grande de extracto de la sustancia, los cristales se habían empañado y una atmósfera pesada y amarga se extendía por las habitaciones del piso.

Así que solo había que encontrar la dosis adecuada para cada cuerpo.

No había usado el ordenador de su marido desde que se mudó. ¿Por qué había de hacerlo? No tenía a nadie a quien escribir, nada sobre lo que escribir, tampoco contabilidad ni correspondencia comercial. Nada de hojas de cálculo ni tratamiento de textos. Esa época ya había pasado.

Pero aquel jueves de agosto de 1987 encendió el ordenador, escuchó su ronroneo y vio que la pantalla verde se iba iluminando con un hormigueo en el cuerpo y una sensación de vértigo en el diafragma.

Cuando escribiera y enviara las cartas ya no habría vuelta atrás. La calleja que atravesaba la vida de Nete se estrechaba, y terminaría de forma inevitable cerrándose del todo. Así lo veía y así lo deseaba.

Escribió varios borradores de la carta que se proponía enviar, pero la versión definitiva fue la siguiente:

Copenhague, 27 de agosto de 1987

Querido/a …:

Han pasado muchos años desde que nos vimos por última vez. Años que puedo decir con orgullo que me han dado una vida holgada.

Durante estos muchos años he reflexionado sobre mi destino, y he llegado a la conclusión de que las cosas fueron así porque no podían suceder de otro modo, y porque, después de todo, me doy cuenta de que tampoco yo era del todo inocente.

Por eso, todos esos hechos, palabras duras y malentendidos del pasado ya no me atormentan. Casi diría lo contrario. Me da un gran sosiego mirar atrás y saber que lo he superado, y que ahora viene un tiempo de reconciliación.

Como tal vez sepas por la prensa, estuve muchos años casada con Andreas Rosen, y su herencia me ha convertido en una mujer acaudalada.

El destino ha querido que me encuentre en tratamiento hospitalario, y por desgracia me han diagnosticado una enfermedad incurable. Por eso me queda poco tiempo para lo que viene.

Como naturalmente no he tenido ningún heredero, he decidido compartir mi riqueza con la gente que se ha cruzado en mi vida, para bien y para mal.

Por eso quiero invitarte a que vengas a mi domicilio en Peblinge Dossering, 32, en Copenhague

EL VIERNES, 4 DE SEPTIEMBRE DE 1987 A LAS…

Mi abogado estará presente y se ocupará de que te sean transferidos diez millones de coronas. Por supuesto, tendrás que pagar impuestos de ese regalo, pero el abogado se ocupará de eso, tú no te preocupes por nada.

Estoy segura de que después podríamos hablar de cómo nos ha ido la vida. Por desgracia, el futuro no tiene mucho que ofrecerme, pero sí que podría mejorar el tuyo. Eso me dará una alegría y me traerá sosiego mental.

Espero que estés bien de salud y dispuesto/a a reunirte conmigo. Repito que me daría una gran alegría.

Me doy cuenta de que el plazo es muy breve, pero tengas lo que tengas que hacer ese día, estoy segura de que pensarás que merece la pena hacer el pequeño viaje.

Te ruego que traigas la invitación y vengas a la hora en punto, ya que el abogado y yo tenemos otros quehaceres y reuniones ese día.

Incluyo un cheque cruzado de dos mil coronas para cubrir tus gastos de viaje.

Ya tengo ganas de verte. Eso traerá un gran sosiego a mi mente, y tal vez también a la tuya.

Saludos amistosos,

Nete Hermansen

Ha quedado bien, pensó, y copió la carta seis veces, las adecuó al género, nombre y hora de cita, las imprimió y las firmó. Con trazo pulcro, seguro y competente. No era una firma que aquellas seis personas la hubieran visto estampar.

Seis cartas. Curt Wad, Rita Nielsen, Gitte Charles, Tage Hermansen, Viggo Mogensen y Philip Nørvig. Por un momento sopesó escribir a sus dos hermanos aún vivos, pero rechazó la idea. De todas formas eran muy jóvenes entonces, y apenas la conocían. Además, estaban embarcados por esas fechas, y Mads, su hermano mayor, había muerto. A los otros dos no podría reprocharles nada.

Por eso tenía delante aquellos seis sobres. Deberían haber sido nueve, pero la muerte se le adelantó en tres de los casos, ya lo sabía; el tiempo había cerrado esos tres capítulos.

La muerte se había llevado a su maestra de la escuela, al médico jefe de servicio de Sprogø y a la directora. Esos se libraron. Los tres que sin ningún esfuerzo podían haber mostrado algo de piedad. O, mejor dicho, podían haber dejado que imperase la ley. Porque los tres cometieron injusticias y errores terribles, y los tres caminaron por la vida convencidos de que habían hecho lo correcto. De que sus obras y su vida habían sido beneficiosas no solo para la sociedad, sino también para las desgraciadas que las padecían.

Y eso era lo que molestaba a Nete. Y de qué manera.

—Nete, ven conmigo —gruñó su maestra. Y como Nete vacilaba, la llevó agarrada de la oreja y la hizo dar una vuelta al edificio de la escuela levantando polvo a su alrededor.

—Condenado monstruo. Niña estúpida, insustancial, ¿cómo te atreves? —gritó, y le dio una bofetada con su mano huesuda. Y cuando Nete, llorando, gritó que no entendía por qué le había pegado, la maestra volvió a pegarle.

Tumbada en el suelo, con aquel rostro furibundo allí arriba, miró alrededor. Pensó que se le mancharía el vestido y su padre se disgustaría, porque debía de haber costado mucho dinero. Trató de ocultarse tras las flores de manzano que caían pausadas de los árboles, tras el canto de la alondra, que vibraba en lo alto por encima de todo, tras las risas despreocupadas de sus compañeros, al otro lado del edificio.

—Se acabó, no quiero saber más de ti, deslenguada, ¿entendido? Eres una blasfema y una cochina.

Pero Nete no entendía. Había estado jugando con los chicos, que le pidieron que se subiera el vestido, y cuando ella lo hizo, riendo, desvelando unas grandes bragas rosas que había heredado de su madre, todos rieron, liberados, porque había sido así de simple y fácil. Hasta que apareció la maestra y repartió sopapos a diestro y siniestro hasta que el grupo se disolvió y solo quedó Nete.

—¡Pequeña zorra! —gritó, y Nete sabía lo que significaba, de manera que respondió que ella, desde luego, no era eso, y si alguien la llamaba así, lo sería más.

Al oír aquellas palabras, el blanco del ojo de la profesora casi desapareció.

Por eso pegó tan fuerte a Nete tras el edificio de la escuela, y por eso le pateó gravilla a la cara, diciendo a alaridos que no iba a volver a la escuela; y si alguna vez se le presentaba la ocasión, ya iba a enseñar a un mamarracho como ella a ser respondona. Su comportamiento diario en la escuela no la hacía merecer una buena vida. Y lo que acababa de hacer Nete nunca, nunca, nunca se podría reparar. Ya se encargaría ella de eso.

Y así fue.