Noviembre de 2010
—¿HAS visto los resaltados de Rose en el caso de Rita Nielsen, Carl?
Carl alzó la vista y le costó trabajo reprimir una carcajada. Tenía delante a Assad abanicándose con un pequeño fajo de papeles. Por lo visto había encontrado un remedio para el goteo nasal, porque de las ventanas de su nariz sobresalían dos pedazos de algodón de grandes dimensiones, lo que explicaba por qué su incapacidad de pronunciar los sonidos sibilantes, ya de por sí marcada, se había acentuado más aún.
—¿Qué resaltados? ¿Dónde? —quiso saber Carl, sofocando una sonrisa.
—En el caso de la que desapareció en Copenhague. La madame de una casa de putas, Rita Nielsen.
Arrojó sobre la mesa un fajo de fotocopias.
—Rose está haciendo unas llamadas, y ha dicho que mientras tanto echáramos un vistazo al caso.
Carl hojeó las fotocopias y señaló los pedazos de algodón.
—¿No puedes quitarte los tampones? No puedo concentrarme.
—Pero entonces me gotea la nariz, Carl.
—Pues que gotee. Pero procura que caiga al suelo.
Hizo un gesto afirmativo cuando los algodones fueron a parar a la papelera, y luego miró las fotocopias.
—¿Qué resaltados?
Assad se agachó hasta estar amenazadoramente cerca del papel y buscó unas hojas más adelante.
—Aquí —dijo, señalando un montón de líneas marcadas en rojo.
Carl echó un vistazo al folio. Era un informe policial del estado en que habían encontrado el Mercedes abandonado de Rita Nielsen, y los resaltados de Rose insistían en los pocos efectos que se habían encontrado en la guantera: una pequeña guía sobre el norte de Italia, unas pastillas de regaliz, un paquete de pañuelos de papel, un par de folletos sobre Florencia y, para terminar, cuatro casetes de Madonna.
Por lo visto Madonna no tiene mucha salida entre los peristas de Nørrebro, pensó Carl, y se fijó en que Rose había trazado con bolígrafo una raya más gruesa bajo la frase «la casete de Who’s that Girl se encuentra sin contenido». Curiosa formulación, pensó, sonriendo. «Se encuentra sin contenido.» Aquella frase era un tanto ambigua.
—Pues sí —resumió después—. Se trata sin duda de grandes novedades, Assad. Se encontró una casete de Madonna sin contenido. ¿No deberíamos avisar a la prensa de inmediato?
Assad lo miró sin comprender.
—Y aquí, en la hoja siguiente, hay también algo. Ah, es que las hojas están ordenadas al revés.
Señaló otro par de resaltados. Se referían al aviso por teléfono de la desaparición de Rita Nielsen el 6 de septiembre de 1987. Lo efectuó una tal Lone Rasmussen de Kolding, que trabajaba para Rita Nielsen atendiendo al teléfono las peticiones de chicas de compañía. Le pareció extraño que Rita Nielsen no hubiera regresado a Kolding el sábado, como se esperaba. Había un apunte que decía que Lone Rasmussen era una vieja conocida de la Policía y que en su historial había varios casos de prostitución y drogas.
La frase subrayada de aquella hoja decía: «Según Lone Rasmussen, Rita Nielsen tenía que hacer algo el domingo, porque ese día y el siguiente estaban tachados con aspas rojas en su calendario, que está en la clínica de masaje, a la que Lone Rasmussen se refiere una y otra vez como “oficina de acompañantes”».
—Vaya, vaya —comentó Carl, mientras seguía leyendo el texto. Así que Rita Nielsen tenía citas para los días siguientes a su desaparición, pero los investigadores no encontraron nada que indicase a qué pudieran estar dedicados aquellos días.
—Creo, o sea, que Rose está intentando localizar a esa Lone Rasmussen —dijo Assad con voz nasal.
Carl dio un suspiro. Aquello había sucedido hacía veintitrés años. A juzgar por el número de registro civil, rondaría los setenta y pico, una edad bastante avanzada para una mujer con aquel pasado. Y si, contra todo pronóstico, seguía viva, ¿qué iba a poder añadir a unas declaraciones de por sí tan vagas, después de tanto tiempo?
—Mira esto, Carl.
Assad volvió a mirar en las fotocopias y señaló una frase, que leyó con las consonantes afectadas por los mocos.
—En el registro de la casa de Rita Nielsen, a los diez días de su desaparición, se encontró un gato tan extenuado que hubo que sacrificarlo.
—Ahí va la pera —reaccionó Carl.
—Sí, y aquí no se encuentra ningún material que pudiera indicar un crimen. —Assad señaló la parte inferior del folio—. Tampoco documentos personales, diarios ni nada que pudiera desvelar una crisis seria. La casa de Rita Nielsen está ordenada, pero organizada de forma algo infantil, con muchas chucherías y abundantes fotos recortadas y enmarcadas de Madonna. Nada que pudiera llevar a pensar en un suicidio, y menos aún en un asesinato.
Rose había trazado dos rayas bajo una de las frases: «Abundantes fotos de Madonna recortadas y enmarcadas».
¿Por qué había subrayado aquello? Carl se secó bajo la nariz. ¿Iba a empezar a gotear? No, no sería nada. Joder, esta noche no podía estar acatarrado. Mona lo esperaba.
—Bueno, no sé por qué le parece tan importante a Rose todo eso de Madonna —declaró—. Pero lo del gato es como para que más de uno arquee las cejas.
Assad asintió. Los mitos sobre mujeres solteras y su relación con sus mascotas no eran exageraciones. Si alguien tenía un gato, lo cuidaba bien antes de tomar una decisión tan drástica como suicidarse. O se suicidaban juntos, o si no se entregaba el animal a gente de buen corazón mientras se estaba a tiempo.
—Supongo que los compañeros de Kolding habrán reflexionado sobre eso —aventuró, pero Assad sacudió la cabeza.
—No. Pensaron que la mujer se suicidaría por un impulso repentino —dijo sorbiéndose los mocos.
Carl hizo un gesto afirmativo. También era una posibilidad, por supuesto. La mujer había estado lejos de su casa y del gato. En esos casos nunca se sabía.
La voz de Rose retumbó por el pasillo.
—Eh, vosotros dos, venid aquí. Pero enseguida.
Qué diablos, ¿iba a ponerse mandona con ellos? ¿Es que ya no le bastaba con decidir qué casos iban a llevar? Si había pensado emplear ese tono siempre, ya iba siendo hora de ponerse respondón, joder; que la payasa se pillara una depresión y se convirtiera en Yrsa. La otra personalidad de Rose no era tan avispada, pero tampoco era tonta del todo.
—Vamos, Carl —dijo Assad, tirando de él. Por lo visto estaba mejor adiestrado.
Rose, vestida de negro de pies a cabeza como un deshollinador, estaba en el centro de su despacho, tapando el micrófono del teléfono con la mano, impasible ante la desaprobadora mirada entornada de Carl.
—Es Lone Rasmussen —cuchicheó—. Tenéis que oír lo que dice. Os lo explicaré luego.
A continuación dejó el receptor sobre la mesa y pulsó la tecla del altavoz.
—Lone, ahora tengo a mi jefe, Carl Mørck, y a su asistente en el despacho. ¿Tendrías la amabilidad de repetir lo que me has dicho?
Vaya, así que lo llamaba jefe. En ese caso, seguía sabiendo quién mandaba, algo es algo. Carl hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Después de todo, había logrado encontrar a aquella Lone Rasmussen. No estaba nada mal.
—¿Sííí…? —se oyó una voz lenta por el teléfono. Una voz ronca, apática, como la que suelen tener los drogadictos al final si no dejan de tomar droga. La verdad es que no sonaba vieja. Solo muy gastada—. ¿Me oís ahora?
Rose se lo confirmó.
—Solo he dicho que quería a aquel puto gato, y que había otra puta, joder, no me acuerdo de su nombre, que lo cuidó una temporada, pero luego se olvidaba, y Rita se puso de muy, muy mala hostia y mandó a tomar por culo a aquella tía estúpida. Entonces, cuando Rita no estaba era yo quien se encargaba de alimentar al bicho, comida de lata, y el gato cuidaba de sí mismo cuando ella iba a estar fuera un día o dos. Sí, cagaba por todas partes, pero después Rita lo solía lavar.
—Así que dices que Rita nunca abandonaría a su gato si no tuviera a alguien que se ocupara de él —la ayudó Rose.
—¡Eso es! Era una cosa muy rara. Pero yo no creía que el gato estuviera en el piso, y además no tenía llave, Rita no te la daba tan fácil; si no, ya me habría dado cuenta de que la pobre criatura estaba muriéndose de hambre. Lo comprendéis, ¿verdad?
—Sí, claro que lo comprendemos, Lone. Pero la otra cosa que me has dicho, justo antes, ¿podrías repetirla ahora? Lo de Madonna.
—Ah, sí. Rita estaba colgada de ella. Absolutamente colgada.
—Has dicho que estaba enamorada de ella.
—Sí, hostias. No solía hablar de eso, pero todas lo sabíamos.
—Entonces, ¿Rita Nielsen era lesbiana? —intercaló Carl.
—Joder, por fin una voz de hombre —cacareó con voz ronca—. Pues sí, Rita follaba con todo lo que se le pusiera delante.
Se calló de repente, y el sonido de alguien tratando de sofocar una sed tremenda se extendió por el entorno espartano de Rose.
—Creo que nunca decía que no, si queréis saber mi opinión —continuó después de otro par de tragos—. Solo cuando lo hacía por dinero y el tío, o quien fuera, no tenía.
—Así que no crees que Rita se suicidara.
La respuesta fue una larga carcajada ronca, seguida de:
—Ni de coña.
—Y no tienes ni idea de lo que pudo ocurrir, ¿verdad?
—Ni idea. Pero fue raro de cojones. Sería un rollo de dinero, aunque había un montón de pasta en la cuenta cuando el Juzgado distribuyó la herencia por fin. Joder, creo que pasaron ocho años.
—Testamentó todos sus efectos y la casa a la Sociedad Protectora de Gatos, ¿no es así? —intervino Rose.
Ya estamos otra vez con los gatos, pensó Carl. No, una mujer así no dejaría morir de hambre a su gato.
—Sí, fue una auténtica pena. A mí no me habrían venido mal unos millones —se oyó sin fuerza al otro lado de la línea.
—Bien —anunció Carl—. Voy a resumir. Rita fue en coche a Copenhague el viernes, y tú tenías la impresión de que iba a estar de vuelta para el sábado. Por eso no tenías que cuidar del gato. Luego supusiste que dormiría en su casa de Kolding la noche del sábado, y que tendría que ir a alguna parte unos días después, y que entonces quizá tuvieras que cuidar del gato, pero no estabas segura de que estuviera en el piso, ¿no es así?
—Sí, algo así.
—¿Había pasado algo parecido antes?
—Sí, claro. Le gustaba pasar fuera unos días. Se marchaba a Londres, y cosas de esas. Iba a ver musicales o algo así, le gustaban mucho. A todas nos habría gustado, claro, pero era ella quien se lo podía permitir, ¿no?
Las últimas frases fueron bastante ininteligibles, y Assad estaba concentrado con los ojos cerrados, como si se hubiera visto sorprendido por una tormenta de arena. Pero Carl lo oyó todo.
—Una cosa más. Rita compró tabaco con su tarjeta de crédito en Copenhague, la última vez que la vieron. ¿Sabes por qué no compró en metálico? Era una cantidad bastante pequeña.
Lone Rasmussen se echó a reír.
—Hacienda la pilló una vez con cien mil coronas en un cajón de su casa. Creedme si os digo que le costó caro, porque no pudo explicar bien su procedencia. Desde entonces todo su dinero iba al banco, y nunca sacaba ni una corona en metálico. Compraba todo con tarjeta de crédito. Claro, había muchas tiendas en las que no podía comprar, pero pasaba de ellas. No iban a volver a trincarla. Y así fue.
—Bien —concluyó Carl. Al menos eso estaba aclarado. Después añadió, casi en serio—. Una pena que no te haya dejado dinero.
Seguramente el dinero habría supuesto la muerte de Lone Rasmussen, pero habría sido una muerte por todo lo alto.
—Al menos me dieron sus muebles y todo lo del piso, porque en la Sociedad Protectora no lo querían, y menos mal, porque mis cosas estaban hechas un cristo.
Carl se lo imaginó.
Luego le dieron las gracias y se despidieron. Lone Rasmussen se despidió diciendo que si querían volver a llamar, adelante.
Carl hizo un gesto afirmativo. Así ocurriría algo en su vida.
Rose se los quedó mirando un rato largo y supo que los había convencido. Aquel caso tenía mucha miga que había que estudiar a fondo.
—¿Qué más, Rose? —preguntó Carl—. Vamos, dilo.
—No sabes mucho de Madonna, ¿verdad, Carl? —fue lo único que dijo.
La observó, cansado. Para ojos como los de Rose, que llevaban en este mundo bastante menos que él, parecía que en cuanto cumplías los treinta te quedabas estancado, y si cumplías cuarenta, entonces nunca habías sido joven. ¿Cómo iban a catalogarte aquellos ojos cuando cumplieras cincuenta, sesenta e incluso más?
Se alzó de hombros. A pesar de su edad, sabía bastantes cosas de Madonna, por supuesto. Pero Rose no tenía por qué saber que una de sus novias lo había vuelto loco con «A Material Girl», o que Vigga había bailado desnuda ante él sobre el edredón mientras, con eróticas sacudidas de cadera, vociferaba Papa don’t preach, I’m in trouble deep. Papa don’t preach, I’ve been losing sleep. No era una visión que quisiera desvelar a nadie.
—Bueeeno, un poco, sí —informó—. En los últimos tiempos le ha dado por la religión, ¿no?
Rose no se dejó impresionar.
—Rita Nielsen estableció su central de acompañantes y su clínica de masajes en Kolding en 1983, y se hacía llamar Louise Ciccone cuando se presentó en los ambientes porno de la ciudad. ¿Te dice algo?
Assad levantó el dedo.
—Ciccone, eso ya lo he probado. Algo de pasta con carne, ¿no?
Ella lo miró indignada.
—El verdadero nombre de Madonna es, de hecho, Madonna Louise Ciccone. Lone Rasmussen me ha dicho que en la clínica de masajes solo se oían elepés de Madonna, y que Rita siempre había intentado maquillarse y peinarse como ella. Cuando desapareció estaba en la época en la que se inspiró en Marilyn Monroe para el pelo teñido y ondulado que llevó en la gira Who’s That Girl. ¡Mira!
Apretó el ratón de su ordenador y apareció en pantalla una foto de lo más sugerente de Madonna de perfil, con medias de rejilla, body negro de punto, un micrófono colgando suelto de su brazo relajado y elegante maquillaje de los ochenta, con cejas oscuras y el pelo ondulado rubio teñido. Sí, la recordaba muy bien. Como si fuera ayer, solo que no lo era.
—Lone Rasmussen me ha dicho que solía ir clavada a Madonna. Con sombra de ojos oscura y labios rojo intenso. Así iba Rita Nielsen cuando desapareció. Mayor, claro, pero bastante guapa, ha dicho.
—¡Hala…! —soltó Assad. Era especialista en respuestas cortas y precisas.
—Me he fijado en el contenido de la guantera del coche de Rita —continuó Rose—. Estaban todos los discos de Madonna en casete. También la banda sonora de Who’s That Girl, aunque faltaba la cinta en sí, que estaría en el radiocasete robado. Y también estaban los folletos de Florencia y la guía de viajes sobre el norte de Italia. Todo parecía encajar, y eso me dio una idea. Mirad.
Pinchó un icono del escritorio y apareció la misma fotografía de Madonna de antes. Exactamente la misma, con la salvedad de la columna de fechas que había a un lado, y fue eso lo que señaló Rose.
—June 14 and 15, Nashinomiya Stadium, Osaka, Japan —leyó en voz alta Assad. Más japonés no podía sonar. De puta pena, ni más ni menos.
—El estadio se llama en realidad Nishinomiya, es lo que dicen mis otras fuentes, pero da igual —dijo Rose con cierta arrogancia adherida a sus labios negros—. Mira ahora el final de la lista, verás qué divertido.
—September 6, Stadio Comunale, Firenze, Italy.
—Bien —observó Carl—. ¿De qué año? ¿De 1987, por un casual?
Rose asintió con la cabeza, esta vez muy animada.
—Sí, el domingo que aparecía tachado con aspas rojas en el calendario de Rita Nielsen. Si quieres saber mi opinión, iba a ir al último concierto de la gira de Who’s That Girl. Estoy completamente segura. Rita tenía que volver de Copenhague a toda pastilla, hacer la maleta y ponerse en camino para ver a su ídolo actuar en Florencia.
Assad y Carl se miraron. Folletos, cuidado del gato, fascinación por la cantante: todo encajaba.
—¿Podemos investigar si había reservado un pasaje a Florencia desde Billund el 6 del 9 de 1987?
Ella lo miró decepcionada.
—Ya lo he hecho, pero en los registros no guardan información tan antigua. En el piso tampoco encontraron nada, así que debemos suponer que llevaba encima los billetes de avión y el del concierto cuando desapareció.
—Entonces la opción del suicidio queda descartada —resumió Carl mientras daba a Rose una suave palmada en el hombro.
Carl leyó las notas de Rose sobre Rita Nielsen. Por lo visto, le había sido bastante fácil hacer un seguimiento de sus antecedentes, porque a Rita, desde su más tierna infancia, la habían seguido con atención unas instituciones públicas más que escépticas. Todas las instancias estuvieron implicadas: asistencia infantil, asistencia mental, Policía, asistencia hospitalaria y sistema penitenciario. Nacida el 1 de abril de 1935 de una prostituta que siguió haciendo la calle mientras a Rita la educaba alguna familia perteneciente a lo más bajo de la escala social. Cleptómana a los cinco años, pequeños actos delictivos durante su paso de seis años por la escuela. Reformatorio, hogar de acogida para niñas y vuelta a la delincuencia. Hizo la calle por primera vez con quince años, se quedó embarazada con diecisiete, después un aborto y cierto tiempo bajo observación como marginada social y corta de luces. Su familia se había desintegrado tiempo atrás.
Tras una temporada en otra familia de acogida, vuelta a la prostitución, y después un período en el asilo Keller de Brejning. Diagnosticada como algo retrasada, y tras una serie de intentos de fuga y posteriores episodios violentos, fue internada varias veces en el asilo para mujeres de Sprogø entre 1955 y 1961. Una vez más bajo el cuidado de una familia, y después de algunos episodios delictivos desapareció del mapa desde el verano del 63 hasta mediados de los setenta. Por lo visto, se había ganado la vida como bailarina en diversas ciudades de Europa.
Después montó una clínica de masajes en Aalborg, fue condenada por proxenetismo, y en lo sucesivo no causó problemas sociales. Al parecer había aprendido la lección, porque tuvo la suerte de amasar una fortuna mientras llevaba la actividad de burdel y chicas de compañía, sin que las autoridades la molestaran. Pagaba impuestos, y dejó una fortuna en metálico de tres millones y medio de coronas, que ascendería por lo menos al triple hoy en día.
Carl se hacía su composición de lugar a medida que iba leyendo. Si Rita Nielsen tuvo problemas mentales, él al menos conocía a un montón de gente que también estaba loca.
Fue entonces cuando puso el codo en un charco del escritorio y observó que su nariz había estado goteando como para casi llenar una taza de café.
—¡Joder! —exclamó, echando la cabeza atrás mientras sus dedos buscaban algo con que sonarse.
Dos minutos más tarde estaba en el pasillo e interrumpía a Rose y Assad, que colgaban copias de documentos del caso en el menor de los grandes tablones de aglomerado.
Carl miró a la otra plancha de aglomerado, que se extendía desde la puerta al armario de las escobas de Assad hasta el despacho de Rose. Había en ella un folio por cada caso sin resolver que habían recibido desde que se creó el Departamento Q. Ordenados cronológicamente, y varios de los casos unidos entre sí con cordeles de colores que indicaban una conexión posible entre ellos. Era el sistema de Assad, y era fácil. Cordeles azules entre los casos que Assad pensaba que tenían algo en común, y cordeles rojiblancos entre los casos que de hecho estaban relacionados.
En aquel momento había unos pocos cordeles azules, pero ninguno rojiblanco.
No cabía duda de que Assad estaba decidido a cambiar aquello.
Carl dejó vagar la mirada por los casos. Ocupaban por lo menos cien folios. Había de todo, y seguro que también un montón de cosas que no deberían estar allí. Era como encontrar una aguja y también hilo en un pajar, y al mismo tiempo tratar de enhebrar la aguja tanteando en la oscuridad.
—Me marcho a casa —anunció—. Me parece, Assad, que tengo la misma porquería en el cuerpo que tú. Si tenéis pensado quedaros mucho más, creo que deberíais consultar periódicos de la época en que desapareció Rita Nielsen. Propongo desde el 4 hasta el 15 de septiembre de 1987. Así sabremos qué cosas pasaron por aquellas fechas, porque lo que es yo no recuerdo nada.
Rose meneaba las caderas.
—No pensarás que en un plis-plas vamos a encontrar algo que no se encontró en su época tras una minuciosa labor policial, ¿verdad?
Había dicho «minuciosa». Una palabra extraña en una boca tan relativamente joven.
—No, mujer. Lo único en lo que pienso es en el par de horas de siesta que voy a echar en casa antes del ganso de San Martín —dijo, y se marchó.