N

I

UN grupo de tres hombres, congregados en las dependencias de Perrott en una reunión poco corriente, hablaban de los viejos tiempos, las viejas costumbres y los cambios que habían acontecido en Londres en los últimos y enojosos años.

Uno de ellos, el más joven de los tres, un individuo de unos cincuenta y cinco años, había comenzado a decir:

—Conozco cada rincón de ese vecindario, y le digo que semejante lugar no existe.

Su nombre era Harliss y se suponía que tenía algo que ver con sustancias químicas, garrafas y cristales.

Los tres habían estado recordando numerosas vicisitudes de Londres, y debe advertirse que el más joven de la reunión, Harliss, podía acordarse muy bien del Strand tal como era antes de que lo estropearan completamente. En efecto, si no hubiese podido retroceder a los años de aquellos acontecimientos, es dudoso que Perrott le hubiera dejado participar en la reunión de Mitre Place, un callejón que de día servía de entrada a la posada y no tenía salida después de las nueve de la noche, cuando se cerraban las puertas de hierro y el pavimento permanecía en silencio. Las habitaciones estaban situadas en el segundo piso y desde las ventanas de la fachada podían verse los olmos del jardín de la posada, donde los grajos solían construir sus nidos antes de la guerra. En el interior, la amplia y baja estancia estaba completamente alfombrada de pared a pared; espesas cortinas carmesí ocultaban la noche invernal, en la que un viento cortante y seco arreciaba y gemía incluso en el corazón mismo de Londres. Los tres hombres se sentaron alrededor de un buen fuego, en una vieja chimenea de gran altura de boca, en una de cuyas jambas laterales una olla empezaba a borbotear. Los sillones en donde estaban los tres sentados eran como aquel sobre el que el señor Pickwick descansa para siempre en su frontispicio. La mesa redonda de caoba oscura se apoyaba en una sola pata, intensa y profusamente tallada, y Perrott decía que era de la época de Jorge IV, aunque el tercer contertulio, Arnold, consideraba que era más probable que fuera del tiempo de Guillermo IV, o incluso de los primeros años de Victoria.

Sobre la pared, empapelada en rojo oscuro, había grabados dieciochescos de las catedrales de Durham y Peterborough, que venían a demostrar que, pese a Horace Walpole y su amigo el señor Gray, el siglo XVIII no supo dibujar un edificio gótico teniendo a la vista sus torres y tracerías: «porque no podían verlas», había insistido Arnold hacia el final de una noche, cuando los astros estaban muy adelantados en sus órbitas y el ponche de la jarra empezaba a espesar un poco sus sabores. Había en las paredes otros grabados de fecha posterior, cosas de los años treinta y cuarenta de artistas hoy olvidados aunque muy conocidos en su tiempo: paisajes del Valle del Usk, de la Montaña Sagrada[11], y de Llanthony. Todos ellos con cierto encanto y belleza, como si sus colinas de redondeadas cumbres y sus solemnes bosques debieran más a la inspiración del artista que a la propia Naturaleza. Encima del hogar estaba Bolton Abbey in the Olden Time.

Perrott solía disculparse por eso.

—Ya sé —solía decir—. Lo sé todo acerca de él. Es un cerdo, y una cabra, y un perro, y un condenado disparate —citaba un cuento galés—, pero solía colgar encima del fuego en el comedor de mi casa. Y a menudo desearía haberme traído también Te Deum Laudamus.

—¿Qué es eso? —preguntó Harliss.

—¡Ah!, es usted demasiado joven para haberlo vivido. Representa a tres niños de coro con sobrepelliz; uno cantando desesperadamente y los otros dos mirando a su alrededor, sencillamente como dos niños de coro. Y siempre nos contaban que el niño fue colgado finalmente. El cuadro de al lado muestra a tres hospicianas, cantando también. Se llama Te Dominum Confitemur. Jamás supe su historia.

—Yo la conozco —se animó Harliss—. Tropecé con ambos en unas pensiones cerca de la estación de Brighton, el año de Mafeking[12]. Y, uno o dos años más tarde, vi Sherry, Sir en un hotel de Tenby.

—La fruta de cera más hermosa que he conocido —intervino Arnold— la vi en un escaparate de King’s Cross Road.

De esta manera solían divagar, más sobre lo anticuado que sobre lo antiguo. Y así, esta noche invernal de viento helado vagabundearon por las calles londinenses de hace cuarenta, cuarenta y cinco o cincuenta años.

Uno de ellos se extendió acerca de Bloomsbury, en la época en que se levantaron los tribunales de justicia y los porteros del Duque tenían garitas junto a las puertas, y todo era pacífico, por no decir profundamente monótono, dentro de aquellos solemnes límites. Aquí estaba la iglesia abovedada de una extraña secta, donde, según decían, mientras emanaba humo de incienso en un solemne ritual, se alzaba repentinamente una quejumbrosa voz que sonaba a conjuro mágico. Allí, otra iglesia, donde fue bautizada Cristina Rossetti; por todas partes, sombrías plazoletas por donde nadie paseaba y en las que las hojas de los árboles estaban ennegrecidas por el humo y el hollín.

—Recuerdo una primavera —dijo Arnold—, en que los árboles tenían el verde más vivo que jamás he visto. Fue en Bloomsbury Square. Hace mucho tiempo.

—Aquel maravilloso leoncito reposaba sobre postes de hierro frente al Museo Británico —dijo Perrott—. Creo que han conservado unos pocos, ocultos en museos. Esa es una de las razones por las que las calles se han vuelto más y más sombrías. Si hay algo curioso, algo hermoso en una calle, se lo llevan y lo ponen en un museo. Me pregunto qué habrá sido de aquella impar figurilla, creo que llevaba un sombrero de tres picos, que estaba junto a la puerta del reservado que había en el patio de la campana, en Holborn.

Bajaron por Fetter Lane y se lamentaron de la casa de Dryden —«creo que fue en 1887 cuando la derribaron»— y se demoraron en el antiguo emplazamiento de la Posada de Clifford —«en el siglo XVII se podía entrar»— y finalmente llegaron al Strand.

—Alguien ha dicho que era la calle más hermosa de Europa.

—Sí, sin duda, en cierto sentido. De ningún modo en el sentido obvio; no era belle architecture de ville. Era una mezcla de todas las épocas, todos los tamaños, alturas y estilos: un incomparable encanto de calle; un conjuro, lleno de palabras que nada quieren decir a los no iniciados.

Siguió una especie de letanía.

—The Shop of the Pale Puddings, donde el pequeño David Copperfield podría haber comprado su almuerzo.

—Estaba cerca de Bookseller’s Row: viviendas del siglo XVI.

—Y de Chocolate as in Spain, frente a Charing Cross.

—Las oficinas del Globe, donde uno solía enviar sus primeros artículos.

—Los angostos callejones con escalones que descienden hasta el río.

—El aroma de la fabricación de jabón en la perfumería.

—La librería de Nutt, cerca de la carnicería de corderos galeses, donde se estrechaba la calle.

—Las oficinas del Family Herald, con una fotografía en el escaparate de una primitiva máquina de componer, en la que se muestra a un operario manejando un artefacto de largos brazos, que se ciernen sobre la caja.

—Y Garden House en medio del césped, en Clement’s Inn.

—Y el parpadeo de aquellas viejas lámparas amarillas de gas, cuando el viento soplaba por la calle y la gente atestaba el pasaje que conducía al paraíso del Lyceum.

Uno de los amigos, al captar su oído una frase que otro había utilizado, empezó a susurrar versos a partir de «Oh, rechoncho maítre del Cock».

—¡Cuántos cambios! —susurró Perrott. Y empezó a preparar el ponche, rallando lo primero de todo los terrones de azúcar contra los limones, extrayendo así las delicadas y aromáticas esencias de la cáscara de la fruta mediterránea. Sacaron varias sustancias de alacenas situadas en un rincón oscuro de la habitación: ron de la Jamaica Coffe House de la City, especias en cajas de porcelana azul, una o dos viejas botellas conteniendo esencias secretas. El agua comenzó a hervir, los ingredientes fueron espolvoreados y vertidos en la vasija marrón oscuro, la cual fue entonces tapada y puesta a calentar en el hogar, en el centro del fuego.

Misce, fiat mistura —dijo Harliss.

—Muy bien —contestó Arnold—. Pero recuerde que los verdaderos ingredientes del preparado son invisibles.

Nadie hizo caso de él ni de su alquimia. Y, tras la debida pausa, los vasos quedaron pendientes del fragante vapor de la vasija y luego los llenaron. Los tres se sentaron alrededor del fuego, bebiendo y sorbiendo con ánimos agradecidos.

II

HAY que hacer notar que los vasos en cuestión no contenían gran cantidad del licor caliente. Realmente eran lo que suele llamarse vasos altos; redondos y estrechados ligeramente en la parte central, pero comparativamente de poca capacidad. Por tanto, nada perjudicial para la claridad de aquellas venerables cabezas debe deducirse cuando decimos que, entre la tercera y la cuarta vez que se rellenaron los vasos, la conversación se apartó del centro de Londres y del perdido y amado Strand, y comenzó a internarse en territorios menos conocidos. Perrott empezó por rastrear un curioso pasaje que en cierta ocasión recorrió en dirección norte, esquivando los teatros Globe y Olympic en el sombrío laberinto de Clare Market, bajo arcadas y entre callejones, hasta llegar a Great Queen Street, cerca de la Taberna de Freemason y las pilastras rojas de Inigo Jones. Alguien reanudó la narración encaminándose a Holborn a través de Whetstone’s Park, y tras extraviarse un poco para visitar Kingsgate Street —«igual que en la plancha de Phiz[13]: sórdida, estrecha y deplorable; pero me gustaría que no la hubieran echado abajo»— finalmente llegó a Theobald’s Road. Allí se demoraron un poco para examinar los aljibes de plomo curiosamente decorados que antes podían verse en los patios de algunas de las casas más antiguas, y también para especular acerca de la leyenda de una antigua posada porticada, utilizada ahora como almacén, que había sobrevivido hasta hace muy poco a espaldas de Tibbies Road, de donde le venía el apelativo. De allí fueron hacia el norte y hacia el este, más arriba de Gray’s Inn Road, cruzando King’s Cross Road y subiendo la colina.

—Y entonces —dijo Arnold— empezamos a hacer conjeturas. Habíamos dejado atrás el mundo conocido.

Realmente era él quien se encargaba ahora del grupo.

—¿Saben ustedes? —dijo Perrott—. Parece una tremenda tontería pero es cierto; al menos por lo que a mí se refiere. No creo haber ido nunca más allá de Holborn Town Hall como era usual, quiero decir paseando. Por supuesto he ido en cabriolé a la estación de ferrocarril de King’s Cross, y una o dos veces al Military Tournement, cuando estaba en el Agricultural Hall, en Islington; pero no recuerdo cómo llegué hasta allí.

Harliss dijo que él había sido criado en el norte de Londres, pero mucho más al norte, cerca de Stoke Newington.

—Una vez conocí a un hombre —dijo Perrott— que sabía todo acerca de Stoke Newington; por lo menos debería haberlo sabido. Era un entusiasta de Poe y quiso averiguar si todavía permanecía en pie la escuela en donde Poe estuvo internado cuando niño. Fue allí una y otra vez. Y lo raro es que, pese a su interés por el asunto, no pareció enterarse si la escuela estaba todavía allí, o si la había visto. Hablaba de ciertas supervivencias de Stoke Newington que Poe indica en una o dos frases de William Wilson: el pueblo de ensueño, los nebulosos árboles, las tortuosas casas antiguas de ladrillo rojo, con sus jardines rodeados de altas tapias. Pero aunque confesó haber llegado incluso a entrevistarse con el vicario, y podía describir la vieja iglesia con ventanas abuhardilladas, nunca precisó si realmente había visto la escuela de Poe.

—Nunca oí hablar de ella cuando viví allí —dijo Harliss—. Pero yo procedía del mundo mercantil. Apenas chismorreamos de los escritores. Tengo la vaga idea de que una vez oí a alguien hablar de Poe como un notorio borracho, y eso es más o menos lo único que supe de él hasta mucho después.

—Es raro, pero ciertamente —intervino Arnold— existe una tendencia general a echar mano de lo accidental, ignorando lo esencial. Podemos ser bastante imprecisos acerca de las murallas triples o los vastos diseños de las pesadas líneas de defensa; pero, por lo menos, sabemos que el duque de Wellington tenía una nariz enorme. La recuerdo en las latas de pulimento para cubertería.

—Pero a aquel tipo del que hablaba —dijo Perrott, volviendo a su asunto— no pude entenderle. Se lo dije: «Seguramente sabe usted lo uno o lo otro; si aquella antigua escuela todavía está —o estaba— en pie o no; una u otra cosa vería o no; no puede haber ninguna duda al respecto». Pero no pudimos obtener una respuesta positiva o negativa. Confesó que era extraño. «Pero, palabra de honor que no lo sé. Fui una vez, hacia 1895, y luego otra vez en 1899, visitando en esta ocasión al vicario. Pero nunca he vuelto a ir desde entonces». Hablaba como alguien que habiendo penetrado en la niebla no puede hablar con certeza de las formas que ha visto.

—Y a propósito, mucho después de mi conversación con Hare —el hombre interesado en Poe—, un lejano primo mío vino a la ciudad a ocuparse de los asuntos de una anciana tía suya que había pasado toda su vida cerca de Stoke Newington y acababa de morir. Una tarde vino a visitarme —hacía muchos años que no nos veíamos— y me comentaba, bastante sinceramente, estoy seguro, lo poco que los londinenses medios conocían de Londres cuando los sacas de su camino habitual. «Por ejemplo», me dijo, «¿ha estado usted alguna vez en Stoke Newington?». Confesé que no había estado, que nunca tuve motivo alguno para ir allá. «Precisamente; y supongo que ni siquiera ha oído hablar de Canon’s Park». De nuevo confesé mi ignorancia. Él me dijo que era extraordinario que un lugar tan hermoso como ése, a sólo cuatro o cinco millas del centro de Londres, fuera absolutamente desconocido para nueve de cada diez londinenses.

—Conozco cada rincón de ese barrio —intervino Harliss—. Allí nací y viví hasta que cumplí los dieciséis años. No existe un lugar semejante en las cercanías de Stoke Newington.

—Pero escuche, Harliss —dijo Arnold—. No creo que sea usted realmente una autoridad en la materia.

—¿Ni aún habiendo conocido al dedillo el lugar durante dieciséis años? Además, posteriormente representé a Crosbies en aquel distrito, poco después de meterme en negocios.

—Sí, por supuesto. Pero supongo que también conocerá bastante bien el Haymarket, ¿no es así?

—Por supuesto que sí; por negocios y por placer. Todo el mundo conoce el Haymarket.

—Muy bien. Entonces dígame cómo se va al St. James Market.

—No existe tal mercado.

—Le creemos —dijo Arnold, con afable regocijo—. Literalmente está usted en lo cierto: creo que en la actualidad lo han derribado. Pero se mantenía en pie durante la guerra: un pequeño espacio abierto rodeado de edificios antiguos y bajos, a tiro de piedra de la parte trasera de la estación de metro. Bajando el Haymarket, había que torcer a la derecha.

—Estoy de acuerdo —confirmó Perrott—. Fui allí, una vez solamente, por razones profesionales relacionadas con una extraña revista que se editaba en uno de aquellos edificios bajos. Pero yo me refería a Canon’s Park, en Stoke Newington.

—Discúlpeme —dijo Harliss—. Ahora lo recuerdo. Existe una zona en Stoke Newington, o cerca, llamada Canon’s Park. Pero no se trata, en absoluto, de un parque; no parece un parque. Es solamente un nombre que le puso el constructor. Sólo es un conjunto de calles. Creo que hay un Canon Square, un Park Crescent, y una Explanade; hay algunas tiendas decorosas, pero todo es bastante corriente; nada es hermoso allí.

—Pues mi primo me dijo que era un lugar asombroso. Nada parecido a los parques usuales de Londres o a cualquiera otra cosa por el estilo que él hubiera visto en el extranjero. Se entraba a través de una verja, y mi primo dice que era como encontrarse en otro país. Semejantes árboles debían de haberlos traído de los confines del mundo: en Inglaterra no había ninguno que se les pareciera, aunque uno o dos le recordaban a los árboles de Kew Gardens. Profundas depresiones surcadas por corrientes procedentes de las rocas: césped púrpura y oro con flores, y también lirios amarillos, que ascienden a los árboles y se mezclan con el carmesí de las flores que cuelgan de las ramas. Y aquí y allá, pequeños cenadores y templos, brillando al sol, como en una vista de China, según él.

Harliss no dejó de responder.

—Le digo que semejante lugar no existe.

Y añadió:

—Y, de cualquier manera, todo parece un poco demasiado florido. Quizás su primo fuera el tipo de persona dispuesto a entusiasmarse con una mata de diente de león en un huerto. Un amigo mío me envió una vez un telegrama: «Ven en seguida / Muy importante / Nos vemos en la estación St. John’s Wood». Desde luego fui, pensando que debía tratarse de algo verdaderamente importante; y lo que quería era mostrarme el jardín de una casa que se alquilaba en Grove End Road, que era una explosión de diente de león.

—Y una vista muy hermosa —dijo Arnold, con fervor.

—Era una vista estupenda; pero no justificaba que por ella se telegrafiara a nadie. Y supongo que ahí está el misterio de todas esas cosas que le contó su primo, Perrott. Había uno o dos jardines grandes y bien cuidados en Stoke Newington; imagino que él se paseó sin querer por uno de ellos, y quedó entusiasmado con lo que vio.

—Es posible, por supuesto —dijo Perrott—, pero por regla general no era ese tipo de hombre. Tenía una granja experimental, no lejos de Wells, donde cultivaba nuevas modalidades de trigo y mejoraba los pastos. He oído decir que le consideraban pesado, aunque yo siempre le encontré agradable cuando nos veíamos.

—Bien, le he dicho que no existe lugar semejante en Stoke Newington o en sus cercanías. En ese caso, tendría que conocerlo.

—¿Y qué me dice del St. James Market? —preguntó Arnold.

Entonces «dejaron las cosas así». Realmente, durante algún tiempo habían tenido la sensación de haberse alejado demasiado de su mundo conocido, y de los acogedores fuegos de las tabernas del Strand, penetrando en la salvaje tierra de nadie del norte. A Harliss, por supuesto, aquellos parajes le habían sido alguna vez familiares, vulgares y faltos de interés: no podía volver a ellos en una conversación, rebosante de emoción. Para los otros dos eran hostiles y remotos, como una disertación sobre exploraciones árticas o tierras de tinieblas perpetuas.

Regresaron con alivio a sus terrenos de caza habituales, y asistieron a teatros que habían sido derribados hacía treinta y cinco años o más, y más tarde tomaron bistecs y cerveza fuerte en el compartimento junto al fuego, ese fuego que finalmente había sido apagado poco después de que se abriera el nuevo palacio de justicia.

III

A, por lo menos, pareció en su momento; pero había algo en la historia de ese parque suburbano que se le quedó grabado a Arnold y que le perseguía, remitiéndole finalmente al remoto norte del relato. Mientras reflexionaba sobre esta vaga atracción, se topó casualmente con un ajado libro marrón en su desordenada estantería; un libro adquirido en un puesto ambulante de Farrington Street, donde fue encontrado el manuscrito de Centuries of Meditations de Traherne. Hasta entonces, Arnold apenas lo había hojeado. Se llamaba A London Walk: Meditations in the Streets of the Metropolis. Su autor era el reverendo Thomas Hampole y el libro estaba fechado en 1853. En su mayor parte trataba de reflexiones morales y obvias, como puede esperarse de un piadoso y afable clérigo de su tiempo. En pleno siglo XIX, el entusiasmo por moralizar que floreció en tiempos de Addison, Pope y Johnson —quien popularizó el Rambler[14] y enriqueció a los editores de sermones— tenía todavía bastante vigencia. A la gente le gustaba ser advertida acerca de las consecuencias de sus actos, tomar lecciones de puntualidad, aprender la importancia de las cosas pequeñas, oír sermones a las piedras, e instruirse en el hecho de que se pueden sacar reflexiones lóbregas de casi todo.

Así pues, el reverendo Thomas Hampole acechaba las calles de Londres desde un punto de vista moral y admonitorio: veía Regent Street en su primitivo esplendor y recordaba las ruinas de la poderosa Roma, sermoneaba acerca de la soledad en medio de la multitud mientras contemplaba lo que él llamaba las hormigueantes miríadas, y permitía que una desolada casa medio en ruinas «en Chancery» le evocara las felices fiestas navideñas de que hace tiempo disfrutaron irreflexivamente tras las desmoronadas paredes y rotas ventanas.

Pero, de vez en cuando, el señor Hampole se mostraba menos evidente, y posiblemente más provechoso en realidad. Por ejemplo, hay un pasaje —ya citado, según creo, por algunos autores modernos— que me parece bastante curioso.

«¿Alguna vez has tenido la fortuna, atento lector [preguntaba el señor Hampole], de levantarte muy de madrugada un día de verano, aun antes de que los radiantes rayos del sol hubieran hecho algo más que acariciar con su luz las cúpulas y chapiteles de la gran ciudad?… Si has tenido esa suerte, ¿no has observado que aparentemente han estado actuando ciertos poderes mágicos? La escena acostumbrada ha perdido su apariencia familiar. Las casas con las que te has cruzado a diario, posiblemente durante años, cuando salías por razones profesionales o por placer, ahora parece como si las percibieras por vez primera. Han experimentado un misterioso cambio, hacia algo espléndido y extraño. Aunque es posible que hayan sido diseñadas sin emplear apenas el arte de la arquitectura… sin embargo uno está dispuesto a admitir que ahora “se alzan gloriosas y brillan como astros, ornadas de una luminosa serenidad”. Se han convertido en mágicas habitaciones, excelsas moradas, más atractivas a la vista que la fabulosa cúpula del placer del potentado oriental, o el enjoyado palacio construido por el Genio para Aladino en el cuento árabe».

Continúa en este estilo, y luego, cuando era de esperar la obvia advertencia contra nuestra excesiva fe en las apariencias, al mismo tiempo transitorias e ilusorias, surge un pasaje muy poco corriente.

«Algunos han declarado que es una opción completamente nuestra el contemplar continuamente un mundo igual de prodigioso y bello o incluso más. Dicen éstos que los experimentos de los alquimistas de la Edad de las Tinieblas… están, de hecho, relacionados no con la transmutación de los metales, sino con la transmutación del universo entero… Este método, o arte, o ciencia, o como queramos llamarlo (suponiendo que exista, o haya existido alguna vez), se preocupa simplemente de restablecer los encantos del Paraíso original; de permitir a los hombres, si ésa es su voluntad, que habiten un mundo de júbilo y esplendor. Es posible tal vez que exista semejante experimento, y que algunos lo hayan llevado a cabo».

El lector era remitido a una nota —de las varias— al final del volumen, y Arnold, muy interesado ya por esta inesperada vena del reverendo Thomas, la consultó. Y de esta manera rezaba:

«Soy consciente de que esas especulaciones pueden parecer al lector a la vez singulares y (tal vez puedo añadir) quiméricas; y, por supuesto, puedo haber sido algo precipitado e imprudente al consignarlas a la página impresa. Si he obrado mal, espero ser perdonado; y, por supuesto, estoy lejos de aconsejar a cualquiera que pueda leer estas líneas que se embarque en el dudoso y difícil experimento que ellas bosquejan. Sin embargo, nos vemos obligados a buscar la verdad: veritas contra mundum.

Me afirmo en la creencia de que existe al menos algún fundamento para las extrañas teorías que he insinuado, por una experiencia que aconteció en los primeros días de mi ministerio. Poco después de la terminación de mi primera coadjutoría, y tras ser admitido en la orden sacerdotal, pasé algunos meses en Londres, viviendo con unos parientes en Kensington. Estaba al corriente de que un amigo del colegio, al cual llamaré reverendo señor S., era coadjutor de un suburbio al norte de Londres, S. N. Le escribí, y después le visité en su alojamiento por invitación suya. Encontré a S. algo perturbado. Padecía, al parecer, una afección pulmonar, y su asesor médico insistía en que abandonara Londres por algún tiempo y pasara los cuatro meses del invierno en el clima más suave de Devonshire. A menos que hiciera esto, declaró el doctor, las consecuencias para la salud de mi amigo podían ser muy graves. S. estaba muy dispuesto a dejarse guiar por el consejo y, por supuesto, ansioso de seguirlo; pero, por otra parte, no quería renunciar a su coadjutoría, en la que, como él decía, era al mismo tiempo feliz y, eso confiaba, útil. Al oír esto, le ofrecí en seguida mis servicios, diciéndole que si su vicario lo aprobaba, me encantaría servirle de algo hasta finales del próximo marzo; o incluso después, si los médicos consideraban aconsejable una larga estancia en el sur. S. no cabía en sí de contento. En seguida me llevó a ver al vicario; hechos los oportunos trámites, comencé mis obligaciones temporales al cabo de dos semanas.

»Fue durante este breve ministerio en las cercanías de Londres cuando conocí a una persona muy particular, a la que llamaré Glanville. Estaba habitualmente a nuestro servicio y, en el transcurso de mi quehacer, recurrí a él, y le expresé mi satisfacción por su manifiesto apego a la liturgia de la Iglesia de Inglaterra. Respondió con la debida cortesía, rogándome que me sentara y compartiera con él una taza de cordial, y pronto nos enzarzamos en una conversación. Al principio de nuestra relación descubrí que estaba versado en los ensueños del teosofista alemán Behmen, y en las más recientes obras de su discípulo inglés William Law; y tuve claro que miraba con simpatía esos laberintos de la teología mística. Era un hombre de mediana edad, reservado, y de complexión morena; y su rostro se iluminaba de manera impresionante cuando discutía las especulaciones que durante muchos años habían ocupado manifiestamente sus pensamientos. Basadas en las doctrinas (si podemos llamarlas así) de Law y Behmen, estas teorías me parecieron de una índole sumamente fantástica, incluso diría yo fabulosa, pero confieso que las escuché con un considerable grado de interés, aunque era evidente que como ministro de la Iglesia de Inglaterra estaba yo lejos de aceptar libremente las proposiciones que me presentaba. Es verdad que no se oponían manifiestamente a las creencias ortodoxas, pero eran ciertamente extrañas, y como tales; las recibí con saludable cautela. Como ejemplo de las ideas que acosan a una mente ingeniosa y, si se me permite, devota, puedo mencionar que el señor Glanville insistía a menudo en la importancia, por lo general no reconocida, de la Caída del Hombre.

»—Cuando un hombre cede —decía— a las misteriosas tentaciones insinuadas en el lenguaje figurativo de las Sagradas Escrituras, el universo, originariamente fluido y al servicio de su espíritu, se torna sólido, y se derrumba con gran estrépito sobre él, aplastándolo bajo su peso y su masa inerte.

»Le pedí que me proporcionara más luz acerca de esta extraordinaria creencia; y descubrí que su idea original, que ahora nosotros consideramos obstinada, era utilizar su singular fraseología, el Caos Celestial, una sustancia blanda y dúctil, que puede ser moldeada por la imaginación del hombre incorrupto hasta asumir cualquier forma que él elija.

»—Por extraño que pueda parecer —añadió—, las delirantes invenciones (así las consideramos nosotros) de los cuentos de Las mil y una noches nos proporcionan algún indicio acerca de los poderes del homo protoplastus. La ciudad próspera se convierte en un lago, la alfombra nos transporta en una fracción de tiempo, o más bien atemporal, de un confín al otro del mundo, el palacio surge de la nada con sólo pronunciar una palabra. A todo esto lo llamamos magia, mientras ridiculizamos la posibilidad de semejantes proezas; pero esta magia oriental no es sino un confuso y fragmentario reflejo de otras actividades que formaron parte de la naturaleza primigenia del hombre, y del fiat que entonces le fue confiado.

»Como he señalado, escuché con cierto interés estas y otras similares exposiciones de las extraordinarias creencias del señor Gian ville. No podía dejar de pensar que semejantes opiniones estaban en muchos aspectos más de acuerdo con la doctrina que yo me había comprometido a comentar que muchas de las enseñanzas de los filósofos actuales, que parecen exaltar el racionalismo a expensas de la Razón, tal como nos muestra Coleridge a esta divina facultad. Sin embargo, cuando asentí, dejé claro a Glanville que mi asentimiento estaba restringido por mi firme adhesión a los principios que solemnemente había profesado al ordenarme.

»Pasaron los meses en el tranquilo cumplimiento de los deberes pastorales propios de mi oficio. A comienzos de marzo recibí una carta de mi amigo el señor S., en la que me informaba que el aire de Torquay le había beneficiado enormemente, y que su consejero médico le había asegurado que no debía titubear más en reasumir sus obligaciones en Londres. Por consiguiente, S. se proponía volver en seguida y, tras expresarme afectuosamente su agradecimiento por mi excepcional amabilidad, así la llamó, me anunció su deseo de cumplir con su deber en los servicios eclesiales del próximo domingo. En consecuencia, visité por última vez a aquellos feligreses con los que más particularmente me había tratado, reservando mi visita al señor Glanville para el último día de mi estancia en S. N. Sentía, creo yo, enterarse de mi inminente partida, y me dijo que siempre recordaría con sumo placer nuestros intercambios de impresiones.

»—Yo también abandono S. N. —añadió—. A comienzos de la próxima semana embarco para Oriente, donde mi estancia puede prolongarse durante mucho tiempo.

»Tras expresarnos cortésmente nuestro mutuo pesar, me levanté de la silla y ya iba a despedirme cuando noté que Glanville me observaba con una extraña mirada fija.

»—Un momento —dijo, atrayéndome a la ventana en donde estaba—. Quiero mostrarle el panorama. No creo que lo haya visto nunca.

»La sugerencia me pareció rara, por no decir otra cosa peor. Por supuesto conocía la calle en donde residía Glanville, como la mayoría de las calles de S. N.; y, por su parte, él debía ser bastante consciente de que ninguna perspectiva que me pudiera brindar su ventana podría mostrarme nada que no hubiera visto muchas veces a lo largo de mis cuatro meses de estancia en la parroquia. Además, las calles de nuestros suburbios londinenses no suelen ofrecer espectáculos que atraigan a los aficionados al paisajismo y al tipismo. Dudaba entre acceder al ruego de Glanville, o tomarlo en broma, cuando se me ocurrió que era posible que el piso de altura de su ventana pudiera proporcionar una vista lejana de la catedral de St. Paul. En consecuencia, me acerqué a él y esperé que me señalara la vista que, presumiblemente, deseaba que admirase.

»Sus rasgos mostraban todavía la extraña expresión que ya he comentado.

»—Ahora —dijo—, asómese y dígame lo que ve.

»Todavía perplejo, miré a través de la ventana y vi exactamente lo que esperaba ver: una terrace o hilera de edificios diseñados con gusto, separados de la vía pública por un parterre o jardín en miniatura, adornado con árboles y arbustos. La calle que cruzaba a la derecha de la terrace ofrecía una perspectiva de calles y crescents[15] de construcción más reciente y de cierta elegancia. Sin embargo, en toda aquella escena conocida no vi nada que justificara ninguna atención especial; y se lo dije a Glanville de una manera más o menos jocosa.

»A manera de respuesta, me tocó en el hombro con la yema de los dedos y dijo:

»—Mire de nuevo.

»Eso hice. Por un momento, mi corazón se paralizó y respiré con dificultad. Ante mí, en lugar de los edificios conocidos, aparecía un panorama de fantástica y asombrosa belleza. En profundas hondonadas, ocultas entre las ramas de grandes árboles, prosperaban ciertas flores que sólo pueden aparecer en sueños; de un color púrpura tan subido que todavía parecían brillar cual piedras preciosas con un resplandor oculto pero omnipresente. Rosas cuyos colores eclipsaban a cualquier otro que pueda verse en nuestros jardines, altos lirios rebosantes de luz, y capullos como el oro batido. Contemplé sombreados paseos que descendían hasta las verdes hondonadas bordeadas de tomillo; y aquí y allá la herbácea eminencia de arriba, y el burbujeante manantial de abajo, estaban coronados por una arquitectura de fantástica e insólita belleza, que parecía remitir al mismísimo país de las hadas. Casi podría decir que mi alma estaba embelesada con el espectáculo desplegado ante mí. Estaba poseído por un tipo de éxtasis y deleite como nunca había experimentado antes. Un sentimiento de beatitud impregnaba todo mi ser; mi dicha era tan grande que no podía expresarla con palabras. Lancé un inarticulado grito de júbilo y de admiración. Y entonces, bajo la influencia de una súbita reacción de miedo, que incluso ahora no puedo explicar, me alejé precipitadamente de la habitación y de la casa, sin hacer ningún comentario ni despedirme del extraordinario hombre que había hecho yo no sabía bien qué.

»Salí a la calle en medio de una gran inquietud y confusión mental. Ni que decir tiene que no había ningún indicio de la fantasmagoría que me había sido mostrada. La familiar calle había recuperado su aspecto usual, la terrace permanecía como siempre la había visto, y más allá los nuevos edificios, donde había visto aquellas deliciosas hondonadas y aquellas gloriosas flores, conservaban como antes su pulcro aunque modesto orden. Donde yo había visto valles escondidos entre el verde follaje, ondeando suavemente al sol bajo la brisa estival, no había ahora más que ramas peladas y ennegrecidas, que a duras penas mostraban algún brote. Como he mencionado, estábamos a comienzos de marzo, y una negra escarcha que había caído en los últimos diez o quince días constreñía todavía la tierra y su vegetación.

»Me fui apresuradamente a mis aposentos que estaban a cierta distancia de la residencia de Glanville. Me alegraba sinceramente el pensar que abandonaría la vecindad al día siguiente. Puedo decir que hasta el presente nunca he vuelto a visitar S. N.

»Unos meses más tarde encontré a mi amigo el señor S. y, so pretexto de interesarme por los asuntos de la parroquia que todavía atendía, pregunté por Glanville al que, dije, había conocido. Al parecer había cumplido su intención de abandonar la vecindad a los pocos días de mi propia partida. No había confiado a nadie de la parroquia ni su destino ni sus planes para el futuro.

»—Le conocí muy poco —dijo S.—, y no creo que hiciera ninguna amistad en la localidad, aunque residió en S. N. más de cinco años.

»Han pasado unos quince años desde que me acaeciera esta experiencia tan extraña, y durante ese tiempo no he oído nada de Glanville. Ignoro completamente si todavía vive en el lejano Oriente, o si ha muerto».

IV

EN términos generales Arnold estaba considerado como un hombre perezoso y, como él mismo decía, apenas conocía por dentro una oficina. Pero era laborioso en su ociosidad, y siempre estaba dispuesto a esmerarse en todo aquello que le interesaba. Y estaba muy interesado en este asunto de Canon’s Park. Estaba seguro de que existía alguna relación entre la extraña historia del señor Hampole —«más que extraña», pensaba él— y la experiencia del primo de Perrott, el plantador de trigo de la parte oeste del país. Se dirigió a Stoke Newington, y lo recorrió de una parte a otra, mirando a su alrededor con ojos inquisitivos. Encontró sin ningún problema Canon’s Park, o lo que quedaba de él. Era tan bonito como Harliss lo había descrito: un barrio trazado en los años veinte o treinta del siglo pasado para ciudadanos de decentes hasta aceptables ingresos.

Algunas de estas casas seguían en pie y todavía sobrevivía una atractiva hilera de anticuadas tiendas. En un sitio había un modesto chalet de diseño georgiano tardío o Victoriano temprano, con su porche emparrado de un descolorido azul verdoso, su balcón de hierro modelado, nada desagradable, su jardincillo delantero y su huerto cercado por una tapia en la parte de atrás, un pequeño cobertizo y un pequeño establo. En otro lugar, algo más exuberante y de escala mucho mayor, ambiciosas pilastras y estuco, bastante césped y amplios caminos privados, colosales arbustos, y hierba en el solar trasero. Pero el modernismo había iniciado su ataque en todo el conjunto. Las grandes casas que quedaban se habían convertido en casitas, y las pequeñas estaban ajadas, ya no eran objeto de adoración; y por todas partes había bloques de pisos de inmundo ladrillo rojo, como si se tratara de un proyecto de cárcel moderna elaborado por el señor Pecksniff bajo indicaciones de la señora Todgers[16]. Frente a Canon’s Parks, ocupando el solar en que debió ubicarse la casa del señor Glanville, había un instituto laboral y una facultad de económicas. Ambos edificios helaban la sangre: por su utilidad y su arquitectura. Parecía como si los peores sueños del señor H. G. Wells se hubieran hecho realidad.

En ninguno de ellos, fuera moderadamente antiguo o totalmente moderno, pudo encontrar Arnold nada que le sirviera. En la época de la que escribió el señor Hampole, Canon’s Park debió haber sido medianamente agradable; ahora era inadmisiblemente desagradable. Pero, en el mejor de los casos, no pudo haber nada en su aspecto que sugiriera la maravillosa visión que el clérigo creyó ver desde la ventana de Glanville. Y los jardines suburbanos, aunque bien conservados, no podían explicar los entusiasmos del granjero. Arnold repitió las palabras sagradas de la fórmula explicativa: telepatía, alucinación, hipnotismo; pero apenas se sintió más cómodo. El hipnotismo, por ejemplo, fue usado comúnmente para explicar el truco de la cuerda india. Pero no existía semejante truco, y, en cualquier caso, el hipnotismo no podía explicar aquella o cualquiera otra maravilla contemplada a la vez por un grupo de personas, ya que sólo puede aplicarse a individuos, y ello con su total conocimiento, consentimiento y atención consciente. Podía haber habido telepatía entre Glanville y Hampole; pero ¿dónde recibió el primo de Perrott la impresión no sólo de haber visto una especie de Kubla Khan, o Viejo de la Montaña[17], sino incluso de haberse paseado? Podía decirse que la S. P. R.[18] había descubierto la telepatía y había dedicado gran parte de sus energías durante los últimos cuarenta y cinco o más años a la realización de una minuciosa y completa investigación en torno a ella; pero, a su entender, en los casos recogidos no quedaba constancia de nada tan elaborado como este asunto de Canon’s Park. Y, por otra parte, hasta donde él podía recordar, las apariencias atribuidas a la mediación telepática eran siempre individuales; visiones de gente, no de lugares: no existían paisajes telepáticos. Y en cuanto a la alucinación, eso no nos llevaría muy lejos. Exponía los hechos, pero no ofrecía explicación de ellos. Arnold había padecido trastornos hepáticos: una mañana había bajado a desayunar y le había molestado ver el aire lleno de motas negras. Aunque no olfateó el nauseabundo olor de una humeante chimenea, en principio podía estar seguro de que la chimenea había estado echando humo, o que las motas negras eran hollín flotante. Pasó algún tiempo antes de que se diera cuenta de que, objetivamente, no había motas negras, que se trataba de ilusiones ópticas, que había sufrido una alucinación. Sin duda, el vicario y el granjero habían sufrido una alucinación, pero había que buscar la causa, la fuerza motriz. Dickens nos contó que al despertar una mañana vio a su padre sentado a su cabecera, y se preguntó qué estaba haciendo allí. Se dirigió al anciano y al no obtener respuesta, alargó la mano para tocarle: no había nadie. Dickens había sufrido una alucinación; pero ya que en aquella época su padre se encontraba perfectamente bien y libre de dificultades, el misterio permanece insoluble, inexplicable. Debía admitirse, aunque no existiera razón alguna para ello. Era un enigma que había que dejar por imposible.

Pero a Arnold no le gustaba dejar los enigmas por imposibles. Recorrió todos los escondrijos de Stoke Newington y se metió en pubs de aspecto prometedor, esperando encontrar viejos charlatanes que pudieran recordar y repetir historias de sus padres. Encontró unos pocos, pues aunque Londres ha sido siempre un lugar de tribus inquietas y nómadas, y de poblaciones cambiantes, y ahora más que nunca, todavía conserva en muchos lugares, y sobre todo en los más remotos suburbios del norte, un elemento conocido y fijo cuya memoria puede remontarse a cien o incluso ciento cincuenta años. Así es que encontró en una venerable taberna —sería ofensivo y engañoso llamarla pub— en los márgenes de Canon’s Park una tertulia de amigos que se reunían una o dos horas por las noches en un confortable, aunque sórdido, reservado. Bebían poco y despacio, y se iban pronto a casa. Eran pequeños tenderos de la vecindad, y hablaban de su negocio y de los cambios que habían contemplado: la maldición de las sucursales, el pésimo género que se vendía en ellas, y la reducción de los precios y las ganancias. Arnold se introdujo cautelosa y gradualmente en la conversación, después de una o dos visitas —«Bien, señor, le estoy muy agradecido y no quiero negarme»—, y dijo que pensaba establecerse en el vecindario, pues le parecía tranquilo.

—Mis mejores deseos, por supuesto. ¿Tranquilo Stoke Newington? Bueno, lo fue una vez; pero ahora no lo es mucho. Ahora todo es orgullo, vestimenta y bullicio; y la gente que tenía dinero y se lo gastaba, hace tiempo que se ha ido.

—¿Hubo aquí gente acaudalada? —preguntó Arnold cautelosamente, tanteando el terreno poco a poco.

—La hubo, se lo aseguro. Mi padre solía llamarles hombres solventes o ricos. Estaba el señor Tredegar, director del Banco Tredegar, que se había fusionado con el City and National hacía muchos años, más cerca de cincuenta que de cuarenta, supongo. Era un perfecto caballero y cultivaba piñas tropicales. Recuerdo que nos mandó una cuando mi esposa estuvo enferma un verano. Ahora no se pueden encontrar piñas como aquélla.

—Tiene usted razón, señor Reynolds, toda la razón. Suelo vender lo que llaman piñas, pero yo mismo no las tomaría. Sin aroma, ni sabor, duras y estropajosas; no se puede comparar una manzana silvestre con una reineta de Cox.

Esta declaración obtuvo un asentimiento general y Arnold pensó que el suyo iba a ser un trabajo lento.

E incluso cuando llegó a lo que le interesaba, no consiguió gran cosa.

Dijo que tenía entendido que Canon’s Park era un paraje tranquilo, alejado del tránsito principal.

—Bueno, algo de eso hay —dijo el anciano que había aceptado la media pinta—. No encontrará mucho tráfico allí, es cierto: ni tranvías ni autobuses ni autocares. Pero lo han destrozado todo, construyendo nuevos bloques de viviendas cada dos por tres. Por supuesto, esto puede interesarle. Estos pisos son, sin duda, muy populares, y muy económicos, según me han dicho. Pero yo he preferido siempre una casa propia, mía.

—Le contaré a usted de qué forma es económico uno de estos pisos —dijo el verdulero con una risita preliminar—. Si a usted le gusta la radio, puede ahorrarse el precio del aparato y el permiso. Oirá la radio en el piso de arriba, en el piso de abajo, y en uno o dos más, cuando tengan abiertas las ventanas en las noches de verano.

—Muy cierto, señor Batts, muy cierto. Sin embargo, debo decir que yo también soy partidario de la radio. Me encanta oír una melodía alegre, ya sabe usted, a la hora del té.

—No me diga usted, señor Potter, que le gusta esa cosa horrible que llaman jazz.

—Bueno, señor Dickson, debo confesarlo… —y así sucesivamente.

Era evidente que incluso allí había modernistas. Arnold creyó oír el término «hot blues» claramente pronunciado. Obligó a aceptar otra media pinta a su vecino, que resultó ser el señor Reynolds, el químico farmacéutico, y probó de nuevo.

—Así es que usted recomendaría Canon’s Park como una residencia conveniente.

—Bueno, no señor; no a un caballero que quiera tranquilidad, no lo haría. No se puede estar tranquilo en un sitio que derriban ante sus propios ojos, como podría decirse. Desde luego, era bastante tranquilo en tiempos pasados. ¿Está de acuerdo, señor Batts? —dijo, interrumpiendo la discusión musical—. Canon’s Park era bastante tranquilo en nuestros años mozos, ¿no es cierto? Entonces le habría agradado a este caballero, estoy seguro.

—Tal vez —dijo el señor Batts—. Tal vez sí, tal vez no. Hay tranquilidad y tranquilidad.

Una cierta calma se abatió sobre el reducido grupo de ancianos. Parecían rumiar, beber su cerveza a sorbos muy cortos.

—Siempre hubo algo en ese lugar que no me gustó del todo —dijo al fin uno de ellos—. Pero, por supuesto, no sé por qué.

—¿No existió en ese lugar, hace mucho tiempo, cierta historia acerca de un asesino? ¿O fue un hombre que se suicidó y fue enterrado en un cruce de caminos con una estaca atravesándole el corazón?

—Nunca oí hablar de eso, pero he oído decir a mi padre que antiguamente hubo en ese lugar bastante agitación.

—Creo, caballero, que anda usted bastante desencaminado, si me permite el atrevimiento —dijo el más anciano que, sentado en un rincón, había hablado muy poco hasta entonces—. Yo no diría que Canon’s Park tenía mala reputación, ni mucho menos. Pero, naturalmente, sucedió algo allí que a mucha gente no le gustó; lo evitó, podría decirse. Y estoy convencido de que todo fue a causa del manicomio que allí existió hace algún tiempo.

—¿Había allí un manicomio? —preguntó el peculiar amigo de Arnold—. Bien, creo recordar haber oído algo por el estilo en mi infancia, ahora que usted recuerda las circunstancias. Sé que de niños no nos atrevíamos a atravesar Canon’s Park después de anochecer. Mi padre solía mandarme de vez en cuando a hacer recados en aquella dirección, y siempre que pude hice que otro niño viniera conmigo. Pero no recuerdo que a ninguno de los dos nos asustaran especialmente los locos. En realidad, ahora que me pongo a pensar en ello, difícilmente sabría decir de qué teníamos miedo.

—Bien, señor Reynolds, eso fue hace mucho tiempo; pero creo de veras que fue aquel manicomio lo que, en primer lugar, alejó a la gente de Canon’s Park. ¿Sabe usted dónde estuvo situado?

—No podría decirlo.

—Bien, fue en aquel caserón a la derecha, en medio del parque, que ha estado vacío durante años y años, cuarenta años me atrevería a decir, hasta convertirse en ruinas.

—¿Quieres decir el sitio que ahora ocupa la Empress Mansion? ¡Oh!, sí, desde luego. Lo derribaron hace más de veinte años, y el solar permaneció vacío durante toda la guerra y mucho tiempo después. Era un lugar deprimente; lo recuerdo bien: la hierba creciendo entre los guardavientos de las chimeneas, y las ventanas rotas, y las tablillas con la inscripción «Se alquila» cubiertas de enredaderas. ¿Fue aquella casa un manicomio en sus tiempos?

—Fue la misma casa, señor. La llamaban Himalaya House. En un principio la construyó sobre una antigua granja un rico caballero de la India, y cuando éste murió sin descendencia sus parientes vendieron la propiedad a un médico. Él la convirtió en manicomio. Y, como iba diciendo, creo que a la gente no le gustó demasiado la idea. Ya sabe usted, aquellos lugares no tenían entonces tan buen aspecto como, según dicen, ahora lo tienen, y se propagaron algunas historias muy desagradables. Me parece que el doctor se vio envuelto en un pleito con un caballero, de buena familia creo, cuyos parientes le habían encerrado en Himalaya House durante años, estando todo el tiempo tan cuerdo como usted o yo. Después vino lo de aquel joven que consiguió escapar: fue un caso lleno de misterio. Pues no cabía la menor duda de que estaba loco de remate.

—¿Dice usted que uno de ellos se escapó? —preguntó Arnold, deseando romper el silencio que había caído de nuevo sobre el grupo.

—A sí fue. Ignoro cómo lo conseguiría, pues, según decían, el manicomio estaba severamente vigilado; pero consiguió salir trepando o reptando de una forma u otra, una tarde a la hora del té, y se fue caminando calle arriba tan silenciosamente como puede usted imaginarse, y se alojó cerca de aquí, en aquella hilera de casas de ladrillo rojo que había donde ahora se alza el instituto laboral. Recuerdo muy bien haber oído a la señora Wilson, encargada del alojamiento —donde vivió hasta muy anciana—, contarle a mi madre que nunca vio un joven tan guapo y tan bien hablado como este señor Vallance, como creo que se hacía llamar, aunque, por supuesto, no era su verdadero nombre. Este señor le contó a ella una historia bastante convincente acerca de su llegada procedente de Norwich y su obligación de ser muy reservado a causa de sus estudios y cosas por el estilo. Traía en una mano su bolsa de viaje y le dijo que el equipaje de peso llegaría después, pagándole una quincena por adelantado, como era habitual. Desde luego, los empleados del doctor le buscaron inmediatamente e hicieron indagaciones en todas direcciones, pero a la señora Wilson de momento no se le ocurrió pensar que este silencioso y joven huésped fuese el loco desaparecido. Es decir, no durante algún tiempo.

Arnold se aprovechó de una pausa retórica en la narración. Hizo una seña al patrón, que estaba reclinado sobre la barra, escuchando como los demás. Hicieron nuevos pedidos, y cada integrante del grupo solicitó un poquito de ginebra, considerando que una bebida «floja» o incluso «amarga» sería inadecuada al desenlace de semejante historia. Entonces, con expresiones corteses, bebieron a la salud de «nuestro amigo sentado junto al señor Reynolds». Y uno de ellos dijo:

—Así es que le descubrió, ¿no?

—Creo —prosiguió el narrador— que pasó una semana, más o menos, antes de que la señora Wilson se diera cuenta de que pasaba algo raro. Cuando le estaba retirando su servicio de té, él le dijo:

»—“Lo que me gusta de estas habitaciones suyas, señora Wilson, es la asombrosa vista que ofrecen desde las ventanas”.

»—Aquello fue suficiente para sobresaltarla. Todos nosotros sabemos lo que se veía desde las ventanas de Rodman’s Row: Fothergill Terrace, Chatham Street y Canon’s Park; sin duda propiedades todas ellas muy bonitas aunque nada del otro mundo, como suelen decir los jóvenes. Así es que la señora Wilson no sabía cómo tomarse aquello y pensó que debía ser una broma. Dejó en la mesa la bandeja del té y miró a su huésped a los ojos.

»—“¿Qué es, señor, lo que usted admira en particular?, si puedo preguntárselo”.

»“—¿Que qué admiro? —dijo—. Todo”.

»—Y entonces, al parecer, empezó a decir los más extravagantes disparates acerca de flores doradas, plateadas y purpúreas, de un manantial burbujeante, de un paseo que se internaba en el bosque, de la casa de hadas en la colina, y no sé qué más. Luego le pidió a la señora Wilson que se acercara a la ventana y mirara todo eso. Ella se asustó, cogió la bandeja, y salió de la habitación tan rápidamente como pudo; lo cual no me extraña. Aquella noche, cuando iba a acostarse, pasó por delante de la puerta de su huésped y, al oírle hablar en voz alta, se detuvo a escuchar. En realidad, no creo que se pueda culpar a la mujer por escuchar. En mi opinión, quería saber a quién había metido en su casa. Al principio no podía entender lo que estaba diciendo. Hablaba atropelladamente en lo que parecía una lengua extranjera; pero luego siguió en inglés corriente, como si se dirigiera a una joven dama, haciendo uso de expresiones de gran afectación.

»Aquello fue demasiado para la señora Wilson, que se marchó a la cama con el alma en vilo, y casi no consiguió dormirse en toda la noche. A la mañana siguiente, el caballero parecía bastante calmado, pero la señora Wilson sabía que no era de fiar, e inmediatamente después del desayuno se fue a ver a sus vecinos y empezó a hacerles preguntas. Entonces descubrió quién debía ser su huésped, y avisó a la Himalaya House. Los empleados del doctor se llevaron de nuevo al joven. ¡Dios mío!, caballeros, son casi las diez en punto.

La reunión se disolvió en medio de un cordial bullicio. El anciano que había contado la historia del loco fugado se había dado cuenta, al parecer, de que Arnold prestaba mucha atención al relato. Evidentemente se alegraba. Estrechó afectuosamente la mano de Arnold, comentando:

—Como verá, señor, tengo razones para pensar que fue aquel manicomio el causante de la mala reputación de Canon’s Park en nuestro vecindario.

Y Arnold se puso en camino, de vuelta a Londres, dándole vueltas en la cabeza muchas cosas. La mayoría de ellas parecían muy confusas, pero él se preguntaba si el huésped de la señora Wilson estaría completamente loco; más loco que el señor Hampole, o el granjero de Somerset, o Charles Dickens, cuando vio aparecerse a su padre junto a su lecho.

V

ARNOLD contó el resultado de sus indagaciones y perplejidades en la siguiente reunión de los tres amigos en el tranquilo patio delantero de la posada. El escenario se había transformado: era una noche de junio, en la que los árboles del jardín se agitaban a expensas de la fresca brisa, que transportaba al mismo corazón de Londres un vago aroma de los lejanos campos de heno. El licor de la jarra marrón olía a viñas y a huertas gasconas, y le pusieron hielo, pero no por mucho tiempo.

Lo único que dijo Harliss durante todo el relato de Arnold fue:

—Conozco cada rincón de ese vecindario, y le digo que no existe semejante lugar.

Perrott fue sensato. Admitió que la historia era extraordinaria.

—Disponemos de tres testigos —señaló Arnold.

—Sí —dijo Perrott—, pero ¿ha tenido usted en cuenta la maravillosa aplicación de la ley de las coincidencias? Un caso, bastante trivial pensará usted posiblemente, me produjo una profunda impresión cuando lo leí, hace unos cuantos años. Cuarenta años atrás un hombre compró un reloj en Singapur, o Hong Kong quizás. El reloj se estropeó y lo llevó a una tienda de Holborn para que lo revisaran. El hombre que le cogió el reloj sobre el mostrador era el mismo que se lo había vendido en Oriente años antes. Nunca se debe despreciar la coincidencia, ni descartarla como solución imposible. Sus posibilidades son infinitas.

Entonces Arnold contó el último, interrumpido e incompleto capítulo de la historia.

—Después de aquella noche en el King of Jamaica —comenzó—, me fui a casa y me puse a meditar. Parecía no poder hacerse nada más. Sin embargo, sentí que me gustaría echarle otra mirada a ese singular parque, y fui allá una noche oscura. Inmediatamente encontré a un joven que se había extraviado y había perdido, según dijo, a la mujer que vivía en la casa blanca de la colina. No voy a hablarles de ella, ni de su casa o sus jardines encantados. Pero estoy seguro de que el joven se perdió también para siempre.

Y, tras una pausa, añadió:

—Creo que existe una perikhoresis[19], una compenetración mutua. Es posible, efectivamente, que nosotros tres estemos ahora sentados entre rocas desiertas, junto a corrientes glaciales.

—… Y, ¿con quién?