—LA brujería y la santidad —dijo Ambrose— son las únicas realidades. Ambas son un éxtasis, una renuncia a la vida corriente.
Cotgrave escuchaba con interés. Un amigo le había llevado a esta casa medio en ruinas situada en un suburbio al norte de la ciudad y, a través de un viejo jardín, le había conducido hasta la habitación donde Ambrose el solitario dormitaba y soñaba junto a sus libros.
—Sí —prosiguió—, la magia justifica a sus partidarios. Muchos de ellos, creo, sólo comen mendrugos secos y no beben más que agua, y, no obstante, sienten un gozo infinitamente más intenso que el que puedan experimentar los epicúreos «prácticos».
—¿Se refiere usted a los santos?
—Sí, y también a los pecadores. Creo que está usted cayendo en el error, tan frecuente, de reducir el mundo espiritual a lo sumamente bueno; pero lo sumamente perverso necesariamente forma parte de él. El hombre meramente carnal, sensual, no tiene mayores posibilidades de convertirse en un gran pecador que en un gran santo. La mayoría de nosotros no somos más que criaturas indiferentes y confusas; pasamos por el mundo sin damos cuenta del significado y el sentido oculto de las cosas y, en consecuencia, nuestra maldad o nuestra bondad son más bien de segunda categoría, insignificantes.
—¿Cree usted, entonces, que los grandes pecadores son unos ascetas como los grandes santos?
—Los grandes, del tipo que sean, desechan las copias imperfectas y prefieren los modelos originales. No me cabe la menor duda de que muchos de los más excelsos santos jamás hicieron una «buena acción» (empleando esta palabra en su sentido corriente). Y, por otra parte, ha habido quienes han sondeado en lo más hondo del pecado y en toda su vida jamás han hecho una «mala acción».
Ambrose salió un momento de la habitación, y Cotgrave, encantado, se volvió a su amigo y le dio las gracias por habérselo presentado.
—Es estupendo —dijo—. Nunca vi anteriormente a un lunático de esta especie.
Ambrose regresó con más whisky y sirvió a los dos hombres con generosidad. Denigró con ferocidad a la secta de los abstemios mientras alcanzaba el agua de Seltz y, sirviéndose un vaso, iba a reanudar su monólogo cuando intervino Cotgrave.
—No puedo soportarlo, ¿sabe usted? —dijo—; sus paradojas son demasiado monstruosas. ¡Un hombre puede ser un gran pecador y, sin embargo, no haber hecho nunca nada pecaminoso! ¡Vamos anda!
—Está usted completamente equivocado —dijo Ambrose—, yo nunca digo paradojas, ¡ojalá pudiera! Decía simplemente que un hombre puede tener un paladar exquisito para el Romanee Conti y, sin embargo, no haber olido nunca una cerveza. Eso es todo, y más que una paradoja es una perogrullada, ¿no le parece? Mi observación le ha sorprendido porque no ha comprendido lo que es el pecado. ¡Oh!, sí, hay una especie de relación entre el Pecado con mayúscula y las acciones llamadas comúnmente pecaminosas: asesinato, robo, adulterio, y demás. Poco más o menos la misma relación que existe entre el alfabeto y la buena literatura. Pero yo creo que este concepto erróneo, que es casi universal, surge en gran medida de nuestra forma de enfocar el asunto desde un punto de vista social. Pensamos que un hombre que causa algún mal a nosotros y a sus propios vecinos debe ser muy malo. Así es desde un punto de vista social; pero ¿no se da usted cuenta de que el Mal en su esencia es una manía solitaria, una pasión del alma única e individual? Realmente, el asesino medio no es de ninguna manera, como asesino, un pecador en el verdadero sentido de la palabra. Simplemente es una bestia salvaje de la que debemos desembarazarnos para poner nuestros cuellos a salvo. Lo clasificaría más bien entre los tigres que entre los pecadores.
—Eso parece un poco raro.
—Yo creo que no. El asesino no mata por sus cualidades positivas, sino por las negativas; carece de algo que poseen los no asesinos. El mal, desde luego, es totalmente positivo, sólo que está del lado equivocado. Puede creerme, el pecado en su sentido estricto es muy raro; es probable que haya habido muchos menos pecadores que santos. Sí, su punto de vista es muy apropiado para la vida social y práctica; por naturaleza nos inclinamos a creer que una persona que nos desagrada profundamente debe ser un gran pecador. Es muy desagradable que le roben a uno la cartera y, por tanto, al ladrón lo calificamos de gran pecador. En verdad, es simplemente un hombre sin desarrollar. No puede ser un santo, por supuesto, pero sí puede ser una persona infinitamente mejor que otras muchas que nunca han quebrantado un solo mandamiento. Es un fastidio para nosotros, lo admito, y hacemos muy bien en encarcelarlo si lo cogemos; pero entre esta acción molesta y antisocial y el mal…, ¡ay!, la relación es de lo más tenue.
Se estaba haciendo muy tarde. El hombre que había llevado a Cotgrave probablemente habría oído todo esto antes, ya que atendía con una amable y juiciosa sonrisa; pero Cotgrave empezó a pensar que su «lunático» estaba resultando ser un sabio.
—¿Sabe usted —dijo— que me está interesando enormemente? ¿Cree usted, entonces, que no comprendemos la auténtica naturaleza del mal?
—No, no creo que la comprendamos. La sobrevaloramos y la infravaloramos a la vez. Prestamos atención a las muy numerosas infracciones de nuestros «estatutos» sociales —reglas muy necesarias y apropiadas para que el hombre pueda vivir en compañía— y nos asustamos por el predominio del «pecado» y el «mal». Pero esto es realmente absurdo. Considere usted el robo, por ejemplo. ¿Siente usted algún horror al pensar en Robin Hood, en los merodeadores escoceses del siglo XVII, en los bandoleros o en los empresarios de hoy en día?
—Luego, por otra parte, subestimamos el mal. Damos tan enorme importancia al «pecado» de intromisión en nuestros bolsillos (y en nuestras esposas) que hemos olvidado completamente la atrocidad del auténtico pecado.
—¿Y qué es el pecado? —dijo Cotgrave.
—Creo que tendré que contestarle con otra pregunta. ¿Qué sentiría usted, en serio, si su gato o su perro comenzasen a hablarle y a discutir con usted con acento humano? Quedaría usted anonadado por el pavor. Estoy seguro de ello. Y si las rosas de su jardín le cantaran una canción sobrenatural, se volvería usted loco. Y suponga que los adoquines de la calle comenzaran a hincharse y a crecer ante sus ojos, y que el guijarro que usted observó por la noche hubiese echado capullos de piedra por la mañana.
»—Bien, estos ejemplos pueden darle alguna idea acerca de lo que realmente es el pecado.
—Oigan —dijo el tercer hombre, hasta entonces apacible—, ustedes dos parecen disfrutar con la conversación. Pero yo me voy a casa. He perdido el último tranvía y tendré que caminar.
Ambrose y Cotgrave parecieron sumergirse todavía más profundamente en su conversación cuando el otro contertulio partió en la brumosa madrugada, a la pálida luz de los faroles.
—Me asombra usted —dijo Cotgrave—. Nunca pensé en eso. Si realmente es así, todo puede ponerse patas arriba. Entonces, la esencia del pecado es en realidad…
—Tomar al asalto el cielo, me parece a mí —dijo Ambrose—. En mi opinión se trata simplemente de un intento de penetrar en otra esfera más elevada, de un modo prohibido. De ahí que pueda comprenderse fácilmente el porqué de su rareza. Hay pocos, en efecto, que deseen penetrar en otras esferas, ya sean más elevadas o más bajas, por procedimientos permitidos o prohibidos. Los hombres, en general, están muy contentos con la vida tal como la encuentran. Por consiguiente, hay pocos santos y todavía menos pecadores (en sentido estricto), y son igualmente raros los hombres de genio, que a veces participan de ambas naturalezas. Sí, en general, es tal vez más difícil ser un gran pecador que un gran santo.
—¿Quiere usted decir que hay algo profundamente antinatural en el pecado?
—Exactamente. La santidad requiere un esfuerzo tan grande, o casi tan grande; pero se mueve dentro de unos límites que fueron naturales alguna vez; es un esfuerzo por recobrar el éxtasis previo a la Caída. Sin embargo, el pecado es un esfuerzo por alcanzar el éxtasis y la sabiduría que pertenecen únicamente a los ángeles, y al hacer este esfuerzo el hombre se convierte en un demonio. Ya le dije a usted que el simple asesino no es por eso un pecador; esto es cierto, pero el pecador es a veces asesino. Gilles de Rais es un ejemplo. Así que puede usted comprender que, aunque el bien y el mal son antinaturales para el hombre de hoy en día, para el ser civilizado y social el mal es antinatural en un sentido mucho más profundo que el bien. El santo procura recobrar un don que ha perdido; el pecador trata de obtener algo que nunca fue suyo. En resumen, repite la Caída.
—Pero ¿usted es católico? —dijo Cotgrave.
—Sí; soy miembro de la perseguida Iglesia Anglicana.
—Entonces, ¿qué me dice usted de esos textos que parecen considerar como pecado todo aquello que usted atribuiría a un simple y trivial descuido?
—Sí; pero en algún lugar se incluye la palabra «brujo» en la misma frase, ¿no? Me parece que eso nos da la clave. Considere usted: ¿puede imaginarse por un momento que fuera pecado una falsa declaración que salvase la vida a un inocente? No; muy bien, entonces no es el simple embustero el que es excluido mediante esas palabras; son, sobre todo, los «brujos», que utilizan la vida material, que utilizan las flaquezas inherentes a la vida material para obtener sus perversos fines. Y permítame decirle esto: nuestros sentidos superiores están tan embotados, estamos tan empapados de materialismo, que, probablemente, no lograríamos reconocer la verdadera maldad si tropezásemos con ella.
—Pero… ¿no experimentaríamos ante la sola presencia de un hombre malvado un cierto horror, un terror como el que usted sugirió que experimentaríamos si un rosal nos cantara?
—Lo haríamos si tuviésemos naturalidad: los niños y las mujeres sienten ese horror del que usted habla, e incluso los animales. Pero a la mayoría de nosotros, los convencionalismos, la civilización y la educación nos han dejado ciegos y sordos y han oscurecido nuestra propia razón. No; a veces podemos reconocer el mal por su aborrecimiento del bien (no se necesita ser muy penetrante para adivinar la influencia que dictó, en forma absolutamente inconsciente, la crítica a Keats en la revista Blackwood), pero esto es puramente accidental; y, por regla general, sospecho que los Jerarcas de Tófet[2] pasan completamente inadvertidos o, quizás, son tomados, en ciertos casos, por hombres buenos, pero a lo sumo equivocados.
—Hace un momento ha empleado usted la palabra «inconsciente» al referirse a los críticos de Keats. ¿Es siempre inconsciente la maldad?
—Siempre. Debe serlo. En este aspecto, como en tantos otros, es comparable a la santidad y a la genialidad; es una especie de rapto o éxtasis del alma; un esfuerzo extraordinario por sobrepasar los límites habituales. Así, al sobrepasar éstos, sobrepasa también la comprensión, esa facultad que presta atención a todo aquello que le precede. No; un hombre puede ser horrible e ilimitadamente perverso sin que nunca llegue a sospecharlo. Pero, como le digo, el mal en su verdadero sentido es raro, y creo que cada vez lo es más.
—Estoy intentando comprenderlo —dijo Cotgrave—. De lo que usted dice, deduzco que el verdadero mal difiere genéricamente de lo que solemos llamar mal, ¿no es eso?
—En efecto. Sin duda existe una analogía entre los dos; un parecido semejante al que nos autoriza legítimamente a utilizar expresiones tales como «al pie de la montaña» o «la pata de la mesa». Y, a veces, por supuesto, los dos hablan, por así decirlo, el mismo lenguaje. El rudo minero, o el indisciplinado y rudimentario «fiera», calentado por una o dos copas de más, llega a casa y pega a su irritante y poco juiciosa esposa hasta matarla. Es un asesino. Como Gilles de Rais. Pero ¿se da usted cuenta del abismo que separa a ambos? La «palabra», si me es permitido hablar así, es accidentalmente la misma en ambos casos, pero el «significado» es completamente diferente. Confundirlos constituye un caso flagrante de solecismo[3], o más bien, es como suponer que Juggernaut[4] y los Argonautas tienen algo que ver etimológicamente entre sí. Y, sin duda, existe la misma leve semejanza o analogía, entre los pecados «sociales» y los pecados auténticamente espirituales; y en algunos casos, tal vez, los menores sirvan de «lección» que remita a los mayores, pasando de la quimera a la realidad. Si realmente es usted teólogo, comprenderá la importancia de todo esto.
—Siento decirle —observó Cotgrave— que he dedicado muy poco tiempo a la teología. Efectivamente, a menudo me he preguntado por qué razones los teólogos han reclamado para su asignatura favorita el calificativo de Ciencia de las Ciencias; pues los únicos libros «teológicos» que he hojeado me han parecido siempre que trataban de tenues y obvias devociones, o bien de los reyes de Israel y Judá. Y no quiero saber nada de esos reyes.
Ambrose sonrió desdeñosamente.
—Debemos tratar de evitar una discusión teológica —dijo—. Me doy cuenta de que usted sería un adversario implacable. Pero, tal vez, las «citas de los reyes» tengan tanto que ver con la teología como las tachuelas de los zapatos del minero asesino con el mal.
—Entonces, volviendo a nuestro asunto, ¿cree usted que el pecado es algo esotérico y oculto?
—Sí. Es un prodigio infernal, de la misma manera que la santidad lo es celestial. De vez en cuando, se eleva hasta tal grado que de ningún modo logramos imaginarnos su existencia; es como las notas de los tubos de un órgano, que son tan graves que no podemos oírlas. En otros casos, puede llevarnos al manicomio, o a consecuencias todavía más extrañas. Pero nunca debe usted confundirlo con el mero delito social. Recuerde que el Apóstol, hablando del «reverso de la medalla», distingue entre acciones «caritativas» y caridad. Y lo mismo que uno puede dar todos sus bienes a los pobres, y sin embargo carecer de caridad, así, no lo olvide, puede uno evitar todos los crímenes y ser, no obstante, un pecador.
—Su psicología me resulta muy extraña —dijo Cotgrave—; pero le confieso que me agrada, y supongo que de sus premisas puede deducirse razonablemente la conclusión de que el auténtico pecador muy posiblemente puede dar la impresión a un observador imparcial de ser un personaje completamente inofensivo.
—Desde luego; porque el auténtico mal nada tiene que ver con la vida o las leyes sociales, o, si lo tiene, es sólo de forma secundaria y accidental. Es una pasión solitaria del alma, o una pasión del alma solitaria, como usted prefiera. Si, por casualidad, la percibimos y captamos su significado exacto, entonces, verdaderamente, nos llenará de horror y de terror. Pero esta emoción es muy distinta del miedo y el asco con que consideramos al criminal corriente, pues este último sentimiento está basado totalmente, o en gran parte, en la estima que sentimos por nuestro propio pellejo o bolsa. Odiamos al asesino porque odiamos ser asesinados, o que asesinen a los que queremos. Así, en el «reverso de la medalla», veneramos a los santos, pero no los queremos como a nuestros amigos. ¿Puede usted convencerse a sí mismo de que se habría «divertido» en compañía de San Pablo? ¿Cree que usted y yo nos habríamos «llevado bien» con Sir Galahad?
»—Lo mismo que con los santos, ocurre con los pecadores. Si se tropezara usted con un hombre perverso y reconociera su maldad, sin duda le llenaría de horror y de temor, pero no habría razón para que le cayera «antipático». Por el contrario, es del todo posible que si usted lograra quitarse de la cabeza la noción de pecado, encontraría en el pecador un compañero estupendo, y en poco tiempo podría razonarse a sí mismo el sentido que tiene su horror. Sin embargo, sería espantoso que las rosas y los lirios cantaran súbitamente en el próximo amanecer; que los muebles comenzaran a moverse en procesión, como en el cuento de Maupassant[5].
—Me alegra que vuelva a utilizar esa comparación —dijo Cotgrave—, porque quisiera preguntarle qué correspondencia tienen entre los humanos esas proezas imaginarias de los objetos inanimados. En una palabra: ¿qué es el pecado? Ya sé que usted me ha dado una definición abstracta, pero me gustaría un ejemplo concreto.
—Le he reconocido que era muy raro —dijo Ambrose, que parecía querer evitar una respuesta tajante—. El materialismo de la época, que tanto ha hecho por suprimir la santidad, ha hecho todavía más por suprimir el mal. Encontramos tan agradable la tierra que pisamos, que no sentimos inclinación por ascender o descender. Es como si el erudito que decidiera «especializarse» en Tófet, tuviera que limitarse a investigaciones puramente arqueológicas. Ningún paleontólogo ha podido mostrar nunca un pterodáctilo vivo.
—Sin embargo, usted se ha «especializado», y creo que sus investigaciones llegan hasta nuestra época moderna.
—Ya veo que está usted realmente interesado. Bien, confieso que he estado especulando un poco, y si usted quiere, puedo mostrarle algo relacionado con el curioso asunto que hemos estado discutiendo.
Ambrose cogió una vela y se dirigió a un rincón lejano y oscuro de la habitación. Cotgrave le vio abrir un venerable escritorio que allí había, y sacar de algún escondrijo secreto un paquete, con el que regresó a la ventana junto a la cual habían estado sentados.
Ambrose deshizo la envoltura del paquete y sacó un libro verde.
—¿Cuidará de él? —dijo—. No lo deje por ahí tirado. Es una de las piezas más selectas de mi colección y sentiría mucho perderlo.
Ambrose acarició la descolorida encuadernación.
—Conocí a la chica que lo escribió —dijo—. Cuando lo lea, verá usted cómo ilustra la conversación que hemos tenido esta noche. Hay también una continuación, pero no hablaré de eso.
—Hace algunos meses apareció un extraño artículo de una revista —comenzó de nuevo, con el aspecto de un hombre que cambia de tema—. Lo escribió un médico, el doctor Coryn creo que era su nombre. Cuenta que una dama, que estaba mirando jugar a su hijita pequeña junto a la ventana del salón, vio de pronto que la pesada guillotina cedía y caía sobre los dedos de la niña. La dama perdió el conocimiento, creo, pero, en cualquier caso, llamaron al médico y, una vez que hubo vendado los lisiados dedos de la niña, atendió a la madre. Esta gemía de dolor, y se comprobó que tres dedos de su mano, correspondientes a los que habían sido lastimados en la mano de la niña, estaban hinchados e inflamados, y más tarde, en expresión del médico, apareció en ellos una costra purulenta.
Ambrose continuó manoseando delicadamente el tomo verde.
—Bien, aquí lo tiene —dijo al fin, separándose, al parecer, con dificultad de su tesoro.
—Devuélvamelo tan pronto como lo haya leído —dijo, mientras salían al vestíbulo, y luego al jardín, embriagados por el perfume de las azucenas.
Había una extensa franja roja hacia el este cuando Cotgrave dio la vuelta y se fue, divisando desde el elevado terreno en que se hallaba el espantoso espectáculo de Londres dormido.
LA encuadernación de tafilete estaba estropeada y descolorida, pero no tenía manchas, rozaduras ni señales de uso. El libro tenía el aspecto de haber sido comprado «en una visita a Londres», hacía unos setenta u ochenta años y, por alguna razón, olvidado y obligado a permanecer fuera del alcance de la vista. De él emanaba un olor añejo, delicado, persistente, como el que, a veces, se apodera de los muebles antiguos durante un siglo o más. Las guardas, en el interior de la encuadernación, estaban extrañamente adornadas con formas coloreadas y oro desteñido. Parecía insignificante, pero como el papel era muy fino, tenía muchas hojas, densamente cubiertas de una escritura menuda, penosamente trazada.
«Encontré este libro (comenzaba el manuscrito) en un cajón del viejo escritorio que hay en el rellano de la escalera. Era un día muy lluvioso y, como no podía salir, por la tarde cogí una vela y me puse a revolver en el escritorio. Casi todos los cajones estaban llenos de ropa antigua, pero uno de los pequeños parecía vacío y allí encontré este libro, oculto en el fondo. Buscaba un libro como éste, de modo que me lo quedé para escribir en él. Está lleno de secretos. Tengo muchos otros libros de secretos, escritos por mí, ocultos en lugar seguro, y en éste voy a escribir muchos de los antiguos secretos y algunos de los nuevos; solamente hay algunos que de ninguna manera pondré por escrito. No tengo por qué anotar los verdaderos nombres de los días y los meses, que descubrí hace un año, ni tampoco cómo se hacen los tipos de letra Aklo, ni cuál es la lengua de Quíos, ni qué son los grandes y hermosos Círculos, o los Juegos Mao o los Cánticos principales. Es posible que escriba algo sobre todas estas cosas, pero no sobre la manera de hacerlas, por razones personales. Tampoco tengo por qué decir quiénes son las Ninfas, o los Dóls, o Jeelo, o qué significa voolas. Son los secretos más secretos, y me alegro al recordar su significado y la cantidad de maravillosas lenguas que conozco. Pero hay algo que yo llamo los secretos de los secretos, en los que no me atrevo a pensar a menos que esté completamente sola, y entonces cierro los ojos, me los cubro con las manos, susurro la palabra y surge el Alala. Esto únicamente lo hago de noche, en mi habitación o en ciertos bosques que yo me sé, pero no debo describirlos porque son bosques secretos. Luego están las ceremonias, todas ellas muy importantes, aunque algunas son más deliciosas que otras. Son las ceremonias blancas, las ceremonias verdes y las ceremonias escarlata. Estas últimas son las mejores, pero sólo pueden ser celebradas como es debido en un sitio concreto, aunque existe una imitación muy buena y que he llevado a cabo en otros lugares. Además, cuento con las danzas y la comedia; a veces he representado la comedia cuando los demás me miraban, pero nadie entendía nada. Era todavía muy pequeña cuando supe por vez primera de estas cosas.
»Cuando era muy chica y todavía vivía mamá, recuerdo que me acordaba de cosas todavía más antiguas, sólo que todo se me hace un lío. Pero recuerdo que cuando tenía cinco o seis años les oía hablar a mi alrededor, creyendo que no me daba cuenta. Hablaban de las extrañas cosas que habían ocurrido uno o dos años antes, y cómo la niñera había llamado a mi madre para que viniera y me oyera hablar sola, pronunciando palabras que nadie podía entender. Hablaba en la lengua Xu, pero sólo recuerdo muy pocas palabras, como me ocurre con las caras blancas que solían contemplarme cuando estaba echada en la cuna. Solían hablarme y así aprendí su lengua y hablé con ellos de cierto lugar blanco donde ellos vivían, donde los árboles y la hierba eran completamente blancos, y había blancas colinas, tan altas como la luna, y un viento frío. Después he soñado a menudo con ese lugar, pero los rostros desaparecieron cuando era muy pequeña. Pero me sucedió una cosa maravillosa cuando tenía unos cinco años. Mi niñera me llevaba en brazos; atravesamos un campo de trigo amarillo; hacía mucho calor. Luego llegamos a un sendero que atravesaba el bosque, y un hombre alto vino en nuestra busca y nos acompañó a un lugar muy oscuro y sombrío donde había una profunda charca. La niñera me depositó sobre el blanco musgo, debajo de un árbol, y dijo: “Desde aquí no podrá llegar a la charca”. Así que me dejaron allí y me senté, inmóvil, y observé, y salieron del agua y del bosque dos maravillosas criaturas blancas, y empezaron a jugar, a bailar y a cantar. Eran de un blanco cremoso, como la vieja figura de marfil del salón; una era una hermosa dama de bellos ojos oscuros, rostro severo, y largos cabellos negros, que sonreía tristemente al otro, el cual se reía e iba hacia ella. Jugaron juntos, bailaron en torno a la charca, y cantaron una canción hasta que me dormí. La niñera me despertó al volver; se parecía un poco a la dama que había visto, así que se lo conté todo y le pregunté el porqué de ese parecido. Al principio lloró y luego pareció asustarse y palideció completamente. Me depositó en la hierba, me miró fijamente, y pude ver que estaba temblando de pies a cabeza. Entonces me dijo que lo había soñado todo, pero yo sabía que no era cierto. Luego me hizo prometer no decir ni una palabra a nadie, pues, si lo hacía, sería arrojada al pozo negro. Yo no estaba en absoluto asustada, aunque la niñera sí lo estuviera, y nunca olvidé lo sucedido, porque cuando cerraba los ojos, a solas en medio del silencio, podía verlos de nuevo, muy tenues y lejanos, pero magníficamente; y me venían a la cabeza retazos de la canción que cantaban, aunque yo no era capaz de cantarla.
»Tenía trece años, casi catorce, cuando me sucedió una singular aventura, tan extraña que al día en que ocurrió se le llama siempre el Día Blanco. Mi madre había muerto hacía más de un año; por las mañanas recibía clases, pero por las tardes me dejaban salir a pasear. Aquella tarde fui por un camino distinto, y un pequeño arroyo me condujo hasta una nueva región desconocida, pero me desgarré el babero al atravesar unos matorrales y los arbustos espinosos de las colinas y los sombríos bosques llenos de plantas trepadoras. El camino era largo, muy largo. Parecía que no iba a terminar nunca, y tuve que arrastrarme por una especie de túnel, por donde debió correr un arroyo, que ahora estaba completamente seco; el suelo era rocoso y los arbustos habían crecido por encima hasta juntarse, de manera que el lugar resultaba completamente oscuro. Continué avanzando por aquel sombrío paraje; el camino era largo, muy largo. Y llegué a una colina que jamás había visto antes. Al atravesar un tenebroso matorral, lleno de ramas negras y retorcidas, me desagarré la ropa y lloré, pues me pinchaban por todas partes; luego advertí que estaba ascendiendo, y continué subiendo y subiendo un largo trecho, hasta que, finalmente, desaparecieron los matorrales y llegué, sin dejar de llorar, a un lugar donde se abría una gran explanada pelada, cubierta por todas partes de feas piedras grises y con algunos arbolitos retorcidos y atrofiados saliendo de debajo de las piedras, como si fueran serpientes. Seguí ascendiendo un largo trecho, hasta alcanzar la cumbre. Jamás había visto antes unas piedras tan grandes y tan repulsivas; algunas salían de la tierra, otras parecían como si las hubiesen llevado rodando hasta allí, y se extendían a lo lejos hasta donde alcanzaba la vista. Desde ellas contemplé el paisaje, que era muy extraño. Era invierno, y las colinas circundantes estaban cubiertas de terribles bosques ennegrecidos; era como ver un enorme salón cubierto de negros cortinajes, y los árboles parecían completamente diferentes a los que había visto antes. Estaba asustada. Luego, más allá de los bosques, había otras colinas que me rodeaban como un gran anillo, pero que jamás había divisado; parecían negras y cada una tenía un voor encima. Todo estaba tranquilo y silencioso, y el cielo cargado, gris y triste como las espantosas cúpulas voorianas del Abismo de Dendo. Continué avanzando por entre las horribles rocas. Había centenares de ellas. Algunas parecían hombres haciendo horrorosas muecas; pude ver sus rostros, dispuestos a salirse de la piedra y saltar sobre mí para cogerme y arrastrarme con ellos a las rocas, de donde nunca podría salir. Otras eran como animales, reptantes y repugnantes animales que sacaban la lengua; otras eran como palabras que no puedo pronunciar; y, finalmente, otras parecían muertos tumbados sobre la hierba. Proseguí mi camino entre ellas, aunque me asustasen, y mi mente se llenó de abominables canciones que ellas le introducían; me entraron ganas de gesticular y retorcerme como ellas hacían, pero seguí adelante un largo trecho hasta que, finalmente, me gustó su aspecto y dejaron de asustarme. Canté las canciones que podía recordar, canciones llenas de palabras que no deben ser pronunciadas ni escritas. Entonces hice muecas como los rostros de las rocas, me retorcí como ellas, me tumbé en la hierba imitando a las que parecían muertas, subí a una que estaba haciendo muecas y, pasando mis brazos en torno, la abracé. Luego seguí avanzando más y más por entre las rocas hasta llegar a un montículo redondo en medio de ellas. Era más elevado de lo normal, casi tan alto como nuestra casa, y parecía una palangana puesta boca abajo, completamente lisa, redonda y verde, con una piedra clavada en la cima, como un poste. Ascendí por sus laderas, pero eran tan empinadas que tuve que detenerme o de lo contrario posiblemente habría rodado de nuevo hacia abajo a lo largo del camino, me habría golpeado contra las piedras del fondo y, tal vez, habría muerto. Pero yo quería subir hasta la misma cima del enorme montículo redondo, así que me tumbé con la cara contra el suelo, me agarré a la hierba con las manos y me incorporé poco a poco hasta llegar a lo alto. Entonces me senté en la piedra del centro y eché un vistazo a cuanto me rodeaba. Tuve la sensación de haber recorrido un camino muy largo, como si, de pronto, me encontrara a cien millas de casa, en otro país diferente, o en alguno de los extraños lugares citados en los Cuentos del Genio y en Las mil y una noches, o como si me hubiera alejado a través de los mares durante años y hubiera encontrado otro mundo que nadie había visto ni había oído hablar de él anteriormente, o como si, de una forma u otra, hubiese surcado los cielos y hubiera caído en una de esas estrellas de las que hablan los libros, en las que todo está muerto, frío y gris, no existe el aire y el viento no sopla. Me senté en la piedra y miré hacia abajo en todas direcciones. Era como estar sentada en lo alto de una torre, en medio de una gran ciudad vacía, pues no podía ver en torno mío más que las rocas grises que cubrían todo el campo. Ya no podía distinguir sus formas, pero no dejaba de verlas a lo lejos, y al mirarlas me pareció que estaban dispuestas formando dibujos, formas y figuras. Sabía que esto no era posible, pues había visto que muchas de ellas emergían directamente de la tierra, acompañando a las grandes rocas de las profundidades; de modo que las volví a mirar, pero no vi más que círculos, pequeños círculos dentro de otros mayores, y pirámides, y cúpulas, y espirales, que parecían rodear por todas partes el lugar donde yo estaba sentada; y, cuanto más las miraba, más veía esos grandes anillos de rocas haciéndose cada vez mayores; estuve tanto tiempo mirándolas que tuve la impresión de que se movían y daban vueltas, como una inmensa rueda, y que yo también daba vueltas en el centro. La cabeza me dio vueltas y me sentí aturdida, todo comenzó a tornarse nebuloso y confuso, vi pequeños destellos de luz azulada, y las piedras parecieron saltar, bailar y retorcerse mientras giraban sin cesar. Me asusté de nuevo y grité en voz alta; luego salté de la piedra donde estaba sentada, y caí al suelo. Cuando me levanté, estaba tan contenta de que parecieran haberse quedado inmóviles, que me senté en la cima del montículo, me deslicé hacia abajo, y de nuevo proseguí mi camino. Al andar bailaba de la misma forma especial en que lo hacían las rocas cuando me dio el vértigo, y me puse tan contenta de poder hacerlo tan bien que seguí bailando y bailando, y canté sorprendentes canciones que me venían a la cabeza. Finalmente llegué al borde de aquella enorme colina llana: allí ya no había rocas y el camino atravesaba de nuevo una hondonada cubierta de maleza. Estaba en tan mal estado como el que tuve que seguir al subir, pero no me importó, de lo contenta que estaba por haber visto aquellas singulares danzas, y además ser capaz de imitarlas. Continué bajando a rastras por entre los arbustos, y una enorme ortiga me picó en la pierna, abrasándomela, pero no me importó, y aunque sentí el escozor de las ramas y las espinas, únicamente reía y cantaba. Cuando abandoné la espesura llegué a un valle cerrado, un lugar secreto semejante a un sombrío pasadizo, de tan angosto y profundo que era y tan espesos los bosques que lo circundaban. Allí, sobre una escarpada ladera poblada de árboles, los helechos se conservan verdes todo el invierno, cuando los de la colina se mueren y amarillean, y despiden un olor dulce y fuerte parecido al que rezuma de los abetos. Un arroyo descendía por el valle, tan pequeño que pude cruzarlo fácilmente. Bebí agua en mi mano y la saboreé como si se tratara de un ilustre vino dorado. Brillaba y burbujeaba al correr sobre hermosas piedras rojas y amarillas, de manera que parecía viva y con todos los colores al mismo tiempo. Volví a beber más en mi mano, pero como no me bastaba, me tumbé en el suelo, agaché la cabeza y sorbí el agua con los labios. Bebiéndola de esta forma la saboreaba mucho mejor: las olas llegaban a mi boca y me besaban, y yo me reía y volvía a beber, imaginando que la que me besaba era una ninfa, como la del viejo cuadro de mi casa, que vivía en el agua. Así que me incliné otra vez hasta rozar suavemente el agua con los labios y le susurré a la ninfa que volvería. Estaba segura de que aquella agua no era normal, y cuando me levanté y proseguí mi marcha, bailé de nuevo y ascendí al valle, bajo la mirada de las lúgubres colinas. Al alcanzar la cumbre, el suelo se elevó delante de mí, alto y escarpado como un muro, y no se veía más que ese muro verde y el cielo. Pensé en aquello de “por siempre jamás, por los siglos de los siglos. Amén”, pues realmente debía haber llegado al fin del mundo, ya que aquello parecía el final de todo, como si más allá no pudiera haber nada excepto el reino de Voor, donde va la luz cuando se apaga y corre el agua cuando el sol se la lleva. Empecé a pensar en el largo camino recorrido, en cómo había encontrado un arroyo y había seguido su curso a través de arbustos, matorrales espinosos y sombríos bosques cubiertos de espinos rastreros. Luego me había arrastrado por un túnel bajo los árboles, había trepado por entre los matorrales, había contemplado las rocas grises y me había sentado en medio de ellas cuando daban vueltas; después había seguido adelante por entre las rocas, había bajado la colina por entre matorrales urticantes y había escalado el sombrío valle por un sendero muy largo. Me preguntaba cómo regresaría a casa, si es que lograba encontrar el camino, y si es que seguía estando allí y no se había convertido, igual que todo lo demás, en rocas grises, como en Las mil y una noches. Así es que me senté en la hierba y me puse a pensar en lo que haría a continuación. Estaba cansada y los pies me dolían de tanto andar. Al mirar a mi alrededor descubrí un maravilloso pozo, justamente al pie del alto y escarpado muro de hierba. A su alrededor todo el suelo estaba cubierto de musgo brillante, verde y chorreante; había todo tipo de musgos, unos que parecían hermosos helechos en miniatura, y otros que semejaban palmeras y abetos; todos ellos tan verdes como las esmeraldas y rezumando gotas de agua cual diamantes. En medio estaba el gran pozo, profundo, resplandeciente y hermoso, tan claro que daba la impresión de que se podía tocar la arena roja del fondo, aunque estaba muy hondo. Permanecí a su lado y me miré en él como en un espejo. En el fondo, los rojos granos de arena no dejaban de agitarse, y se veía burbujear el agua, pero su superficie estaba en calma y rebosaba. Era un pozo grande, como una bañera, rodeado de musgo verde, reluciente y brillante, que le daba la apariencia de una gran alhaja transparente rodeada de joyas verdes. Tenía los pies tan doloridos y cansados que me quité las botas y las medias, y los metí en el agua, que estaba fresca y suave; cuando me levanté ya no estaba cansada y pensé que debía seguir adelante, alejándome cada vez más, hasta descubrir lo que había al otro lado del muro. Lo escalé muy despacio, siempre de lado, y cuando llegué arriba y miré por encima, me encontré con la más curiosa región que jamás viera, más extraña incluso que la colina de las rocas grises. Parecía como si allí hubiesen estado jugando con sus palas niños terrícolas, pues estaba todo lleno de colinas, hoyos y muros de tierra cubiertos de hierba. Había dos montículos, redondos, grandes y solemnes, como dos enormes colmenas, y también profundas depresiones, y un escarpado muro como los que había visto en cierta ocasión en la costa, con cañones y soldados encima. Casi me caí en una de las fosas, de tan repentinamente como surgió bajo mis pies, y bajé corriendo por una de sus pendientes hasta el fondo, donde permanecí mirando hacia arriba. Todo era extraño y misterioso. No se veía más que el cielo gris, cargado, y las laderas de la hondonada; todo lo demás había desaparecido; pensé que de noche debía de llenarse de fantasmas, sombras movedizas y pálidas criaturas, cuando la luna brillara en su fondo en plena noche y el viento gimiera en las alturas. Era tan extraña, misteriosa y solitaria como un templo vacío dedicado a anticuados dioses paganos. Me recordó algo que la niñera me había contado cuando yo era muy pequeña; la misma niñera que me llevó al bosque donde vi a la hermosa gente blanca. Recuerdo que la niñera me contó el cuento una noche invernal en que el viento golpeaba los árboles contra la tapia, y gemía lloroso por la chimenea de mi cuarto de juegos. Me contó que en alguna parte existía un pozo vacío, parecido a aquel en el que me encontraba, y que gozaba de tan mala reputación que todo el mundo tenía miedo de acercarse a él. Pero hubo una pobre chica que dijo que bajaría al pozo; todos intentaron detenerla, pero ella fue allá. Y bajó al pozo y regresó riendo y diciendo que allí no había nada en absoluto, excepto hierba verde, piedras rojas y blancas, y flores amarillas. Poco después la gente vio que llevaba unos preciosos pendientes de esmeraldas y le preguntaron cómo los había conseguido, ya que tanto ella como su madre eran verdaderamente pobres. Pero ella se rió y dijo que sus pendientes no eran de esmeraldas ni nada parecido, sino que estaban hechos de hierba verde. Luego, cierto día, vieron que llevaba en el pecho el rubí más rojo que jamás se había visto por esos contornos, tan grande como un huevo de gallina, y que brillaba y centelleaba como un ascua de carbón al rojo. Le preguntaron cómo lo había obtenido, ya que tanto ella como su madre eran verdaderamente pobres. Pero ella se rió y dijo que no era un rubí, sino solamente una piedra roja. Luego, otro día, vieron que llevaba alrededor del cuello el collar más hermoso que jamás se había visto por esos contornos, mucho más elegante que el más elegante de la reina, compuesto de relucientes diamantes, a centenares, que resplandecían como las estrellas en una noche de junio. Así que le preguntaron cómo lo había conseguido, ya que tanto ella como su madre eran verdaderamente pobres. Pero ella se rió y dijo que no eran diamantes, sino únicamente piedras blancas. Y un día fue a la Corte llevando en la cabeza una corona de monedas de oro puro, eso dijo la niñera, que brillaba como el sol y era mucho más espléndida que la que llevaba el propio rey; además, llevaba esmeraldas en las orejas, un gran rubí le servía de broche, y un magnífico collar de diamantes centelleaba en su cuello. El rey y la reina pensaron que sería alguna eminente princesa de un país lejano y descendieron de sus tronos para salir a su encuentro; pero alguien les contó de quién se trataba en realidad y que era completamente pobre. Así que el rey le preguntó por qué llevaba una corona de oro y cómo la había conseguido, ya que tanto ella como su madre eran verdaderamente pobres. Y ella se rió y dijo que no era una corona de oro, sino solamente unas flores amarillas que se había puesto en el pelo. El rey pensó que aquello era muy extraño y le dijo que debería permanecer en la Corte y ya verían que pasaba después. La joven era tan encantadora que todos decían que sus ojos eran más verdes que las esmeraldas, sus labios más rojos que el rubí, su piel más blanca que los diamantes, y su pelo más resplandeciente que el oro. De forma que el hijo del rey dijo que quería casarse con ella, y el rey le respondió que podía hacerlo. El obispo los casó y hubo una gran cena; después, el hijo del rey fue a la alcoba de su esposa. Pero justo cuando iba a abrir la puerta, vio frente a ésta a un hombre alto, vestido de negro, con una cara espantosa, y una voz dijo:
“No arriesgues tu vida preciosa,
pues ésta es mi propia esposa”.
»Entonces el hijo del rey cayó al suelo fulminado. Acudió mucha gente que intentó entrar en la alcoba sin conseguirlo, y golpeó la puerta con hachas; pero la madera se había endurecido como el hierro y, finalmente, huyeron todos, de tan asustados que estaban por los gritos, risas, chillidos y llantos que salían de la alcoba. Al día siguiente consiguieron entrar, descubriendo que no había en ella más que un espeso humo negruzco, ya que el hombre de negro se había llevado a la joven. Encontraron sobre la cama dos lazos de hierba marchita, una piedra roja, y algunas piedras blancas y flores amarillas ajadas. Me acordé de este cuento de mi niñera mientras permanecí en el fondo del profundo hoyo; todo allí era tan extraño y exclusivo que sentí miedo. No pude divisar ninguna de las piedras ni de las flores, pero temí llevármelas sin saberlo, y se me ocurrió hacer un hechizo que me vino a la memoria para mantener alejado al hombre de negro. Así que permanecí de pie en el mismo centro de la hoya, me aseguré de que no llevaba encima ni piedras ni flores, y luego di varias vueltas al lugar, toqué mis ojos, mis labios y mi pelo de una manera especial, y susurré algunas extrañas palabras que me había enseñado la niñera para alejar las cosas malignas. Entonces me sentí a salvo, salí trepando de la hoya y proseguí a través de todos aquellos montículos, depresiones y barreras, hasta llegar al final, que estaba más elevado que el resto, desde donde pude ver que las diferentes formas dibujadas sobre la tierra estaban dispuestas siguiendo una pauta, algo así como las rocas grises, sólo que con distinta pauta. Se estaba haciendo tarde y empezaba a oscurecer, pero desde donde yo me encontraba parecían dos enormes figuras humanas tumbadas en la hierba. Seguí adelante y, finalmente, encontré cierto bosque, demasiado secreto para describirlo, pues nadie sabe cómo atravesarlo, descubrimiento que yo hice de manera muy curiosa, viendo entrar a un animalito. De modo que seguí al animal por un sendero muy estrecho y oscuro, bajo espinos y arbustos, y ya casi había anochecido cuando llegué a una especie de claro en el centro. Allí vi la cosa más maravillosa que jamás había visto en mi vida, aunque sólo un momento, pues huí inmediatamente, salí a gatas del bosque por el sendero por el que había venido, y corrí más deprisa que nunca, porque estaba asustada de tan maravilloso, extraño y hermoso que era lo que acababa de ver. Pero quería regresar a casa y pensar en ello, pues no sabía lo que podía sucederme si me quedaba en el bosque. Mientras corría por la espesura, ardía y temblaba, mi corazón latía aceleradamente, y no podía evitar el dejar escapar extraños gritos. Me alegré de que una enorme luna blanca apareciese sobre una colina y me mostrara el camino, de modo que volví a pasar por los montículos y hoyas, descendí al angosto valle, ascendí a través de los matorrales al lugar de las rocas grises y, finalmente, llegué a casa. Mi padre estaba ocupado en su despacho y los criados no le habían contado que yo no había vuelto a casa, aunque estaban asustados, y se preguntaban qué debían hacer; de modo que les dije que me había perdido, pero no les dejé que descubrieran el verdadero camino que había seguido. Me fui a la cama y permanecí despierta toda la noche, pensando en lo que había visto. Cuando abandoné el estrecho sendero y todo resplandecía pese a haber oscurecido, me pareció todo tan auténtico que durante el camino de vuelta a casa estuve segura de haberlo visto. Ahora deseaba quedarme a solas en mi habitación para alegrarme por cuanto había presenciado y, cerrando los ojos, fingir que me encontraba allí y que hacía todas las cosas que habría hecho de no haberme asustado tanto. Pero cuando cerré los ojos no me vino la visión, y comencé otra vez a pensar en mi aventura, y recordé lo oscura y misteriosa que resultó al final, y temí que todo fuera un engaño, pues parecía imposible que hubiera sucedido todo aquello. Parecía uno de los cuentos de la niñera, en los que realmente no creía, aunque en verdad me había asustado en el fondo de la hoya; las historias que ella me contaba cuando yo era pequeña me volvieron a la mente, y me pregunté si sería cierto lo que creía haber visto, o si alguno de los cuentos habría sucedido hace mucho tiempo. Todo era muy extraño; permanecí despierta en mi habitación de la parte trasera de la casa, y la luna brillaba en el lado opuesto, hacia el río, de modo que su resplandeciente luz no se reflejaba en el muro. La casa estaba en completo silencio. Había oído a mi padre subir las escaleras, y poco después el reloj dio las doce y la casa se quedó silenciosa y vacía, como si nadie viviera en ella. Aunque todo estaba oscuro y confuso en mi habitación, un pálido resplandor brillaba a través de la blanca persiana, y en cuanto me levanté y miré hacia afuera, vi la gran sombra negra de la casa cubriendo el jardín, como si fuera una cárcel de condenados a muerte, y más allá todo estaba blanco, y el bosque resplandecía de blancura con negros abismos entre los árboles. Era una noche clara y tranquila, sin nubes en el cielo. Deseaba pensar en lo que había visto, pero no podía, y empecé a recordar todos los cuentos que la niñera me había contado hace mucho tiempo y creía haber olvidado. Los recordé todos y los mezclé con los matorrales y las rocas grises y las hoyas en la tierra y el bosque secreto, hasta que apenas supe lo que era verdad y lo que era cuento, y pensé si todo no sería un sueño. Entonces me acordé de aquella calurosa tarde de verano, hace tanto tiempo, en que la niñera me dejó sola a la sombra y la gente blanca salió del agua y del bosque, y jugó, bailó y cantó, y tuve la impresión de que la niñera me había contado algo parecido antes de que lo viera, sólo que no podía recordar exactamente de qué se trataba. Entonces me pregunté si no sería ella la dama blanca, pues recordé que era igual de blanca y de bella, y tenía idénticos ojos oscuros y pelo negro; y a veces, al contarme alguno de sus cuentos, que empezaban por “Erase una vez…” o “En tiempo de las hadas…”, sonreía y me miraba como solía hacerlo la dama. Pero pensé que no podía ser ella, pues parecía haber tomado un camino diferente en el bosque, y no creía que el hombre que vino siguiéndonos fuese el otro, porque entonces no podría haber visto aquel maravilloso secreto del bosque secreto. Pensé en la luna: pero no vi aparecer su enorme disco blanco por encima de una colina hasta después, cuando me encontraba en medio del territorio salvaje donde la tierra formaba grandes figuras y todo eran barreras, misteriosas hoyas y suaves montículos redondeados. Pensé en todas estas cosas hasta que, finalmente, me asusté, pues temía que me pasara algo, y recordé el cuento de la pobre chica que se metió en una hoya y al final el hombre negro se la llevó. Sabía que yo también había bajado al fondo de una hoya, quién sabe si a la misma, y había hecho algo espantoso. Así que volví a hacer el hechizo, me toqué los ojos, los labios y los cabellos de una forma especial, y pronuncié las viejas palabras en el idioma de las hadas, para poder estar segura de que nadie me llevaría. Intenté ver de nuevo el bosque secreto, reptar por el pasadizo y ver lo que había visto la otra vez, pero, por alguna razón, no pude y seguí pensando en los cuentos de la niñera. Me acordé de uno acerca de un joven que fue una vez a cazar: él y sus perros estuvieron todo el día cazando por todas partes, cruzaron ríos, penetraron en bosques, rodearon marismas, pero no encontraron nada y así continuaron hasta que el sol desapareció por detrás de una montaña. El joven estaba irritado porque no había podido encontrar nada, y ya iba a retornar cuando, en el preciso momento en que el sol incidía sobre la montaña, vio salir de la maleza frente a él a un magnífico venado blanco. Azuzó a sus perros, pero éstos empezaron a gimotear y no quisieron perseguirlo; azuzó a su caballo, pero éste se estremeció y permaneció completamente inmóvil; el joven saltó del caballo, abandonó a los perros y comenzó a perseguir solo al venado blanco. Pronto se hizo de noche; el cielo estaba negro, sin que brillase en él ni una sola estrella, y el venado desapareció en la oscuridad. Y aunque el hombre llevaba consigo su escopeta, no disparó, contra el venado, pues quería capturarlo con vida, y temió perderse en la noche.
Pero jamás perdió su rastro, pese a lo negro que estaba el cielo y lo oscuro de la noche, y el venado siguió su camino hasta que el joven ya no supo dónde estaba. Atravesaron bosques inmensos donde el aire estaba repleto de susurros y un pálido y mortecino resplandor brotaba de los troncos podridos que yacían en el suelo, y justamente cuando el hombre creyó haber perdido al venado, lo vio frente a él todo blanco y resplandeciente; corrió velozmente tras él, pero el venado fue más rápido, de modo que no pudo atraparlo. Atravesaron bosques inmensos, cruzaron ríos a nado, vadearon negros pantanos en los que el suelo burbujeaba y el aire estaba lleno de fuegos fatuos; el venado, en su huida, bajó a angostos valles rocosos donde el aire olía a panteón, y el hombre siguió tras él. Escalaron grandes montañas y el hombre escuchó al viento bajar del cielo, y el venado siguió huyendo y el hombre siguió tras él. Finalmente salió el sol y el joven descubrió que se encontraba en un país que jamás había visto antes; era un hermoso valle atravesado por una corriente transparente, con una gran colina redonda en el centro. El venado descendió al valle, en dirección a la colina, y parecía hallarse cansado, pues iba cada vez más despacio, y el hombre, aunque también estaba muy cansado, empezó a correr más deprisa, seguro de que, finalmente, capturaría al venado. Pero justamente al llegar al pie de la colina, cuando el hombre alargaba la mano para atrapar al venado, éste desapareció bajo tierra; y el hombre empezó a llorar porque sentía haberlo perdido después de una cacería tan larga. Pero mientras lloraba descubrió una entrada en la colina, justo frente a él, la franqueó y se encontró completamente a oscuras, pero siguió adelante, pues pensaba dar con el venado blanco. De pronto se hizo la luz y pudo verse el cielo, el sol resplandeciente, pájaros cantando en los árboles y una hermosa fuente. Junto a ella estaba sentada una adorable dama, la reina de las hadas, que le dijo al hombre que se había transformado en venado para llevarle hasta allí, debido a lo mucho que le amaba. Luego sacó una gran copa de oro cubierta de joyas, procedente de su palacio mágico, y le ofreció en ella vino para que bebiese. Bebió él, y cuanto más bebía más ansias tenía de beber, pues el vino estaba encantado. De modo que besó a la encantadora dama y la hizo su esposa, y permaneció todo el día y toda la noche en la colina donde ella vivía. Cuando despertó se encontró tumbado en el suelo, cerca del lugar en donde había visto por vez primera al venado; allí estaba su caballo y sus perros, esperándole, y al levantar la vista vio que el sol estaba poniéndose detrás de la montaña. Regresó a su casa y vivió muchos años, pero jamás volvió a besar a ninguna otra dama porque había besado a la reina de las hadas, y nunca más volvió a beber vino corriente, ya que había probado el vino encantado. A veces la niñera me contaba cuentos que había oído a su bisabuela, que era muy anciana y vivía sola en una casa de campo en la montaña; la mayoría de ellos trataban de una colina, donde, hace mucho tiempo, la gente solía reunirse de noche para jugar a toda clase de juegos y hacer cosas raras que la niñera me contó, pero que yo no pude entender. Según ella, ahora, a excepción de su bisabuela, todos habían olvidado aquello, y nadie sabía dónde estaba la colina, ni siquiera su bisabuela. Sin embargo, me contó una extraña historia relacionada con esa colina, y me estremecí al recordarla. Me dijo que la gente iba siempre allí en verano, cuando hacía mucho calor, y tenían que bailar mucho. Al principio todo estaba a oscuras y había allí árboles que ensombrecían mucho más el lugar; la gente venía, uno tras otro, de todas direcciones, por un sendero secreto que nadie más conocía; dos de ellos se quedaban a vigilar la puerta, y todos los que subían hasta allí tenían que hacerles una señal muy extraña, que la niñera me enseñó lo mejor que pudo, aunque dijo que no podía enseñármela como es debido. Acudía toda clase de gente: personas bien nacidas y aldeanos, algunos ancianos, chicos y chicas, y bastantes niños pequeños, que se sentaban y observaban. Todo estaba a oscuras cuando llegaban, excepto un rincón donde alguien quemaba algo que olía fuerte y fragante y les hacía reír, mientras se veía el resplandor de los carbones y el humo rojo elevándose. Entraban todos, y cuando lo había hecho el último la puerta desaparecía, de modo que nadie más podía entrar, aunque supiese que al otro lado había algo. En cierta ocasión, un caballero extranjero, que llevaba cabalgando un buen trecho, se extravió de noche y su caballo le condujo al mismo centro de esta región salvaje, donde todo estaba patas arriba, y por todas partes había espantosos pantanos y grandes piedras, agujeros en el suelo, y los árboles parecían horcas, pues tenían largos brazos negros que se extendían a través del camino. Este extraño caballero estaba muy asustado y su caballo comenzó a temblar, hasta que, finalmente, se detuvo y no hubo forma de hacerle seguir, por lo que el caballero descabalgó e intentó llevarlo de las riendas, mas no consiguió moverlo, estando todo él cubierto de un sudor cadavérico. Así que el caballero continuó solo, internándose cada vez más en la región salvaje, hasta que al fin llegó a un lugar oscuro, donde oyó gritos, cánticos y llantos, como jamás había oído anteriormente. Todo sonaba muy cerca de él, pero no podía ver nada, así que se puso a dar voces y, mientras lo hacía, algo apareció a sus espaldas y, en un momento, quedó inmovilizado de pies, manos y boca y se desvaneció. Cuando volvió en sí estaba tumbado al borde del camino, exactamente donde se había perdido el caballo la primera vez, bajo un roble seco de tronco ennegrecido, y su montura estaba atada a su lado. De modo que cabalgó hasta la ciudad y allí contó a la gente lo que le había sucedido; algunos se asombraron, pero otros sabían de lo que se trataba. Una vez que todos habían entrado, la puerta desaparecía para que nadie más pudiera pasar por ella. Y cuando estaban todos dentro, reunidos en círculo, tocándose unos a otros, alguien comenzaba a cantar en la oscuridad, y otro hacía un ruido parecido al trueno con un objeto que tenían a propósito. En las noches de calma, la gente oía aquel estruendoso ruido mucho más lejos de la región salvaje, y algunos, que creían saber lo que pasaba, solían hacerse una señal en el pecho cuando despertaban en sus lechos en plena noche y oían aquel terrible ruido grave, parecido al trueno en las montañas. El ruido y los cánticos continuaban un buen rato, y la gente, agrupada en círculo, se balanceaba de un lado para otro; la canción estaba en una antigua lengua que nadie conoce ahora, y la tonada era extraña. La niñera decía que su bisabuela había conocido, siendo todavía muy niña, a un hombre que se acordaba un poco de la canción; luego trató de contarme algo de ella, y la tonada era tan rara que me quedé completamente helada y se me puso la carne de gallina, como si hubiese tocado algo muerto. Unas veces era un hombre quien la cantaba, y otras una mujer; y, de vez en cuando, el que la cantaba lo hacía tan bien que dos o tres personas allí presentes caían al suelo gritando y mesándose los cabellos con las manos. El cántico proseguía y la gente del corro seguía balanceándose de un lado para otro durante un buen rato, y, por fin, la luna se elevaba por encima de un lugar que llamaban Tole Deol, ascendía y los iluminaba dando vueltas y balanceándose de un lado a otro, rodeados de un espeso humo dulzón procedente de los carbones encendidos, que flotaba en círculos alrededor de ellos. Entonces cenaban. Un chico y una chica les servían la cena; el chico portaba una gran copa de vino, y la chica una barra de pan, e iban pasándose de uno a otro el pan y el vino, que sabían muy distintos del pan y el vino corrientes y transformaban a cuantos los probaban. Luego se levantaban todos y bailaban, y sacaban objetos secretos de sus escondites, y jugaban a juegos extraordinarios, y bailaban en círculo a la luz de la luna, y, a veces, había gente que desaparecía de repente y nunca más se tenían noticias de ellos ni nadie sabía lo que les había sucedido. Y bebían más de aquel curioso vino, y fabricaban imágenes y las adoraban; y un día que salimos a pasear, al pasar por un lugar donde había un montón de arcilla húmeda, me enseñó cómo se fabricaban estas imágenes. De modo que me preguntó si me gustaría saber qué eran aquellas cosas que hacían en la colina, y le dije que sí. Entonces me pidió que le prometiera no decir ni una sola palabra a ningún ser viviente, pues si lo hacía sería arrojada al pozo negro con los muertos. Le contesté que no se lo contaría a nadie, pero ella siguió diciéndome lo mismo una y otra vez, hasta que se lo prometí. Así es que cogió mi pala de madera, extrajo una buena pella de arcilla, la puso en mi cubo de hojalata, y me advirtió que, si nos encontrábamos con alguien, dijera que pensaba hacer pasteles al regresar a casa. Luego proseguimos el camino hasta llegar a un matorral que crecía junto a la carretera. La niñera se detuvo, miró la carretera de arriba a abajo, atisbo luego, a través del soto, el campo que se extendía al lado opuesto, y exclamó: “¡Rápido!”. Entonces corrimos hacia el matorral, nos arrastramos a su interior, y salimos igualmente a rastras entre unos arbustos, hasta distanciarnos un buen trecho de la carretera. Después nos sentamos bajo un arbusto; ardía en deseos de saber lo que la niñera iba a hacer con la arcilla, pero, antes de empezar, me hizo prometer otra vez que no diría ni una palabra, y volvió a atisbar entre los arbustos, aunque el camino era tan estrecho y profundo que difícilmente podría haber llegado alguien hasta allí. De modo que nos sentamos y la niñera sacó la arcilla del cubo y comenzó a amasarla con las manos y a hacer cosas raras con ella, y a darle vueltas. Luego la ocultó un momento bajo una hoja de romaza, a continuación la volvió a sacar, y después se levantó, se sentó, dio vueltas en torno de una manera especial, y todo el tiempo estuvo cantando en voz baja una especie de rima, mientras su rostro enrojecía considerablemente. Luego se sentó de nuevo, tomó la arcilla en sus manos y comenzó a darle la forma de un muñeco, pero no como los que tengo en casa; así que hizo con la arcilla húmeda el muñeco más raro que he visto en mi vida, y lo escondió debajo de un arbusto para que se secara y endureciese, y mientras estuvo haciendo esto no dejaba de cantar para sus adentros aquellas rimas, y su rostro enrojecía cada vez más. De modo que dejamos allí el muñeco, oculto entre los arbustos, donde nadie lo pudiera encontrar. Y unos días después volvimos al mismo lugar y, al llegar a esa parte angosta y oscura de la senda donde la maleza descendía hasta la loma, la niñera me hizo prometer todo de nuevo, miró en torno como hizo la otra vez, y nos arrastramos por entre los arbustos hasta llegar al matorral donde estaba escondido el hombrecillo de arcilla. Lo recuerdo todo muy bien, aunque no tenía más de ocho años, y desde hace otros ocho estoy poniéndolo todo por escrito; el cielo era de color azul violáceo oscuro, y, en medio del matorral en donde estábamos sentadas, había un enorme y viejo árbol cubierto de flores, y, al otro lado, un macizo de ulmarias; cuando pienso en aquel día, el perfume de las ulmarias y de las flores del árbol parece llenar mi habitación, y si cierro los ojos puedo ver el resplandeciente cielo surcado de nubecitas muy blancas, y a la niñera, que hace mucho tiempo se marchó de casa, sentada frente a mí, con su gran parecido a la hermosa dama blanca del bosque. De modo que nos sentamos, y la niñera sacó el muñeco de arcilla del lugar secreto donde lo había escondido, y dijo que teníamos que “presentarle nuestros respetos” y que ella me mostraría lo que tenía que hacer, para lo cual debía observarla constantemente. Así que hizo toda clase de cosas raras con el hombrecillo de arcilla, y advertí que estaba bañada en sudor pese a haber caminado muy despacio; entonces me dijo que “presentase mis respetos”, y yo hice todo lo que le vi hacer a ella, porque la quería y se trataba de un juego poco corriente. Me dijo que si alguien amaba bastante, el hombre de arcilla servía de mucho, con tal de hacer ciertas cosas con él; y si alguien odiaba mucho, aquél era igualmente útil, sólo que había que hacer cosas distintas. Jugamos con él mucho rato e imaginamos toda suerte de cosas. La niñera me dijo que su bisabuela le había contado todo lo referente a esas figuras, y que no existía mal alguno en lo que habíamos hecho, solamente era un juego. Sin embargo, me contó una historia acerca de estas figuras, que me asustó mucho, la cual recordé aquella noche en que estuve tumbada despierta en mi dormitorio, en medio de la oscuridad, pensando en lo que había visto en el bosque secreto. Según la niñera, hubo una vez una joven dama de elevada alcurnia que vivía en un gran castillo. Era tan bella que todos los caballeros querían casarse con ella, ya que se trataba de la más adorable criatura jamás vista, y era muy amable con todo el mundo, por lo que todos pensaban que era muy buena. Pero, aunque fue muy cortés con los caballeros que deseaban casarse con ella, los rechazó a todos y dijo que no podía decidirse, y que ni siquiera estaba segura de querer casarse. Su padre, que era un importante lord, se enfadó, a pesar de estar tan encariñado con ella, y le preguntó por qué no elegía a alguno de los guapos solteros jóvenes que frecuentaban el castillo. Pero ella únicamente respondió que no amaba a ninguno de ellos y que debía esperar; y añadió que si insistían se iría y se metería monja en algún convento. De modo que todos los caballeros dijeron que se marcharían y esperarían un año y un día, y pasado este tiempo regresarían de nuevo y le preguntarían con cuál de ellos se casaría. Así que se fijó la fecha de partida y todos los caballeros se fueron, luego que la dama les prometiera que, al cabo de un año y un día, celebraría sus bodas con uno de ellos. Pero la verdad es que ella era la reina del pueblo que bailaba en la colina las noches de verano y, en las noches apropiadas, cerraba la puerta de su habitación, salía furtivamente del castillo en compañía de su doncella por un pasadizo secreto que sólo ellas conocían, y se iban a la colina de la región salvaje. Sabía más de estas cosas secretas que cualquiera, y más de lo que nadie ha sabido antes o después, ya que no contó a nadie sus más reservados secretos. Sabía hacer las cosas más atroces: destrozar a los jóvenes, maldecir a la gente, y otras cosas que nunca pude entender. Su verdadero nombre era Lady Avelin, pero la gente danzarina la llamaba Cassap, que en la antigua lengua significa alguien muy sabio. Era más blanca que cualquiera de ellos, y más alta, y sus ojos brillaban en la oscuridad cual ardientes rubíes; sabía cantar canciones que el resto desconocía, y cuando lo hacía, caían todos de bruces y la adoraban. También sabía hacer lo que ellos llamaban shib-show, que era un hechizo estupendo. Le decía a su padre, el gran señor, que quería ir a los bosques a coger flores, él la dejaba ir, y se iba con su doncella a los bosques donde nadie acudía, y la doncella se quedaba a vigilar. Entonces, la dama se tumbaba bajo los árboles, empezaba a cantar una determinada canción, extendía los brazos, y, de todas partes del bosque, llegaban enormes serpientes, silbando y deslizándose por entre los árboles, y sacando sus lenguas bífidas mientras reptaban en dirección a la dama. Llegaban hasta ella y se enroscaban alrededor de su cuerpo, de sus brazos y de su cuello, hasta cubrirla de serpientes enroscadas de mañera que sólo se le viera la cabeza. Ella les susurraba y les cantaba, y las serpientes se enroscaban a su alrededor cada vez más deprisa, hasta que les decía que se fueran. Inmediatamente se iban todas de vuelta a sus agujeros, y sobre el pecho de la dama quedaba una piedra de lo más curioso y bello, en forma de huevo, de color azul oscuro y amarillo, rojo y verde, con marcas como escamas de serpiente. Se la consideraba una piedra mágica, y con ella podía hacerse toda clase de prodigios; la niñera decía que su bisabuela había visto con sus propios ojos una piedra mágica y, en efecto, era brillante y escamosa como una serpiente. La dama sabía hacer también otras muchas cosas, pero estaba firmemente determinada a no casarse. Había varios caballeros que querían casarse con ella, pero, sobre todo, cinco cuyos nombres eran Sir Simon, Sir John, Sir Oliver, Sir Richard y Sir Rowland. Los demás creían que la dama decía la verdad y que elegiría a uno de ellos por marido al cabo de un año y un día; solamente Sir Simon, que era muy astuto, pensaba que les estaba engañando y juró estar alerta y tratar de descubrir algo. Pese a ser muy sensato, era todavía muy joven y tenía un rostro lampiño y suave como una chica; fingió, como los demás, que no volvería al castillo en un año y un día, y anunció que se marchaba a países extranjeros allende los mares. Pero, en realidad, sólo se alejó un poco y regresó disfrazado de criada, consiguiendo un empleo en el castillo como fregaplatos. Esperó, observó, escuchó y calló; se ocultaba en lugares oscuros, y por la noche se mantenía en vela y espiaba, y oyó y vio cosas que le parecieron muy extrañas. Era tan astuto que le contó a la chica que servía a la dama que, en realidad, era un hombre y que se había vestido de mujer porque la amaba tanto que quería estar en la misma casa que ella; la chica se alegró tanto que le contó muchas cosas, y cada vez estaba más seguro de que Lady Avelin les estaba engañando a él y a los demás. Y era tan listo, y contó tantas mentiras a la criada, que una noche se las arregló para esconderse en la habitación de Lady Avelin, detrás de las cortinas. Permaneció completamente callado e inmóvil, y, finalmente, llegó la dama. Se inclinó bajo la cama y levantó una piedra; debajo había un hoyo, del que sacó una figura de cera igual a la de arcilla que la niñera y yo habíamos hecho en la maleza. Sus ojos ardieron todo el tiempo como rubíes. Cogió en brazos al muñeco de cera y lo oprimió contra su pecho, y le murmuró y le susurró cosas, y lo levantó y lo puso de nuevo en el suelo, y lo sostuvo en alto y lo bajó, y lo puso otra vez en el suelo. Y dijo: “Bienaventurado sea el que engendró al obispo, que ordenó al clérigo, que casó al hombre, que poseyó a la mujer, que moldeó la colmena, que albergó a la abeja, que recogió la cera de la que está hecho mi único amor verdadero”. Luego sacó un gran cuenco dorado de una alacena, y una gran jarra de vino de un armario, y vertió un poco de vino en el cuenco; después metió poco a poco el maniquí en el vino y lo lavó todo él. Luego se dirigió a un aparador, cogió un pequeño pastel redondo, se lo puso en la boca a la figura, y después cargó con ella suavemente y la tapó. Sir Simon, que había estado espiando todo el tiempo, pese a hallarse terriblemente asustado, vio inclinarse a la dama y extender los brazos, susurrar y cantar; entonces, el caballero descubrió junto a ella a un apuesto joven que la besaba en los labios. Y juntos bebieron vino del cuenco dorado, y juntos se comieron el pastel. Pero cuando salió el sol, únicamente quedaba el diminuto muñeco de cera, que la dama escondió otra vez en el hueco de debajo de la cama. De modo que Sir Simon se enteró perfectamente de quién era la dama, y esperó y vigiló hasta que el plazo que ella fijó casi hubiera finalizado, y sólo faltara una semana para cumplirse el año y un día. Una noche que estaba espiando, oculto tras las cortinas de la habitación de la dama, la vio haciendo más muñecos de cera. Hizo cinco y los escondió. La noche siguiente cogió uno, lo levantó, llenó de agua el cuenco dorado, tomó al muñeco por el cuello, y lo metió bajo el agua. Entonces dijo:
“Sir Dickon, Sir Dickon, tu día ha llegado,
en oscuras aguas morirás ahogado”.
»Al día siguiente llegaron noticias al castillo de que Sir Richard se había ahogado en un vado. Y esa noche la dama cogió otro muñeco, le ató un cordón violeta alrededor del cuello, y lo colgó de un clavo. Entonces dijo:
“Sir Rowland, de tu vida el plazo ha terminado,
de lo alto de un árbol te veo colgado”.
»Y al día siguiente llegaron noticias al castillo de que a Sir Rowland le habían ahorcado en el bosque unos salteadores. Y esa noche la dama cogió otro muñeco y le clavó un alfiler en el corazón. Entonces dijo:
“Sir Noli, Sir Noli, cesa así tu vida,
traspasado el corazón por honda herida”.
»Y al día siguiente llegaron noticias al castillo de que Sir Oliver se había peleado en una taberna y un desconocido le había apuñalado en el corazón. Y esa noche la dama cogió otro muñeco y lo puso al fuego de carbón hasta que se derritió. Entonces dijo:
“Sir John, al polvo regresarás,
en febril fuego te consumirás”.
»Y al día siguiente llegaron noticias al castillo de que Sir John había muerto abrasado por la fiebre. Entonces Sir Simon abandonó el castillo, montó en su caballo, se fue a ver al obispo, y le contó todo. El obispo envió a sus hombres, los cuales prendieron a Lady Avelin, descubriendo todo cuanto había hecho. De modo que un día después de cumplirse el año y un día, fecha en que debía casarse, la llevaron por toda la ciudad en su bata, la ataron a una gran estaca en la plaza del mercado, y la quemaron viva delante del obispo, con la figura de cera colgándole del cuello. La gente dijo que el hombrecillo de cera chilló al ser consumido por las llamas. Una y otra vez pensé en esta historia mientras yacía despierta en la cama, y me pareció estar viendo a Lady Avelin en la plaza del mercado, su hermoso cuerpo blanco devorado por las amarillentas llamas. Y tantas vueltas le di que me pareció estar metida yo misma en la historia, y me imaginé ser la dama, y que vendrían a prenderme para ser quemada en la hoguera a la vista de toda la ciudad. Y me pregunté si a ella le hubiera preocupado eso, después de tantas cosas extrañas como había hecho, o si le habría dolido mucho que la quemaran en la hoguera. Una y otra vez intenté olvidar las historias de la niñera, y recordar el secreto que presencié aquella tarde, y lo que había en el bosque secreto; pero no lograba ver más que la oscuridad y un breve destello, que pronto desaparecía, y a continuación únicamente me veía a mí misma corriendo, hasta que una luna muy blanca surgía por encima de la sombría colina. Entonces de nuevo me volvieron a la memoria los viejos cuentos y las extrañas rimas que la niñera solía cantarme. Había una que empezaba “Hasly cumsy, Helen musty”, que ella solía cantarme dulcemente cuando quería que me durmiese. Y me puse a cantarla para mis adentros hasta quedarme dormida.
»A la mañana siguiente estaba muy cansada y somnolienta, apenas pude estudiar mis lecciones, y me alegré mucho cuando terminé y me puse a almorzar, pues quería salir y estar sola. Era un día caluroso y fui a una linda colina cubierta de césped, junto al río, y me senté encima del viejo chal de mi madre, que me había llevado a propósito. El cielo estaba gris, como el día anterior, pero había una especie de resplandor blanco, y desde donde yo estaba sentada, podía contemplar allá abajo todo el pueblo, tan inmóvil, silencioso y blanco como un cuadro. Recordé que fue en esa colina donde la niñera me enseñó a jugar un antiguo juego llamado “Ciudad de Troya”, en el que una tenía que bailar, enroscarse y retorcerse sobre un dibujo trazado en la hierba, y luego, cuando ya había bailado y dado suficientes vueltas, la otra persona te hacía preguntas que no podías evitar el contestar, quisieras o no, y tenías la impresión de que debías hacer cualquier cosa que ella te ordenara. La niñera decía que solía haber muchos juegos como ése, y que algunas personas los conocían. Había uno mediante el cual podías convertir a la gente en lo que quisieras, y un anciano que su bisabuela había conocido sabía de una chica que se había convertido en una voluminosa serpiente. Existía otro juego muy antiguo consistente en bailar, retorcerse y dar vueltas, mediante el cual podías sacar a una persona de su propio ser y retenerla en tu poder todo el tiempo que quisieras, mientras su cuerpo seguía paseándose completamente vacío y sin sentido alguno. Pero yo fui a aquella colina porque quería meditar sobre lo que había ocurrido el día anterior y sobre el secreto del bosque. Desde el lugar donde estaba sentada podía ver, al otro lado del pueblo, el claro que encontré, por donde un pequeño arroyo me condujo hasta un país desconocido. Imaginé que, de nuevo, seguía el curso del arroyo, y repasé todo el camino mentalmente; por último llegué al bosque, me arrastré entre los arbustos, y entonces vi algo en la oscuridad que me hizo sentirme como si estuviera llena de fuego, como si deseara bailar, cantar y volar, pues me notaba cambiada y estupenda. Pero lo que vi no había cambiado nada, ni había envejecido, y me pregunté una y otra vez cómo podían suceder semejantes cosas, y si serían realmente ciertas las historias de la niñera, porque a la luz del día y al aire libre todo parecía completamente diferente que por la noche, cuando me asusté y creí que iban a quemarme viva. Una vez le conté a mi padre uno de esos cuentos, que trataba de un fantasma, y le pregunté si era cierto; él lo negó rotundamente diciendo que solamente la gente vulgar e ignorante creía en semejantes disparates. Se enfadó mucho con la niñera por haberme contado el cuento, y la regañó; después de eso, ella me hizo prometer que nunca más susurraría ni una sola palabra de lo que me contara, pues si lo hacía sería mordida por la gran serpiente negra que vivía en la charca del bosque. Completamente a solas en la colina, me pregunté qué habría de verdad en todo aquello. Había visto algo muy asombroso y muy hermoso, sabía un cuento, y si realmente había visto eso y no lo había inventado a partir de las tinieblas, las ramas negras y el brillante resplandor que iba subiendo hasta el cielo por detrás de la gran colina redonda, si de verdad lo había visto, entonces había todo tipo de cosas maravillosas, encantadoras y terribles en que pensar, de modo que suspiré y temblé, y ardía pese a estar helada. Bajé la mirada hacia el pueblo, tan inmóvil y silencioso como un inofensivo cuadro, y pensé una y otra vez si no sería todo cierto. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera decidir algo; el corazón me palpitaba de una forma tan extraña que parecía susurrarme todo el tiempo que todavía no me había sacado aquello de la cabeza; y, no obstante, parecía completamente imposible, y sabía que mi padre y todos los demás dirían que era un terrible disparate. Jamás pensé decirle a él o a cualquier otro ni una palabra del asunto, porque sabía que de nada serviría y únicamente me acarrearía burlas y reprimendas; así que durante un tiempo fui muy discreta, sin dejar por ello de pensar y de maravillarme; y de noche solía soñar cosas asombrosas, y a veces me despertaba de madrugada gritando con los brazos extendidos. También me asustaba porque, de ser cierta la historia, existían evidentes peligros, y podía sucederme algo espantoso, a menos que tuviera mucho cuidado. Aquellos viejos cuentos no se me iban de la cabeza ni de noche ni de día, constantemente volvía sobre ellos y me los contaba a mí misma una y otra vez, mientras paseaba por los mismos lugares en donde la niñera me los había contado; y cuando me sentaba en la habitación de los niños junto al fuego, solía imaginarme que la niñera estaba sentada en la otra silla, contándome en voz baja alguna maravillosa historia por miedo a que alguien la oyera. Pero ella prefería contarme esas cosas cuando estábamos en el campo, lejos de casa, porque, según ella, eran grandes secretos y las paredes oyen. Y si se trataba de algo mucho más secreto, teníamos que ocultarnos en matorrales o bosques; solía pensar que era muy divertido arrastrarse a lo largo de un seto en silencio, y, de pronto, meterse entre los arbustos o correr hacia el bosque, estando seguras de que nadie nos veía. De modo que sabíamos que nuestros secretos eran solamente nuestros, y que nadie más sabía nada de ellos. De vez en cuando, después de habernos escondido según acabo de describir, acostumbraba a enseñarme toda clase de cosas raras. Un día, recuerdo que estábamos escondidas en un matorral de avellano que domina el arroyo, y hacía tanto calor como si fuese abril; el sol abrasaba y las hojas empezaban a brotar. La niñera dijo que me enseñaría algo divertido que me haría reír, y entonces me mostró —ésas fueron sus palabras— cómo poner patas arriba toda una casa sin que nadie se dé cuenta, haciendo saltar ollas y cacerolas, rompiendo la porcelana, y provocando que las sillas caigan unas encima de las otras. Lo intenté un día en la cocina, y comprobé que podía hacerlo bastante bien: una fila entera de platos cayó del aparador, y la pequeña mesa auxiliar de la cocinera se volvió “delante de sus ojos”, según dijo, asustándose tanto y poniéndose tan blanca que no lo volví a hacer, pues la estimaba. Más tarde, en el bosquecillo de avellanos, donde me había enseñado a hacer que las cosas se caigan, me explicó la manera de provocar ruido como de golpes, y aprendí también a hacerlo. Después me enseñó rimas que recitar en determinadas ocasiones, extraños signos para ejecutar en otras circunstancias, y otras cosas que su bisabuela le había enseñado a ella cuando era todavía una niña. Y ésas fueron las cosas en las que pensé aquellos días, después del extraño paseo en el que creí descubrir un gran secreto, y deseé que la niñera estuviera aquí para preguntarle al respecto, pero se había marchado hacía más de dos años y nadie parecía saber qué había sido de ella, o adónde se había ido. Pero yo siempre recordaré aquellos días aunque viva muchos años más, pues constantemente me sentía muy extraña, perpleja e incrédula, y unas veces me notaba completamente segura y decidida, y otras estaba convencida de que tales cosas realmente no podían suceder, y vuelta a empezar. Pero tuve mucho cuidado de no hacer ciertas cosas que pudieran ser peligrosas. Así que esperé y medité durante mucho tiempo, y aunque no estaba completamente segura de nada, nunca me atreví a indagar más. Pero un día tuve la certeza de que todo lo que dijo la niñera era verdad, y me encontré muy sola al descubrirlo. Temblé de pies a cabeza, de alegría y espanto al mismo tiempo, y corrí tan rápida como pude hacia uno de aquellos matorrales que solíamos frecuentar —el único que hay junto al sendero, donde la niñera hizo el muñequito de cera—, y me deslicé en su interior, y cuando llegué al más antiguo de todos ellos me tapé la cara con las manos y me tumbé boca abajo sobre la hierba, y permanecí inmóvil durante un par de horas, susurrándome a mí misma deliciosas y terribles cosas, y repitiendo una y otra vez ciertas palabras. Todo era cierto, maravilloso y espléndido, cuando recordaba la historia que conocía, y pensaba en lo que realmente había visto, me daban escalofríos y el aire parecía llenarse de perfumes y flores y canciones. Primero de todo quise moldear un hombrecillo de arcilla, como el que había hecho la niñera hacía tanto tiempo, y tuve que inventarme varios planes y estrategias, y vigilar, y pensar las cosas de antemano, a fin de que nadie pudiera imaginarse lo que estaba haciendo o iba a hacer, pues era demasiado mayor para llevar arcilla en un cubo de hojalata. Al fin ideé un plan, llevé la arcilla húmeda al susodicho matorral e hice lo mismo que había hecho la niñera, sólo que la figura que yo hice era mucho más perfecta que la de ella; y cuando la terminé, hice cuanto pude imaginar y mucho más de lo que ella hizo, por lo que su aspecto era mucho mejor. Pocos días después, habiendo terminado de estudiar más temprano que de costumbre, recorrí por segunda vez el camino del arroyo que me había conducido a un país extraño. Lo seguí, pasé por entre los arbustos y bajo las ramas de los árboles, y atravesé los matorrales espinosos de la colina y los sombríos bosques cubiertos de plantas trepadoras. Luego me arrastré por el oscuro túnel por donde pasaba antes el arroyo, cuyo suelo era pedregoso, hasta que finalmente llegué al matorral que trepaba por la colina, y, aunque las hojas estaban brotando de los árboles, todo estaba tan tenebroso como la primera vez que fui allá. El matorral era el mismo, y lo atravesé despacio hasta salir a la gran colina pelada, donde empecé a caminar entre maravillosas rocas. Vi que el terrible voor lo envolvía todo de nuevo, pues, aunque el cielo estaba más claro, el anillo que formaban las yermas colinas circundantes estaba todavía en sombras, los bosques que las cubrían parecían sombríos y espantosos, y las extrañas rocas eran tan grises como de costumbre. Cuando las recorrí con la mirada desde lo alto del gran montículo, sentada encima de la piedra, pude contemplar sus asombrosos círculos y cercos, unos dentro de otros, y tuve que permanecer completamente inmóvil, sin perderlos de vista, cuando empezaron a volverse hacia mí; cada piedra bailaba en su sitio, y todas parecían girar en un gran torbellino, como si estuviesen en medio de las estrellas y las oyeran precipitarse a través de la atmósfera. De modo que bajé entre las rocas para bailar con ellas y cantar extraordinarias canciones, y atravesé el otro matorral, y bebí del claro riachuelo del poco accesible y secreto valle, posando los labios en la burbujeante agua; luego proseguí hasta llegar al hondo y rebosante pozo, rodeado de reluciente musgo, y me senté al lado. Miré al frente hacia la oscuridad secreta del valle; detrás de mí se alzaba el elevado muro de hierba, y a mi alrededor los espesos bosques que hacían del valle un lugar secreto. Sabía que no había ninguna otra persona aparte de mí, y que nadie podía verme. Así que me quité las botas y los calcetines y metí los pies en el agua, pronunciando las palabras que sabía. El agua no estaba tan fría como yo pensaba, sino que era cálida y muy agradable, y cuando mis pies se introdujeron en ella, tuve la impresión de que eran de seda o que la ninfa me los besaba. Hecho esto, pronuncié las restantes palabras e hice las señales convenidas; luego, me sequé los pies con una toalla que me había llevado a propósito, y me puse los calcetines y las botas. Después trepé por la empinada pared y llegué al lugar donde estaban las hoyas, y los dos bellos montículos, y las redondas lomas de tierra, y las figuras extrañas. Esta vez no bajé a la hoya, sino que, al final, retrocedí y vislumbré las figuras con bastante claridad, pues había más luz, y recordé una historia que había olvidado completamente; en esa historia las dos figuras se llamaban Adán y Eva, y sólo los que conocen la historia comprenden lo que esto quiere decir. Luego proseguí mi camino hasta llegar al bosque secreto que no debe ser descrito, y me arrastré en su interior por el pasadizo que había descubierto. Y cuando había cubierto aproximadamente la mitad del recorrido me detuve, me volví, me preparé, me tapé los ojos con un pañuelo y me aseguré de que no podía ver nada en absoluto, ni una ramita, ni la punta de una hoja, ni la luz del cielo, pues era un viejo pañuelo de seda roja con grandes lunares amarillos, que me daba dos vueltas a la cabeza y cubría mis ojos de forma que no pudiera ver nada. Entonces comencé a andar, paso a paso, muy despacio. Mi corazón latía cada vez más deprisa, y algo me subía por la garganta que me ahogaba y me provocaba ganas de gritar, pero no despegué los labios y continué andando. Las ramas se prendían en mis cabellos al andar, y los gigantescos espinos me desgarraban la carne; no obstante, seguí adelante hasta el final del sendero. Entonces me detuve, extendí los brazos y me incliné, y al principio di un rodeo, tanteando con las manos, y no encontré nada. La segunda vez di otro rodeo, tanteando con las manos, y tampoco hallé nada. Entonces lo intenté por tercera vez, tanteando con las manos, y la historia resultó ser cierta, y deseé que hubieran pasado los años para no tener que esperar tanto tiempo a ser feliz para siempre.
»La niñera debió de haber sido uno de esos profetas que menciona la Biblia. Todo lo que dijo empezó a cumplirse, y desde entonces han ocurrido otras cosas que ella me contó. Así fue como llegué a saber que sus historias eran verídicas y que yo no me había inventado nada. Pero aquel día sucedió también otra cosa. Acudí por segunda vez al lugar secreto en el hondo y rebosante pozo; mientras permanecía de pie sobre el musgo, me incliné y miré al pozo, y entonces supe quién era la dama blanca que había visto salir del agua en aquel bosque hace mucho tiempo, siendo muy pequeña. Me estremecí toda, pues esto me reveló otras cosas. Entonces recordé que poco después de haber visto a la gente blanca en el bosque, la niñera me preguntó más cosas acerca de ellos; se lo volví a contar todo otra vez, lo escuchó sin pronunciar palabra durante mucho tiempo, y por fin dijo: “La verás de nuevo”. Así comprendí lo que había pasado y lo que iba a pasar. Y entendí todo lo referente a las ninfas: cómo encontrarlas en cualquier lugar; que ellas me ayudarían siempre; y que debía buscarlas siempre bajo todo tipo de apariencias y formas extrañas. Sin las ninfas nunca hubiera podido descubrir el secreto; sin ellas, ninguna de las demás cosas podrían haber sucedido. La niñera me había contado todo lo relacionado con ellas hacía mucho tiempo, pero las llamaba por otro nombre, y no supe lo que quería decir, ni qué significaban sus cuentos, solamente que eran muy raros. Había dos clases de ninfas, las claras y las oscuras, y ambas eran encantadoras y maravillosas; algunos únicamente veían a las de una clase; otros solamente a las de la otra; pero había quien veía a las de ambas. Normalmente aparecían primero las oscuras, y luego llegaban las claras, y acerca de ambas se contaban extraordinarios cuentos. Un día o dos después de haber regresado a casa procedente del lugar secreto, fue cuando conocí realmente a las ninfas por vez primera. La niñera me había enseñado a llamarlas y yo había intentado hacerlo; pero no entendí lo que ella quiso decirme, de modo que pensé que eran tonterías. Pero me decidí a intentarlo otra vez; me dirigí al bosque en donde estaba la charca en la que había visto a la gente blanca y lo intenté de nuevo. Vino Alanna, la ninfa oscura, y convirtió la charca de agua en charca de fuego…».
—¡QUÉ historia más extraña! —dijo Cotgrave, devolviendo el libro verde al solitario Ambrose—. En líneas generales la he entendido, pero hay muchas cosas que se me escapan. Por ejemplo, en la última página, ¿qué quiere decir eso de «ninfas»?
—Bien, creo que en todo el manuscrito hay referencias a ciertos «procesos» que se han trasmitido por tradición popular a través de los siglos. Recientemente, algunos de estos procesos están empezando a entrar dentro de la competencia de la ciencia, que ha llegado a ellos —o más bien, a los pasos que conducen a ellos— mediante procedimientos totalmente diferentes. Yo he interpretado la referencia a las «ninfas» como una referencia a uno de estos procesos.
—¿Cree usted que existen semejantes cosas?
—¡Oh!, sí que lo creo, sí; y me parece que puedo proporcionarle pruebas convincentes sobre ese punto. Me temo que no se haya preocupado usted del estudio de la alquimia. Es una pena, porque, en todo caso, su simbolismo es muy hermoso, y además, si estuviera usted al corriente de ciertos libros sobre el tema, podría recordarle frases susceptibles de explicar buena parte del manuscrito que acaba de leer.
—De acuerdo. Pero me gustaría saber si usted cree seriamente que existe algún fundamento real bajo esas fantasías. ¿No pertenecen todas ellas a la esfera de la poesía? ¿No son un curioso sueño que el hombre se ha consentido a sí mismo?
—Sólo puedo decirle que, sin duda, lo más conveniente para la gran masa de gente es rechazarlas como un sueño. Pero si me pregunta usted lo que de verdad creo, eso es harina de otro costal. No, no diría yo que creo, sino más bien que conozco. Le aseguro que he conocido casos de hombres que han tropezado de forma completamente accidental con algunos de esos «procesos», y se han asombrado de sus consecuencias totalmente inesperadas. En los casos de que hablo no podía haber ninguna posibilidad de «sugestión» o de acto subconsciente de ningún tipo. Igual podría suponerse entonces que un estudiante se «sugestiona» con la existencia de Esquilo cuando empolla mecánicamente las declinaciones griegas.
»—Pero ya se habrá usted dado cuenta de la oscuridad del relato —prosiguió Ambrose—. En este caso particular debe haber sido dictada por el instinto, ya que la escritora nunca pensó que su manuscrito caería en otras manos. Pero la experiencia ha sido general, por muchas y excelentes razones. Las medicinas realmente eficaces, que también son, forzosamente, virulentos venenos, se guardan en un armario cerrado; un niño puede encontrar la llave por casualidad y bebérselas hasta morir. Pero en la mayoría de los casos la búsqueda es intencionada, y los frascos contienen preciosos elixires para todo aquel que pacientemente se haya fabricado su propia llave.
—¿No le importaría entrar en detalles?
—No, francamente no. Prefiero que siga usted sin convencerse. Pero ya vio usted cómo ilustra el manuscrito la charla que sostuvimos la semana pasada.
—¿Vive todavía la chica?
—No. Yo fui uno de los que la encontraron. Conocí bien a su padre; era abogado y jamás se preocupó de ella. No pensaba más que en escrituras y arrendamientos, de manera que las noticias que le llegaron le causaron una espantosa sorpresa. Había desaparecido una mañana, supongo que alrededor de un año después de haber escrito lo que usted ha leído. Llamaron a las criadas, y éstas contaron algunas cosas y dieron la única explicación lógica, aunque completamente errónea.
»—Descubrieron el libro verde en algún rincón de su cuarto, y yo la encontré a ella en el lugar que describió con tanto pavor, tumbada en el suelo frente a la imagen.
—¿Había una imagen?
—Sí; estaba oculta por los espinos y la espesa maleza que la rodeaban. Era una comarca salvaje y desierta; pero usted ya la conoce por la descripción de ella, aunque, por supuesto, debe comprender que han sido recargadas las tintas. La imaginación de un niño siempre ve más altas las cumbres y más profundos los abismos de lo que realmente son; y esta chica tenía, desgraciadamente para ella, algo más que imaginación. Podría decirse, tal vez, que su representación mental, que hasta cierto punto consiguió expresar en palabras, era la misma escena que habría podido interpretar un artista imaginativo. No obstante, en cualquier caso se trata de una tierra extraña y desolada.
—¿Estaba muerta la chica?
—Sí. Se había envenenado… a tiempo. No; no se dijo ni una sola palabra en contra suya, como era habitual. ¿Recuerda usted la historia que le conté la otra noche acerca de una dama que vio cómo una ventana aplastaba los dedos de su hija?
—Y ¿qué era esa estatua?
—Bueno, era una escultura romana, de una clase de piedra que no se había ennegrecido con el paso del tiempo, sino que se había puesto blanca y luminosa. Los matorrales habían crecido a su alrededor, ocultándola, y en la Edad Media los partidarios de cierta tradición muy antigua supieron utilizarla en su propio beneficio. De hecho, fue incorporada a la monstruosa mitología del Sabbat. Habrá observado usted que a aquellos a quienes por casualidad les ha sido otorgada la visión de esa blancura resplandeciente, o, mejor dicho, por aparente azar, se les exige taparse los ojos la segunda vez que se aproximen a ella. Es muy significativo.
—¿Todavía está allí?
—Mandé buscar herramientas y la redujimos a polvo y fragmentos.
»—La persistencia de la tradición jamás me sorprende —continuó Ambrose tras una pausa—. Podría citar más de una parroquia inglesa donde todavía perviven, con vigor oculto, aunque constante, tradiciones como las que esta chica oyó en su infancia. No, para mí lo extraño y lo espantoso no son las «secuelas» sino la «historia» en sí misma, pues siempre he creído que los prodigios son privilegio del alma.