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Mercado de Hollywood Ranch, Fountain y Vine. Entrada al aire libre, el aparcamiento. Coches, compradores, mozos empujando carritos.

8.02: plantado en la acera, sudoroso, agobiado. El chaleco antibalas, muy ajustado.

Breuning, avanzando hacia mí. Atravesando el aparcamiento en diagonal.

Portando un maletín.

Gordo y orondo. Su chaleco a prueba de balas le hacía un bulto en las caderas.

Luces de aparcamiento: bajo ellas, vulgares compradores. Nada de agentes encubiertos merodeando.

Avancé al encuentro de Breuning. Él agarró con fuerza el maletín. Cuello gordo de sapo asqueroso.

—Enséñame el dinero.

—Dud ha dicho que primero me entregues a Vecchio.

—Enséñamelo nada más.

Abrió el maletín, sólo un par de dedos. Fajos de billetes. Cincuenta de los grandes, fácil.

—¿Satisfecho?

Un mozo del mercado se acercó dando un rodeo, con las manos en el delantal. Un tupé, familiar…

Breuning se volvió hacia él: ¿Pasa algo?

Familiar, en blanco y negro brillante: la foto de la vigilancia de las máquinas tragaperras…

Breuning echó mano a su arma.

El maletín cayó al suelo.

Mi 45 se atascó con el chaleco.

El mozo del mercado disparó a través del delantal con ambas manos. Breuning recibió dos impactos limpios en la cabeza.

Gritos.

Un soplo de brisa, dinero volando.

Liberé por fin mi revólver; el mozo se volvió hacia mí, con ambas manos a la vista.

Blanco directo: tres balazos impactaron en mi chaleco y me arrojaron hacia atrás. Humo del cañón en sus ojos. Disparé a través de él.

A quemarropa. Imposible fallar. Un tupé ensangrentado, limpiamente amputado, hostia santa…

Gritos.

Compradores agarrando billetes.

Breuning y el mozo, muertos. Hechos un ovillo.

Otro «mozo» del mercado: apoyado en el capó de un coche, apuntándome.

Gente corriendo/arremolinándose/apretujándose/devorando el pavimento.

Me arrojé al suelo, boca abajo. Disparos. De fusil, muy sonoros.

Francotiradores en los tejados.

El segundo mozo, alejándose bajo la protección de un permanente escudo humano de gente yendo y viniendo.

Francotiradores. Exley me había echado una mano.

Disparando contra el mozo. Fallando por mucho. Una orden por un altavoz:

—¡Alto el fuego! ¡Rehenes!

Me incorporé. «Rehenes»: el mozo, arrastrando a una viejecita en su retirada.

La anciana agitaba los codos, le clavaba las uñas, ofreciendo una rabiosa resistencia.

El destello de una hoja afilada y el tipo le rebanó la garganta hasta segarle la tráquea.

Rugido del altavoz:

—¡Cogedle!

Una ráfaga de fusil ametralló a la anciana. El mozo alcanzó la acera arrastrando un peso muerto.

Eché a correr.

Justo en diagonal, por su lado ciego. Alguien, en alguna parte:

—¡NO DISPAREN! ¡ES DE LOS NUESTROS!

Le sorprendí con el escudo levantado: la anciana era un guiñapo con la boca abierta y el cuello abierto de oreja a oreja. Disparé a través de aquel rostro y los dos cuerpos se separaron. Identifiqué al hombre como uno más de los fotografiados por los federales.