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Estudio criminológico en el escritorio del salón de mi casa.

Espolvoreé las revistas, la grabadora, las bobinas: varias huellas dactilares parciales y cuatro impresiones ocultas idénticas. Marqué las mías para comparar; un vistazo confirmó que correspondían a mis torpes dedos.

Sonó el teléfono:

—¿Sí?

—¿Dave? Ray Pinker.

—¿Has terminado?

—Terminado, eso es. En primer lugar, no hay huellas latentes aprovechables de ningún sospechoso, y hemos echado polvos en todas las superficies tocables de ambas habitaciones. Tomamos las huellas del encargado de recepción, que también es el propietario, del conserje y de la camarera, todos negros. Las suyas fueron las únicas que encontramos. No había nada más.

—Mierda.

—Bien resumido. También cogimos la ropa del hombre y analizamos los calzoncillos manchados de semen. También es 0 positivo y tiene las mismas características que el otro. Tu ladrón o lo que sea es todo un adicto a los moteles.

—Mierda.

—Bien dicho, pero hemos tenido más suerte con la reproducción fisonómica. El tipo del hotel y el dibujante han elaborado un retrato y lo tienes esperando en la oficina. Y ahora…

—¿Y las fotos de los álbumes de identificación? ¿Le has dicho al tipo que le necesitaremos para echarles una ojeada?

Ray suspiró, medio enojado.

—Dave, el tipo se ha largado a Fresno. Dejó entrever que nuestro comportamiento le molestaba. Yo le ofrecí una cantidad en nombre del LAPD para reparar la puerta contra la que disparaste, pero el hombre dijo que no cubriría la molestia. También dijo que no intentaras buscarle porque se marchaba sin dejar señas. No le insistí para que se quedara porque dijo que pondría una demanda por la puerta que estropeaste.

—Mierda. Ray, ¿comprobaste…?

—Dave, te llevo mucha delantera. Sí, pregunté a los otros empleados si habían visto al inquilino de esa habitación. Los dos dijeron que no, y les creo.

Mierda. Joder.

Ray, medio enfurruñado:

—Muchas molestias por un simple 459, Dave.

—Sí. Y no me preguntes por qué.

Clic. Un zumbido en el oído.

Adelante; seguir empolvando:

Huellas parciales en las tapas de los álbumes; los discos en sí, con los microsurcos, no recogían las impresiones dactilares. Champ Dineen en mi tocadiscos: Muuuy Calmoso, El Champ interpreta al Duke.

Música de fondo. Hojeé la Transom.

Piano/saxo/bajo: suave. Fotos de chicas insinuantes: M.M., la sirena rubia, loca por el andrógino R.H.: la chica hará cualquier cosa por enderezarle. J.M., la ninfo, con sus gigantescos encantos, busca machos bien dotados en el gimnasio Easton's. Sólo veinticinco centímetros o más, por favor; J.M. lleva una regla para comprobarlo. Ultimas conquistas: F.T., gigantón de películas de serie B; M.B., escritor de chistes; G.C., lacónico astro de westerns.

Saxo susurrante, contrabajo como el latir del corazón.

Texto: los tesoros del vendedor viajante. Foto: mujeres de tetas enormes que rebosaban de los sujetadores. Trinos del piano, magníficos.

Un número atrasado, Dineen filtrándose. Transom, junio del 58:

M.M. y M.M. aficionada al béisbol; su pasión por J.D.M. la empujaba a los bateadores. El ostentoso hotel Plaza, estancia de diez de la mañana a diez de la noche.

Solo de saxo alto: Glenda/Lucille/Meg, girando en un torbellino.

Anuncios: alargadores de pene, cursos de Derecho por correo Moon índigo en versión Dineen: instrumentos de viento graves.

Una historia de papá/hija. El texto: como introducción, un diálogo. Las fotos: una morena rolliza, luciendo un biquini.

—Bueno… te pareces a mi papá.

—¿Me parezco? Bueno, sí, soy lo bastante viejo. Supongo que un juego es un juego, ¿no? Puedo hacer de padre porque encajo en el papel.

—Bueno, como dice la canción, «Mi corazón pertenece a papa».

Ojeo el texto:

La huérfana Loretta arde en deseos de un papaíto. El malvado Terry la desfloró y ella, a su pesar, aún siente algo por él. Se vende a hombres mayores y un predicador la mata. Foto adjunta: la chica, estrangulada con la cadena de contrapeso de una ventana.

Champ Dineen, rugiendo. Repaso la historia:

Loretta, igual a Lucille; Terry, igual a Tommy. La «huérfana»

Loretta, sin explicación. Papá J.C., objeto del deseo de Lucille; difícil de creer que ella ande caliente por ese pájaro grasiento.

Pongamos que un mirón escuchó el diálogo.

Pongamos que ese mirón fue el «escritor».

Transom, julio del 58: pura bazofia sobre artistas de cine. Busco la cabecera: una dirección de Valley. A visitar mañana.

Sonó el teléfono. Bajé el volumen. Descolgué.

—Glen…

—Sí. ¿Tienes poderes mentales, o sólo esperanza?

—No lo sé, quizás ambas cosas. Escucha, me acercaré por el plató.

—No. Sid Frizell está filmando algunas escenas nocturnas.

—Iremos a un hotel. No podemos usar mi casa ni la tuya. Es demasiado arriesgado.

Aquella risa.

—Lo he leído hoy en el Times. Howard Hughes y su séquito han salido hacia Chicago para una reunión con el departamento de Defensa. La «residencia de actriz» de Hollywood Hills está disponible, David, y tengo una llave.

Después de medianoche. Por seguridad.

—¿Dentro de media hora?

—Sí. Te echo de menos.

Colgué el teléfono y subí el volumen. Ellington/Dineen: Cottontail. Recuerdos: año 42, cuerpo de Marines. Meg, la canción: bailando en la terraza de El Cortez.

Todavía en carne viva; dieciséis años echados a perder. El teléfono, a mano. Hazlo.

—¿Diga?

—Me alegro de encontrarte, pero imaginaba que estarías detrás de Stemmons.

—Tenía que dormir un poco. Escucha, negrero…

—Mátale, Jack.

—Por mí, de acuerdo. ¿Diez?

—Diez. Acaba con él y dame un poco de tiempo.