La estática farfulló sueños: Lucille murmurando comentarios sexuales en mi oído. Mi primera llamada del día, al laboratorio: el semen daba un grupo 0+. Un escalofrío al recordar otra reciente novedad telefónica: Antivicio de Hollywood decía que la historia de Junior sobre la batida de maricas era un montaje.
—Pura basura. Quien le contó esa película le ha engañado como a un chino. Aquí estamos demasiado ocupados con el Diablo de la Botella para preocuparnos de unas locas, y ninguno de los nuestros ha alborotado el gallinero de Fern Dell Park desde hace más de un año.
Café. Media taza: tenía los nervios crispados.
El timbre, muy alto.
Abrí. Mierda: Bradley Milteer y Harold John Miciak.
Miradas severas: su colega policía envuelto en una toalla. Miciak estudió mi cicatriz de espada japonesa.
—Entren, caballeros.
Cerraron la puerta tras ellos. Milteer:
—Hemos venido a por un informe de progresos.
Sonreí, servil.
—En el plató de filmación tengo gente recogiendo información sobre la señorita Bledsoe.
—Lleva usted una semana trabajando para el señor Hughes, teniente. Con franqueza, hasta el momento no ha producido los resultados que él esperaba.
—Estoy en ello.
—Entonces, haga el favor de aportar resultados. ¿Tal vez sus obligaciones normales de policía interfieren en su trabajo para el señor Hughes?
—Mis obligaciones de policía no tienen nada de normales. ¿no lo sabían?
—En fin, sea como sea, se le está pagando por conseguir información sobre Glenda Bledsoe. Bien, el señor Hughes parece pensar que la señorita ha estado robando comida de los domicilios de sus actrices. Una acusación de robo criminal sería una violación del contrato, así que, ¿querrá usted vigilar con más diligencia?
Miciak flexionó las manos. Sin tatuajes de pandillas.
—Empezaré la vigilancia ahora mismo, señor Milteer.
—Bien. Espero resultados. El señor Hughes también espera resultados.
Miciak: ojos de presidiario. Odio a los policías.
—¿Primera galería o zona especial, Harold?
—¿Eh? ¿Qué?
—Esos tatuajes que el señor Hughes te hizo borrar.
—Oiga, estoy limpio.
—Seguro. El señor Hughes hizo limpiar tu ficha.
—¡Vamos, teniente! —Milteer.
—¿Y usted, de dónde ha sacado esa cicatriz? —el matón.
—De una espada japonesa.
—¿Y qué pasó con el japo?
—Le metí la espada por el culo.
Milteer puso los ojos en blanco: ¡salvajes!
—Resultados, señor Klein. Harold, vamos.
Harold fue. Gestos con el puño vuelto hacia mí. Pura zona especial.
Bullicio en el plató:
Reparto de vino. Mickey C. distribuyendo botellas a su «equipo». El «director», Sid Frizell, el «cámara», Wylie Bullock; ¿cómo sacarle los ojos al monstruo, con un garrote o una navaja? Glenda dando de comer esturión a los extras; leo su mirada: «¿Quién es ese tipo?; ya le he visto antes.»
El remolque de Rock Rockwell. Llamada a la puerta.
—¡Está abierto!
Entré. Acogedor: un colchón, una silla. Rockwell haciendo flexiones en el suelo. LA MIRADA: ¡Oh, mierda, la policía!
—No es una redada. Soy amigo de Touch.
—¿He oído mi nombre?
Touch salió del baño: Paredes lisas, sólo televisores apilados hasta el techo.
—No los habías visto, ¿verdad, Dave?
—¿Ver qué?
Rockwell se deslizó a la cama; Touch le arrojó una toalla.
—Meg es mi principal cliente. Me dijo que quiere poner televisores en todos vuestros pisos amueblados libres, para poder aumentar el alquiler. ¡Ah!, discúlpame: Rock Rockwell, David Klein.
No hubo holas. Rock se desembarazó de la toalla. Touch:
—¿De qué va todo esto, Dave?
Miré a Rockwell. Touch captó la indirecta.
—Rock sabe guardar las confidencias de un policía.
—Tenía algunas preguntas sobre actividades en Fern Dell Park.
Rockwell rascó el colchón; Touch se tendió a su lado.
—¿Actividades de Antivicio?
Ocupé la silla.
—Algo así, y es un asunto delicado porque creo que uno de mis hombres podría estar cobrando extorsiones en Fern Dell.
Touch dio un respingo.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—David, ¿qué aspecto tiene ese hombre tuyo?
—Uno setenta y ocho, setenta y pocos kilos, cabello largo rubio arena. Bastante guapo. Os gustaría.
Sin risas. Touch se volvió hacia Rockwell.
—Vamos, cuenta. Hace tiempo que nos conocemos: sabes que nada de lo que digas saldrá de estas paredes.
—Verás… como el asunto tiene alguna relación con Mickey y tú eres amigo suyo…
Le presiono:
—Vamos… Como dice esa revista: «muy confidencial.»
Touch se incorporó, se puso una bata, dio unos pasos:
—La semana pasada, ese tipo, el… el policía que acabas de describir tan perfectamente, me interrogó en Fern Dell. Yo le dije quién era, a quién conocía, incluido Mickey Cohen, pero no me hizo el menor caso. Mira, yo estaba allí buscando rollo, ya sabes cómo soy, David. Rock y yo tenemos un acuerdo en esto y…
Rockwell: ¡BAM!, salió dando un portazo y subiéndose los pantalones.
—Es así cómo tenemos que hacer la gente como nosotros para arreglarnos y ese… ¡oh, mierda!, ese policía dijo que me había visto instalando máquinas tragaperras un rato antes en el Southside y que iba a haber una investigación federal y que me entregaría si no colaboraba con él, así que… bueno, Dave, nosotros dos sabemos hacer negocios, pero ese policía estaba tan excitado, tan chiflado, que me di cuenta de que él no sabía, así que escuché. Me dijo, «Tú debes de conocer muy bien el barrio negro», y yo le dije que sí. Me dio la impresión de que estaba hasta las orejas de benzes o de anfetas o de las dos cosas, y luego empezó a divagar acerca de ese «despampanante» (cito tus palabras, Dave; de hecho, él también utilizó esa misma palabra, «despampanante») otro policía que trabaja en la brigada Antibandas…
El «despampanante» Johnny Duhamel. Noté unas punzadas en la cabeza: el parloteo del marica se acompasó con ellas…
—Ese policía no hacía más que divagar. No me daba detalles, sólo… sólo divagaba. Me contó una historia loca de una puta con abrigo de visón que hacía un striptease y que el despampanante policía se puso histérico y la hizo parar. Y… bueno, Dave, aquí es donde la cosa se pone extraña y graciosa y un tanto… en fin… incestuosa, porque el policía loco vio que el asunto del abrigo de pieles me ponía un poco a la defensiva. Entonces se puso duro y me encontró un arma encima y me amenazó con una denuncia por encubrimiento, y yo respondí que el asunto de las pieles me daba miedo porque Johnny Duhamel, el ex boxeador con cierta fama en algunos círculos, había intentado venderle a Mickey un buen cargamento de pieles robadas, que Mickey no quiso. El policía chiflado se echó a reír y luego empezó a murmurar, «el despampanante Johnny». Luego me soltó una especie de advertencia y se marchó. Y, David, ese policía es uno de los nuestros, ¿comprendes a qué me refiero, querido?, y sólo te he contado todo esto porque nuestro mutuo amigo Mickey ha tenido un papel secundario en esta película.
Touch: las manos en los bolsillos, las saca con un arma. Seguro que había estado a punto de metérsela por el culo a Junior.
Pienso:
Junior sacude a un tipo en el Bido Lito's.
Trata con Johnny Duhamel: en el Bido Lito's.
Presencia el numerito de Lucille con las pieles: en el Bido Lito's.
Más:
Junior; el trabajo Kafesjian, echado a perder.
Extorsiones en Fern Dell Park; Junior, mariquita (Touch conocía el paño): una posibilidad, digamos. Touch:
—No quiero que le cuentes a Mickey lo que acabo de decirte. Duhamel sólo se acercó a Mickey porque es quien es. Mickey no sabe nada de ese policía extorsionador, de eso estoy seguro. ¿Me estás escuchando, Dave?
—Te escucho.
—No se lo contarás a Mickey, ¿verdad?
—No, no se lo diré.
—Parece como si acabaras de ver un fantasma.
—Acabo de ver muchos.
Perseguidor de fantasmas.
El aparcamiento del Observatorio: llamadas telefónicas.
Primera moneda: Jack Woods: enviado para rastrear las andanzas de Junior después de la redada. Segunda: confirmación de Sid Riegle/Vicedirección; todo preparado, Junior avisado de que no se mueva de la comisaría de University. Ordenes: acercarse a Robos y hojear el expediente del robo de pieles. Riegle: desde luego, llamaría cuando lo tuviera.
Tic, tic, tic. El pulso corría más que el reloj. Once minutos, Sid con noticias viejas:
Sin sospechosos, peristas vigilados: ninguna piel a la vista. Entre tres y cinco hombres, un camión, conocimientos notables de electrónica y empleo de herramientas. Dud Smith descartaba el fraude; no había móvil económico, pues Sol Hurwitz tenía una póliza de seguros bastante baja. Sid: «¿A qué viene tanto interés?» Le corté y puse la tercera moneda: un empleado de Personal me debía un favor.
Mi oferta: saldar la deuda a cambio de información de un expediente: agente John Duhamel. Mi amigo estuvo de acuerdo; hice una pregunta: ¿Qué conocimientos técnicos tenía Duhamel?
Esperé. Veinte largos minutos colgado del teléfono. Resultados: Duhamel, cum laude en Mecánica, Universidad de Southern California, 1956. Promedio de sobresaliente. ¡Ra, ra, ra, vaya con «el Escolar»!
Duhamel, posible ladrón de pieles. Posibles cómplices: Reuben Ruiz y sus hermanos: Reuben y Johnny habían luchado juntos en aficionados. Taché tal posibilidad por instinto: Ruiz reventaba pisos, igual que sus hermanos y la especialidad de la familia era el robo de coches.
Más probable: Dudley capta a Johnny para el trabajo de las pieles; Johnny monta una jugada por su cuenta y distrae un puñado de pieles. Muy hábil, pero comete una tontería: ofrecer los artículos a Mickey Cohen. El chico no sabe cómo se gana la vida Mickey.
Mi modus vivendi: ¿denunciarle a Dud? Me lo pensé mejor. Tic, tic, tic. Todavía no; demasiado circunstancial. Mis prioridades, investigar a Junior y a Johnny, sacar a Junior de encima de Glenda.
Perseguidor de fantasmas.
Glenda.
Resultados.
Tenía tiempo antes de la redada. La seguiría.
La carretera del parque. Esperé a que apareciera.
Su rutina: volver a casa a las dos, luego unas copas. Tiempo que matar, tiempo para pensar…
Fácil: mi «pasión» por la chica me ponía en una situación demasiado comprometida; sorprenderla robando y delatarla, HOY. Esperanzas: conseguirle un abogado comunista furioso con el gran capital; Morton Diskant, el tipo perfecto. Acusación, proceso: Glenda paga en especies a Morton, el putero.
«Culpable», temporada a la sombra, David Klein en la puerta con unas flores cuando la sueltan.
Conecto la radio, paso el dial.
Bop —quizás unos policías maricas patrullando el barrio negro—, demasiado discordante, demasiado frenético. Sigo moviendo el dial: baladas. «Tennessee Waltz»: Meg. Año cincuenta y uno, la canción, los dos Tonys; Jack Woods conocía toda la historia, probablemente. Él y Meg, liados otra vez; yo arrojaba a un testigo por la ventana y ella se mostraba suspicaz. Y Jack no le mentiría. Meg se enteraría, se asustaría, me perdonaría. Ella y Jack… No me sentía celoso: Jack resultaba peligroso y seguro. Más seguro que yo.
De vuelta al bop, ahora agradablemente estridente. Reflexiono:
Lucille en la grabación: «yo seré la hija y tú el papá». Lucille, desnuda: carnosa como aquella prostituta de campamento de reclutas que tuve. Tonadas de big band, la guerra, Glenda en la escuela… dejarla fuera del asunto…
Las doce, la una, la una y media: estornudé y desperté acalambrado. Gruñidos de estómago, una meada entre los matorrales. Temprano: el Corvette pasando a toda velocidad con el capó bajado.
Me puse en marcha. Un Chevrolet marrón se interpone entre nosotros. Me resulta vagamente familiar. Fuerzo la vista y reconozco al conductor: Harold John Miciak.
Una comitiva de tres coches persiguiéndose. Absurdo.
Arriba hasta el Observatorio; descenso hasta las calles del centro. Glenda, despreocupada, con el pañuelo de cuello al viento. Furioso, conecto la sirena y adelanto al matón.
Miciak pisó el acelerador: pegados parachoques con parachoques. Glenda volvió la cabeza; él volvió la cabeza. Noventa kilómetros por hora, corto la sirena, abro el micrófono:
—¡Policía! ¡Deténgase inmediatamente!
El matón dio un golpe de volante, golpeó el bordillo y frenó. Glenda aminoró la marcha y se detuvo.
Bajé del coche.
Miciak bajó del suyo.
Glenda presenció la escena. Así fue como ella debió de verla:
El matón se acerca gritando; el tipo en mangas de camisa con la pistola en la sobaquera responde, también a gritos:
—¡Esto es cosa mía! ¡Ya tendréis los resultados! ¡Díselo a tu jodido jefe!
El matón vacila, vuelve sobre sus pasos, sube al coche, da media vuelta y se aleja.
El policía regresa a su coche. Su diosa de película de serie B ha desaparecido.
Tiempo desocupado. Tiempo de imaginar qué ruta había tomado. Probé al este: el picadero de Hughes en Glendale.
Conduje hasta allí. Una mansión Tudor flanqueada por setos recortados en forma de avión. Un camino circular. Eure—ka: el Corvette ante la puerta.
Frené. Lloviznaba; me apeé y toqué la lluvia. Glenda salió de la casa cargada de cosas de comer.
Me vio.
Me quedé donde estaba.
Ella me arrojó una lata de caviar.