11

Jesús Chasco: gordo, mexicano: no es mi mirón. Sin ficha, una carta verde del 58 a punto de expirar. Asustado; en la sauna se suda.

—¿Habla inglés, Jesús?

—Hablo inglés igual que usted.

Repaso la hoja de denuncia.

—Aquí dice que has intentado vender una vajilla robada en la casa de empeños Happytime. Les has dicho a los agentes que tú no robaste la vajilla, pero no has querido decirles de dónde la habías sacado. Bueno, eso es un delito: receptar objetos robados. Y has dado como dirección tu coche, lo cual es otra falta leve: vagancia. ¿Cuántos años tienes, Jesús?

Camiseta y pantalones militares. Sudados.

—Cuarenta y tres. ¿Por qué lo pregunta?

—Estaba calculando… Cinco años en San Quintín y luego, patada y a México. Cuando consigas volver aquí, quizá te lleves un premio al espalda mojada más viejo del mundo.

Chasco agitó los brazos; el sudor salpicó a su alrededor.

—¡Duermo en el coche para ahorrar!

—Sí, claro. Para traerte aquí a la familia. Ahora, quédate quieto o te esposo a la silla.

Jesús escupió en el suelo; yo balanceé las esposas a la altura de sus ojos.

—Dime de dónde has sacado la vajilla. Si puedes demostrarlo, te dejaré ir.

—¿Quiere decir que…?

—Quiero decir que te largas. Sin cargos, sin nada.

—Suponga que no se lo digo.

Aguardo. Le dejo que se haga un poco el valiente. Diez segundos, una típica bravata de pachuco.

—Trabajo de vigilante en un motel, el Red Arrow Inn, en la Cincuenta y tres y Western. Es… ya sabe, para putas y sus tipos.

Cosquilleo.

—Continúa.

—Bueno… yo estaba arreglando el baño de la habitación 19 y encontré toda esa plata tentadora metida en la cama…, o sea, las sábanas y el colchón todos desgarrados. Yo… imaginé… imaginé que el tipo que alquiló la habitación se había vuelto loco y que… que no iba a poner una denuncia si le limpiaba el material.

Sigo la pista:

—¿Qué aspecto tiene «el tipo»?

—No lo sé. No le he visto. Pregunte a la conserje de noche, ella se lo dirá.

—Nos lo dirá a los dos.

—¡Eh! Usted ha dicho…

—Pon las manos a la espalda.

Protestas. Dos segundos. Ni caso. Le puse las esposas flojas para que viera mi actitud amistosa.

—¡Eh, tengo hambre!

—Te compraré un caramelo.

—¡Usted dijo que me soltaría!

—Y es lo que voy a hacer.

—¡Pero tengo el coche ahí detrás!

—Toma el autobús.

¡Pinche cabrón! ¡Puto! ¡Gabacho maricón!

Media hora de trayecto. Bien por Jesús: ni quejas ni ruido de esposas en el asiento de atrás. El Red Arrow Inn: apartamentos adosados, dos hileras, un camino en el centro. Un rótulo de neón: «Habitaciones.»

Me detuve ante el apartamento 19: luces apagadas, ningún coche ante la puerta. Jesús Chasco:

—Tengo la llave maestra.

Le quité las esposas. Conecté los faros y puse las luces largas; Jesús abrió la puerta 19, iluminado por detrás.

—¡Venga! ¡Exactamente como le he contado, mire!

Me acerqué. Indicio: marcas de palanca en el batiente de la puerta; marcas frescas, madera recién astillada. La habitación: pequeña, suelo de linóleo, sin muebles. La cama: sábanas rasgadas, colchón destripado, miraguano desparramado.

—Ve a por la encargada. No te escapes o me enfadaré contigo.

Jesús dio media vuelta y salió. Examiné a fondo la cama: pinchazos en el colchón, cuchilladas hasta los muelles. Manchas de semen; mi mirón gritaba ATRÁPAME AHORA. Rasgué un pedazo de sábana: de aquellos restos se podía sacar el grupo sanguíneo.

—¡Basura de blanquitos inútiles!

Me volví. Una abuela gruñona agitando en la mano una ficha de huésped.

—¡Esa basura de blanquito me ha destrozado la cama!

Cogí la tarjeta: «John Smith.» Era de esperar. Diez días pagados por anticipado; fin del plazo, mañana. La abuela siguió gastando saliva; Jesús me llamó afuera con un gesto.

Le seguí. Jesús, impaciente:

—Carlotta no sabe quién alquiló la habitación. Le parece que era un joven blanco. Dice que un borracho que ronda por aquí trató con él, y que el tipo insistió en que le diera la número 19. Carlotta no ha visto nunca al inquilino y yo tampoco, pero escuche: Conozco a ese borracho; por cinco dólares y un viaje de vuelta hasta mi coche, se lo encuentro.

Aflojé el dinero, dos billetes de cinco, y saqué la foto de Lucille.

—Uno para ti, otro para Carlotta. Dile que no busco problemas y pregúntale si conoce a la chica. Después, ve a buscar a ese borracho.

Jesús corrió de nuevo hasta la vieja, le pasó el dinero y le mostró el retrato. La abuela movió la cabeza: sí, sí, sí. El chicano volvió hasta mí.

—Carlotta dice que la chica es una especie de eventual; alquila por poco rato y no rellena ficha de huésped. Según Carlotta, es una prostituta y siempre pide la número 18, justo al lado de donde encontré esa plata. Dice que la chica quiere ésa porque tiene una buena vista de la calle, por si acaso aparece la policía.

Cavilo:

Habitación 19, habitación 18: el mirón mirando los polvos de Lucille con sus clientes. Marcas de palanca en la habitación 19: ¿acaso había participado un tercer sujeto?

La abuela hizo sonar una lata de conserva.

—¡Para Jehová! Jehová se lleva el diez por ciento de todo el dinero que ingresa en este antro del pecado. Yo misma tengo «ludopatía» de las máquinas tragaperras, y aparto el diez por ciento de lo que gano para Jehová. Usted es un policía joven y guapo, así que por un dólar más para Jehová le daré más detalles de esa blanquita de barrio bajo amante de las emociones fuertes, la chica de la foto que me ha enseñado su socio.

Mierda. Aflojo la pasta otra vez. Mami engorda la lata.

—Vi a la chica en Bido Lito's, donde yo estaba pecando con mi máquina favorita para pagar mi diezmo a Jehová. Había un colega de usted en el bar, preguntando por ella. Le dije lo mismo que a usted: sólo es una blanquita que ronda los barrios bajos porque le gustan las emociones fuertes. Más tarde, esa noche, vi a la chica de la foto haciendo un striptease con un abrigo de visón precioooso. Ese otro policía también lo vio, pero se quedó tan ancho, como si no fuera policía; no le impidió hacer esa exhibición lamentable y ni tan sólo se mostró nervioso o alterado.

Piensa. No saltes todavía.

—Jesús, ve a buscar al borracho. Carlotta, ¿qué aspecto tenía el policía?

Jesús desapareció. La abuela:

—Tenía el cabello castaño claro peinado con gomina, y unos treinta años. Bastante resultón, aunque no tan guapo como usted, señor policía.

Sobresalto: pista número dos de Junior en el Darktown. Sobresalto invertido: Rock Rockwell en Fern Dell; un marica había dicho que nuestra unidad estaba operando en el parque. Junior había confesado: era «un favor» que le debía a un amigo que trabajaba en Antivicio de Hollywood.

Clac-clac. Entregué a la vieja unas cuantas monedas.

—Escuche, Carlotta, ¿ha visto alguna vez al hombre que se alojaba en esta habitación?

—Jehová sea loado, le vi de espaldas.

—¿Le ha visto alguna vez con alguien más?

—Jehová sea loado, no, nunca.

—¿Cuándo ha visto por última vez a la chica de la foto?

—Jehová sea loado, cuando hizo ese numerito en el Bido's, hace cuatro, quizá cinco noches.

—¿Cuándo fue la última vez que trajo a un tipo a esa habitación?

—Jehová sea loado, hará una semana.

—¿Dónde busca a sus clientes?

—Jehová sea loado, no tengo idea.

—¿Ha traído al mismo hombre más de una vez? ¿Tiene clientes regulares?

—Jehová sea loado, me he enseñado a mí misma a no mirar a la cara a esos pecadores.

Jesús Chasco volvió con un vagabundo borracho.

—No sé, pero me parece que este tipo no está para muchas preguntas.

«Este tipo»: mexicano, filipino, cubierto de mugre, bronco.

—¿Cómo te llamas, sahib?

Murmullos, hipos. Jesús le hizo callar.

—Los policías le llaman «el Mechero» porque a veces, cuando se emborracha, se prende fuego.

«El Mechero» exhibió varias cicatrices. Mami Carlotta se largó con un «¡puaj!». Jesús:

—Mire, le pregunté por el tipo que alquiló la habitación y me parece que no se acuerda muy bien. ¿Aún va a llevarme…?

De vuelta en el apartamento 19; las luces del coche, encendidas. Abro la puerta, echo un vistazo. Zoom: una puerta de comunicación.

Paso de la habitación 19 a la 18, el picadero favorito de Lucille. Marcas de palanca en el reborde del batiente de la puerta interior. Diferentes de las que había encontrado en el marco de la delantera.

Pienso:

El mirón entra o intenta entrar en la habitación de Lucille.

El mirón destroza su apartamento, olvida la plata y se larga, llevado por el pánico. O bien: marcas de palanca diferentes en la puerta de la habitación del mirón. Pongamos que fue otro quien entró. ¿Quizá participó un tercer individuo?

Llamé a la puerta de comunicación. No hubo respuesta. Una carga con el hombro: resiste, cede, se astilla. Las bisagras saltaron e irrumpí en la habitación 18.

Igual que la 19, pero sin puerta en el cuarto de baño. Algo más: unas irregularidades en la pared de la cabecera de la cama.

Me acerqué más: papel pintado con arrugas, restos de engrudo. Una abolladura cuadrada; debajo, la pared, perforada. Una tira estrecha de papel pintado arrancada. Seguí su recorrido.

Lo más probable:

Un micrófono oculto, instalado sobre la cama y luego retirado; el mirón de Lucille, conocimientos básicos de electrónica.

Volví la habitación del revés: vacía, cero, nada. La número 19: doble inspección, vistazo al baño: unos pantalones cortos y, enredado en ellos, un carrete de cinta magnetofónica.

Confirmada huida precipitada.

La abuela y Jesús, fuera, protestando a gritos. Me abrí paso entre ellos a paso ligero. Carlotta me amenazó con la lata de conservas.

El despacho —Código 3—, un alto en el laboratorio, órdenes: investigar el grupo sanguíneo en las manchas del retal de sábana. En el despacho, mi viejo equipo de química: rastreé el carrete.

Huellas digitales borrosas, ninguna impresión latente. Nervioso esta vez, cogí una grabadora del almacén.

Turno de noche; tranquilidad en la oficina. Cerré la puerta, pulsé la tecla, apagué la luz.

Escucho:

Estática, rumor de tráfico, vibración de la ventana. Ruidos exteriores: actividad en el Red Arrow Inn.

Prostitutas hablando nerviosamente: diez minutos de chismorreos sobre chulos/clientes. Podía VERLO: busconas junto a la ventana de ELLA. Silencio, el siseo de la cinta, un portazo. «Adelante, encanto»… pausa… «Sí, quiere decir ahora»: Lucille.

«Está bien, está bien»: un hombre. Una pausa, unos zapatos que caen, unos chirridos del somier; tres minutos en total. La cinta casi terminada, gemidos: el orgasmo del tipo. Silencio, voces confusas, Lucille: «Juguemos a una cosita. Ahora yo seré la hija y tú el papá, y si eres complaciente conmigo, luego lo haremos otra vez sin cobrar.»

Ruido de tráfico, ruido en el camino, jadeos. Fácil de imaginar:

Aquella pared entre ellos.

La observación no era suficiente.

Mi mirón jadeando agitadamente, temiendo echar abajo la pared.