3

Homicidios declaró suicidio, caso cerrado.

La Fiscalía del Distrito: probable suicidio.

Confirmación —Junior, Ruiz—: Sanderline Johnson, chiflado.

Declaración:

Le vi leer, dormirse, despertar. Johnson proclamó que podía volar. Y saltó por la ventana sin darme tiempo ni a expresar mi incredulidad.

Preguntas: Federales, LAPD, hombres de la Fiscalía del Distrito. Hechos: Johnson se estrelló sobre un De Soto aparcado, muerte instantánea, ningún testigo. Bob Gallaudet parecía complacido: un tropiezo en el camino de un rival político. Ed Exley: mañana por la mañana, en mi despacho a las diez en punto.

Welles Noonan: vergüenza de policía incompetente, triste parodia de abogado. Suspicaz; mi antiguo apodo: «el Contundente».

Ninguna mención del 187 CP: homicidio culposo.

Ninguna mención de investigaciones externas.

Ninguna mención de acusaciones interdepartamentales.

Me fui a casa, tomé una ducha y me cambié. Ningún periodista rondando, todavía. Al centro, un vestido para Meg; lo hago cada vez que mato a un hombre.

Diez en punto de la mañana.

Esperando: Exley, Gallaudet, Walt Van Meter (el jefe de la sección de Información). Café, pastas… Mierda.

Tomo asiento. Exley:

—Teniente, ya conoce al señor Gallaudet y al capitán Van Meter.

Gallaudet, todo sonrisas:

—Nos hemos llamado «Bob» y «Dave» desde la facultad de Derecho y no voy a fingir la menor indignación por lo sucedido anoche. ¿Has visto el Mirror, Dave?

—No.

—«Caída mortal de un testigo federal», con un antetítulo: «Declarada suicidio: «¡Aleluya, puedo volar!»» ¿Te gusta?

—Es una mierda.

Exley, frío:

—El teniente y yo discutiremos eso más tarde. En cierto sentido, está relacionado con lo que nos ha traído aquí, de modo que vamos a ello.

—Una intriga política. —Bob Gallaudet tomó un sorbo de café—. Cuéntaselo, Walt.

—Bien… —Van Meter carraspeó—. Investigación ha hecho algunas operaciones políticas anteriormente y ahora tenemos el ojo puesto en otro objetivo, un abogado rojillo que tiene por costumbre criticar al departamento y al señor Gallaudet.

Exley:

—Continúa.

—Bien. La próxima semana, el señor Gallaudet debería ser elegido para un periodo normal. Es un ex policía y habla nuestro idioma. Tiene el apoyo del departamento y de parte del Consejo Municipal, pero…

Bob le interrumpió.

—Morton Diskant. Está igualado con Tom Bethune para la concejalía del Distrito Quinto y lleva semanas metiéndose conmigo. Ya sabes: que si sólo he sido fiscal durante cinco años, que si me aproveché fraudulentamente cuando Ellis Loew dimitió de la Fiscalía del Distrito. He oído que tiene amistad con Welles Noonan, quien podría estar en mi carnet de baile el año sesenta. Y Bethune es de los nuestros. Están muy a la par. Diskant anda diciendo que Bethune y yo somos unos derechistas cerriles, y el distrito tiene un veinticinco por ciento de negros, muchos de ellos registrados como votantes. Sigue desde ahí.

Van Meter tomó de nuevo la palabra.

—Diskant ha estado agitando el asunto de Chavez Ravine; algo así como «Votadme para que vuestros hermanos mexicanos no sean expulsados de su barrio de chabolas para dejar sitio a un estadio de béisbol para las clases acomodadas». El Consejo está cinco a cuatro a favor nuestro y tomará una decisión definitiva hacia noviembre, después de la elección. Bethune ocupa el cargo interinamente, como Bob, y si pierde tiene que dejarlo antes de que se tome la decisión. Si Diskant consigue el puesto, hay empate. Y todos nosotros somos hombres blancos civilizados que sabemos que los Dodgers son buenos para los negocios, de modo que manos a la obra.

Exley, sonriente:

—Conocí a Bob en el cincuenta y tres, cuando era sargento en la oficina de la Fiscalía. Aquel mismo día, dejó la abogacía y se registró como republicano. Ahora, los popes nos dicen que sólo le tendremos dos años como fiscal del Distrito. En el sesenta, Fiscal General; ¿qué vendrá luego? ¿Te quedarás en gobernador?

Un coro de risas. Van Meter:

—Yo conocí a Bob cuando él era patrullero y yo, sargento. Ahora somos «Walt» y «señor Gallaudet».

—Sigo siendo «Bob». Y tú solías llamarme «hijo».

—Volveré a hacerlo, Robert. Si retiras tu apoyo al juego en el distrito.

Una broma estúpida: el legislativo del estado no aprobaría la ley. Cartas, tragaperras y apuestas, confinadas a ciertas zonas y gravadas con muchos impuestos. Los policías estaban en contra; Gallaudet aprovechaba el tema para conseguir votos.

—Cambiará de idea. Es un político.

No hubo risas. Bob carraspeó, incómodo.

—Parece que la investigación sobre el boxeo está acabada. Con Johnson muerto, no tienen ningún testigo que pueda confirmar nada y tengo la impresión de que Noonan sólo utilizaba a Reuben Ruiz porque su nombre suena. ¿No estás de acuerdo, Dave?

—Sí, Reuben es una celebridad local que despierta simpatías. Al parecer, Mickey C. cometió la torpeza de intentar apoderarse de su contrato, de modo que Noonan, probablemente, se proponía utilizar a Mickey y aprovecharse de su popularidad.

Exley, entrando a cuchillo:

—Y todos sabemos que el teniente es un experto en Mickey Cohen.

—Nos conocemos de antiguo, jefe.

—¿En calidad de qué?

—Le he ofrecido cierto asesoramiento legal. Gratis.

—¿Por ejemplo…?

—Por ejemplo, «no le busques problemas al departamento de Policía», Por ejemplo, «cuidado con el detective jefe Exley, porque nunca dice exactamente lo que piensa».

Gallaudet, tranquilizador:

—Vamos, vamos, ya basta. El alcalde Poulson me pidió que convocara esta reunión, de modo que estamos empleando su tiempo. Y tengo una idea, que es conservar a Ruiz de nuestro lado. Le utilizaremos para apaciguar a los mexicanos de Chavez Ravine: si el asunto de los desahucios se pone feo, Ruiz puede ser nuestro relaciones públicas. ¿No tiene antecedentes por robo?

—Correccional juvenil por robo con allanamiento. He oído que formaba parte de una banda de ladrones de casas y sé que sus hermanos también hacen trabajitos. Tienes razón: podríamos utilizarle. Prometerle que no habrá líos con su familia si colabora.

Van Meter:

—Me gusta.

—¿Qué hay de Diskant? —Gallaudet. Yo me lancé a fondo:

—Es un rojillo, ¿no? Entonces, ha de tener algunos colegas comunistas. Daré con ellos y los intimidaré. Los amenazaré con sacarlos por la tele y seguro que lo delatarán.

Bob, moviendo la cabeza:

—No. Es demasiado inconcreto y no tenemos tiempo suficiente.

—Chicas, chicos, licores…, denme una debilidad. Escuchen, anoche metí la pata. Déjenme que cumpla mi penitencia.

Silencio, largo, sonoro. Van Meter, tras un suspiro:

—Tengo entendido que le gustan las jovencitas. Se supone que engaña a su mujer con mucha discreción. Le gustan las chicas de universidad. Jóvenes, idealistas.

Bob, con un asomo de sonrisa presuntuosa:

—Dudley Smith puede encargarse de prepararlo. Ya ha hecho cosas parecidas otras veces.

Exley, con extraña insistencia:

—No; Dudley, no. Klein, ¿conoce a la gente adecuada?

—Conozco a un redactor jefe de la Hush-Hush. Puedo hablar con Pete Bondurant para las fotos y con Fred Turentine para poner los micrófonos. Subdirección reventó una casa de citas la semana pasada y tenemos pendiente de pagar la fianza a la chica perfecta para el asunto.

Intercambio de miradas. Exley, con una media sonrisa:

—Entonces, cumpla su penitencia, teniente.

Bob G., diplomático:

—Vamos, Ed, sé amable. Dave me dejó estudiar sus apuntes en la escuela de Derecho.

Desfile hacia la salida. Gallaudet, tan tranquilo; Van Meter, con aire avergonzado.

—¿Y los federales? ¿Pedirán una investigación?

—Lo dudo. El año pasado, Johnson estuvo noventa días en observación en Camarillo y los doctores le confirmaron a Noonan que el tipo era inestable. Seis hombres del FBI han peinado el barrio buscando testigos pero no han llegado a ninguna parte. Serían idiotas si abrieran una investigación. Está usted limpio, teniente, pero no me gusta el aspecto del asunto.

—¿Habla usted de negligencia criminal?

—Hablo de sus relaciones con criminales, bastante conocidas y que vienen de antiguo. Hablo, y me quedo corto, de que tiene «trato» con Mickey Cohen, un objetivo de la investigación que ha echado por tierra con su negligencia. Alguien con un poco de imaginación podría dar un pequeño salto a «conspiración criminal», y Los Angeles está llena de gente así. Ya ve cómo…

—Jefe, escuche…

—No, escuche usted. Les asigné esa misión a usted y a Stemmons porque confiaba en su competencia y quería una opinión de abogado sobre los planes de los federales en nuestra jurisdicción. Y lo que he conseguido ha sido, «¡Aleluya, puedo volar!» y «Detective estornuda mientras un testigo salta por la ventana.»

Reprimí una carcajada.

—¿Dónde nos deja eso?

—Dígamelo usted. ¿Tiene idea de qué piensan hacer los federales, además de la investigación sobre el boxeo?

—Yo diría que, con Johnson muerto, poca cosa. Ruiz me habló de que Noonan tenía la vaga idea de montar una investigación del crimen organizado del Southside: drogas, las máquinas tragaperras y expendedoras de Darktown… Si esos planes se quedan en nada, la imagen del LAPD puede salir malparada. Pero si la investigación se pone en marcha, Noonan correrá a anunciarlo. Le encantan los titulares. Eso nos dará ocasión de prepararnos.

Exley sonrió.

—Mickey Cohen dirige el negocio de las monedas en el Southside. ¿Le avisará de que lo deje?

—Ni soñarlo. Cambiando de tema, ¿ha leído el informe sobre la casa de apuestas?

—Sí. Excepto los disparos, todo fue correcto. ¿Qué sucede? Me mira como si quisiera algo.

Me serví café.

—Écheme una mano a cambio de lo de Diskant.

—No está en situación de pedir favores.

—Después de Diskant, lo estaré.

—Entonces, pida.

Un café malísimo.

—Subdirección me aburre. Pasaba casualmente por Robos y he visto pendiente un caso que tiene buen aspecto.

—¿El atraco a la tienda de electrodomésticos?

—No, el trabajo del almacén de pieles Hurwitz. Un millón en pieles desaparecido, sin rastro, y Junior Stemmons pilló a Sol Hurwitz en una partida de dados el año pasado. Es un jugador empedernido, de modo que apostaría por un fraude para cobrar el seguro.

—No. El caso es de Dudley Smith y ha descartado la estafa. Y usted es un oficial con mando, no un sabueso de casos.

—Entonces, sáltese las normas. Yo le encierro a ese comunista y usted me hace ese favor.

—No, es trabajo de Dudley. El caso tiene tres días y ya le ha sido asignado a él. Además, no me gustaría tentarle a usted con objetos vendibles como esas pieles.

Tirando a dar. Esquivé el dardo:

—Usted y Dud no se llevan bien. Él aspiraba a detective jefe, pero usted consiguió el cargo.

—Los oficiales con mando siempre se aburren y quieren casos. ¿Tiene alguna razón particular para pedirme éste?

—Robos está limpio. Y usted no sospecharía de mis amigos si me ocupara de asaltos y atracos.

Exley se puso en pie.

—Una pregunta antes de que se marche.

—¿Señor?

—¿Algún amigo suyo le dijo que empujara por la ventana a Sanderline Johnson?

—No, señor. Pero ¿no se alegra de que el tipo saltara?

Pasé la noche fuera, en una habitación del Biltmore. Los periodistas ya debían de haber localizado mi piso. No soñé nada. Servicio de habitaciones: seis de la tarde, desayuno, periódicos. Nuevos titulares: «La Fiscalía Federal, furiosa con el policía «negligente»»; «Detective dice lamentar el suicidio de un testigo». Puro Exley: la nota a la prensa, mis lamentaciones…, todo cosa suya. Página tres, más Exley: sin pistas del asunto Hurwitz; una banda con expertos en electrónica y herramientas se había llevado más de un millón en pieles. Foto: un guardia de seguridad lleno de vendajes; Dudley comiéndose con los ojos un visón.

Robos, agradable trabajo: pescar al ladrón y quedarse con el botín.

Manos a la obra con el comunista: llamadas telefónicas.

Fred Turentine, el de los micrófonos: sí, por quinientos. Pete Bondurant: sí, por uno de los grandes, y él pagaría al fotógrafo. Pete, íntimo de Hush-Hush: más presión en el chantaje.

La celadora de la cárcel para mujeres me debía un favor; una tal La Verne Benson la liberó de la deuda. La Verne: tercera denuncia por prostitución, sin fianza, sin fecha de juicio. La Verne al teléfono: supón que perdemos tu ficha… ¡Sí, sí, sí!

Inquieto. Mi estado habitual después de matar. Entre inquieto e impaciente. Subo al coche.

Una ronda por mi casa. Periodistas. Imposible quedarse allí. Sigo hacia Mulholland, semáforos en verde/sin tráfico: 90, 100, 120. Coleadas, derrapaje en una curva: más despacio, me digo.

Pienso en Exley.

Inteligente, frío. En el cincuenta y tres se cargó a cuatro negros: punto final del caso del Night Owl. Primavera del cincuenta y ocho: las pruebas demuestran que los muertos no tenían nada que ver. El caso fue reabierto; Exley y Dudley Smith se encargaron de él: el mayor trabajo en la historia de Los Angeles. Homicidios múltiples/redes de obscenidad/conspiraciones interrelacionadas: Exley lo resolvió de una vez por todas. Su padre, un rey de la construcción, se suicidó sin razón aparente; Ed, ya inspector, heredó su dinero. Thad Green dejó el puesto de detective jefe; Parker, el gran jefe, se saltó a Dudley para reemplazarlo por Edmund Jennings Exley, treinta y seis años.

No se llevaban bien, Exley y Dudley: dos odios mutuos.

Ninguna remodelación en la sección de Detectives; simplemente, Exley frío como un témpano.

Semáforos en verde hasta la casa de Meg. Su coche delante de la entrada. Meg, en la ventana de la cocina.

La observé.

Lavando los platos. Una cadencia en sus manos; quizás una música de fondo. Sonriente. Casi mi mismo rostro, pero en dulce. Toco el claxon…

Sí; un rápido retoque: el cabello, las gafas. Una sonrisa. Nerviosa.

Subí los peldaños al trote. Meg aguardaba con la puerta abierta.

—Tenía el presentimiento de que me traerías un regalo.

—¿Por qué?

—La última vez que saliste en los periódicos me compraste un vestido.

—Eres la más lista de la familia. Vamos, ábrelo.

—Qué cosa más terrible, ¿no? Lo han dado por la tele.

—El tipo estaba sonado. Vamos, ábrelo.

—David, tenemos que hablar de un asunto.

Con suavidad, la empujé adentro.

—Vamos…

Meg tira, rasga. Jirones de papel de envoltorio. Una exclamación, una carrera al espejo: seda verde, la talla perfecta.

—¿Te va?

Un torbellino. Las gafas casi vuelan.

—¿Me subes la cremallera?

Se lo ajusta y tiro de la cremallera. Perfecto.

Meg me dio un beso y se miró en el espejo.

—Cielos, tú y Junior. Él tampoco puede dejar de admirarse.

Un giro, un recuerdo: el baile de promoción del treinta y cinco. El viejo dijo que llevara a Sissy; los chicos que la perseguían no eran adecuados.

—Es bonito. Como todo lo que me regalas. —Meg suspiró—. ¿Qué tal Junior Stemmons, últimamente?

—Gracias, de nada, y Junior Stemmons está regular. En realidad, no está hecho para el trabajo de detective y, si no fuera porque su padre me consiguió el mando de Subdirección, le devolvería a su puesto de instructor de una patada en el culo.

—¿No tiene una personalidad suficientemente enérgica?

—Exacto. Y con una sensibilidad de perrito caliente que aún lo hace resaltar más. Y más nervios que si estuviera vaciando la caja fuerte de las drogas en Narcóticos. ¿Dónde está tu marido?

—Repasando los planos de un edificio que está proyectando. Y ya que hablamos de eso…

—Mierda. Nuestros edificios, ¿no? ¿Morosos? ¿Alguien se ha ido sin pagar?

—Somos caseros de barrio pobre, así que no te sorprendas. Son las casas de Compton. Tres inquilinos con atrasos.

—Aconséjame, pues. Tú eres la agente inmobiliaria.

—Dos de los morosos deben un mes; el otro, dos. Conseguir una orden de desahucio lleva noventa días y precisa una vista ante el juez. Y tú eres el abogado.

—Detesto los litigios, maldita sea. ¡Y siéntate de una vez!

Meg se arrellanó en una silla. Una silla verde, el vestido verde. El verde en contraste con el pelo: negro, un poco más oscuro que el mío.

—Eres un buen litigador, pero sé que te limitarás a enviar a unos cuantos matones con papeles falsos.

—Es más sencillo de este modo. Enviaré a Jack Woods o a alguno de los muchachos de Mickey.

—¿Armado?

—Sí, y peligroso. Ahora, dime otra vez que te encanta el vestido. Dímelo para que pueda irme a casa y dormir un rato.

Contando puntos, nuestra vieja costumbre:

—Uno, me encanta el vestido. Dos, me encanta mi hermano mayor, aunque se llevara todo el atractivo y la mayor parte del cerebro. Tres, como novedades te diré que he dejado de fumar otra vez, que estoy harta de mi trabajo y de mi marido y estoy pensando en acostarme con alguien antes de que cumpla los cuarenta y pierda el resto de mis encantos. Cuatro, si conocieras a algún hombre que no fuera policía o ladrón, te pediría que me lo presentaras.

Réplica a los puntos:

—Yo tengo el atractivo de Hollywood, tú tienes el auténtico encanto. No te acuestes con Jack Woods, porque la gente tiene una extraña propensión a dispararle y porque la primera vez que Jack y tú intentasteis vivir juntos, la cosa no duró mucho. Y conozco algunos fiscales, pero te aburrirían.

—¿Quién me queda? Como consorte de un gángster, fui un fracaso.

La habitación osciló. Se consumió el tiempo.

—No lo sé. Vamos, acompáñame a la puerta.

Seda verde; Meg la acarició.

—Estaba pensando en ese curso de lógica al que asistimos en la universidad. Ya sabes, causa y efecto.

—¿Sí?

—Yo… en fin, los periódicos traen un delincuente muerto,

y yo recibo un regalo…

Osciló de mala manera.

—Déjalo.

—Trombino y Brancato, luego Jack Dregna. Cariño, puedo vivir de recuerdos.

—Tú no me quieres como yo a ti.