Capítulo 46

Deje el hospital como flotando en una nube. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Comprometerse con una mujer que menos de veinticuatro horas antes casi hace que le maten?

—Ella casi le quitó la vida —le dije, luchando por entender aquello.

—Pero siempre me ha amado, y no lo sabía. Una mujer tan bella… Y yo tratándola de esa manera…

—Ella podía haberse ido. Podía haber pedido un aumento de sueldo. Podía haber descolgado el puto teléfono. ¿Por qué cojones tenía que mandarle un asesino a que le pisara los talones?

—Se equivocó. ¿Es que usted no se ha equivocado nunca, señor Rawlins?

De camino hacia Santa Mónica, yo me sentía furioso. Allí estaba, herido por Bonnie, que con una mano intentaba salvar la vida de mi hijita y con la otra acariciaba a su nuevo amante. Y ahora Lee perdonaba un intento de asesinato y lo recompensaba con una promesa de matrimonio.

Abrí todas las ventanillas y me fumé un cigarrillo tras otro. La radio emitía canciones pop con tristes palabras y compases débiles. Podría haber estrellado mi coche contra un muro de ladrillos en aquel mismo momento. Quería hacerlo.

—Aquí los tenemos, Easy —me dijo Jackson—. Aquí están los nombres del registro de visitas de la última semana.

Terrance Tippitoe no había sido nada sutil en su procedimiento. Se había limitado a arrancar las siete hojas de papel del libro de invitados, y las había doblado en cuatro.

Examiné los documentos durante unos veinticinco segundos, no más, y supe quién era la mente criminal. Ya sabía por qué, y sabía cómo. Pero todavía no veía una salida a nada de todo aquello, a menos que yo también me convirtiese en asesino.

—¿Qué hay, Easy? —me preguntó Jackson.

Me metí las hojas del libro de visitas en el bolsillo pensando que si conseguía implicar al asesino en la muerte de Rega Tourneau, quizá podría avisar a la policía. Después de todo, yo me trataba de tú con Gerald Jordán, el jefe de policía local. Podía pasarle aquellos papeles y dejar que ellos hiciesen el resto.

—¿Easy? —dijo Jackson.

—¿Sí?

—¿Qué pasa?

Aquello me hizo reír. Jackson también se rio. Jewelle vino a sentarse tras él. Le pasó las manos en torno al cuello.

—No pasa nada, Blue. Acabo de saltar unos cuantos obstáculos, eso es todo. Unos cuantos obstáculos…

Jackson y Jewelle supieron dejarlo así.

Por aquel entonces no era capaz de pensar con claridad. Habían ocurrido demasiadas cosas y yo podía controlar muy pocas. Tenía que verme cara a cara con el jefe de Cicerón. Y en aquella reunión yo debía tomar una decisión. Una semana antes, el único crimen que pensaba cometer era un asalto a mano armada, pero ahora la cosa había derivado a asesinato con premeditación.

Fuera cual fuese el resultado, no podía llevar la misma ropa ni un día más. Me imaginé que Joe Cicerón tendría cosas mejores que hacer que vigilar mi piso, así que me fui a casa.

Pasé dos veces rodeando la manzana, buscando cualquier señal del asesino de alquiler. No parecía estar por allí. Quizás estuviese muerto, o al menos inutilizado.

Saqué los bonos de la guantera del coche deportivo y, con ellos debajo del brazo, me dirigí hacia la puerta principal.

Pegado a la puerta se encontraba un grueso sobre blanco. Lo cogí pensando que tendría algo que ver con Axel o con Canela o incluso con Joe Cicerón.

Abrí la puerta y entré en el vestíbulo. Dejé los bonos en el canapé y abrí la carta. Era de un abogado que representaba a Alicia y Nate Román. Me denunciaban por haberles causado un grave trauma físico y un gran sufrimiento mental. Habían sufrido daños en el cuello, caderas y columna vertebral, y ella tenía graves laceraciones en la cabeza. Sólo se habían roto un hueso, pero tenían numerosas contusiones. Ambos habían acudido al mismo médico, un tal doctor Brown. El coste de su enorme padecimiento era de cien mil dólares… cada uno.

Me dirigí hacia la cocina con la idea de beberme un vaso de agua. Al menos, podía hacer aquello sin que me pegasen un tiro, o me espiasen, o me denunciasen.

Vi su reflejo en el cristal de la puerta del armarito. Venía rápido, pero en aquella décima de segundo me di cuenta, primero, de que el hombre no era Joe Cicerón, y segundo de que, como el Ratón, Cicerón había enviado a un representante suyo a que me vigilase. Luego, cuando estaba medio vuelto hacia él, me golpeó con una cachiporra o algo así, y el mundo se puso a dar vueltas y se coló por un desagüe que se abrió a mis pies.

Perdí la conciencia pero una parte de mi mente luchaba por despertarse. De modo que me desperté en sueños, en mi propio lecho. Junto a mí se encontraba un hombre con la piel muy oscura. Abrió los ojos al mismo tiempo que yo abría los míos.

—¿Dónde está Bonnie? —le pregunté.

—Se ha ido —dijo, de un modo tan tajante que todo el aire escapó de mi pecho.

El sol de la mañana que se colaba a través de la ventana de la cocina me despertó, pero fueron las náuseas las que me obligaron a ponerme en pie. Fui al baño y me senté junto al inodoro, esperando vomitar… pero no lo hice. Me duché, me afeité, me acicalé y me vestí.

Los bonos habían desaparecido, desde luego. Imaginé que tenía suerte de que Cicerón hubiese enviado a un suplente. También tenía suerte de que los bonos estuviesen allí mismo, para que los robasen. De otro modo, Joe podía haber venido y haberme hecho mucho daño hasta que se los entregase. Y luego me habría matado.

Yo era un hijo de puta con suerte.

Pero antes de salir corriendo decidí llamar a un número que tenía grabado en la memoria. Tengo gran facilidad para recordar números, siempre la he tenido.

Ella me respondió al sexto timbrazo, sin aliento.

—¿Sí?

—¿La invitación sigue en pie?

—¿Easy? —exclamó Cynthia Aubec—. Pensaba que nunca volvería a oír hablar de usted.

—Eso se podría interpretar como una amenaza, abogada.

—No. Pensaba que no le gustaba.

—Sí que me gusta —dije—. Me gusta aunque me haya mentido.

—¿Mentir? ¿Sobre qué?

—Fingió que no tenía relación alguna con Axel, pero aquí veo que usted firmó en la residencia de ancianos Westerly para ir a visitar a Rega Tourneau. Cynthia Tourneau-Aubec.

—Tourneau es el nombre de soltera de mi madre. Aubec era mi padre —replicó ella.

—¿Nina es su madre?

—Parece saberlo todo de mí.

—¿Sabía lo que estaba intentando hacer Axel?

—Él se equivocaba, señor Rawlins. Son nuestros padres, nuestra familia. A lo hecho, pecho.

—¿Y por eso le mató?

—No sé de qué me habla. Axel me dijo que se iba a Argelia. No tengo motivo alguno para creer que esté muerto.

—Usted trabajaba en la oficina del fiscal cuando Joe Cicerón fue juzgado, ¿verdad?

Ella no respondió.

—Y visitó a su abuelo sólo unas horas antes de que le encontrasen muerto.

—Era muy viejo. Estaba muy enfermo. Su muerte realmente ha sido una bendición.

—Quizá quería confesar antes de morir. Algo acerca de sus viajes al Tercer Reich y fotos pornográficas suyas con niñas de doce años.

—¿Desde dónde llama? —me preguntó.

—Desde L. A. Desde mi casa.

—Venga aquí… a mi casa. Hablaremos de todo esto.

—¿Qué pasó, Cindy? ¿Estaba en el testamento del abuelito? ¿Temía que el gobierno le quitase todas sus riquezas si salía a la luz la verdad?

—No lo comprende. Entre las drogas y esos amigos locos suyos, Axel sólo quería destruirlo todo.

—¿Y qué pasó con Haffernon? ¿Le entró miedo y se echó atrás? ¿Por eso le mató? Quizá pensase que enfrentarse a una acusación de traición de hace veinte años sería preferible a que le pillasen matando a Philomena.

—Venga a verme, Easy. Podemos solucionar todo esto. Me gusta.

—¿Y qué saco yo? —pregunté. Era una pregunta sencilla, pero detrás de ella había sentimientos complejos.

—Mi madre fue desheredada —dijo ella—. Pero el viejo me puso de nuevo en su testamento recientemente. Pronto seré muy rica.

Dudé el tiempo conveniente, como si estuviese considerando su propuesta. Luego dije:

—¿Cuándo?

—Mañana al mediodía.

—Sin trucos, ¿de acuerdo?

—Sólo quiero explicarme, ayudarle. Eso es todo.

—Vale, iré. Pero no quiero que ande por allí Joe Cicerón.

—No se preocupe por él. Ya no molestará a nadie más.

—Entonces, bien. Mañana a las doce.

Al cabo de una hora me encontraba en un vuelo hacia San Francisco. Había alquilado un coche y me encaminaba hacia una dirección en Daly City donde nunca había estado, pero que conocía. Todo eso me costó unas tres horas.

Era una casa pequeña, con la puerta rosa y el porche azul.

La puerta estaba abierta, de modo que entré sin más.

Cynthia Aubec estaba echada de espaldas en el suelo de madera, con un agujero de bala en el centro de la frente. De pie junto a ella se encontraba Joe Cicerón. Su brazo derecho estaba vendado, y lo llevaba en cabestrillo. En la mano izquierda llevaba una pistola equipada con un enorme silenciador. Tenía que haberla matado mientras yo recorría el caminito de entrada de la casa.

Mi pistola se encontraba en mi bolsillo, inútil. Cicerón sonrió mientras levantaba el arma y me apuntaba a la frente. Ya sabía lo que pensaba al echarle el ojo encima: que nunca cometería el mismo error que yo había cometido.

—Bien, bien, bien —dijo—. Pensaba que tendría que perseguirte por ahí y apareces por aquí como un ganso en Navidad.

Moviendo sólo los ojos miré a ambos lados. No había señal alguna del hombre que me había espiado aquel mismo día, más temprano.

Al otro lado del cadáver de la joven había una mesita baja, encima de la cual se encontraban dos tazas de té. Ella había servido el té antes de que le disparase. La idea era grotesca, pero sabía que no tendría demasiado tiempo para reflexionar sobre ella.

—Lee te va a echar a la policía encima por la muerte de Bowers y de Haffernon —dije, esperando evitar mi propia muerte de alguna manera.

—Yo no los maté. Lo hizo ella —dijo, señalándola con la pistola.

—Pero tú estabas en casa de Bowers —dije—. Tú le amenazaste.

—Lo sabes, ¿eh? Ella me contrató para que encontrara los bonos. Cuando le dije lo que él había dicho, se ocupó de todo el asunto con sus propias manos. —Tosió y echó un vistazo a las tazas de té. Un temblor de esperanza repercutió en el centro de mi pecho.

—¿De Haffernon también?

Él asintió. Había algo en la forma que tenía de mover la cabeza que indicaba que no controlaba del todo.

—¿Por qué? —pregunté, simplemente por hacer tiempo.

—Se estaba volviendo débil. No quería hacer lo que tenían que hacer para mantener su pequeño secretito guardado. Y por eso tuve que matarla. Yo lo sabía —volvió a toser—, más tarde o más temprano, tendría que ir a por mí. Nadie podía saberlo, o si no se derrumbaría todo el castillo de naipes. Por eso trabajo yo. Una familia rica te quita el alma.

—¿Por qué no? —pregunté, de la forma más neutra que pude—. ¿Por qué no podía saberlo nadie?

—Por dinero —dijo él con un movimiento de cabeza algo torcido—. A veces era sencillamente que ella quería su herencia. A veces, se ponía furiosa con el chico por dar por sentado toda esa riqueza, cuando su parte de la familia había sido desheredada.

Enderezó su arma.

—¿Y ella sabía lo de su juicio por la tortura?

—Haces bien los deberes, negro —dijo, y luego tosió. La sangre salpicó sus labios, pero como no tenía ninguna mano libre, no pudo limpiarse.

Salté hacia la izquierda y él disparó. Era bueno. Era diestro y estaba moribundo, pero aun así me dio en el hombro. Usé el impulso para meterme hacia una puerta que había a mi izquierda. Chillando de dolor, me puse de pie. Estaba a medio camino del vestíbulo cuando le oí llegar detrás de mí. Disparó de nuevo, pero no noté nada.

De todos modos me dejé caer.

Mirando por encima del hombro le vi tambalearse hacia delante, disparar una vez más, y luego caer. No volvió a moverse.

Yo estaba en el suelo junto a un baño. Entré intentando no tocar nada. Cogí una toalla del estante que había junto a la bañera y la usé para restañar la hemorragia del hombro.

Cuando la sangre ya no brotaba casi, fui a ver a Cicerón. Estaba muerto. En el bolsillo de su chaqueta llevaba un sobre que contenía veinticinco mil dólares. En una carpeta encima de la mesa baja encontré los bonos y la carta.

Había muchas fotos en los estantes y los alféizares. Algunas eran de Cynthia y su madre, Nina Tourneau.

Una era de Cynthia de niña, en el regazo de su adorado abuelo… pornógrafo, pederasta y traidor nazi.

Cogí los bonos y dejé la carta para que los polis tuvieran en qué pensar. Las tazas de té tenían el mismo olor fuerte que la taza en casa de Axel… y sólo habían bebido de una.