—¿Por qué vamos hacia el oeste, Easy? —me preguntó Jackson.
Estábamos en el bulevar de Santa Mónica.
—Volvemos a Ozone a recoger tu coche, tío.
—¿Por qué?
—Porque los polis de todo Beverly Hills tienen la descripción de este coche deportivo.
—Ah, claro. Vale.
De camino hacia la residencia, Jackson hizo que me detuviera para comprar una orquídea blanca en una maceta.
—¿Para Jewelle? —le pregunté.
—Para un anciano blanco —dijo Jackson con una sonrisa.
Se sentía violento por no haber averiguado a la primera por qué debíamos cambiar de coche, y por tanto, se las había ingeniado para encontrar el truco que nos introdujese en la residencia de ancianos.
Westerly era una finca grande que ocupaba varias manzanas por encima de Sunset. Había un muro de ladrillo de cuatro metros en torno a los campos verdes, y una verja de hierro también muy alta en la puerta de entrada. Pasamos junto a ella una vez, y luego aparcamos a una cierta distancia, junto a los bosques.
Como disfraz, Jackson se abrochó el botón superior de su camisa, se subió las solapas de la chaqueta y se puso las gafas.
—Jackson, ¿no pretenderás que eso te funcione, verdad? Quiero decir que llevas un traje de doscientos dólares. Sabrán que pasa algo raro.
—Verán mi piel antes que todo lo demás, Easy. Y las flores, y las gafas. Cuando se den cuenta de lo del traje, ya se habrán decidido.
Al arrancar de nuevo, yo me eché en el asiento de atrás. Me dolía mucho detrás de los ojos, y notaba los testículos hinchados. Cuando era mucho más joven, aquel dolor habría significado un orgullo. Lo habría utilizado en las conversaciones de la calle. Pero era demasiado viejo para enmascarar el dolor a base de fanfarronadas.
Al cabo de unos momentos caí en un sueño profundo.
Haffernon se encontraba de pie junto a mí. Estábamos enzarzados en una agria disputa. Me dijo que si él no hubiese hecho negocios con los nazis, alguna otra persona los habría hecho.
—Así es como funciona el dinero, idiota —dijo.
—Pero usted es americano… —aduje.
—¿Cómo es posible que todos digáis eso? —me preguntó, con auténtico asombro—. Tus abuelos eran propiedad de algún hombre blanco. Ni siquiera me llegas a la suela del zapato. Y aun así, ¿crees en la tierra que estamos pisando?
Noté que la rabia crecía en mi pecho. Le habría machacado la cara si el cañón de un arma no hubiese apretado la base de su cráneo. Haffernon notaba la presión, pero antes de que pudiese responder, el arma se disparó. La parte superior de su cabeza saltó entre un chorro de sangre, sesos y hueso.
El asesino dio media vuelta y echó a correr. No podía asegurar si se trataba de un hombre o de una mujer, sólo que él (o ella) eran de corta estatura. Corrí detrás del asesino, pero alguien me cogió del brazo.
—¡Suéltame! —grité.
—¡Easy! ¡Easy! ¡Despierta!
Jackson me sacudía el brazo, despertándome justo antes de que cogiese al asesino. Quería abofetear la cara sonriente de Jackson. Me costó un momento darme cuenta de que era un sueño y de que nunca encontraría al asesino de aquella manera.
Pero aun así…
—¿Qué pasa, Jackson?
—Rega Tourneau ha muerto.
—¿Muerto?
—Murió mientras dormía, anoche. Dicen que le falló el corazón. Pensaban que traía las flores para el funeral.
—¿Muerto?
—La señora que estaba en el mostrador principal me ha dicho que últimamente estaba muy bien. Que había recibido muchas visitas. Los médicos pensaban que quizás hubiese sufrido demasiadas emociones.
—¿Qué visitas eran ésas?
—¿Tienes un par de cientos de dólares, Easy?
—¿Cómo?
Ahora, ya despierto, pensé en la muerte tan conveniente de Rega Tourneau. Tenía que ser un crimen. Y ahí estaba yo de nuevo, en pleno escenario del crimen.
—Doscientos dólares —dijo de nuevo Jackson.
—¿Por qué?
—Terrance Tippitoe.
—¿Quién?
—Es uno de los guardias de aquí. Mientras yo esperaba para ver a la recepcionista, hemos estado hablando. Después le he dicho que igual sabía cómo se podía sacar algo de pasta. Saldrá a las tres.
—Gracias, señor Blue. Es justo lo que necesitaba.
—Vamos a comer —sugirió.
—Pero si has comido hace nada…
—Conozco un sitio por aquí que es realmente bueno.
Yo volví a recostarme y él puso en marcha el coche. Cerré los ojos, pero el sueño no volvió.
—Sí, Easy —me estaba diciendo Jackson.
Yo me comía otros huevos revueltos mientras él daba cuenta de una chuleta en Mulligan's, en Olympic. Nos sentamos en una mesa del rincón. Jackson se bebió también unas cervezas, muy orgulloso de su trabajo en la Residencia Westerly. Pero después de la tercera, su autoestima se evaporó.
—Yo tenía miedo —decía—. Todo el tiempo, día y noche. A veces no podía dormir porque siempre tenía algún miedo en la mente. Algún hombre podía averiguar que le había engañado, o que me había acostado con su mujer o su novia. Algún hijo de puta podía haber oído que yo tenía diez pavos y machacarme la cabeza para quitármelos.
—Pero ahora tienes un buen trabajo y todo te va bien.
—El trabajo no es ninguna mierda, Easy. O sea, que me gusta. O más bien me encanta. Pero el trabajo no me calma la mente. Lo de Jewelle siempre está ahí.
Suspiró y se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—¿Qué pasa, Jackson?
—Sé que no puede durar, eso es.
—¿Por qué no? Jewelle te ama mucho más de lo que amaba a Mofass, y ella le amaba más que a nada, antes de que muriese.
—Porque yo lo voy a estropear todo, tío. Es el destino. Alguna mujer se me meterá en la cama, algún idiota dejará que eche las manos a su dinero. He sido un negro demasiado tiempo, Easy. Demasiado tiempo.
Me preocupaba Feather, nadaba por un río de dolor y rabia llamado Bonnie Shay, me aterrorizaba de muerte Joe Cicerón y me enfrentaba a un rompecabezas sin sentido. A causa de todo aquello, apreciaba la afligida honradez de Jackson. Por primera vez, incluso, noté un auténtico parentesco con él. Nos conocíamos desde hacía más de veinticinco años, pero aquélla era la primera vez que yo sentía que éramos amigos de verdad.
—No, Jackson —dije—. No va a ocurrir nada de eso.
—¿Por qué no?
—Porque yo no dejaré que pase. No dejaré que lo jodas todo. No dejaré que lo jodas con Jewelle. Lo único que tienes que hacer es llamarme y decirme que sientes alguna debilidad. Eso es lo único que tienes que hacer.
—¿Harías eso por mí?
—Pues claro que sí. Llámame en cualquier momento, de día o de noche. Yo estaré ahí contigo, Jackson.
—Pero ¿por qué? Quiero decir que… ¿qué he hecho yo por ti?
—Todos necesitamos un hermano —dije—. Éste es mi turno, eso es todo.
Terrance Tippitoe le había dicho a Jackson que nos reuniéramos con él en una parada de autobús a las tres y cinco. Estábamos allí esperando. Jackson hizo las presentaciones (mi nombre era John Jefferson, y el suyo George Paine). Expliqué lo que deseaba. Por su participación, le daría doscientos dólares.
Terrance ganaba un dólar treinta y cinco por hora en aquel momento, y como no le había pedido que matase a nadie, asintió y sonrió y dijo:
—Sí, señor Jefferson. Soy su hombre.
Se acordó un momento para reunirnos con Terrance a la mañana siguiente.
Antes de separarnos, Jackson accedió a prestarme doscientos dólares.
El mundo era un lugar distinto, aquella tarde.