Después de nuestra conversación pedí a Maya que subiese conmigo al mostrador de enfermeras. Allí la presenté a la señora Bernard, la enfermera jefe, con gafas, y al doctor de la nariz respingona.
—Ésta es la señorita Maya Adamant —dije—. Ella les dirá que es amiga del señor Lee, pero la policía sospecha que tiene algo que ver en su tiroteo. No tienen pruebas, pero no creo que deban dejarla corretear por aquí sin vigilancia.
La asombrada expresión de sus rostros era algo que valía la pena ver.
Maya les sonrió y dijo:
—Es un malentendido. Yo trabajo para el señor Lee. En cualquier caso, esperaré hasta que esté consciente y luego pueden preguntarle si quiere hablar conmigo o no.
La mañana era helada pero yo no me sentía demasiado mal.
Echaba de menos hablar con Bonnie. Durante los años anteriores había hablado con ella de casi todo. Eso significaba una nueva experiencia para mí. Nunca antes había confiado plenamente en otro ser humano. Si eran las cinco de la mañana y yo llevaba fuera toda la noche, podía llamarla y ella estaba allí, tan rápido como podía. Nunca me preguntaba por qué, pero yo siempre se lo explicaba. Al estar con ella, comprendí lo solitario que había estado durante todos mis años de vagabundeo. Pero al encontrarme solo de nuevo también sentí que volvía a la compañía de un viejo amigo.
Me preocupaba la supervivencia de Feather, pero su voz sonaba animada por teléfono, y ya tenía sangre nueva fluyendo por sus venas.
Sangre y dinero eran las divisas con las que negociaba yo. Eran inseparables. Ese pensamiento me hizo sentir mucho más cómodo si cabe. Imaginé que si sabía dónde me encontraba, tenía muchas posibilidades de llegar al lugar adonde me dirigía.
Aparqué en la calle frente a la casa de Raphael Reed un poco después de las siete. Tomé un café en un vaso de papel. El brebaje era tan amargo como flojo, pero me lo bebí para poder permanecer despierto. Quizá Canela estuviese con el joven. Podía esperar.
Sentado allí, repasé todos los detalles que tenía ya. Sabía más del caso de Lee que nadie, pero aun así, había enormes agujeros. Cicerón era el asesino, eso estaba claro, pero ¿quién manejaba sus riendas? Él no podía ser uno de los jugadores de la partida. Tenía que trabajar para alguien: Canela, Maya, incluso Lee o Haffernon. Quizá Bowers le hubiese contratado al principio. Sería bueno conocer las respuestas, por si la policía llamaba a mi puerta.
Cerca de las nueve salió Roget por la puerta principal del edificio turquesa. Llevaba una maleta de tamaño mediano. Podía contener cualquier cosa, podía dirigirse a cualquier parte, pero me sentí intrigado. Y así, cuando el chico pecoso alto y tostado se subió a un Datsun azul claro, yo puse en marcha también mi motor. Me llevó hasta el mismo Hollywood, y aparcó frente a una casa rectangular de cuatro pisos en Delgado. Fue hasta la entrada y luego pasó a la parte de atrás. Al cabo de un momento le seguí.
Iba hacia la puerta delantera de una casita pequeña que había allí detrás. Llamó y le abrió alguien a quien no pude ver. Volví al coche. Cuando me senté, el agotamiento me venció. Me eché atrás en el asiento sólo un momento.
Dos horas después me despertó el sol que me daba en la cara.
El Datsun azul había desaparecido.
Ella llevaba una camiseta y nada más. El suave bulto de sus pezones se marcaba bajo el algodón blanco. También se transparentaba el color oscuro.
Después de responder a mi llamada, no sabía si sonreír o echarse a correr.
—¿Y ahora qué quieres de mí? —me dijo—. Ya te he dado los bonos.
—¿Puedo entrar?
Retrocedió y yo entré. Era otro camarote de transatlántico. Los muebles, de tamaño normal, abarrotaban la diminuta habitación. Había un sofá y una mesa redonda encima de la cual reposaba un televisor portátil. En la radio que había en el alféizar de la ventana sonaba Mozart. Su gusto musical no tenía por qué haberme sorprendido, pero me sorprendió.
En la mesa se veía un bote de cristal vacío que había contenido salchichas de Viena, un vasito de zumo de naranja a medio beber y una bolsa de patatas fritas con gusto a barbacoa vacía.
—¿Quieres beber algo? —me preguntó.
—Agua estaría bien —dije.
Se metió por una puertecita diminuta. Oí abrir un tapón y ella volvió con un vasito de plástico color verde lleno de agua. Me la bebí de un trago.
—¿Quieres más?
—Hablemos —dije yo.
Ella se sentó en un extremo del sofá dorado. Yo me senté en el otro.
—¿Qué quieres saber?
—Primero… ¿quién sabe que estás aquí?
—Sólo Raphael y Roget. Y ahora tú.
—¿Y ellos se chivarán?
—No, en esto no. Raphael sabe que alguien me está buscando, y Roget hace todo lo que le dice Raphael.
—¿Por qué mataste a Haffernon?
Era un giro abrupto, brutal, calculado para desconcertarla. Pero no funcionó.
—Yo no lo hice —dijo, con toda tranquilidad—. Le encontré allí y salí huyendo, pero no le maté. No. Yo no fui.
¿Qué otra cosa podía decir? Quizá que la había atacado, que había intentado violarla.
—¿Y cómo se entiende eso? —pregunté—. ¿Encuentras a un hombre muerto en tu propia habitación y no sabes cómo le han matado?
—Es la verdad.
Meneé la cabeza.
—Pareces cansado —dijo ella, con simpatía.
—¿Cómo consiguió entrar Haffernon en tu habitación?
—Yo le llamé.
—¿Cuándo?
—Justo después de verte a ti. Le llamé y le dije que quería librarme de los bonos. Le pregunté si me los compraría por su valor nominal.
—¿Y qué hay de la carta?
—También se la quedaría él.
—¿Cuándo se suponía que iba a tener lugar esa reunión?
—Hoy. Esta tarde.
—¿Y cómo es que apareció muerto en el suelo de tu habitación ayer?
—Después de hablar contigo por última vez me di cuenta de que Haffernon podía enviar a aquel hombre de la chaqueta de piel de serpiente a matarme y a coger los bonos, de modo que fui a ver a Raphael y le pedí que llevase los bonos a tu amigo.
—¿Por qué?
—Porque aunque yo apenas te conocía, pareces la persona más fiable que he conocido, y además… —Sus palabras se fueron extinguiendo a medida que una idea mejor tomaba las riendas.
—Además, ¿qué?
—Me imaginé que tú no sabrías qué hacer con los bonos, y por lo tanto, no tenía que preocuparme de que intentases cobrarlos.
Eso me hizo reír.
—¿Qué te divierte tanto?
Le hablé de Jackson Blue, de que estaba dispuesto en aquel mismo momento a cambiarlos. Pude ver la sorpresa en su rostro.
—Mi tío Thor me dijo una vez que por cada cosa que aprendes, olvidas otra —dije.
—¿Y qué significa eso?
—Que mientras te enseñaban toda esa sabiduría y conocimientos del mundo blanco en Berkeley, olvidabas de dónde venías y cómo hemos sobrevivido todos estos años. A lo mejor fingíamos que éramos idiotas, pero ¿sabes?, tú te has ido tan lejos que has empezado a pensar que lo fingido era real.
Canela sonrió. La sonrisa se agrandó de oreja a oreja.
—Dime exactamente qué le ocurrió a Haffernon —dije.
—Es tal y como te he dicho. Le llamé y le di una cita para que se reuniera conmigo en el motel.
—¿A qué hora?
—Hoy a las cuatro —dijo—. Entonces me puse nerviosa y fui a darle los bonos a Raphael para que se los entregara a tu amigo…
—¿Y qué hora era entonces?
—Justo después de hablar contigo. Volví sobre las cinco Y entonces le vi en el suelo. Había llegado temprano, demasiado temprano.
—Pero ¿quién pudo matarle, si no fuiste tú?
—No lo sé. No fui yo. Pero cuando hablé con él, dijo que no era el único interesado, que lo que planeaba hacer Axel hundiría a muchas personas inocentes.
Pensé en la bala que había matado a Haffernon. Había entrado por la base del cráneo y salido por la parte superior. Era un hombre alto. Con toda probabilidad, le había matado o bien un hombre muy bajo o bien una mujer.
—¿Diste tu nombre auténtico en el motel?
—No. No lo hice. Me hice llamar Mary Lomen. Son los nombres de dos personas que conocí en el norte.
Las pruebas son algo extraño. Para los policías y los abogados dependen de evidencias palpables: huellas digitales testigos presenciales, lógica irrefutable o autoincriminación. Pero para mí, la prueba es como la niebla de la mañana en un terreno difícil. Se ve el paisaje y luego no se ve. Y lo único que puedes hacer es intentar recordarlo todo y vigilar dónde pisas.
El hecho de que Philomena hubiese entregado aquellos bonos a Primo significaba algo. Me hacía dudar. Mientras yo pensaba en todo aquello, Philomena iba avanzando por el sofá.
—Bésame —me ordenó.