Treinta segundos después de que Lee se fuese, una parte de la pared que había a mi izquierda se bamboleó y luego se movió hacia atrás. El Ratón salió por la abertura, con un traje rojo y camisa negra. Sonreía.
—No me habías dicho que tenías los bonos, Ease.
—Pues claro que sí. Al mismo tiempo que se lo decía a Lee.
La sonrisa no se borraba del rostro de Raymond. No le importaba que un hombre mantuviese sus cartas bien pegadas a la chaqueta. Lo único que le importaba era que al final él obtuviese la parte que le correspondía del bote.
—¿Qué piensas? —le pregunté mientras salía del bar.
—Me gusta ese tío. Está como una cabra. Y es listo también. Lo sé porque un minuto después de que entrase, yo ya creía que tenía que pegarle un tiro en la cabeza al hijo de puta si empezaba a tocar las narices.
Y eso lo dijo sesenta segundos después de que Lee dejase la habitación. Estábamos a mitad de camino hacia el bar. El Ratón pidió un escocés y yo estaba a punto de pedir un Virgin Mary cuando sonaron seis o siete detonaciones fuera.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Mike.
Miré a Raymond. Llevaba su pistola cuarenta y uno de largo cañón en la mano.
Entonces, en la calle, retumbaron dos explosiones. Disparos de escopeta. Me dirigí hacia la puerta sacando la pistola del bolsillo. El Ratón iba delante de mí. Abrió la puerta moviéndose hacia abajo y hacia la izquierda. Un coche aceleró y unos neumáticos chirriaron. Vi un coche (no pude distinguir el modelo) coleando mientras se alejaba.
—¡Easy! —El Ratón se inclinó hacia Robert Lee y le abrió el abrigo y la camisa.
Había una escopeta recortada junto a la mano derecha del detective, y la sangre corría libremente por el lado derecho de su cuello. Cuando el Ratón le abrió la camisa, vi el chaleco antibalas de la policía que llevaba al menos cinco agujeros de bala.
El Ratón sonrió.
—Ah, sí. La única forma, un disparo en la cabeza.
Tapó con su mano la herida del cuello. Lee levantó la vista y nos miró, jadeante. Estaba conmocionado, pero todavía no habían acabado con él.
—Ella me ha traicionado —dijo.
—Coge el coche, Easy. Este chico necesita un médico.
Me senté con Lee en el asiento de atrás mientras el Ratón conducía el coche trucado de Primo. Tenía la cabeza y los hombros del tocayo del general apoyadas en mi regazo, y le apretaba la camisa desgarrada contra la herida.
—Me ha traicionado —repitió Lee.
—¿Maya?
—Le dije que venía a ver a Saúl.
—¿Por qué hizo eso?
Sus ojos se ponían vidriosos. No estaba seguro de que me oyese.
—Ella no lo sabe, pero si lo que usted ha dicho… lo que ha dicho…
—Vamos, Bobby, calle. Vamos.
—Ella lo sabía. Sabía dónde íbamos a quedar. Yo no le expliqué lo que había hablado con Saúl, pero ella lo sabía, y me ha traicionado con esa serpiente de Cicerón…
No cerró los ojos pero perdió el conocimiento. No pude sacarle ni una palabra más.
Había poco movimiento aquella noche en la sala de urgencias. Lee era el único herido de arma de fuego en el hospital. Quizá fuese a causa de eso, o quizá por el hecho de que era blanco, el caso es que le atendieron rápidamente. Le pusieron en una cama del hospital y le conectaron a tres máquinas antes de que yo hubiese acabado siquiera de rellenar los documentos.
Cinco minutos después llegó la policía.
Cuando vi entrar a los tres tipos con uniforme me volví hacia el Ratón, dispuesto a decirle que se deshiciera del arma. Pero él ya no estaba por ninguna parte. El Ratón sabía que aquellos policías llegarían antes de que apareciesen por allí. Era tan intuitivo en las calles como Willie Pepp lo ha sido en el ring.
—¿Es usted quien le ha traído? —me preguntó a bocajarro el jefe de los policías, un sargento con el cabello plateado.
Los otros policías de uniforme realizaron un ensayo de maniobra de flanqueo.
—Desde luego. Easy Rawlins. Nos habíamos reunido en el bar de Mike y él acababa de salir. He oído disparos y he salido corriendo… y le he encontrado tirado en el suelo. Un coche huía del lugar, pero ni siquiera puedo asegurar de qué color era.
—Hemos recibido informes de que se encontró una escopeta de cañones recortados en el suelo. ¿A quién pertenecía?
—No tengo ni idea, oficial. Vi el arma, pero no la toqué… era una prueba.
Yo estaba demasiado tranquilo para aquel hombre. Estaba acostumbrado a que la gente se agitase mucho después de un tiroteo.
—¿Y dice usted que estaba bebiendo con la víctima? —me preguntó.
—He dicho que me había reunido con él.
—¿Qué tipo de reunión?
—Soy detective, sargento. Detective privado. El señor Lee, que es la víctima, es detective también.
Le tendí mi licencia. Estudió la tarjeta con mucho cuidado, tomó un par de notas en una libretita con tapas de cuero negro y luego me la devolvió.
—¿En qué trabajaban?
—Un control de seguridad de Maya Adamant. Es una agente que trabaja con él de vez en cuando.
—¿Y por qué salió usted huyendo del escenario?
—¿Le han disparado a usted alguna vez en el cuello, sargento?
—¿Cómo?
—Espero que no, pero si alguna vez le ocurre, estoy seguro de que querrá que alguien le lleve al médico a toda velocidad. Porque como comprenderá, ningún informe policial del mundo merece que alguien muera desangrado en Slauson.
El sargento no era mal tío. Simplemente, cumplía con su obligación.
—¿Vio usted al que disparó? —me preguntó.
—No señor. Sólo el coche, como le he dicho.
—¿Y la víctima…?
—Lee —dije.
—¿Dijo algo?
—No.
—¿Recibió algún disparo el agresor?
—No lo sé.
—Encontraron sangre más allá, en la misma manzana —dijo el sargento—. Por eso se lo pregunto.
Me miró a la cara. Yo meneé negativamente la cabeza esperando que Joe Cicerón estuviese muriéndose en alguna parte.
Un joven doctor blanco con la nariz respingona se acercó a nosotros.
—Su amigo se pondrá bien —me dijo—. No tiene grave daños vasculares. El disparo le ha atravesado.
—¿Puedo hablar con él? —preguntó el policía al médico.
—Está conmocionado y sedado —dijo el doctor. No miró al policía a los ojos. Me pregunté qué secretos tenía que ocultar—. No podrá hablar con él hasta mañana.
Al ver que por allí no había salida, el policía volvió a mí.
—¿Puede contarme algo más, Rawlins?
Le podría haber dicho que me llamase «señor», pero no lo hice.
—No, sargento. Es todo lo que sé.
—¿Cree que esa mujer a la que están investigando podría tener algo que ver con esto?
—No sabría decirle.
—Dice que la estaba investigando.
—Mis hallazgos no fueron concluyentes —dije, peleándome con la jerga.
El policía me miró un momento y luego se rindió.
—Ya tengo su información. Quizá le llamemos.
Yo asentí y el policía se llevó al doctor a algún sitio para hacer su informe.
Todo se calmó al cabo de media hora o así. La policía se fue, el médico se dedicó a otros pacientes. El Ratón se había ido hacía rato.
Yo me quedé por allí porque sabía que alguien quería a Lee muerto, y mientras estuviese inconsciente, sentí que tenía que vigilarle. No era un acto tan desinteresado como podía parecer. Todavía necesitaba que el altivo y menudo detective interviniese para librarme de Cicerón. No sabía si Lee en realidad había visto a Cicerón dispararle, si Lee le había disparado, y, si lo había hecho, si la herida había resultado fatal. Tenía que actuar como si Cicerón todavía estuviese en el juego y tan mortífero como siempre.
Lo único que valía la pena leer en los estantes de revistas de la sala de espera era una publicación de ciencia ficción llamada Mundos del mañana. Encontré en esa revista una historia llamada «Bajo el gaddyl». Era un cuento sobre el futuro del hombre, el futuro del hombre blanco, donde toda la humanidad blanca quedaba esclavizada bajo una raza alienígena… los gaddyl. El objetivo del personaje principal, un esclavo liberado por los gaddyl, era emancipar a su pueblo. Leí la historia con un cierto asombro. La gente blanca de todo el país comprendía los problemas a los que nos enfrentábamos yo y los míos, pero de algún modo, sentían poca compasión por nuestros padecimientos.
Yo pensaba en ello cuando una sombra cayó sobre mi página. Por el perfume supe quién era.
—Hola, señorita Adamant —dije, sin levantar la vista.
—Señor Rawlins.
Ella tomó asiento junto a mí y se inclinó hacia delante, al parecer llena de preocupación.
—Sabe que usted le traicionó. Se lo ha dicho a la policía —dije.
—¿De qué está hablando?
—Sabe que usted envió a Cicerón para que le disparase.
—Pero… yo no lo hice.
Disimulaba muy bien.
—Si no sabe nada acerca de lo de esta noche, ¿qué cojones hace aquí? ¿Cómo demonios ha sabido que estaba en esta sala de urgencias?
—He venido porque sabía que usted o Saúl le hablarían de nuestras conversaciones. Quería hablar con él, explicarme.
—Entonces, ¿estaba fuera del bar viendo cómo disparaban a su jefe?
—No. Estaba en el hotel Clarendon. He oído las noticias acerca del tiroteo. Sabía dónde era la reunión.
—¿Y qué pasa con Cicerón? —pregunté. Su rostro se puso blanco. Supongo que era la forma que tenía de concentrarse y resolver algún problema. Yo era el problema.
—Me llamó —dijo.
—¿Cuándo?
—Después de hablar con usted. Quería hablar con el señor Lee, pero yo le dije que toda la información tenía que pasar por mí. Él dijo que teníamos intereses comunes, que quería encontrar a Philomena Cargill y un documento que Axel le había entregado.
—¿Y qué dijo usted?
—Yo le dije que no sabía dónde estaba Canela.
Si hubiera podido, Maya se habría detenido ahí. Pero yo adelanté las manos como el monstruo de Frankenstein interpretado por Boris Karloff justo antes de asesinar a la niñita.
—Dijo que quería reunirse con usted y me preguntó si sabía dónde estaba —añadió.
—¿Yo?
—Dijo que si alguien podía encontrar a Philomena ése era usted.
—¿Y cómo me conocía él? —pregunté.
—No lo dijo.
—¿Usted no le habló de mí?
—No.
—¿Cómo supo cómo llamarla, en un principio?
—No lo sé.
—¿Le dijo a alguien que yo estaba trabajando para usted? —le pregunté.
—No.
—¿Y su jefe?
—Yo llevo todas las conversaciones de negocios —contestó, con un ápice de desdén en la voz.
—Y por tanto, le dijo a Cicerón dónde estaba yo, ¿no?
—Yo no lo sabía. Pero cuando el señor Lee comentó que iba a reunirse con Saúl, llamé a Cicerón. Yo había intentado ponerme en contacto con el señor Lynx, pero no contestaba al teléfono. Le dije a Cicerón dónde podía estar Saúl, pensando que él quizá podría ayudar a encontrarle a usted.
—¿Y qué sacaba usted de todo eso?
—Cicerón tiene una cierta reputación —replicó.
—Sí —repuse yo—. De asesino y torturador.
—Quizá. Pero también es conocido por mantener los tratos por su parte. Le dije lo que yo quería a cambio de la información y él accedió.
—Quería los bonos —dije.
—Sí.
No dije nada. Simplemente me quedé mirándola.
—Ese hijo de puta me paga siete dólares por hora sin beneficios. Él gana más de un cuarto de millón al año —dijo ella, como defendiéndose de mi mirada— y yo lo hago casi todo. Estoy de guardia las 24 horas del día. Me llama cuando estoy de vacaciones. Me hace hablar con todo el mundo, llevarle la contabilidad, hacer todos los negocios. Yo tomo todas las decisiones importantes mientras él se queda sentado detrás de su escritorio y juega con sus soldaditos.
—Parece una razón muy buena para matarle —dije.
—No. Si yo conseguía los bonos y los convertía en dinero, podía hacerme un plan de pensiones. Era lo único que quería.
—¿Y por qué iba a matar Cicerón a Lee?
—No lo sé, pero sospecho que sea cual sea el trabajo que está haciendo ahora, la muerte de Lee forma parte de él.
—Quizá la suya también —sugerí.
Ella palideció al oírme.