Soñaba que estaba muerto y metido en un ataúd bajo tierra. Allá abajo nadie podía tocarme, pero yo lo veía todo. Feather jugaba en el jardín, Jesús y Benny tenían un niño que se parecía a mí. Bonnie vivía con Joguye Cham en la cima de una montaña en Suiza, que, sin saber cómo, dominaba toda África. Al otro lado de la calle, frente al cementerio, había una prisión, y en ella estaba toda la gente viva y muerta que alguna vez había intentado hacer daño a mis seres queridos.
Me había quedado dormido de espaldas con las manos en los muslos. Me desperté en la misma posición. Estaba completamente descansado y feliz de que los sueños del Ratón hubiesen contaminado los míos.
Eran más tarde de las cuatro. No tenía trabajo alguno que hacer, así que el calendario y el reloj habían perdido sentido para mí. Era igual que de jovencito, cuando corría por las calles en busca de amor y de dinero para el alquiler.
Mi pasión se había enfriado en aquella tumba imaginaria. La fría tierra había filtrado todo el dolor y la rabia que hervían en mi corazón. Feather tenía una oportunidad y yo tenía cientos de miles de dólares en bonos al portador. Quizás hubiese perdido a mi mujer. Pero pensé que era como cuando un hombre se despierta después de un accidente grave. Los médicos le dicen que ha perdido un brazo. Eso es malo. Duele, y quizá derrame algunas lágrimas. El brazo no está, de acuerdo, pero él en cambio sigue allí. Es una suerte también, de algún modo.
El bar de Mike estaba en un edificio grande que ocupaba lo que en tiempos fue un depósito de cadáveres. Tenía una sala grande y cuatro más pequeñas para fiestas y reuniones privadas. En los viejos tiempos, antes incluso de que yo me trasladase a L. A., los de la funeraria tenían un bar clandestino detrás del almacén de ataúdes. Los familiares llegaban dolientes y salían con nuevas esperanzas.
El Ratón sabía lo del antiguo club porque a la gente le gustaba hablar con él. Así que ocupamos la sala privada que se usaba para almacenar ataúdes y él se ocultó detrás de la puerta secreta. Desde allí, podía espiar la reunión con Lee.
Nuestro plan tenía algunos puntos que lo hacían recomendable. En primer lugar, si Lee se ponía quisquilloso, el Ratón podría dispararle a través de la pared. El Ratón, además, tenía buen oído. Quizá Lee dijese algo que él comprendiese mejor que yo. Pero lo mejor era tener al Ratón en aquella reunión sin que Lee le viera; podía llegar un día en que Raymond tuviese que acercarse a Lee, y no debía ser reconocido.
Llegué al bar a las 6.20, diez minutos antes de que la reunión empezase.
En la máquina de discos sonaba una canción de Sam Cooke sobre una cadena de presos. Mike, un hombre color terracota, estaba de pie como una estatua detrás del mostrador de mármol de su bar.
—Easy —me dijo cuando aparecí en la puerta.
Miré a mi alrededor en busca de enemigos, pero lo único que vi fue a hombres y mujeres sentados a unas mesas pequeñas, bebiendo y hablando detrás de una neblina de humo de tabaco.
—Está ahí —me dijo Mike cuando llegué al bar.
—¿Ha dicho algo?
—No. Sólo que ibas a venir y que también vendría un hombre blanco bajito. Me ha dicho que podía aparecer por aquí otro tipo blanco con una chaqueta de piel de serpiente y que si le veía, que le hiciera una señal.
—Cuando entre el blanco bajito asegúrate de que viene solo —le dije—. Si es así, le envías adentro.
—Ya me hago cargo —dijo Mike.
El Ratón había hecho un favor al barman hacía unos años. Mike me dijo una vez que estaba viviendo un tiempo prestado gracias a lo que había hecho Raymond por él.
—Le haré cualquier favor que me pida —había dicho Mike encogiéndose de hombros ligeramente—. Algún día hay que morir.
Recordé aquellas últimas palabras cuando entré en la pequeña habitación que en tiempos albergó unas docenas de ataúdes.
Era una habitación bien iluminada, con una mesa de pino cuadrada tratada con barniz color roble. Las sillas eran del mismo estilo más o menos, pero si se miraban de cerca, se veía que no hacían juego exactamente. El Ratón estaba embutido en la pared posterior, detrás de una placa de yeso. Me preguntaba si Lee apreciaría la justa reciprocidad de nuestro engaño. Él me contemplaba desde un muro similar en su propia casa.
Raymond no me dijo nada. Aquello eran negocios.
Encendí un cigarrillo y dejé que se quemase entre mis dedos mientras investigaba buscando seres vivos en la habitación. No había plantas en aquella habitación sin sol. Pero tampoco había ni una sola mosca, ni mosquito, ni cucaracha, ni hormiga. La única vida visible y audible en aquella habitación era yo. Aquello era más solitario que un ataúd, porque al final, en la tierra, uno tiene los gusanos para hacerle compañía.
Sonó un golpecito y antes de que pudiese responder, la puerta se abrió. Mike, el piel roja, metió la cabeza y dijo:
—Es legal, Easy.
Luego se apartó y entró Robert E. Lee. Lee llevaba un abrigo grande de mohair y un sombrero Stetson negro de ala corta. Miró a ambos lados y luego se acercó a la mesa. Sus pasos eran muy firmes para un hombre tan bajito.
—Siéntese —dije yo.
—¿Dónde está Saúl?
—Escondido.
—¿De usted?
Negué con la cabeza.
—Saúl y yo somos amigos. Se esconde de nuestros enemigos.
—Saúl me dijo que estaría aquí.
—Ya que está usted aquí, tome asiento y hablemos de negocios.
Él sabía que tendría que escucharme. Pero el hombre blanco dudó, fingiendo que sopesaba los pros y los contras de mi petición.
—Está bien —dijo, finalmente. Apartó la silla que estaba frente a mí, y se sentó en el borde.
—Tengo los bonos —dije—. Bowers está muerto con toda probabilidad, y también Haffernon.
—Haffernon fue quien me contrató —me dijo Lee—. Cuénteme todo lo que haya averiguado y ambos nos retiraremos de esto.
—¿Y mis diez mil?
—Ya no tengo cliente —dijo, como explicación.
—Entonces, yo tampoco.
—¿Qué quiere usted de mí, señor Rawlins?
—Hacer un trato. Yo le explico algo del asunto y usted me quita a Cicerón de encima.
—¿Cicerón? ¿Joe Cicerón?
La sinceridad de su miedo me hizo comprender que la situación era mucho más compleja de lo que yo imaginaba.
—Nunca haría tratos con un hombre como ése —dijo Lee, con absoluto énfasis, como si estuviera pronunciando un hechizo contra el mal de ojo que yo le había echado encima.
—¿Cómo es que conoce a ese tipo, si nunca ha trabajado con él? —pregunté—. Quiero decir que usted no se dedica al tipo de negocios en el que se ponen anuncios.
—Le conozco por los periódicos y por algunos amigos en la oficina del fiscal. Fue juzgado por la tortura y asesinato de un joven de la alta sociedad en Sausalito: Fremont, Patrick Fremont.
—Bueno, pues ese tío anda por ahí buscando ese maletín que usted me encomendó encontrar. Me dijo que había matado a Haffernon y a Axel y que mi familia y yo éramos los siguientes en su lista.
—Eso es problema suyo —dijo Lee. Se removía como si estuviera dispuesto a ponerse en pie y echar a correr.
—Vamos, hombre. Fue usted quien me contrató. Lo único que tengo que hacer es decirle al Garbanzo que usted tiene los bonos, que Maya los encontró por ahí en alguna parte. Y lo tendrá usted pegado al culo.
—Saúl dijo algo de Maya cuando hablé con él por teléfono —dijo Lee—. ¿Sabe algo de eso?
—Anteayer me despidió —dije.
—Bobadas.
—Luego me volvió a contratar cuando le dije que había encontrado a Philomena, pero me negué a compartir mi información.
—¿Y cómo voy a creerme nada de lo que me diga, señor Rawlins? Primero me dice que Joe Cicerón va detrás de los bonos, y luego me dice que mi cliente y su presa están muertos, y que tiene los bonos que buscamos, y que Maya me ha traicionado. Pero no me ofrece ni una sola prueba de todo ello.
—Usted nunca me habló de ningún bono, Bobby Lee —dije, encontrando el tono de voz que me daba fuerzas.
—Quizás usted oyese hablar de ellos.
—Claro que sí… a la mujer que los tenía, Philomena Cargill. Ella me los dio para que evitase que Cicerón la convirtiese en difunta.
En algún momento en mitad de la conversación Lee había cambiado y de ser el bobo presumido que era pasó a ser algo más parecido a un detective… Lo veía en sus ojos.
—¿Así que usted tiene los bonos? —me preguntó.
—Desde luego.
—Démelos.
—No los tengo aquí, y aunque los tuviera, tendría que quitármelos. Porque usted no me contó ni la mitad de toda la mierda en la que me he visto metido.
—Los detectives corren riesgos.
—Pues si yo los corro —le dije—, usted también los correrá.
—No puede amenazarme, Rawlins.
—Escuche, amigo, lleva usted el nombre de un gran general. Con la mierda que he averiguado yo podría amenazar al mismísimo Ike[1].
Fue la certidumbre que había en mi voz lo que le inclinó hacia mi lado.
—¿Y dice que Maya le despidió?
—Dijo que usted había cerrado el caso y que mis servicios ya no serían necesarios.
—Pero ¿no le dijo nada de los bonos?
—No. Lo único que dijo es que habíamos terminado, y que podía quedarme el dinero que ya tenía.
—Necesito pruebas —dijo Lee.
—Ha habido un crimen en el motel Pixie Inn esta tarde. El cadáver que han hallado allí es el de Haffernon.
—Aunque sea así, eso no prueba nada —dijo Lee—. Podría haberle matado usted mismo.
—Vale. Pues adelante. Váyase. He intentado avisarle. Lo he intentado.
Lee se quedó sentado, mirándome fijamente.
—Conozco a algunos agentes federales que podrían coger a Cicerón —manifestó—. Podrían sacarle de escena hasta que el caso quedase resuelto. Y si podemos cargarle esas muertes…
—¿Está diciéndome que podríamos ser socios?
—Necesito pruebas para lo de Maya —dijo—. Lleva conmigo muchos años. Muchos años.
—Cuando acabe todo esto, podemos ponerle un piso —me ofrecí—. O le damos los bonos, o la metemos en la cama con Canela. Creo que esas dos se gustarían. Pero yo necesito pruebas para lo de Cicerón. Ese hijo de puta haría sudar hasta a una estatua de mármol.
Lee sonrió. Aquello me tranquilizó bastante con respecto a él. A lo largo de mis muchos años, yo había llegado a comprender que el humor era la mejor prueba de inteligencia de mis congéneres los humanos. El hecho de que Lee se hubiera ganado mi respeto gracias a una simple broma me hacía albergar esperanzas de que pudiese llegar a conclusiones sensatas.
—¿Realmente fue a verle? —preguntó Lee.
—Sí, a mi despacho. Me dijo que le entregase a Canela o que alguien de mi familia moriría.
—¿Mencionó su nombre?
Asentí con la cabeza.
—Philomena Cargill.
—¿Y usted tiene los bonos?
—Claro.
—¿Cuántos?
—Doce.
—¿Y había alguna otra cosa con ellos?
—Estaban en un sobre marrón. No había maletín ni nada.
—¿Llevaban algo adjunto?
—¿Como qué? —Yo me mostraba reticente a ver cuánto estaba dispuesto a revelar.
—Nada —dijo—. Bueno, ¿qué hacemos ahora?
—Vuélvase a casa. Dígame cómo ponerme en contacto con usted y lo haré dentro de un par de días. En ese tiempo, averigüe todo lo necesario sobre Maya y hable con quien sea necesario acerca de J. C.
—¿Y usted qué hará?
—Evitar que me maten en lo posible, sentado encima de esos bonos mientras van generando intereses.
Me dio un número de teléfono privado al que sólo respondía él personalmente.
Se levantó y yo también me levanté. Nos estrechamos las manos.
Él sudaba bajo su grueso abrigo. Probablemente llevaba armas escondidas. Yo al menos lo habría hecho.