En el jardín delantero, Saúl vino hacia nosotros, estrechó la mano al Ratón y luego me apartó a un lado.
—Easy, sé que yo te metí en todo este lío —dijo—. Quizá debería seguir yo solo.
—No, Saúl, no. Ni tú ni yo tenemos estómago para un hombre como ese asesino. Realmente, el Ratón se hará cargo de esto mucho mejor él solo.
—Bueno, entonces, ¿por qué no recoges a Jesús y os venís con nosotros a la cabaña?
—Porque EttaMae me mataría si dejo que disparen a su marido por ahí. Ya ocurrió una vez. Yo voy a cubrirle las espaldas y tú vete con tu familia.
Saúl me dirigió una mirada algo avergonzada. Era un hombre hogareño, de eso no había duda alguna. Yo le tendí la mano y me la estrechó.
—Lo siento —dijo.
—No lo sientas. Yo te pedí el trabajo, y tú te comprometiste por mí. Si tengo suerte, saldré de esto con vida y con el dinero para pagar a los médicos de Feather. Si tengo mala suerte, quizá sólo con el dinero.
Saúl asintió y se volvió, dispuesto a irse. Le toqué el brazo.
—¿Por qué querías que viniese aquí? —le pregunté. Pensaba que lo sabía, pero quería ver qué me decía él.
—Una vez le hice un favor a Navidad. Es ese tipo de tíos que se toma las deudas muy en serio. Quería que le conocieras por si te encuentras en un apuro. Hará lo que sea necesario para que las cosas salgan bien.
Era ya tarde cuando volvíamos a casa por la carretera. Después de mi accidente y de chocar casi dos veces, yo prestaba muchísima atención al camino y al velocímetro. El Ratón y yo fumábamos con las ventanillas bajadas y recibíamos el azote de la brisa helada.
Al cabo de un buen rato le pregunté:
—Bueno, ¿cuál es la historia de ese Navidad Black?
—¿Qué quieres decir? —preguntó el Ratón. Comprendía perfectamente mi pregunta, pero era reservado por naturaleza.
—¿Es su nombre real?
—Creo que sí. Todos los niños de su familia recibían el nombre de alguna fiesta. Creo que eso me dijo en una ocasión.
—¿Y cuál es su historia? —pregunté de nuevo, no viendo necesidad de declinar la pregunta.
—Es un fenómeno —dijo el Ratón.
—¿Y qué significa eso?
—Una vez mató a todo un pueblo.
—¿Cómo?
—Un pueblo entero. Hombres, mujeres y niños. Todos. Hasta el último —el Ratón sonrió con desdén al pensarlo—. Mató a los perros y los búfalos de agua, y quemó todas las casas y la mitad de los árboles y las cosechas. Ese hijo de puta mató todo lo que había allí excepto un par de pollos y una niñita.
—¿En Vietnam?
—Supongo que sí. No me dijo el nombre del pueblo. Quizá fuese en Camboya o en Laos. Mierda, tal como lo contaba, podía ser en cualquier parte. Simplemente metían a ese chaval en un avión y le daban un paracaídas y un macuto lleno de armas y bombas. Donde caía, todo el mundo tenía que morir.
—¿Cómo le conociste?
—Nos vimos una vez en Compton. Había unos tíos que pensaban que les estaba jugando una mala pasada un amigo de ese hombre. Esos tíos decían que eran amigos míos, y por eso yo eché un vistazo. Cuando averigüé lo que estaban haciendo, me hice amigo de Navidad. Él les dio una lección y los dos salimos a comer cerdo agridulce con arroz.
Estaba seguro de que en aquella historia había algo más, pero Raymond ya no iba por ahí alardeando de sus crímenes.
—¿Así que dejó el ejército después de matar a los de aquel pueblo?
—Sí. Supongo que si haces una cosa así, es difícil vivir después. Para él.
—¿No te lo tomarías mal tú si tuvieses que matar así?
—Yo nunca tendría que hacer esas cosas, Easy. Nunca he estado en ningún puto ejército, ni he saltado de ningún avión ni he tenido que matar a esos pequeñajos amarillos. Si yo tuviera que matar a todo un pueblo, sería sólo por cosas mías. Y si hubiera sido por cosas mías, pues entonces ya me parecería bien.
Entonces subí mi ventanilla, porque el frío de las palabras de Raymond ya era suficiente para mí.
Durante largo rato los dos nos quedamos en silencio, incluso mentalmente.
Cuando llegamos a L. A. pregunté a Raymond adónde iba.
—A casa —dijo.
—¿Con Etta y LaMarque?
—¿Qué otra casa tengo yo?
Así fue como supe que su exilio había terminado.
—¿Sabes qué hacer en Mike's?
—¿Qué pasa, ahora también soy tonto?
—Vamos, Ray. Ya sabes que esto es muy serio para mí.
—Claro que sé qué hacer. Cuando llegues allí, estaremos ya esperando al señor Lee.
Le dejé cuando serían quizá las tres de la mañana. Él me dio las llaves de su piso en Denker. Me fui allí, subí la escalera y me metí en la cama… totalmente vestido. Las sábanas olían a Georgette. Inhalé su aroma a tomateras y de repente me sentí muy despierto. No era la vigilia de un hombre excitado por el recuerdo de una mujer. El aroma de Georgette me había alterado un poco, pero yo no me podía quitar de la cabeza la historia de Navidad Black.
Me encontraba tan cerca de la muerte por aquel entonces que todos mis sentidos estaban sintonizados con sus vericuetos. Mi país enviaba muy lejos a asesinos solitarios para que masacrasen a mujeres y niños en remotas naciones. Mientras dormía en la seguridad del escondite del Ratón, personas inocentes estaban muriendo. Y los impuestos que yo pagaba con mis cigarrillos y los impuestos que me quitaban del salario compraban las balas y el combustible para los bombarderos.
Era por mi estado mental, por supuesto, pero eso no significa que estuviera equivocado. Todos aquellos años los nuestros habían luchado y rezado por la libertad, y ahora un hombre como Navidad, que procedía de un linaje entero de héroes, era simplemente un asesino más, como lo fueron todos aquellos hombres blancos antes que nosotros.
¿Para eso habíamos trabajado tantos años? ¿Para tener el derecho de pisar el cuello a otros pobres desgraciados? ¿Éramos acaso mejores que los hombres blancos que nos linchaban por la noche, si habíamos matado al padre y la madre de Pascua Amanecer, a su hermano y su hermana, a sus primos y amigos? Si podíamos matar así, todo aquello por lo que habíamos luchado podía ponerse en cuestión. Si nos convertíamos en los hombres blancos que odiábamos y a los que odiaban, entonces no éramos nadie, nadie en absoluto.
El dolor de mi corazón finalmente fue a reposar en Feather. Pensé en su muerte y al momento cogí el teléfono y llamé a la operadora de larga distancia.
—¿Diga? —exclamó Bonnie con aquel acento francés que aparecía cuando estaba trabajando en Europa o en África.
—Soy yo.
—Ah… hola, cariño.
—Eh… ¿qué tal está Feather?
—Los médicos dicen que está mal, muy mal —hizo una pausa momentánea para controlar el dolor. Yo aspiré una gran cantidad de aire—. Pero creen que con las transfusiones y los preparados pueden detener la infección. Y no tienes que preocuparte por el dinero durante unos meses. Esperarán.
—Gracias al señor Cham por eso —dije, sin apenas amargura en aquellas palabras.
—Easy.
—¿Sí?
—Tenemos que hablar, cariño.
—Sí. Sí, tenemos que hacerlo. Pero ahora estoy muy ocupado intentando pagar las facturas del hospital de Feather sin generar yo otras facturas de hospital.
—Yo… yo recibí tu mensaje —dijo, sin identificar al hombre que respondió al teléfono—. ¿Todo va bien?
—Sí, lo único que tienes que hacer es llamar antes de volver a casa. Antes tengo que hablar con una persona.
—También ha sido muy difícil para mí, Easy. He tenido que hacer lo que he hecho para poder…
—¿Está ahí Feather?
—No. Está en el hospital, en una habitación con tres niñas más.
—¿Hay teléfono allí?
—Sí.
—¿Me puedes dar el número?
—Easy…
—El número, Bonnie. Sintamos lo que sintamos, no puede afectar a todo lo que tiene que ver con ella.
—¿Diga?
—Soy papá, cariño —dije.
—¡Papá! ¡Papá! ¿Dónde estás?
—En casa del tío Raymond. ¿Cómo estás, corazón?
—Las enfermeras son muy simpáticas, papi. Y las otras chicas que están conmigo están muy malitas, mucho más que yo. Y no hablan inglés pero yo estoy aprendiendo francés porque ellas están demasiado hechas polvo para aprender un idioma nuevo. Una chica se llama Antonieta como la reina y la otra es Julia…
Parecía feliz, pero al cabo de un rato, se cansó también.
—¿Diga?
—Soy yo, Jackson.
—Easy, ¿sabes qué hora es?
Eran las 4.47 según mi reloj.
—¿Estabas durmiendo? —pregunté. Jackson Blue era el rey del insomnio. Podía estar de fiesta hasta el amanecer y luego leer a Voltaire para desayunar.
—No, pero Jewelle sí.
—Lo siento. ¿Has hecho algún progreso con el tema de los bonos?
—He pasado por télex los números al departamento de exteriores. Son buenos, tío. Muy buenos.
—¿Cuánto?
—El que me dijiste es por ocho mil cuatrocientos ochenta y dos dólares y treinta y nueve centavos. Antes de impuestos.
Cien mil dólares, quizás un poco más. No me parecía que Haffernon fuese a arriesgar su vida por aquel dinero. De modo que tenía que ser la carta.
—Jackson.
—¿Sí, Ease?
—¿Has oído hablar de un tipo llamado Joe Cicerón? Le llaman el Garbanzo.
—Nunca había oído hablar de él, pero debe de ser bastante culto.
—¿Por qué dices eso?
—Porque al primer Cicerón, el estadista romano, le llamaban Garbanzo, que es lo que significa Cicerón en latín clásico, donde la ce sonaba como la ka, de modo que sería algo así como «Kikero».
—Lo pronuncies como lo pronuncies, ese garbanzo es un garbanzo negro…