Capítulo 35

Cogí la carretera 101 hacia Riverside. El hecho de que tuviera un destino fijo me relajaba un tanto. Los miles de dólares en bonos suizos que llevaba en el asiento de al lado me daban ánimos. El cuerpo de Haffernon y la implicación de Canela con aquella muerte estaban en mi mente. Y luego estaba lo del alto mando nazi.

Como la mayoría de los americanos, yo odiaba a Adolf Hitler y su banda de asesinos sangrientos. Odiaba su racismo y su campaña para destruir a cualquiera que no fuese de los suyos. En el año 1945 fui uno de los que liberaron los campos de concentración. Mis amigos y yo matamos a un niño judío famélico al darle una chocolatina. No sabíamos que aquello podía matarle. ¿Cómo íbamos a saberlo?

Aunque yo era un negro americano, veía patriotismo en la guerra y en el papel que yo desempeñé en ella. Por eso me resultaba tan difícil comprender que unos hombres de negocios americanos ricos y blancos negociasen con semejantes villanos.

Entre Feather y Bonnie, Haffernon y Axel, Canela y Joe Cicerón, era una maravilla que yo no acabase loco. Quizá lo estuviera un poco, quizá perdiera el control al final.

Navidad Black me había dado unas instrucciones muy precisas. Evité el centro de Riverside y tomé una serie de calles laterales hasta llegar a una carretera de tierra plana que todavía era una calle de la ciudad. Las casas estaban un poco más separadas que en Los Ángeles. Los jardines eran grandes, y no había verjas entre ellos. Perros sin cadenas se lanzaban a morder mis neumáticos a mi paso.

Después de unos quinientos metros o así, llegué al final sin salida de la carretera Wayfarer. Justo donde terminaba la carretera había una pequeña casita blanca con una luz amarilla encima de la puerta. Era la encarnación misma de la paz y la domesticidad. Se podía esperar que nuestra anciana abuelita viuda viviese detrás de aquella puerta. Habría hecho un pastel y tendría jamón cocido para darnos la bienvenida.

Llamé y contestó un niño en alguna lengua asiática.

Se abrió la puerta hacia dentro y apareció un hombre alto y negro.

—Bienvenido, señor Rawlins —dijo—. Entre.

Medía al menos metro noventa y cinco, pero sus hombros habrían convertido estupendamente a un hombre un palmo más alto aún. Su piel era de un color marrón medio, y tenía una cicatriz blancuzca encima del ojo izquierdo. El castaño de sus ojos era mucho más claro que el de la mayoría de los negros. Y llevaba el pelo todo lo corto que se puede llevar sin ir con la cabeza afeitada.

—¿Señor Black?

Asintió y se apartó a un lado, dejándome pasar. A unos pasos de distancia se encontraba una niña pequeña asiática vestida con un extravagante quimono rojo. La niña me hizo una reverencia, respetuosa. No podía tener más de seis años, pero se comportaba con el porte y la actitud de ser la mujer de la casa. Al verla, supe que no había ninguna esposa ni novia en la vida de aquel hombre negro.

—Easy Rawlins, le presento a Pascua Amanecer Black —dijo Navidad.

—Encantado de conocerte —dije a la niña.

—Es un honor tenerle en nuestro hogar, señor Rawlins —dijo Pascua Amanecer, con toda solemnidad.

A su derecha se encontraba una puerta abierta que daba a un dormitorio, probablemente el de ella. En el otro lado se veía un tenebroso salón con un aire muy del oeste, casi de vaqueros. La niña hizo un gesto hacia el salón y yo seguí su indicación.

Detrás de Pascua había un espejo de bronce. En el reflejo pude ver la satisfacción en la cara de Navidad. Estaba orgulloso de su niñita, que con toda seguridad no era de su sangre.

Entonces me vino a la mente Feather, y tropecé en la manta india usada como alfombra. Me habría caído, pero Black era rápido. Corrió hacia delante y me cogió del brazo.

—Gracias —dije yo.

El techo del salón medía más de cuatro metros de altura, algo que nunca hubiese imaginado viendo la casa, pequeña al parecer, desde la carretera. Más allá de aquella habitación había una cocina con un altillo encima, y ninguna de las habitaciones se hallaba separada por paredes.

—Siéntese —dijo Black.

Me senté en uno de los dos sofás enmarcados de madera que se encontraban uno frente al otro.

Él se sentó frente a mí y esbozó una breve sonrisa.

—¿Té? —me preguntó Pascua.

—No, gracias.

—¿Café?

—No. No podría dormir.

—¿Agua fresca?

—¿Me vas a seguir ofreciendo bebidas hasta que encuentres una que me apetezca? —le pregunté.

Entonces sonrió por primera vez. La belleza de su rostro sonriente me dolió más de lo que podían dolerme Bonnie y una docena de príncipes africanos.

—¿Cerveza? —me preguntó entonces.

—Tomaré agua, gracias.

—¿Papá?

—Whisky con lima, cariño.

La niña se alejó con una pose perfecta y andares majestuosos. No imaginaba de dónde podía haber salido ni cómo había llegado hasta allí.

—Es mi hija adoptiva —dijo Black—. La recogí cuando era una cosita diminuta.

—Es una bella princesa —dije—. Yo también tengo una hija. No se parece a la suya, pero le aseguro que harían muy buenas amigas.

—Pascua Amanecer no tiene demasiados amigos. Le enseño aquí mismo, en casa. No se puede confiar en los extraños con la gente que uno ama.

Parecía que Navidad me estaba confiando un secreto muy profundo. Empecé a pensar que aquellos ojos brillantes podrían tener detrás la luz de la locura.

—¿De dónde es usted? —le pregunté, porque no tenía acento sureño.

—De Massachusetts —dijo—. Newton, junto a Boston. ¿Ha estado allí alguna vez?

—Una vez en Boston. Un compañero del ejército me llevó allí cuando nos dejaron en Baltimore, después de la guerra. ¿Su familia es de allí?

—Crispus Attucks era uno de mis antepasados —dijo Black, asintiendo con la cabeza, pero sin orgullo en su voz—. Mis primeros parientes americanos fueron sirvientes contratados. Se enorgullecían de que nadie en nuestro linaje fue jamás esclavo.

Había algo de irrevocable en cada frase que pronunciaba. Era como si también perteneciese a la realeza y no estuviese acostumbrado a las conversaciones vulgares.

—Attucks, ¿eh? —dije, intentando seguir la conversación—. Participó en la revolución, creo.

—Los hombres de mi familia participaron en todas las guerras americanas —dijo, de nuevo con un deje de inestabilidad—. La de 1812, la española y americana, y por supuesto, la guerra civil. Yo mismo luché en Europa, contra Japón, contra los coreanos y contra los vietnamitas.

—Aquí tiene, señor Rawlins —dijo Pascua Amanecer. Estaba de pie a mi lado con un vaso de refresco lleno de agua en una mano, y el whisky de su padre en la otra.

A juzgar por su rostro moreno y esbelto y sus rasgos sospeché que Pascua procedía de la última campaña de Black.

Ella le entregó el whisky a su padre.

—Gracias, cariño —dijo, de pronto humano y presente.

—¿Pascua procede de Vietnam? —pregunté.

—Es hija mía —dijo—. Es lo único que importa.

De acuerdo.

—¿Qué rango tenía? —pregunté.

—Al cabo de un tiempo, ya no importaba —dijo—. Era coronel en Nam. Pero trabajábamos en grupos de uno. Uno no ostenta ningún rango, si no hay nadie más. Cubiertos de barro y en busca de sangre, no éramos más que salvajes. ¿Cómo va a tener rango un salvaje?

Clavó sus brillantes ojos en los míos y creo que me olvidé de todos los problemas con los que había atravesado aquella puerta. Pascua Amanecer vino a su lado y se apoyó en su rodilla.

Él la miró y colocó una gigantesca mano en su cabeza. Podría asegurar que su contacto era ligero porque ella hizo presión al notar la caricia.

—La guerra ha cambiado a lo largo de mi vida, señor Rawlins —decía Navidad Black—. En tiempos, yo sabía quién era el enemigo. Estaba claro como el agua. Pero ahora… ahora nos envían a matar a hombres que no nos han hecho nada, y que no opinan nada, ni en un sentido ni en otro, de América ni del modo de vida americano. Cuando me di cuenta de que estaba asesinando a hombres y mujeres inocentes, supe que el linaje de soldados debía llegar a su fin conmigo.

Navidad Black nunca se habría llevado bien con los chicos de la calle. Cada palabra que decía era la última sobre el tema. Me gustaba el tipo, aunque sabía que estaba loco. Pero ignoraba por completo por qué me encontraba yo allí.