Conduje durante quince minutos, mirando por el espejo retrovisor cada diez segundos, antes de detenerme en una gasolinera de un bloque rodeado de edificios quemados. Había una cabina telefónica junto al lavabo de caballeros, en la parte de atrás.
—Etta, ¿eres tú? —pregunté cuando ella respondió, al noveno tono.
—¿No has marcado mi número?
—¿Has sabido algo de Raymond?
—¿Y cómo está usted esta noche, señor Rawlins? Yo muy bien. Estaba echada en la cama viendo por la tele al doctor Kildare. ¿Y tú?
—Acabo de tropezarme con un hombre blanco que ha muerto sin darse cuenta de lo que se le venía encima.
—Oh —exclamó Etta—. No, Ray no ha llamado. Espero que llame en cualquier momento. Pero no ha llamado todavía.
—Mierda.
—Pero Primo sí que ha llamado.
—¿Cuándo?
—Hace una hora. Dice que pasó un tipo por allí y dejó algo para ti.
—¿Qué tipo?
—No lo dijo.
—¿Y qué dejó?
—No me lo dijo tampoco. Sólo me dijo que diera el recado. ¿Tienes problemas, Easy?
—¿Acaso el cielo es azul?
—Pues no, la verdad. Es de noche.
—Entonces espera un poco. Voy para allá.
Etta lanzó una risita y yo también. Ella no era ajena a la muerte violenta. Una vez había disparado a un hombre blanco, un asesino, en la cabeza, porque él estaba a punto de dispararme a mí. Si no éramos capaces de reírnos ante la mismísima cara de la muerte, nosotros, los negros sureños, habríamos encontrado muy pocas ocasiones de humor.
—Ten cuidado, Easy.
—Dile al Ratón que necesito su consejo.
—Cuando le vea.
Corrí hacia la casa de Primo preocupado por haber dado su número a Philomena. Primo era un tipo duro, mexicano de nacimiento. Había pasado toda su vida viajando a un lado y otro de la frontera y hacia el sur. En un viaje a través de Panamá conoció a Flower, su mujer. Vivían en una casa de mi propiedad y tenían una docena de niños. También acogían a algunos niños descarriados, y animales de todo tipo. Si les causaba algún problema, el dolor se haría notar en mil kilómetros a la redonda.
Pero Primo estaba sentado en el jardín grande, recostado tranquilamente en una tumbona, bebiéndose una cerveza y mirando a seis o siete nietos suyos que jugaban bajo la luz decreciente. Flower estaba en el porche con un bebé en brazos. Me pregunté si sería suyo o algún nieto.
Al acercarme, una docena de perros corrieron hacia mí gruñendo y ladrando, meneando los rabos y enseñando los dientes.
—¡Eeeeh! —gritó Primo a los animales.
Los niños corrieron hacia delante, agarraron a los perros, los empujaron hacia atrás. Un dálmata de raza eludió la sujeción de un niño y me saltó encima, echándome las patas al pecho.
—Es mi perro guardián —dijo Primo.
Me tendió la mano, que estreché mientras el perro me lamía el brazo.
—Me encanta tu vecindario —dije.
A Primo le gustaba mi sentido del humor. Se rio en voz alta.
—Flower —llamó—. Tu novio está aquí.
—Mándalo a mi dormitorio cuando acabes de tirarle de las orejas —respondió ella.
—Me gustaría tener tiempo para sentarme un rato, hombre… —le dije.
—… pero quieres los documentos —acabó la frase Primo.
—¿Documentos?
Todos los niños, perros y adultos se apiñaron ante la puerta principal y entraron en la casa. Se oían gritos y risas y los pelos flotaban en el aire.
Mientras Primo iba a la habitación de atrás a buscar mi recado, Flower se acercó mucho a mí. Me miró a la cara sin decir nada.
Era una mujer muy negra, bellísima. Sus rasgos eran graves, casi masculinos la mayor parte del tiempo, pero cuando sonreía, honraba el nombre que le había regalado su padre.
En aquel momento estaba muy seria.
—¿Cómo está, Easy?
—Muy enferma —dije—. Muy enferma.
—Vivirá —me dijo Flower—. Vivirá y te dará una preciosa nieta.
Toqué la cara de Flower y ella cogió mis manos entre las suyas.
Los perros dejaron de ladrar y los niños se callaron. Levanté la vista y vi a Primo allí de pie, sonriéndome.
—Aquí está —dijo, tendiéndome un sobre marrón, lo bastante grande para contener páginas sin doblar de papel mecanografiado.
—¿Quién ha dejado esto?
—Un chico negro. Curioso, ¿no te parece?
Raphael.
—¿Y qué ha dicho?
—Que esto era lo que tú querías, y que esperaba que hicieras lo correcto.
Me quedé allí de pie pensando en todos aquellos niños morenos y aquellos perros con las lenguas rosadas que jadeaban a mi alrededor.
—Quédate a comer —dijo Flower.
—Tengo que irme.
—No. Tienes hambre. Siéntate. Sólo será un ratito, y así tendrás fuerzas para hacer lo que sea que estás haciendo.
Fue un período muy duro de mi vida. No hay duda de ello. Era fugitivo en mi propia ciudad, no tenía un hogar donde vivir. El bienestar de Feather nunca estaba lejos de mi corazón, pero el camino hacia su salvación estaba repleto de cuerpos de blancos muertos. Y además tienen que comprender el impacto de la muerte de un hombre blanco en un hombre negro nacido en el sur, como yo. En el sur, si un negro mata a un blanco, está muerto. Si la policía le ve por la calle, le disparan primero y preguntan después… o sea, nunca. Si se entrega, lo matan en la celda. Si el policía resulta no ser un asesino, entonces viene una multitud y lincha al pobre hijo de puta. Y si no pasa nada de todo eso, si algún negro llega alguna vez a juicio y es condenado por asesinar a un hombre blanco (aunque sea en defensa propia, aunque sea para salvar a otro blanco), ese convicto pasará el resto de sus días en prisión. No habrá libertad condicional, ni se le conmutará la sentencia, ni se aplicarán circunstancias atenuantes, ni redimirá condena por buena conducta.
No había lugar en mi corazón excepto para la esperanza de que Feather viviese. Cerniéndose por encima de aquella esperanza estaba la represalia que significaba para mí ver que la raza blanca había perdido a dos de sus hijos.
Pero aun con todos esos problemas, tengo que dedicar un cierto tiempo a recordar el sencillo festín de Flower.
Ella me dio un cuenco grande con lomo de cerdo cortado a trocitos y sumergido en una salsa de chile. Había hervido los chiles sin quitar las semillas, de modo que empecé a sudar ya con el primer bocado. La salsa llevaba comino y orégano, y también trocitos de aguacate. Esto iba acompañado de unas tortillas de harina de trigo caseras y un enorme vaso de limonada dulce.
Me sentía como un condenado, pero al menos mi última cena fue un festín.
Después de comer protesté un poco y dije que quería irme, pero Primo me dijo que podía usar su escondite para ocuparme de cualquier asunto que necesitase resolver.
En el pequeño estudio, me senté en la silla de cuero de Primo y abrí el sobre enviado por Raphael.
Había doce hojas de pergamino con aire muy oficial, impresas en francés, italiano y alemán. Cada página tenía una enorme cifra grabada en ella y un sello de cera roja en un rincón u otro. Todos los documentos llevaban una firma muy historiada. No fui capaz de descifrar el nombre.
Y también había una carta, en realidad una nota, escrita en alemán y firmada H. H. Goring. En algún lugar del texto aparecía el nombre de H. Himmler. La nota iba dirigida a H. Tourneau. No necesitaba saber lo que decía la carta. En cualquier otro momento la habría quemado y habría seguido adelante con mi vida. Pero había demasiadas cosas que no comprendía para eliminar un documento tan importante.
Tenía lo que deseaba Lee, pero no confiaba en que Maya le pasase la información. No sabía cuánto valían los bonos, pero sí que sabía que, según decían, eran suizos, y mi hija estaba en un hospital suizo.
Llamé a Jackson y le di toda la información que pude acerca de los bonos. Me hizo todo tipo de preguntas sobre unos códigos y símbolos en los que yo nunca me habría fijado.
—Sería mucho mejor que los pudiese ver yo mismo, Ease —dijo Jackson en un momento dado.
Pero al recordar su dilema con la cinta TXT de su escritorio, le dije:
—Es preferible que los guarde yo, Jackson. Hay una gente por ahí sedienta de sangre y dispuesta a hacer cualquier cosa por cogerlos.
Jackson se echó atrás entonces y yo hice mi segunda llamada.
Respondieron al teléfono al primer timbrazo.
—¿Easy?
—Sí. ¿Quién es?
—Navidad Black —dijo el hombre. No sabía nada de él. Ni su edad, ni su raza. Dijo—: Estoy en Riverside. En la carretera Wayfarer. ¿La conoce?
—Pues no puedo decir que sí.
Me dio instrucciones precisas que apunté en un papel.
—¿Qué tiene que ver con todo esto? —pregunté.
—Sólo soy una parada técnica —dijo—. Un lugar para reunir tropas y reagruparse.
Después de hablar con Navidad llamé a EttaMae y le dejé el recado.
—Dile al Ratón que venga cuando pueda —le dije.
—¿Qué te hace pensar que hablaré con él en breve?
—¿Es azul el cielo? —pregunté.