Fui a casa de Saúl a las seis menos cuarto. Doreen y yo nos sentamos en el salón rodeados por sus tres hijos. Su hija Miriam, de ocho años, escuchaba un transistor rosa que llevaba colgado del cuello con un cordón del mismo color. Tenía el cabello castaño y con tirabuzones, y los ojos verdes, un regalo de su padre. George, el de cinco años, tenía la tele puesta y saltaba encima de un trozo de alfombra raído jugando a alguna aventura de capa y espada. Simon, el bebé, miraba a su hermana y luego a su hermano, emitiendo sonidos que no se podrían entender hasta al cabo de unos seis meses, más o menos.
—Entonces, ¿cuánto tiempo tendrá que estar Feather en la clínica? —preguntó Doreen.
—Pues a lo mejor hasta seis meses.
—¿Seis meses? —exclamó Miriam—. Podría ir a visitarla, por si se siente sola.
—Está en Suiza —le expliqué a la buena niña.
—Podríamos ir a Suzia —dijo George valientemente, blandiendo su imaginaria espada.
—Eso está muy muy lejos, en el valle —le dijo Miriam a su hermano.
—Ya lo sé —dijo George—. Pero podríamos ir igual.
—¿Podemos ir, mami? —preguntó Miriam a Doreen.
—Ya lo veremos.
Fue entonces cuando sonó el teléfono.
—¡Papá! —chilló George.
—No, George —dijo Doreen, pero el niño saltó a coger el teléfono que había en una mesita baja.
Doreen levantó la mano y George saltó hacia atrás y cayó de espaldas. Mientras Doreen decía «diga», George empezó a aullar. Vi que ella pronunciaba el nombre de Saúl, pero no pude oír lo que decía, porque Simon también lloraba y Miriam les gritaba a los dos que se callasen.
Doreen hizo un gesto hacia la cocina. Yo sabía que tenían un supletorio, así que fui hacia allí, entré y cerré la puerta.
—¡Eh! —chillé—. ¡Ya lo tengo, Doreen!
Cuando ella colgó, el sonido de los llantos se amortiguó un poco.
—Easy —dijo Saúl—. ¿Qué pasa?
—He recibido la visita de un tío hoy —dije—. Sabía que yo estaba trabajando en el caso Lee. Me ha dicho que le dijese lo que sabía o que me mataría a mí y a toda mi familia.
—¿Y cómo se llama ese tío?
—Cicerón.
—¿Joe Cicerón?
—¿Le conoces?
—No vuelvas a casa, Easy. No vayas a tu despacho, ni al trabajo. Llama a este número y ve ahí. —Me dio un código de zona y un número que apunté en un bloc decorado con conejitos rosa—. Iré tan pronto como pueda. Vuélveme a pasar con mi mujer.
Cuando volví a la sala de televisión, los niños se habían calmado.
—Saúl quiere hablar contigo, Doreen —dije, y ella tomó el auricular.
—¡Papá! —chilló George.
—Dada —hizo eco Simon.
Miriam miraba los ojos de su madre. Y yo también.
Ambos vimos que el rostro de la señora Lynx pasaba de una intensa atención al miedo. En lugar de contestar, ella movía afirmativamente la cabeza. Buscó la libretita que tenía encima de la mesa.
—Quiero hablar con papá —se quejó George.
Doreen le dirigió una severa mirada y el niño se calló en el acto.
—Está bien —decía Doreen—. Vale. Lo haré. Ten cuidado, Saúl.
Colgó el teléfono y se puso de pie con un solo movimiento.
—Nos vamos de vacaciones —dijo, con una voz forzadamente alegre—. Nos vamos todos a la cabaña de la abuelita en Mammoth.
—¡Bien! —gritó George.
Simon se rio, pero Miriam tenía una expresión sombría en la cara. Se estaba haciendo mayor y comprendía que pasaba algo malo.
—Saúl ha dicho que estará en el lugar de reunión esta noche a las nueve —me dijo Doreen—. Está en San Diego, pero ha dicho que venía derecho hacia aquí.
—¿Qué lugar de reunión? Sólo me ha dado un número.
—Llama y te dirán adónde tienes que ir.
—¿Está bien papá, mami? —preguntó Miriam.
—Está muy bien, cariño. Esta noche va a reunirse con el señor Rawlins y luego vendrá a la cabaña, donde podremos ir a pescar y a nadar.
—Pero mañana tengo clase de clarinete —dijo Miriam.
—Tendrás que recuperar luego —explicó Doreen.
Los dos chicos iban dando saltos y celebrando las vacaciones que habían llegado por sorpresa a su familia.
Dejé a Doreen haciendo las maletas y controlando a los niños.
De vuelta al Pixie Inn intenté no precipitarme. La reacción de Saúl ante la mención de un simple nombre aumentaba mis temores. Decidí que Canela tenía que trasladarse a un lugar donde supiese que iba a estar bien segura.
Aparqué de nuevo al otro lado de la calle, por precaución. Había un Mercedes-Benz en el parking del hotel. Aquello no me gustó nada, y me gustó mucho menos aún cuando vi las palabras Fletcher's Mercedes-Benz de San Francisco escritas en la placa de la matrícula.
La puerta de la habitación de Canela estaba entreabierta. La acabé de abrir con el pie.
Él estaba boca abajo, con el traje de seiscientos dólares convertido en mortaja. Le di la vuelta boca arriba con el pie. Leonard Haffernon estaba bastante muerto. La bala había entrado en la base de su cráneo y salido por la parte superior de la cabeza.
La herida de salida era del tamaño de un dólar de plata.
Una oleada de picores me subió por el brazo izquierdo. El sudor brotaba de mis palmas.
Su maletín estaba en la cama. El contenido estaba revuelto. Había algo de dinero y un cortaúñas, un pase de visitante para un banco de San Francisco y una petaca de plata. Cualquier posible documento había desaparecido. El único posible criminal, una vez más, era yo.
Durante un breve instante me quedé allí tieso, como un gusano en una helada repentina. Intentaba deducir del rostro de Haffernon lo que había ocurrido. ¿Acaso le había matado Canela y luego había huido?
Probablemente.
Pero ¿por qué? ¿Y por qué estaba él allí?
Sonó una bocina en el exterior. Aquello me devolvió a la realidad. Salí de aquella habitación, atravesé el aparcamiento y luego la calle hacia mi llamativo coche, y me alejé de allí.