Deje al Ratón en su apartamento de Denker. Él me dijo que iba a investigar a Cicerón, sus costumbres y sus amigos.
—Si tienes suerte, Ease —me dijo—, ese hijoputa estará muerto cuando volvamos a vernos.
Otras veces, la mayoría, habría intentado calmar al Ratón. Pero yo había mirado a lo más hondo de los ojos de Joe Cicerón y sabía que, aunque en lo demás éramos iguales, él era el asesino y yo la presa.
Saúl Lynx y Doreen vivían en Vista Loma en View Park, por aquel entonces. Sus niños tenían un jardín donde jugar y vecinos de color a los que, en general, no les importaba el matrimonio interracial.
Doreen salió a la puerta con un bebé llorando en brazos.
—Hola, Easy —me dijo.
Teníamos una relación bastante buena. Yo respetaba a su marido, y no tenía ningún problema con su unión.
—¿Ha llamado ya Saúl?
—No. Bueno… sí que ha llamado, pero ha contestado George y no me ha avisado. Yo estaba tendiendo la ropa ahí fuera.
Vi cómo afectaba mi decepción a su rostro.
—Estoy segura de que volverá a llamar muy pronto —dijo—. Llama cada tarde sobre las seis.
Eran algo más de las tres.
—¿Te importa si vuelvo hacia las cinco y media o así? Es que tengo que hablar con él, de verdad.
—Claro, Easy. ¿Puedo ayudarte?
—No, no lo creo.
—¿Qué tal está Feather?
—Volveré dentro de un par de horas. —No tenía ánimos para hablar de Feather una vez más.
Como Canela no contestó a mis golpecitos en la puerta, pensé que o bien había muerto o estaba fuera comiendo. Si la habían matado, no podría averiguar nada a partir de su cadáver. Si era ella quien escondía los bonos, éstos se habrían perdido, de modo que lo único que podría conseguir entrando sería una posible acusación de asesinato. Así que decidí aparcar mi coche al otro lado de la calle y esperar hasta que volviese o fuese el momento de volver para hablar con Saúl.
En el coche pensé en mi plan de acción. La supervivencia era la prioridad. Estaba convencido de que Joe Cicerón quería matar a Canela y a cualquiera que se interpusiese en su camino. Por tanto, tenía que actuar… de una forma u otra. La policía no me ayudaría. No tenía ninguna prueba contra él. Axel Bowers estaba muerto, pero yo no podía probar quién le había matado. Lo único que podía hacer era decirles a los polis dónde estaba escondido su cuerpo… y con eso conseguiría que me señalasen a mí.
El dinero era lo siguiente que aparecía en mi mente. Tenía que pagar lo de Feather. Fue entonces cuando recordé la última llamada de Maya Adamant.
Había una cabina telefónica en la misma calle del Pixie Inn. Llamé a mi vieja amiga, la operadora de larga distancia, y pedí otra llamada a cobro revertido.
—Investigaciones Lee —contestó Maya.
—Tengo una llamada a cobro revertido de un tal Easy Rawlins. ¿La acepta usted?
—Sí, operadora.
—¿Cuánto? —pregunté.
—Se suponía que tenía que llamarme ayer… a mi casa.
—Llamo ahora.
—¿Dónde está?
—En la misma calle del apartamento donde está Canela Cargill.
—¿Y cuál es su dirección?
—¿Cuánto? —volví a preguntar.
—Tres mil dólares por las direcciones de Cargill y Bowers.
—Es la misma dirección —dije.
—Bien.
No sabía si se había enterado de la muerte de Bowers, de modo que decidí intentar otra aproximación.
—Dígame algo de Joe Cicerón —dije.
—¿Qué pasa con ése? —preguntó ella con la mitad del volumen de su voz habitual.
—¿Le mandó a perseguirme?
—No sé de qué me habla, señor Rawlins. Conozco el nombre y la reputación de ese hombre, Joe Cicerón, pero nunca he tenido ningún trato con él.
—¿Ah, no? Entonces, ¿qué hacía Joe Cicerón en mi despacho preguntando por Canela Cargill?
—No tengo ni idea. Pero hay que tener mucho ojo si uno busca a un hombre como ése. Es un asesino, señor Rawlins. Lo mejor que puede hacer es darle al señor Lee la información que quiere, coger el dinero y dejar la ciudad un tiempo.
Tuve que sonreír. Normalmente, cuando trabajaba, era yo quien manipulaba los miedos de las demás personas. Pero entonces era Maya quien intentaba manipularme.
—Treinta mil dólares —dije.
—¿Cómo?
—Treinta de los grandes y les daré todo lo que quieren. Pero tienen que ser treinta, y tiene que ser hoy. Mañana serán treinta y cinco.
—A un hombre muerto no le sirve para nada el dinero, Ezekiel.
—Le sorprendería, Maya.
—¿Por qué cree que el señor Lee va a estar dispuesto a pagar una suma tan desorbitada?
—En primer lugar, no creo que el señor Lee sepa nada de esta conversación. En segundo lugar, conozco el importe exacto de esos bonos al portador.
—¿Qué bonos al portador?
—No juegue conmigo, Maya. Conozco el asunto de los bonos porque he hablado con Philomena. Así que, tal y como iba diciendo… no sé exactamente cuánto valen, pero estoy dispuesto a apostar que aun después de pagar los treinta mil, a usted y a Joe Cicerón les quedará lo suficiente para que yo parezca un idiota.
—Yo no tengo ningún asunto con Cicerón —insistió ella.
—Pero conoce el tema de los bonos.
—Llámeme esta noche a mi casa —dijo—. Llámeme entonces y hablaremos.
Veinte minutos después Canela entró en la habitación de su hotel. Llevaba una bolsa marrón de supermercado. Me gustó ver que intentaba ahorrar dinero, comprando comestibles en lugar de comida preparada del restaurante.
—Señorita Cargill —la llamé desde el otro lado de la acera.
Ella se volvió y me saludó con la mano como si fuese un viejo amigo.
Metió la llave en la cerradura y entró, dejando la puerta abierta para que yo pasase. Estaba sacando una caja de donuts recubiertos de chocolate cuando yo entré.
—¿Sabes algo de Axel? —Fueron las primeras palabras que pronunció.
—Todavía no. Pero he recibido una visita de tu amigo, el de la chaqueta de piel de serpiente.
Había miedo en sus ojos, sin duda. Pero no por ello parecía inocente, sino sencillamente sensata.
—¿Y qué dijo?
—Quería saber dónde estabas.
—¿Qué le dijiste?
—Le apunté con un revólver al ojo y lo único que hizo fue encogerse de hombros. Es un hombre malo, que ni siquiera se asusta cuando le apuntan con un arma a la cara.
—¿Le disparaste? —susurró.
—Eso ya me lo ha preguntado otra persona —repliqué—. Espero que no seas como él.
—¿Le disparaste o no?
—No.
El miedo se extendió por su rostro como la noche por una amplia llanura.
—¿Qué vas a hacer, Phílomena?
—¿Qué quieres decir?
—No le interesas a nadie. Lo único que quieren son esos bonos, y la carta.
—Le prometí a Axel que se los guardaría.
—¿Le has llamado? —pregunté.
—Sí. Pero no le encuentro por ninguna parte.
—¿Sabe él cómo ponerse en contacto contigo?
—Sí. Tiene el número de Lena.
—¿Y qué te sugiere eso, Philomena? —le pregunté, sabiendo que su novio estaba muerto desde hacía mucho tiempo.
—¿Cómo puedo estar segura?
—Esos bonos son como una diana pintada encima de ti, chica —le dije—. Tienes que usarlos para conseguir salir de este peligro.
No me sentía culpable por el hecho de que conseguir aquellos bonos me permitiera obtener treinta mil dólares además. Intentaba salvar también la vida de Philomena. No se puede poner precio a eso.
—Pues no lo sé —dijo ella, tristemente, dejando caer la cabeza. Se sentó en la cama—. Le prometí a Axel que me aseguraría de que el mundo supiese lo de esos bonos, si él no lo conseguía.
—¿Para qué?
—Porque hicieron mal al coger ese trabajo. Axel sentía que era como una sombra que le había caído encima, tener que vivir sabiendo que su padre había negociado con los nazis.
—Pero su padre murió, y él probablemente también. ¿De qué servirá que tú te unas a ellos?
Ella retorció las manos y empezó a balancearse hacia delante y atrás.
—Escucha —le dije—. Piénsalo. Piénsalo bien. Habla con alguien en quien confíes. Voy a anotar un número en este papel del escritorio.
—¿De quién es?
—Es el número de teléfono y la dirección de un amigo mío… Primo. Vive en una casa en la Ciento dieciséis. Llámale, ve a verle, si estás asustada. Yo volveré esta noche, más tarde. Pero recuerda que si quieres seguir con tu vida, tienes que solucionar este asunto.