Después de seis tazas de café, cuatro donuts por persona y medio paquete de cigarrillos, volvimos al picadero del Ratón. Entonces él se quedó en el dormitorio y yo me eché en el sofá. Faltaba poco para las siete.
No me levanté hasta casi las once.
Dormí muy bien. Para empezar, no había luz en aquel salón pequeño como un camarote, y el sofá era suave pero firme, relleno de espuma de goma. Nadie sabía dónde estaba yo, y tendría al Ratón como compañero cuando finalmente tuviera que salir al mundo. Debía creer que los médicos de Feather la mantendrían con vida, y Bonnie no aparecía en absoluto en mis pensamientos. No es que tuviera ya superado lo suyo, sólo que había demasiado follón en mi vida para que mi corazón se centrase en ella.
Bonnie era un problema que tendría que resolver más tarde.
Mientras me vestía, oí la cadena del váter. El Ratón dormía más ligero que una manada de leones. Una vez me dijo que era capaz de oír a una hoja que pensaba en caer de un árbol.
Salió con una camisa azul de vestir y encima una chaqueta de espiguilla. Los pantalones eran negros. Fui al baño. Allí me afeité y me lavé el cuerpo con una manopla, porque el escondite del Ratón no tenía ni ducha ni bañera.
En la puerta, al salir, me preguntó:
—¿Vas armado?
—Tengo un 38 en el bolsillo, una Luger en el cinturón, y la 25 que me diste metida en el calcetín.
Me dirigió un gesto de aprobación y empezó a bajar por las escaleras.
En 1966 el centro de Los Ángeles era sobre todo de ladrillo y mortero, yeso y piedra. Había algunas torres de acero y cristal, pero más que nada eran los edificios rojos y marrones y más bajos los que albergaban la comunidad de negocios.
Tenía que recoger determinada información financiera y la mejor forma de hacerlo, me pareció, era a los pies del genio cobarde, Jackson Blue.
Jackson había dejado su trabajo en la oficina de Tyler Machines cuando acudió a resolver un problema de mantenimiento del grupo Proxy Nine Insurance, un consorcio internacional de aseguradores bancarios. Jackson fue a reparar su lectora de tarjetas de ordenador y luego (casi como quien no quiere la cosa, por lo que contaba él) modernizó todo el sistema que utilizaban para llevar los asuntos cotidianos. El presidente, Federico Bignardi, se sintió tan impresionado que le ofreció a Jackson doblar su salario y ponerle a cargo del nuevo departamento de proceso de datos.
Fui en mi coche hasta la distancia de una manzana más o menos del despacho de Jackson y entré en una cabina telefónica. Buscaba el número en las páginas blancas cuando el Ratón se asomó por la puerta.
—Easy —me dijo, como advertencia.
Yo miré a tiempo para ver el coche de policía que aparcaba junto a la acera.
Había encontrado el número de la empresa de Jackson pero sólo tenía una moneda. No metí la moneda pensando que quizá tuviese que hacer la llamada más tarde, desde la celda.
El otro motivo que me retuvo fue que tenía que prestar mucha atención a los acontecimientos que se iban desarrollando. Siempre existía la posibilidad de un tiroteo cuando uno mezclaba a Raymond Alexander y la policía en el mismo saco. Él les veía como el enemigo. Ellos le veían como el enemigo. Y ninguno de los dos bandos habría dudado en abatir al otro.
Cuando los dos policías blancos, de casi dos metros de alto (podrían haber sido hermanos) se dirigieron hacia nosotros, ambos con la mano en la culata de sus pistolas, no pude evitar pensar en la guerra fría que tenía lugar en el interior de las fronteras de Estados Unidos. La policía estaba a un lado, y Raymond y los suyos al otro.
Salí de la cabina telefónica con las manos bien visibles. Raymond sonreía.
—Buenos días —dijo uno de los dos blancos. A mis ojos, sólo su bigote le distinguía de su compañero.
—Oficial —saludó el Ratón.
—¿Qué están haciendo por aquí?
—Llamar al señor Blue —dije yo.
—¿Al señor Blue? —exclamó el policía.
—Es un amigo nuestro —repliqué a su pregunta parcial—. Es experto en ordenadores, pero queríamos hacerle una consulta sobre bonos al portador.
—¿Bonos? —exclamó el policía con el labio desnudo.
—Pues sí —replicó el Ratón—. Bonos.
Tal y como lo dijo parecía algo peligroso y no unos simples documentos.
—¿Y qué quieren saber acerca de los bonos? —preguntó uno de los policías, no recuerdo cuál.
Yo tenía que conseguir que aquellos policías sintieran que Raymond y yo teníamos un motivo legítimo para estar en aquella cabina telefónica y en aquella esquina de la calle. La mayoría de los americanos no entendería por qué dos hombres bien vestidos tienen que explicar por qué están sin hacer nada en una calle pública. Pero la mayoría de los americanos no comprende el escrutinio al que se ha sometido a los negros desde los días en que nos arrastraron hasta aquí, encadenados. Aquellos dos policías se sentían plenamente autorizados para detenernos sin motivo alguno y sin garantía alguna. Creían que podían interrogarnos y registrarnos y arrastrarnos a una celda si existía la menor vacilación en la forma en que explicábamos nuestros asuntos.
A pesar de la urgencia de la situación, sentí en aquel momento que me quedaba un pequeño espacio para odiar lo que aquellos policías representaban en mi vida.
Pero podía odiarles todo lo que quisiera: aun así, seguía sin poder permitirme el lujo de desafiar su autoridad.
—Soy detective privado, oficial —dije—. Trabajo para un hombre llamado Saúl Lynx. Tiene su oficina en La Brea.
—¿Detective? —exclamó Bigotes. Era el rey de las preguntas escuetas.
Saqué mi licencia del bolsillo de mi camisa. Al ver aquella autorización emitida por el estado, quedaron tan desconcertados que volvieron a su coche para hablar por la radio.
—¿Bonos? —preguntó el Ratón.
—Sí. El hombre que te dije había cogido unos bonos suizos. Quizá fuese dinero nazi. No lo sé.
—¿Cuánto dinero? —preguntó.
¿Por qué no le había hecho yo aquella pregunta a Canela? La única respuesta que se me ocurrió fue el beso de Canela.
Los policías volvieron y me devolvieron mi licencia.
—Hemos hecho las comprobaciones —dijo uno de ellos.
—Entonces, ¿podemos continuar? —pregunté.
—¿A quién están investigando?
—Es una investigación privada. No puedo hablarles de ella.
Y aunque no recuerdo con cuál de los dos policías hablaba, sí que recuerdo sus ojos. Había odio en ellos. Odio auténtico. Es una continua revelación llegar a comprender que lo único que puedes esperar, por tu propia dignidad, es el odio en los ojos de los demás.
—Blue —dijo Jackson cuando la telefonista de Proxy Nine le pasó mi llamada.
—Estoy aquí abajo con el Ratón, Jackson —dije—. Tenemos que hablar.
Noté su vacilación en el silencio de la línea. Suele ser la forma de actuar entre la gente pobre que finalmente ha conseguido salir de las penalidades y privaciones. Lo único que puede hacer alguno de tus antiguos amigos es empujarte de vuelta hacia abajo o dejarte seco. Si hubiese sido otro y no yo, él se habría inventado cualquier excusa. Pero Jackson tenía una deuda demasiado grande conmigo para hacer oídos sordos a mi llamada, a pesar de su ingrata naturaleza.
—En la McGuire Steak House, en Grant —dijo, con frases cortadas—. Nos reunimos allí a la una y cuarto.
Eran las 12.55. Raymond y yo fuimos andando hasta McGuire a paso tranquilo. Él estaba de buen humor ante la perspectiva de volver con Etta.
—¿No te importa que ese chico blanco se quede allí mientras tú no estás? —le pregunté cuando se acercaba el momento de nuestro encuentro.
—No, tío. Yo lo veo como el perrito que Etta no ha tenido nunca. Ya sabes… un perrito blanco.
Había algo muy feo en aquellas palabras y la forma en que las dijo. Pero la vida que nos había tocado vivir era muy fea.
El maître frunció el ceño cuando entramos en el restaurante del segundo piso, pero cambió de actitud cuando mencionamos a Jackson Blue.
—Ah, el señor Blue —dijo, con ligero acento francés—. Sí, les está esperando.
Con un chasquido de los dedos captó la atención de una encantadora jovencita blanca que llevaba una minifalda negra y una camiseta.
—Son los invitados del señor Blue —dijo, y ella nos sonrió como si fuésemos primos lejanos suyos y nos viese por primera vez.
La puerta por la que nos condujo daba a un comedor privado ocupado por una mesa redonda en la que se podían sentar cómodamente ocho personas.
Jackson se puso de pie, nervioso, cuando entramos. Llevaba un elegante traje negro y las gafas sin graduar que, según aseguraba, le hacían parecer menos amenazador ante los blancos.
A mí no me cabía en la cabeza cómo alguien podía sentirse intimidado por Jackson. Era bajito y delgado, con una piel casi color azabache. Su boca siempre estaba dispuesta a sonreír y daba un salto al oír una simple puerta cerrarse. Pero desde el momento en que se puso aquellas gafas, todo el mundo en L. A. empezó a ofrecerle trabajos. Se me ocurrió que cuando se ponía las gafas se convertía en otra persona, con unos modales mucho más suaves. De todas maneras, ¿yo qué sabía?
—Jackson —le saludó el Ratón.
Jackson forzó la sonrisa y estrechó la mano del asesino.
—Ratón, Easy. ¿Cómo estáis, chicos?
—Con un hambre del carajo —dijo el Ratón.
—Ya he pedido —le tranquilizó Jackson—. Bistecs y vino Beaujolais.
—Estupendo, chico. Mierda, en ese banco te tratan bien.
—Es una compañía de seguros.
—Pero aseguran a los bancos, ¿no?
—Sí. Bueno, Easy. ¿Qué ocurre?
—¿Puedo sentarme primero, Jackson?
—Ah, sí, sí, sí, claro. Siéntate, siéntate.
La habitación también era redonda y con escenas pastoriles pintadas en las paredes. Pinturas al óleo auténticas, y un jarrón con rosas de seda en un pedestal junto a la puerta.
—¿Qué tal te va la vida, Jackson?
—Bien, supongo.
—Parece mejor que eso. Este sitio es muy bonito, y saben tu nombre en la puerta.
—Sí… supongo que sí.
Me di cuenta de que Jackson había estado conteniéndose, muy tenso. Su rostro estaba cansado y había rastros de dolor en torno a sus ojos y su boca.
—¿Qué te pasa, chico? —le pregunté.
—Nada.
—¿Es Jewelle?
—No, ella está bien. Ahora dirige un motel en Malibú.
—¿Pues qué es, entonces?
—Nada.
—Vamos, Jackson —dijo el Ratón entonces—. Easy y yo tenemos asuntos graves que resolver, así que dilo de una vez. Parece como si el médico te acabase de dar seis meses de vida.
Durante un momento pensé que el genio con gafas iba a derrumbarse y echarse a llorar.
—Es una cinta de ordenador —dijo.
—¿La has jodido o algo?
—No. O sea, que sí, que está jodido. Es la cinta TXT que me dejan en mi escritorio cada mañana a las tres y veinticinco.
—¿Qué es una cinta TXT? —le pregunté.
—Transmisión de transacciones de todo el mundo… transacciones financieras.
—¿Y qué pasa con ella?
—Proxy tiene cien bancos como clientes, sólo en Estados Unidos, y dos veces más en bancos europeos. Transfieren inversiones en acciones para clientes especiales por menos de lo que suele hacer un broker.
—¿Y qué pasa?
—Van desde trescientos mil a cuatro millones de dólares en transacciones cada día.
Al oír eso el Ratón soltó un largo silbido.
Jackson se puso a sudar.
—Sí —dijo—. Cada vez que miro esa cosa el corazón se me pone a cien. Es como si una chica con un culo de primera se quitara la ropa y se te metiera en la cama y luego dijese: «No pensarás aprovecharte de mí ahora, ¿verdad?».
El Ratón se echó a reír. Yo también.
—Escucha, Jackson —dije—. Tengo que preguntarte algo sobre unos bonos suizos al portador.
—¿De qué tipo?
Le di toda la información que había obtenido de Canela.
—Pues sí —comentó, de tal forma que supe que todavía estaba pensando en aquella cinta—. Sí, si me traes uno, yo podría hacer el historial. La gente con la que trabajo usa bonos de ésos constantemente. Yo tengo acceso a todo lo que hacen ellos. Si un bono al portador tiene un origen especial, probablemente yo podría rastrearlo.
Nuestros bistecs llegaron poco después. El Ratón comió por dos. Jackson ni siquiera tocó la comida. Cuando acabamos, Jackson se hizo cargo de la cuenta. Le conocía desde hacía treinta años, y era la primera vez que pagaba una comida de buen grado.
Estuvimos hablando un rato más. El Ratón puso al día a Jackson de lo que hacían nuestros amigos comunes. Quién estaba bien, quién había muerto. Al cabo de cuarenta y cinco minutos o así, Jackson miró su reloj y dijo que tenía que volver al trabajo.
En la puerta, el Ratón le cogió por el brazo.
—¿Te gusta esa chica, Jewelle? —le preguntó.
—La amo —dijo Jackson.
—¿Y tu coche, y las ropas, y el trabajo que tienes?
—Estupendo. Nunca había sido tan feliz. Mierda, hago cosas que la mayoría de la gente ni siquiera sabe que existen.
—Entonces, ¿por qué te alteras tanto por unos pocos dólares en una cinta? Que le den a la puta cinta, tío. Ese dinero no te va a chupar la polla. Mierda, si eres feliz, pues sigue con lo que estás haciendo y no dejes que el negro que llevas dentro te joda y alborote.
Las palabras de Raymond transformaron a Jackson al oírlas. Hizo un leve gesto afirmativo y la desesperación que se veía en sus ojos disminuyó un poco.
—Sí, tienes razón —dijo—. Tienes razón.
—Pues claro que sí —afirmó el Ratón—. No somos perros, tío. No tenemos que ir olisqueando detrás de ellos. Mierda. Tú y yo y Easy también hacemos cosas que nuestras mamás y nuestros papás no soñaron jamás que podríamos hacer.
Aprecié mucho que me incluyera en el grupo, pero me di cuenta de que el Ratón y Jackson estaban viviendo en un plano superior. Uno era un maestro en el crimen, y el otro simplemente un genio, pero ambos veían el mundo más allá del salario y el alquiler. Estaban al margen del mundo del trabajo cotidiano. Me pregunté en qué momento me habían dejado atrás.