Capítulo 30

Al notar que aparecía yo, el Ratón se despertó de su sueño. Abrió los ojos y frunció el ceño. Luego se sentó y movió la cabeza en círculo. Los huesos de su cuello crujieron audiblemente.

—Buenos días, Easy.

—Ray.

—¿Se han ido las chicas?

—Supongo.

—Bien. Ahora vamos a ocuparnos de algunos asuntos y no podemos perder el tiempo con ellas.

Se puso de pie y se dirigió al lavabo a trompicones.

Yo me senté y me quedé dormido allí mismo.

La cadena del váter me despertó de golpe.

Cuando Raymond volvió, se puso los pantalones negros y una camiseta negra: su «ropa de trabajo».

—Aquí no hay cocina —dijo—. Si quieres café, hay que ir a Jelly en esta misma calle.

—¿A qué hora abren? —pregunté.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y veinte.

—Vamos.

Fuimos andando unas pocas manzanas hasta Denker. El sol era una promesa color carmesí detrás de los montes de San Bernardino.

—¿Qué tenemos, Easy? —me preguntó el Ratón cuando estábamos a mitad de camino del puesto de donuts.

—Un hombre de Prisco me contrató para encontrar a una chica negra llamada Canela. Fui a casa de su novio y lo encontré allí muerto.

—Mierda —exclamó el Ratón—. ¿Muerto?

—Sí. Entonces volví a L.A. y encontré a la chica, pero ella me contó que había un tipo con chaqueta de piel de serpiente que creía que quería matarla. Ese mismo día, un tipo con chaqueta de piel de serpiente fue a preguntar por mí a mi casa.

—¿Y encontró a Bonnie y los niños?

—Ella y Feather están en Suiza y Jesús está fuera con el barco —decidí no mencionar que la ex novia de Ray estaba con mi hijo.

—Bien.

—Así que el tipo ese apareció en mi despacho. Dice que se llama Joe Cicerón. Es un asesino despiadado, lo vi en sus ojos. Amenazó a mi familia.

—¿Y te peleaste con él?

—Saqué el arma que tú me diste y el tío se fue.

—¿Por qué no le disparaste?

—Porque había otras personas por allí. No creo que mintieran para salvarme.

El Ratón se encogió de hombros sin mostrarse de acuerdo ni en desacuerdo con mi lógica. Habíamos llegado al bar. Abrió la puerta de cristal y yo le seguí al interior.

El bar Jelly era un mostrador largo frente al cual se encontraban una docena de taburetes anclados a un suelo de cemento. Detrás del mostrador había ocho estantes inclinados largos iluminados por fluorescentes. Los estantes estarán llenos de donuts de todas clases.

Una mujer negra estaba detrás del mostrador fumando un cigarrillo y mirando al infinito.

—Millie —la saludó el Ratón.

—Señor Alexander —respondió ella.

—Café para mí y para mi amigo… —Se sentó junto a la puerta y yo a su lado—. ¿Qué tomarás tú, Ease?

—Relleno de limón.

—Dos de limón y dos de leche —dijo el Ratón a Millie.

Ella ya nos estaba sirviendo los cafés en unos vasos de papel grandes.

Yo necesitaba la cafeína. Me parecía que Georgette y yo no nos habíamos dormido hasta después de las tres.

Llegaron nuestros donuts. Encendimos unos cigarrillos y nos bebimos el café. Millie nos rellenó los vasos y luego se desplazó hasta el extremo más alejado del mostrador. Me pareció que estaba acostumbrada a dejar intimidad a mi amigo.

—Gracias por hablar conmigo anoche, Easy —dijo el Ratón.

—Claro. —No estaba acostumbrado a recibir gratitud por su parte.

—¿Cómo se deletrea el nombre de ese tío?

—El romano es ce, i, ce, e, erre, o, ene; pero éste no me lo deletreó.

—Voy a llamar desde un teléfono que hay en la parte de atrás y hacer unas averiguaciones —dijo—. Tú quédate aquí.

—Un poco temprano para ir llamando a la gente, ¿no crees?

—Para un hombre que trabaja por cuenta de otro, sí. Pero alguien que trabaja por su cuenta se levanta cuando canta el gallo. —Y sin decir más, se dirigió hacía la parte trasera de la tienda y entró por una puerta verde.

Me quedé allí sentado fumando y pensando en Joe Cicerón. Realmente, no tenía sentido que trabajase para Lee. ¿Por qué me iba a despedir éste y luego poner a un hombre que me siguiera? Pero parecía haber un enfrentamiento entre Lee y su ayudante. Quizás ella había puesto a Cicerón en mi busca. Pero ¿por qué no dejarme seguir trabajando para Lee y que les llevase toda la información que obtuviese? Ella era mi único contacto con aquel hombre.

Una brisa fresca sopló a mi espalda. Me volví y vi entrar a un anciano negro. Sus ropas estaban arrugadas, como si hubiese dormido con ellas puestas, y desprendía un olor a polvo al pasar. Se sentó a dos asientos de distancia de mí e hizo un gesto a Millie (que no sonreía nunca) y murmuró su petición.

Yo apagué el cigarrillo y pensé en Haffernon. Quizás hubiese contratado él a Cicerón. Podía ser. Era un hombre poderoso. Y luego estaba Philomena. Pero ella decía que tenía miedo del asesino de la piel de serpiente. Eso me hizo sonreír. El día que empezase a creerme lo que me contara la gente probablemente sería el día de mi muerte.

El hombre que estaba cerca de mí le dijo algo a la camarera. «Hace buen día», creo.

¿No había dicho algo Philomena acerca de un primo? Y por supuesto, estaba también Saúl. Quizás él supiese algo más de lo que estaba ocurriendo. Quizás él hubiese encontrado algo y estuviese intentando dejarme a un lado. No. Saúl no. Al menos, todavía no.

—Hay festival allá en Watts. —Oí decir al hombre a Millie. Ella no respondió o quizá susurró su respuesta, o sólo afirmó con la cabeza.

Por supuesto, cualquiera que estuviese implicado en el asunto de Egipto podía haber contratado a Cicerón. Cualquiera que estuviese interesado en aquellos bonos al portador.

—Así que tienes demasiados humos para hablar conmigo, ¿eh? —estaba diciendo aquel hombre a Millie.

Su ira captó mi atención, y por tanto miré hacia ellos. Millie estaba en el extremo más alejado del mostrador, y el hombre arrugado me miraba.

—¿Perdón? —le dije.

—¿Demasiados humos para hablar? —me preguntó.

—No sabía que estaba hablando conmigo, buen hombre —le dije—. Pensaba que hablaba con la señorita.

—Bah —dijo él, sin responder—. Yo he pasado mucho tiempo en el mar con hombres de todas clases. Sólo porque mi ropa sea vieja no significa que sea sucio.

—No quería decir eso… Es que estaba pensando.

—En la Marina Mercante yo he visto de todo —decía él—. Guerras, motines, y tanto dinero como para ahogar a un elefante. Tengo hijos por todo el mundo. Por Guinea y Nueva Zelanda. Tuve una mujer en Noruega, blanca como la porcelana y tan guapa que te haría llorar.

Mi mente estaba bien dispuesta para asombrarse. Sencillamente, trasladé mis pensamientos a aquel hombre y todos sus hijos y todas sus mujeres.

—Easy Rawlins —le dije. Y le tendí la mano.

—Briny Thomas —me cogió la mano y la sujetó mientras me escrutaba los ojos—. Pero ¿sabe cuál es la cosa más importante que he aprendido en todos mis viajes?

—¿Cuál es?

—La única ley que importa es ser fiel a lo tuyo. Tienes que aferrarte a lo que crees que es justo, y cuando llegue el día, te sentirás satisfecho.

El Ratón ya salía por la puerta verde.

Aparté mi mano de la de Briny.

Raymond se situó entre los dos.

—Vaya al asiento siguiente, hombre —le dijo al de la Marina Mercante—. Vamos.

El viejo sabía calibrar bien a las personas. Ni siquiera vaciló un momento; cogió su café y se desplazó cuatro asientos más allá.

—Tenías que haber matado a ese hijoputa, Easy. Tenías que haberlo matado.

—¿Cicerón?

—Mi gente me dice que es un mal hombre… un hombre muy, muy malo. Dicen que es un asesino. Trabajaba para el gobierno, dicen, y luego se puso por su cuenta.

El Ratón estaba con el ceño fruncido mientras me hablaba de Cicerón, pero luego, repentinamente, sonrió.

—Pero todo irá bieeeeen. Un tío como ése consigue que uno demuestre de qué está hecho.

—De carne y hueso —dije.

—Eso no basta, hermano. Necesitarás también algo de hierro y pólvora, y quizás un poco de suerte para salir adelante con un hijoputa como ése.

Raymond estaba feliz. El desafío de Joe Cicerón le hacía revivir. Y debo decir que yo tampoco estaba demasiado preocupado. No es que me tomase a la ligera a un asesino entrenado por el gobierno. Pero tenía otras cosas que hacer, y mi supervivencia no era lo más importante de la lista. Si moría salvando a Feather, el trato valdría la pena. Así que sonreí como mi amigo.

Por encima de su hombro, vi a Briny levantar su café como para brindar.

Ese gesto también me dio confianza.