Capítulo 29

—Lo siento por el trabajo, Ray.

Me dirigí hacia el sofá. Él se apartó a un lado para dejarme sitio.

—No importa, Easy. Sabía que no era para ti aquel asunto. Pero querías dinero, y esos sindicatos de Chicago ha sido mi gallina de los huevos de oro.

—¿Te he causado algún problema con ellos?

—No me van a tocar las pelotas —dijo el Ratón, desdeñoso.

Se echó atrás y expulsó una nube de humo hacia el techo. Llevaba una camisa de raso granate y unos pantalones amarillos.

—Y entonces, ¿qué problema hay? —pregunté.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé. ¿Por qué has hecho que se fueran las chicas?

—Estaba cansado de todos modos. ¿Quieres que nos vayamos?

—¿Y qué pasará con Pinky y Georgette?

—No sé. Mierda… Lo único que quieren es echarse unas risas y beberse mi alcohol.

—¿Quieres hablar?

—Ya no hay nada por lo que reír.

Viviendo mi vida me he dado cuenta de que todo el mundo tiene que hacer distintas tareas. Está el trabajo que te da de comer, las responsabilidades hacia tus hijos, tus apetitos sexuales, y luego están los deberes especiales que cada hombre y mujer va asumiendo. Algunas personas son artistas o tienen intereses políticos; otros están obsesionados por coleccionar conchas o fotos de estrellas de cine. Uno de mis deberes especiales era evitar que Raymond Alexander cayese en un humor sombrío. Porque cuando perdía el interés por pasar un buen rato era probable que alguien, en alguna parte, muriese. Y aunque yo tenía negocios muy urgentes por mi parte, le hice una pregunta.

—¿Qué ocurre, Ray?

—¿Tú tienes sueños, Easy?

Me reí en parte por los sueños que tenía, y en parte para relajarle un poco.

—Pues claro. De hecho, los sueños me han estado martirizando mucho esta última semana.

—¿Sí? A mí también. —Meneó la cabeza al ir a coger una botella de escocés de tres cuartos de litro que había a un lado del sofá rojo.

—¿Qué tipo de sueños?

—Yo era de cristal —dijo, después de beber un largo trago.

Me miró. Esa vulnerabilidad, esos ojos muy abiertos, en el rostro de otro hombre hubieran podido significar miedo.

—¿De cristal?

—Sí. La gente pasaba a mi lado y no me veía porque aunque notaban algo, no sabían lo que era. Y entonces tropezaba con una pared y se me caía el brazo.

—¿Se te caía? —exclamé, como un parroquiano repetiría la frase de un pastor, por puro y simple énfasis.

—Sí. Caído del todo. Intentaba cogerlo, pero la otra mano también la tenía de cristal y resbalaba. El brazo caía al suelo y se rompía en mil pedazos. Y la gente seguía pasando a mi lado sin verme.

—Mierda —dije.

Estaba asombrado no por el contenido, sino por la sofisticación del sueño del Ratón. Siempre había pensado que el diminuto asesino era un bruto carente por completo de pensamientos sofisticados o de imaginación. Nos conocíamos desde que teníamos diez años, y hasta entonces no había visto aquella otra faceta suya.

—Sí —gorjeó el Ratón—. Di un paso y se me rompió el pie. Me caí al suelo y me rompí en pedazos. Y la gente me pasó por encima y me fue triturando hasta hacerme polvo.

—Eso es muy fuerte, tío —dije, sólo para mantener la conversación.

—Y no es todo —exclamó—. Entonces, cuando estaba ahí hecho polvo, vino el viento y se me llevó volando por los aires. Estaba por todas partes. Lo veía todo. Tú y Etta estabais casados, y LaMarque te llamaba papá. Otras personas llevaban mis joyas y conducían mi coche. Y yo seguía ahí, pero nadie podía verme ni oírme. Y a nadie le importaba.

En un momento de repentina intuición, me di cuenta de la lógica que se escondía detrás del periódico destierro del Ratón por parte de Etta. Ella sabía que él la necesitaba muchísimo, pero que no se daba cuenta de ello, y le había echado para que tuviese aquellos sueños. Entonces, cuando él volviese de nuevo, sería más agradable y apreciaría mejor su valía… sin darse cuenta exactamente del motivo.

—¿Sabes, Easy? —dijo—. He estado con dos mujeres cada noche desde que me separé de Etta. Y todavía puedo durar toda la noche. Hago que las chicas acaben hablando en idiomas que ni siquiera sabían. Pero me despierto en la cama de otras mujeres preguntándome cómo estará ella.

—Quizá deberías darle otra oportunidad a Etta —sugerí—. Sé que ella te echa de menos.

—¿Ah, sí? —me preguntó, con toda la inocencia del niño que nunca fue.

—Pues sí señor —dije yo—. La he visto hoy mismo.

—Bueno —dijo entonces el Ratón—. Quizá la haga esperar un par de días más y luego le dé otra oportunidad.

Dudaba de que el Ratón relacionase el sueño que había tenido con Etta, aunque ella había aparecido con gran facilidad en la conversación. Pero vi que se encontraba mejor por el momento. La perspectiva de volver a casa había mejorado su estado de ánimo sombrío.

Durante un rato me regaló con las historias de sus proezas sexuales. No me importó. El Ratón sabía contar historias muy bien, y yo tenía que esperar a pedirle mi favor.

Media hora después, la puerta de abajo dio un golpe contra la pared y las chillonas mujeres iniciaron su escandaloso ascenso por las escaleras.

—Será mejor que me vaya, Ray —dije—. Pero necesitaré tu ayuda mañana por la mañana.

Me puse en pie.

—Quédate, Easy —dijo él—. Le gustas a Georgette, y Pinky se pone muy celosa cuando tiene que compartir. Quédate, hermano. Y luego, por la mañana, nos ocuparemos de tus problemas.

Antes de que pudiese decir que no, las mujeres aparecieron en la puerta.

—Hola, Ray —dijo Pinky. Llevaba dos botellas de champán bajo cada brazo—. Hemos traído una botella para cada uno.

Georgette se iluminó cuando vio que yo todavía estaba allí. Se apoyó en la mesa frente a mí y me puso las manos en las rodillas.

Raymond sonrió y yo meneé la cabeza.

—Tengo que irme —insistí.

Pero la noche fue pasando y yo seguía allí. No tenía ningún sitio adónde ir. El Ratón descorchó tres tapones y las damas se rieron mucho. Era un gran cuentista. Yo raramente le había oído contar la misma historia dos veces.

Después de la medianoche, Pinky empezó a besar a Ray en serio. Georgette y yo estábamos en el sofá con ellos, sentados muy juntos. Hablábamos entre nosotros, susurrábamos en realidad, cuando Georgette levantó la vista y dio un respingo.

Me volví y vi que Pinky le había sacado la polla a Ray de los pantalones y estaba trabajándosela vigorosamente. Él se echaba hacia atrás con los ojos cerrados y una gran sonrisa en los labios.

—Vamos a la otra habitación para tener un poco de intimidad —me susurró Georgette al oído.

El dormitorio era también muy pequeño, sólo lo suficientemente grande para que cupiese una cama de buen tamaño y una solitaria cajonera de arce.

Cerré la puerta y cuando me volví para enfrentarme a Georgette, ella me besó. Fue un beso muy apasionado, más de lo que había experimentado nunca. Nuestras lenguas hablaban entre sí. Ella me decía que yo tenía toda su atención, y todo lo que estaba en su mano darme. Y yo le decía que necesitaba desesperadamente a alguien que me diese vida y esperanza.

Metí mi mano bajo su blusa color coral y apoyé la palma caliente en la base de su cuello. Ella gimió y también gimió Pinky en la habitación de al lado.

Georgette fue hacia la lámpara y la apagó.

—Vuelve a encenderla —dije yo.

Lo hizo.

Me senté en la cama y ella se puso de pie entre mis rodillas. Entonces empecé a desabrochar los botones de su blusa. Ella estaba quieta, respirando con rapidez mientras yo le quitaba la blusa de seda y la arrojaba al suelo. Luego se movió intentando sentarse junto a mí, pero yo la cogí por un brazo dejándole bien claro que debía quedarse donde estaba. Me acerqué más a ella y pasé los brazos a su alrededor para desabrochar el sujetador negro que llevaba.

Sus pezones eran largos y estaban duros. Los chupé ligeramente y ella me sujetó la cabeza y la movió para demostrarme cómo quería que se moviera mi lengua.

La minifalda negra estaba muy apretada en torno a su trasero y al bajársela mientras le besaba los duros pezones bajé también la braguita rosa. Su vello púbico era poblado y denso. Enterré la cara en él para absorber todo aquel intenso aroma a tomatera. Si había tenido en algún momento la idea de detenerme, se había evaporado ya.

Georgette era una mujer corpulenta. Y aunque su cintura era esbelta, el vientre sobresalía un poco. Su ombligo era un agujero hondo, oscuro, destacando en su piel ya oscura de por sí. Introduje curiosamente la lengua en su interior.

Ella dio un respingo y saltó hacia atrás, cogiéndose el estómago con ambas manos.

—Vuelve aquí —dije.

Georgette meneó la cabeza con una mirada suplicante en el rostro.

Pinky empezó a chillar en la habitación de al lado.

—Vuelve —dije de nuevo.

—Es demasiado sensible —protestó ella.

Tendí una mano y ella me dejó que la atrajera hacia mí. Yo la coloqué entre mis rodillas de nuevo y me desplacé lentamente hacia el vientre.

Aquella vez introduje la lengua hasta lo más hondo, de modo que en la punta podía notar la piel rugosa del fondo. Moví la punta de la lengua y ella tembló, sujetándose a mi cabeza en busca de apoyo.

Al cabo de unos segundos gritó:

—¡Para!

Aparté la cabeza y la miré a los ojos.

—Es como el comer para mí, Georgette —le dije—. ¿Lo comprendes? Como el comer.

Ella replicó apretando mi rostro contra su estómago. Mi lengua salió de nuevo y ella chilló.

Al cabo de otro minuto, ella apartó mi cara.

—¿Puedo echarme ahora, cariño? —me preguntó.

Yo me desplacé a un lado y ella se echó de espaldas.

Hicimos cosas aquella noche que nunca había hecho con ninguna mujer. Me hizo cosas que incluso ahora me hacen temblar de fervor y de humillación.

Nos dormimos el uno en brazos del otro, besándonos todavía, acariciándonos aún.

Pero cuando me desperté de golpe, me encontré solo.

Busqué el lavabo y luego volví a tientas al salón. El Ratón estaba echado en el sofá, desnudo, con las manos cruzadas encima del pecho como un rey muerto al que exponen para que el público exprese su duelo. Pinky había desaparecido.