Había un lugar llamado Hennie's en la calle Alameda, en el corazón de Watts. Estaba en el tercer piso de un edificio que ocupaba una manzana entera. Aquel edificio, en tiempos, albergó una tienda de muebles, pero los disturbios casi acabaron con sus existencias. Hennie's no era un bar ni un restaurante; no era un club ni una hermandad privada tampoco, pero era todas y cada una de esas cosas y más aún en diferentes momentos de la semana. Tenía una cocina en la parte de atrás y mesas redondas plegables en el vestíbulo. Una noche, Hennie's podía albergar un recital de alguna diva de la iglesia, procedente del coro local; más tarde, aquella misma noche, podía haber una timba de póquer con altas apuestas para tahúres procedentes de Saint Louis. Había fiestas de despedida para hombres mayores que se jubilaban, y también lotería clandestina. Era una sala multiuso para una clientela exclusiva.
Nunca se iba a Hennie's a menos que se estuviera invitado. Al menos, yo nunca lo hice. Para algunas personas la puerta siempre estaba abierta. El Ratón era uno de ellos.
Marcel John estaba de pie en la puerta del callejón que daba a las escaleras que conducían a Hennie's. Marcel era un hombretón grande, con el físico de un peso pesado y la cara de una viejecita. Su rostro mostraba una amabilidad triste, pero yo sabía que había matado a media docena de hombres por asuntos de dinero antes de venir a trabajar para Hennie. Llevaba un traje de lana marrón pasado de moda, con una cadena de oro bien visible. Una flor de color morado caía mustia en su solapa.
—Marcel —dije como saludo.
Él levantó la cabeza apenas un centímetro como saludo, contemplándome con aquellos ojos suyos acuosos de abuelita.
—Busco al Ratón —dije.
Había pronunciado tantas veces aquellas mismas palabras en mis cuarenta y seis años de vida que podían ser ya como un conjuro.
—No está aquí.
—Es él quien me necesita a mí.
Las enormes aletas de la nariz de Marcel se ensancharon más aún intentando adivinar el sentido de mi frase. Aspiró aire con intensidad y luego asintió. Pasé junto a él por la estrecha escalera que subía, sin dar un solo giro, hasta la entrada del tercer piso, al otro lado del edificio.
Cuando me acercaba al piso superior, la puerta de ébano se abrió y salió Bob el Bautista a saludarme.
La piel de Bob el Bautista era como de oro oscurecido. Sus rasgos no eran ni caucásicos ni negroides. Quizá su abuela hubiese sido esquimal, o alguna deidad hindú. Bob siempre sonreía. Y yo sabía que si no hubiese recibido la señal de Marcel, me habría esperado allí dispuesto a dispararme en la frente.
—Easy —dijo Bob—. ¿Qué asunto te trae por aquí, hermano?
—Busco al Ratón.
—No está aquí.
Bob, que llevaba unos pantalones blancos sueltos y una camisa azul recta levantó un hombro como diciendo: «Bueno, hasta luego».
—Él me necesita —dije, sabiendo que ni siquiera los fatuos empleados de Hennie osarían interponerse en el camino de Raymond Alexander.
Tuvo que dejarme entrar, aunque no le gustara.
—¿Vas armado? —preguntó. La mueca endiosada había desaparecido de sus labios.
—Sí, así es —afirmé.
Aspiró por la nariz calibrando si yo representaba o no una amenaza, decidió que no era así y se desplazó a un lado.
Hennie's era una enorme habitación que ocupaba todo el piso. Estaba vacío aquel día. Al pasar desde el puesto de Bob hasta el otro lado, mis pisadas hicieron eco anunciando que me acercaba.
Hennie estaba sentado en una pequeña mesa redonda situada junto a la pared más alejada. A su lado tenía una copita de brandy y el Los Ángeles Examiner abierto en la página de deportes. Un cigarro a medio fumar se iba consumiendo en un cenicero de cristal tallado.
Era un tipo muy atildado que vestía un traje azul oscuro, una camisa de raso de color blanco roto y una corbata roja sujeta con una aguja de perla. La camisa era tan brillante que parecía resplandecer sobre su pecho. Llevaba el cabello muy corto y la piel era tan negra como mis zapatos.
Levantó la vista y me miró.
—Estoy leyendo el periódico —dijo, sin ofrecerme asiento.
—¿Has visto al Ratón por aquí? —Saqué mi paquete de Parliaments y un cigarrillo que procedí a encender.
—Raymond no me ha dejado ningún mensaje para ti, Easy Rawlins.
—El mensaje es para él —dije yo.
Finalmente acabó de levantar la vista.
—¿Y qué es? —Los ojos de Hennie no brillaban en absoluto, dando la impresión de que había visto cosas tan malas que toda su esperanza había muerto.
—Es sólo para el Ratón —dije.
Hennie me miró unos segundos y luego llamó en voz alta:
—¡Melba!
—Sí, Papi —le contestó una voz de mujer de tono agudo.
Ella se asomó por la puerta, a unos tres metros de distancia.
—Tráeme el teléfono.
—Sí, Papi.
Melba se llevaba muy bien con aquella pandilla. Tenía la piel del color del plátano macho, un castaño rojizo. Sus pechos eran pequeños, pero el culo era bastante grande. Se balanceaba precariamente sobre unos tacones altos que casi parecían zancos. El vestido negro le llegaba hasta medio muslo, y andaba con un movimiento circular, de tal modo que parecía que bailaba.
Trajo un teléfono negro con un cordón extremadamente largo. Si hubiese querido, hubiese podido llevar aquel teléfono hasta la mismísima silla de Bob el Bautista.
Ofreció el teléfono a Hennie.
Él declinó el ofrecimiento y dijo:
—Llama a Raymond.
Ella hizo lo que le ordenaban, aunque parecía tener algunas dificultades para mantener el equilibrio y marcar al mismo tiempo.
Los momentos iban pasando.
—¿Señor Alexander? —exclamó, con su vocecilla infantil—. No cuelgue, tengo a Papi en la línea.
Tendió el receptor a Hennie. Él lo tomó, mirándome a la frente al mismo tiempo.
—¿Raymond…? Aquí está Easy Rawlins, que dice que tú quieres verle… Ajá… Ajá… ¿Lo tienes cubierto con Julius…? Muy bien entonces. Ya hablaremos.
Tendió el receptor de nuevo a Melba y ella se alejó contoneándose.
—¿Conoces la funeraria de Denker? —me preguntó Hennie.
—¿Powell?
—Sí.
—Hay una casa roja en la puerta de al lado que da a un garaje. Raymond está en el apartamento que hay encima.
—Gracias —dije, dando una intensa calada.
—Y no vuelvas a venir por aquí si yo no te lo pido —añadió.
—¿Me estás diciendo que si busco a Raymond no te pregunte? —le dije, inocente.
Y Hennie crispó el rostro. Me gustó aquello. Me gustó mucho.
Salí de Hennie's y me fui al coche. Fui hasta la funeraria Powell y bajé por la acera hasta la puerta roja de la parte trasera. Pero allí me detuve. La puerta estaba abierta de par en par y las escaleras me estaban pidiendo que subiese. Había poca luz, y el mundo a mi alrededor se estaba fundiendo lentamente en gris. Ir a ver al Ratón por aquel problema causaría problemas a su vez. Sin exagerar, el Ratón era una de las personas más peligrosas sobre la faz de la Tierra.
Así que me detuve a pensar.
Pero no tenía elección.
Sin embargo, subía los escalones de uno en uno.
La puerta del apartamento estaba medio abierta. Era mala señal. Oí voces de mujer en el interior. Se reían y susurraban.
—¿Raymond? —dije.
—Vamos, entra, Easy.
El salón era del tamaño de un camarote de clase turista en un transatlántico. El único lugar donde poder sentarse cómodamente era un sofá de peluche rojo. El Ratón estaba en el cojín central, y dos mujeres grandes y llenas de curvas habían ocupado ambos lados.
—Bueno, bueno, bueno. Aquí llegas al fin. ¿Dónde has estado?
—Metiéndome en problemas —le dije.
El Ratón sonrió.
—Ésta es Georgette —dijo, agitando una mano hacia la mujer de su derecha—. Georgette, éste es Easy Rawlins.
Ella se puso de pie y me tendió la mano.
—Hola, Easy. Encantada de conocerte.
Era alta para ser una mujer, casi metro ochenta; color corteza de árbol. Todavía no había cumplido los veinticinco, y por eso el peso que llevaba encima parecía desafiar el tirón de la gravedad. A pesar de su tamaño, la cintura era esbelta, pero no era ésa su característica más llamativa. Georgette tenía un aroma de lo más asombroso. Era como el olor de una hectárea de tomateras… terrenal y cáustico. Cogí su mano y me la llevé a los labios para poder acercar más mi nariz a su piel.
Ella lanzó una risita y yo recordé que estaba soltero.
—Y ésta es Pinky —dijo el Ratón.
El cuerpo de Pinky era similar al de su amiga, pero era de piel mucho más clara. No se levantó, sólo me tendió la mano y me dirigió una media sonrisita.
Yo me agaché junto a la mesita que había al lado del sofá.
—¿Qué tal estáis todos? —les pregunté.
—Dispuestos a montar una fiestecita esta noche… ¿verdad, chicas? —preguntó el Ratón.
Ambas se echaron a reír. Pinky se inclinó hacia delante y dio a Raymond un beso intenso. Georgette me sonrió y movió el culo en el sofá.
—¿Y a ti qué tal te va, Easy? —preguntó el Ratón.
Planeaba una fiestecita sólo para él y las dos mujeres. En cualquier otro momento yo habría puesto cualquier excusa y me habría batido en retirada rápidamente. Pero no tenía tiempo que perder. Y sabía que tenía que explicar al Ratón por qué no colaboraba con él en el atraco, antes de pedirle ayuda.
—Tengo que hablar contigo, Ray —dije, esperando que él me dijera que tenía que esperar hasta el día siguiente.
—Muy bien —dijo—. Chicas, debemos tener buenas bebidas para la fiesta. ¿Qué tal si vais a Licores Victory, en Santa Barbara, y compráis un poco de champán?
Buscó en el bolsillo y sacó doscientos dólares en billetes.
—¿Por qué tenemos que ir tan lejos? —se quejó Pinky—. Hay una tienda ahí justo en esta calle…
—Vamos, Pinky —dijo Georgette, levantándose de nuevo—. Estos caballeros tienen que tratar de algunos negocios antes de la fiesta.
Cuando pasaba junto a mí, Georgette me tendió de nuevo la mano, esta vez con la palma hacia arriba. Besé aquella palma como si fuese la mano de mi madre, que se me acercaba desde el pasado lejano. Ella tembló. Yo también.
El Ratón había matado a hombres por ofensas menores, pero en mi estado de ánimo, el peligro era una posibilidad a la cual renunciaba.
Cuando las mujeres se fueron yo me volví hacia Raymond, que me sonreía.
—Eres un perro —me dijo.