El segundo mensaje telefónico era del Ratón.
«He suspendido aquello, Easy —decía, con voz apagada—. He supuesto que no estabas preparado y yo todavía tengo algunos asuntillos que arreglar. Llámame cuando puedas».
El último mensaje era de Maya Adamant.
«Señor Rawlins, el señor Lee quiere llegar a un acuerdo acerca de su información. Y aunque no está dispuesto a pagarle la cantidad total, sí que desea llegar a un entendimiento. Llámeme a mi casa».
Pero yo llamé al capitán del Puerto Deportivo Catalina y le dejé un mensaje para mi hijo. Luego, la operadora internacional me conectó con el número que me había dejado Bonnie.
—¿Diga? —contestó una voz de hombre. Sonaba muy sofisticada y europea.
—Bonnie Shay —murmuré con el mismo tono apagado que había usado el Ratón.
—La señorita Shay no está en este momento. ¿Quiere dejarle algún mensaje?
Casi colgué el teléfono. Si hubiera sido más joven, lo habría hecho.
—¿Puede escribir lo que voy a decirle, por favor? —le pedí a Joguye Cham.
—Espere un momento —dijo. Luego, al cabo de unos instantes, dijo—: Adelante.
—Dígale que hay problemas en casa. Podría haber peligro. Dígale que no vaya allí antes de llamar a EttaMae. Y dígale que no tiene nada que ver con la conversación que tuvimos antes de irse. Son asuntos de negocios, y muy graves.
—Bien, ya lo tengo —dijo, y me lo leyó todo de nuevo.
Lo había apuntado todo bien. En su voz había un asomo de preocupación.
Colgué y di un profundo suspiro. Era toda la energía que podía gastar en Bonnie y Joguye. No tenía tiempo para estupideces.
Marqué otro número.
—Investigaciones Saúl Lynx —respondió una voz de mujer.
Era la línea profesional de Saúl, en su casa.
—¿Doreen?
—Hola, Easy ¿Cómo estás?
—Si las cosas buenas fueran peniques yo no podría comprarme ni un chicle.
Doreen tenía una bonita risa. Casi veía sus bellos rasgos marrones iluminarse con aquella sonrisa suya.
—Saúl está en San Diego, Easy —dijo. Y luego, más seria—: Me ha contado lo de Feather. ¿Cómo está?
—La hemos llevado a una clínica en Suiza. Lo único que podemos hacer ahora es esperar.
—Y rezar —me recordó.
—Tienes que darle un recado a Saúl, Doreen. Es muy importante.
—¿De qué se trata?
—¿Tienes lápiz y papel?
—Aquí mismo.
—Dile que el caso Bowers se ha puesto muy feo, mucho, y que tuve una visita de Adamant y que ha venido un hombre que… Bueno, simplemente, dile a Saúl que tengo que hablar con él enseguida.
—Se lo diré cuando me llame, Easy. Espero que todo vaya bien.
—Yo también.
Apreté el botón con el pulgar y el teléfono sonó debajo de mi propia mano. En realidad, primero vibró y luego sonó. Lo recuerdo porque me hizo pensar en el mecanismo del teléfono.
—¿Sí?
—Papá, ¿qué pasa? —me preguntó Jesús—. ¿Está bien Feather?
—Sí, está bien —dije, contento de dar al menos una buena noticia—. Pero tienes que irte de Catalina ahora mismo, y bajar a ese sitio en el que fondeas cerca de San Diego.
—Vale. Pero ¿por qué?
—Me he tropezado con un chico malo y sabe dónde vivimos. Bonnie y Feather están a salvo en Europa, pero no sé si ha entrado en casa y ha leído la nota de Benny. Así que ve a San Diego y no vuelvas a casa hasta que yo te lo diga. Y no le digas a nadie adónde vas, a nadie.
—¿Necesitas ayuda, papá?
—No. Sólo necesito tiempo. Y si tú bajas adonde te digo, lo tendré.
—¿Llamo a EttaMae si necesito hablar contigo?
—Ya sabes lo que hay que hacer.
Desconecté el contestador para que Cicerón no pudiese oír mis mensajes si entraba. Luego salí del edificio por una entrada lateral poco concurrida y di la vuelta a la manzana para llegar hasta mi coche. Me alejé de allí y fui directo al bar Cox.
Ginny me dijo que el Ratón no había aparecido por allí aquel día, y por tanto era probable que llegase pronto. Tomé asiento en el rincón más oscuro, con una Pepsi.
Los moradores del bar Cox entraban y salían. Hombres serios, y de vez en cuando, alguna mujer desdichada. Entraban silenciosamente, bebían, luego se iban. Se sentaban encorvados en las mesas, murmurando secretos vacíos y recordando tiempos que no habían sido, en absoluto, tal y como ellos los recordaban.
En otras ocasiones yo me había sentido superior a ellos. Yo tenía trabajo, una casa en el oeste de Los Ángeles, una novia guapa que me quería, dos hijos maravillosos y un despacho. Pero ahora lo había perdido todo.
Todo. Al menos, la mayoría de la gente del bar Cox tenía un lecho donde dormir, y alguien que les soportaba.
Al cabo de una hora esperando me di por vencido y me fui en mi Chevy trucado.
EttaMae y el Ratón tenían una casita muy bonita en Compton. El jardincito iba subiendo hacia el porche, donde tenían un banco acolchado y una mesa de secuoya. Por las noches se sentaban fuera, comían codillo y saludaban a sus vecinos.
El color sepia de la piel de Etta, su cuerpo grande, su rostro encantador y su mirada de acero siempre representarían mi ideal de belleza. Ella salió hasta la mosquitera cuando llamé. Sonrió de tal forma que supe que el Ratón no estaba en casa. Y es que ella sabía, y yo sabía también, que si no hubiese existido Raymond Alexander, ella y yo estaríamos casados y tendríamos media docena de hijos ya mayorcitos. Yo siempre fui el segundo de la lista.
De joven, aquél era mi gran pesar.
—Hola, Easy.
—Etta.
—Vamos, entra.
El vestíbulo de su pequeña casita era también el comedor. Había muchos papeles encima de la mesa y ropas colgadas en el respaldo de las sillas.
—Perdona el desorden, cariño. Estoy haciendo la limpieza de primavera.
—¿Dónde está el Ratón, Etta?
—No lo sé.
—¿Cuándo le esperas?
—Pues no dentro de poco.
—¿Se ha ido a Texas?
—No sé adónde ha ido… después de echarle de una patada en el culo.
No estaba preparado para oír aquello. De vez en cuando, Etta echaba al Ratón de casa. Nunca había sabido por qué. No era por nada que él hubiese hecho, ni por algo que ella sospechase. Era casi como si la limpieza de primavera incluyese también echar de casa a un hombre.
El problema era que yo necesitaba a Raymond, y si se había ido de casa, podía estar en cualquier sitio.
—Hola, señor Rawlins —dijo un hombre desde la puerta interior que daba al comedor.
El hombre blanco era alto, y aunque tenía ya treinta y tantos años, su rostro correspondía a un muchacho de apenas veinte. Ojos azules, cabello rubio, y la piel más blanca imaginable… Era Peter Rhone, a quien yo había librado de una acusación de asesinato después de los disturbios que arrasaron Watts. Había conocido a Etta en el funeral de una joven negra, Nola Payne, que fue su amante. La áspera EttaMae se había sentido tan conmovida por el dolor que mostraba aquel hombre blanco por la pérdida de una mujer negra que se ofreció a cuidar de él.
Su mujer le había dejado. No tenía a nadie.
Llevaba unos vaqueros y una camiseta, y su rostro era el más triste que podía tener un hombre.
—Hola, Pete. ¿Cómo te va?
Él suspiró y meneó la cabeza.
—Intento superarlo —dijo—. Probablemente volveré a estudiar, mecánica o algo así.
—Tengo un amigo que vive en una casa que es mía, en la Ciento Dieciséis —dije—. Se llama Primo. Es mecánico. Si se lo pido, seguro que te enseñará los trucos del oficio.
Rhone era vendedor, y hacía corretaje de contratos publicitarios con empresas que no tenían despacho en Los Ángeles. Pero ahora tenía una nueva vida, o al menos la vieja había terminado, y esperaba en el porche de Etta a que la nueva apareciese por fin.
—No te lleves al chico tan rápido, Easy —dijo Etta—. Ya sabes que se gana la vida trabajando aquí en la casa.
Peter sonrió entonces. Vi que le gustaba mucho seguir en el porche trasero de EttaMae.
—¿Sabes dónde puedo encontrar al Ratón? —pregunté.
—No —dijo Etta.
Peter negó con la cabeza.
—Bueno, pues nada. Tengo que encontrarle; si llama, decídselo. Y si llaman Bonnie o Jesús, diles que sigan alejados hasta que yo les diga que pueden volver.
—¿Qué está pasando, Easy? —preguntó Etta, suspicaz de pronto.
—Sólo que necesito una ayudita para una cosa.
—Ten cuidado —dijo ella—. Le he echado de casa, pero eso no significa que le quiera ver en un ataúd.
—Etta, ¿cómo puedes imaginar que alguien como yo sea una amenaza para él? —le pregunté, aunque una vez casi hice que matasen a su hombre.
—Tú eres el hombre más peligroso de cualquier habitación en cuanto entras en ella, Easy —dijo ella.
No discutí aquella afirmación porque sospechaba que podía tener razón.