En sueños yo besaba a Bonnie. Ella susurraba algo dulce y me besaba la frente, y luego los labios. Yo intentaba reprimirme, decirle lo muy furioso que estaba. Pero cada vez que sus labios tocaban los míos, mi boca se abría y su lengua se llevaba todas mis palabras enfurecidas.
—Te necesito —me decía ella, y yo tenía que contener las lágrimas.
Apretaba su cuerpo contra el mío. Yo la estrechaba tan fuerte que ella se apartaba un momento, pero luego me volvía a besar.
—Gracias a Dios —susurraba yo—. Gracias a Dios.
Bajé la mano buscando sus braguitas y ella lanzó un gemido.
Pero cuando noté su mano fría en mi polla, me di cuenta de que no era Bonnie. No era Bonnie porque aquello no era un sueño y Bonnie estaba en Suiza.
¿Quién estaba en mi cama? Nadie. Otro beso lleno de sentimiento. Yo estaba en una habitación de un motel… con Canela Cargill.
Me levanté, apartándola al mismo tiempo. Tenía la camiseta subida por el estómago. Hacía tiempo que no tenía una erección tan intensa. Ella se inclinó y me acarició ligeramente con dos dedos. El gemido surgió de mis labios contra mi voluntad.
Me puse de pie y volví a meter la polla apremiante detrás de la cremallera.
Canela se incorporó y sonrió.
—Tenía miedo —explicó—. Me eché a tu lado y me dormí.
¿Qué podía decir yo?
—Supongo que me habrás besado en sueños —dijo—. Ha sido bonito.
—Sí —me preguntaba si había sido yo el que había dado el primer beso—. Lo siento mucho.
—No hay nada que sentir. Es natural. Tengo protección.
Hasta su despreocupación sexual resultaba regia.
—¿Y de dónde lo has sacado? Te fuiste sin nada.
—Siempre llevo uno de repuesto en la cartera —dijo, y sonaba decididamente como un hombre.
—Vamos a desayunar algo —dije yo.
Una sombra de decepción oscureció sus facciones durante un momento, y luego se puso las braguitas que había dejado tiradas en el suelo, al lado de mi cama.
Yo quería desayunar, aunque eran las dos de la tarde. Philomena y yo habíamos dormido durante casi ocho horas, antes de empezar a magrearnos.
Brenda's Burgers tenía todo lo que necesitaba: un menú que se podía pedir las 24 horas del día y una mesa discreta en el fondo de su diminuto comedor, donde se podía hablar sin que te escuchase nadie. Era un restaurante pequeño con el suelo deteriorado y los muebles disparejos. El cocinero y camarero era un hombre de piel oscura y bigote, con los ojos llenos de desconfianza.
Yo pedí unos huevos revueltos y galletas de leche. Philomena quería un bistec con hojas de colinabo, puré de patatas y ensalada.
—¿No eras vegetariana? —le pregunté.
—Tengo que reponer fuerzas.
Yo estaba un poco alicaído porque la erección no había desaparecido del todo. El corazón me latía como loco y cada vez que ella sonreía yo quería sugerirle que volviésemos a la habitación para acabar lo que habíamos empezado.
—¿Qué te pasa? —me preguntó.
—Nada. ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces algo nervioso.
—Es que lo estoy.
—Vale.
—Cuéntame cosas del hombre con la chaqueta de piel de serpiente —dije, viendo que el cocinero nos vigilaba desde detrás de la ventana de la cocina.
—Vino un día a casa de Axel. Yo estaba en el vestíbulo que lleva al dormitorio, pero podía verle por una rendija entre las puertas dobles.
—¿Ellos no sabían que tú estabas allí?
—Axel sí, pero el otro tío no. Le dijo a Axel que necesitaba los documentos que le había dejado su padre. Axel le dijo que se los había entregado a una tercera persona que los haría públicos a su muerte.
Observarla y escuchar su historia me hacía sudar. Quizá fuese el calor que procedía de la cocina. Pero no lo creo. Ni tampoco creo que mi temperatura proviniese de nada relacionado con el sexo.
—¿Amenazó a Axel?
—Sí. Dijo: «Un hombre puede sufrir algún percance si no sabe cuándo debe doblegarse».
—En eso tenía razón —dije, deseando apartar de mi mente los detalles de la muerte de Axel.
—Era un hombre que daba miedo. Axel estaba asustado, pero se enfrentó a él.
—¿Y qué ocurrió entonces?
—El hombre se fue.
—¿No le hizo ningún daño?
—No. Pero Axel estaba asustado. Me dijo que debía irme de allí, que no fuese ni siquiera a mi casa. Me dio el dinero que llevaba en el bolsillo y me dijo que volviese a Los Ángeles hasta que él supiese qué hacer.
—¿Y por qué tú? —le pregunté—. El otro no te buscaba a ti.
—Axel y yo estábamos muy unidos. —El rostro de Canela adoptó una actitud descarada, como desafiándome a que yo cuestionase su elección de amantes.
—Así que tú tienes los documentos —le dije.
Ella no lo negó.
—Esos documentos pueden hacer que te maten.
—Llevo días intentando llamar a Axel —dijo ella, mostrándose de acuerdo conmigo con su tono—. Llamé a su primo, pero Harmon no sabía nada de él y en su casa no contestaban.
—¿Y en el despacho?
—A ellos nunca les cuenta nada.
—¿Cuántas personas saben dónde estás ahora?
—Nadie.
—¿Y Lena?
—La llamo cada dos días más o menos, pero no le digo dónde estoy.
—¿Y Raphael?
Fue la primera vez que la vi sorprendida.
—¿Cómo has sabido…?
—Soy un detective de verdad, cariño. Mi trabajo consiste en averiguar cosas.
—No. Quiero decir que sí que he hablado con Rafe, pero no le he dicho dónde me alojaba.
—¿Has visto a alguien que conoces, o te ha visto alguien?
—No lo creo.
—¿Estás dispuesta a negociar con esos documentos a cambio de tu vida? —le pregunté.
—Axel me hizo prometer que los entregaría, si se producía algún accidente.
—Axel ha muerto —le dije entonces.
—Eso no lo sabes.
—Sí, y tú también lo sabes. Éste es un asunto de mucho dinero. Tú sabes mucho más de lo que cinco licenciados de Harvard puedan contarte nunca en la vida. Axel ha jugado con el dinero de unos peces gordos y ahora está muerto. Si quieres vivir, será mejor que lo pienses bien.
—Yo… tengo que pensarlo. Al menos debo intentar encontrar a Axel una vez más.
Yo no quería implicarme en los detalles de la desaparición de Axel, así que busqué en mi bolsillo y saqué cinco de los billetes de veinte del Ratón. Me los coloqué doblados en la mano y se los pasé por debajo de la mesa. Al principio, ella pensaba que quería cogerle la mano. Agarró mis dedos y entonces notó los billetes.
—¿Qué es esto?
—Dinero. Paga la habitación y cómprate algo de comida. Pero no salgas demasiado. Intenta esconder la cara si lo haces. ¿Tienes también el número de mi despacho?
Asintió con la cabeza.
—Te llamaré esta noche, o mañana por la mañana a más tardar. Pero tienes que decidirte, cariño.
Ella asintió.
—¿Quieres volver a la habitación conmigo?
—Te acompaño, pero tengo que irme. Debo planear con mucho cuidado cómo sacarte de este lío.
Levantó un poquito el hombro otra vez, como diciendo que le habría gustado un buen revolcón en el pajar, pero que vale.
Comprendí que lo que tenía era miedo de estar sola.
Me dirigí hacia mi despacho un poco antes de las cuatro.
Había tres mensajes en el contestador. El primero era de Feather.
«Hola, papi. Bonnie y yo hemos llegado aquí después de muuuuuucho tiempo en tres aviones. Estoy en una casa junto a un lago, pero mañana me van a llevar a la clínica. He conocido al doctor, y era muy simpático, pero habla muy raro. Te echo de menos, papi, y quiero que vengas a verme pronto… Ah, sí, y Bonnie dice que te echa de menos también».
Apagué el contestador un momento después de oír aquello. Todas las frases que ella había usado daban vueltas una y otra vez en mi interior. Bonnie decía que me echaba de menos, el acento del doctor. Parecía feliz, y no una niña moribunda, de ningún modo.
Estaba tan distraído por todos aquellos pensamientos que no oí abrirse la puerta. Levanté la vista por instinto y él estaba allí de pie, a menos de dos metros de donde yo me encontraba sentado con la cabeza apoyada entre mis manos.
Era un hombre blanco alto y esbelto, con unos pantalones de un verde oscuro y una chaqueta de escamas marrones y tostadas. Su sombrero también era de un verde oscuro, con un ala pequeña. Tenía la piel olivácea y sus ojos claros parecían no tener ningún color en absoluto.
—¿Ezekiel Rawlins?
—¿Quién es usted?
—¿Es usted Ezekiel Rawlins?
—¿Y usted quién cojones es?
Estábamos a punto de enzarzarnos. Él estaba muy picado por no haberle contestado a su pregunta. Yo me recriminaba a mí mismo por no haberle oído abrir la puerta. O quizás era que no la había cerrado al entrar. De cualquier modo, me sentía idiota.
Pero entonces Piel de Serpiente sonrió.
—Joe Cicerón —dijo—. Soy agente privado también.
—¿Detective?
—No exactamente. —Su sonrisa carecía por completo de humor.
—¿Qué quiere?
—¿Es usted Ezekiel Rawlins?
—Sí. ¿Por qué?
—Busco a una chica.
—Pues inténtelo en Adams, ahí cerca… Hay una casa de putas detrás de la lavandería automática.
—Philomena Cargill.
—No la conozco.
—Ah, sí, sí que la conoce. Ha hablado con ella, y ahora yo tengo que hacer lo mismo.
Recordé el día que abrí aquel despacho, dos años antes. Hice una pequeña fiesta para celebrar la inauguración. Todos mis amigos, los que vivían todavía, habían asistido. Allí estaba el Ratón, bebiendo y comiendo una salsa de cebolla para untar que había preparado Bonnie. Esperó hasta que todo el mundo se fue y me tendió una bolsa de papel que contenía una pistola, tela metálica y unas chinchetas en forma de U.
—Guarda el chisme este —dijo.
—¿Dónde?
—Debajo del escritorio, idiota. No querrás trabajar con todos esos negratas por ahí sin tener algo a lo que agarrarte. Mierda, hombre, imagínate que viene aquí algún hijoputa cabreado o con ganas de pelea y tú ahí, sin un orinal donde echar una meadita. No, hermano, vamos a guardar el chisme este debajo de tu mesa y si las cosas se ponen feas, al menos tú tendrás una oportunidad.
Pasé la mano en torno a la culata del regalito del calibre 25.
—No conozco a ninguna Cargill —dije—. ¿Quién dice que la conozco?
Cicerón hizo un movimiento raro con la mano y yo saqué el arma. Le apunté a la cabeza por si llevaba alguna especie de chaleco antibalas en el cuerpo.
La amenaza le hizo sonreír.
—¿Está nervioso? —dijo—. Bueno, pues a lo mejor debería estarlo.
—¿Quién dice que conozco a esa mujer?
—Tiene veinticuatro horas, señor Rawlins —replicó—. Veinticuatro, o si no las cosas se pondrán feas de verdad.
—¿Ve esta pistola? —le pregunté.
Él sonrió y dijo:
—Los padres de familia como usted deben pensar en sus responsabilidades. Yo sólo soy un soldado. Abates uno, y dos ocupan su lugar. Pero usted… usted tiene a Feather, y Jesús, y, ¿cómo se llama?, ah, sí, Bonnie. Tiene que pensar en todos ellos.
Y sin más, se volvió y se alejó hacia la puerta.
Yo ya había conocido a hombres como él: asesinos, desde luego. Sabía que sus amenazas eran serias. Le habría disparado si hubiera sabido que podía salir indemne después. Pero en mi rellano había otros cinco inquilinos, y ninguno de ellos habría mentido para salvarme el pellejo.
Dos minutos después de que Joe Cicerón saliese por la puerta, salí al vestíbulo para asegurarme de que se había ido de verdad. Comprobé las dos escaleras y luego me aseguré de cerrar bien la puerta después de entrar.